El 1 de septiembre, los barcos
brasileños embarcan a casi 8.500 hombres que desembarcarán, horas
después, en la desembocadura llamada de la Laguna Piris.
Inmediatamente, comienzan a bombardear Curuzú y Curupayty. El día
3, tras el bombardeo, los brasileños atacan en tres columnas. La
cosa les fue mal hasta que se dieron cuenta de que la laguna Piris se
podía vadear y, consecuentemente, atacaron a los paraguayos por
detrás. Nada más saber que Curuzú había caído, López ordenó al
capitán Bernardino Caballero que saliese a la naja hacia Curupayty
para reforzar la posición y parar el avance.
La llegada de Caballero, de hecho, hizo
que los brasileños desistiesen de tomar Curupayty, que ya creían
suya. Poco tiempo después, tal y como había prometido López, llegó
el general Díaz como refuerzo.
A pesar de ser evidente que los
paraguayos habían pagado cierta bisoñez en Curuzú, pero que
resistirían con más eficiencia en Curupayty, Bartolillo Mitre, como casi siempre, creía el
pescado vendido. El 4 de septiembre, organizó una reunión de alto
Estado Mayor en la que estuvieron Flores y Polydoro, en la que logró
convencer a este último para que se fuese a Curuzú a parlamentar
con sus compatriotas, Tamandaré y Porto Alegre, la forma de plantear
la toma de Curupayty; o sea, cómo darle bola a Mitre en la victoria
que éste reputaba ya como segura. Desde entonces y hasta prácticamente el final de la guerra del Paraguay (o sea, cuando ha se hizo bien claro que quien la estaba ganando era Brasil), estos actores se embarcarán en un navajeo casi constante con el objetivo de ponerse la medalla de ganador de la guerra.
El día 5 de septiembre se reúnen en
Curuzú: Tamandaré, Polydoro, Octaviano y Porto Alegre; una cumbre carioca en toda regla. Resolvieron
que no haría falta el concurso de grandes refuerzos para tomar
Curupayty y, de hecho, fiaron gran parte de la operación a un avance
de la caballería. El día 7, Mitre llegó al campamento de Porto
Alegre, y allí se entrevistó con éste; diálogo del que salió
convencido de que la victoria era cosa hecha; entre otras cosas,
porque Tamandaré, una vez más, se levantó y declaró, campanudo,
que «en duas horas eu descangalharei tudo iso».
Sin embargo, como hechos dicho el
glaciar de la guerra avanzaba sobre un seno geológico bastante complejo. Mitre debió
desplegar en aquella reunión su habitual cola de pavo real de comandante en jefe, pues Tamandaré sacó la idea clara de que
pretendía monopolizar los laureles de la acción; y así se lo
comunicó a su medio pariente Porto Alegre, quien, por ser el jefe de
las fuerzas de tierra que iban a atacar, era el acreedor de dicha
medalla. Porto Alegre, mosqueado o mejor deberíamos decir que seriamente encabronado, reacciona precipitando la acción
para así evitar los movimientos de Mitre. Le escribe a Polydoro
pidiéndole refuerzos para tomar Curupayty de inmediato.
El brasileño se mostró dispuesto a entregarle unos 2.500 hombres
pero, enterado Mitre, comenzó a dar el coñazo con que era mejor que
esas tropas de refuerzo fuesen argentinas; propuesta, la argentina,
que Polydoro consideró, en escrito rubricado por Tamandaré, un
«desaire deliberado» al ejército brasileño. La cosa no se arregló
hasta que no intervino un diplomático brasileño que acompañaba a
las tropas, Francisco Octaviano de Almeida Rosa, quien desarrolló
los típicos matices destinados a sacar brillo a los egos.
En ese momento, la
guerra del Paraguay está en una situación en la que no puede ser
ganada por nadie. Paraguay ha perdido en el desastre del 24 de mayo la potencia de fuego y
acometividad necesarias para ganar la guerra; pero los aliados, como hemos visto, además, enfangados en
serias divisiones internas, tampoco parecen tener la capacidad de dar
golpes definitivos.
El 11 de
septiembre, se produce un movimiento inesperado en la persona del
capitán paraguayo Francisco Martínez, quien se presenta con bandera
blanca ante las tropas aliadas. Tras algunas dificultades no de poca importancia (los
argentinos lo recibieron a tiros), logró entregar una nota que traía
en la que Solano López invitaba a Mitre a una entrevista en el lugar
y momento que designase. Mitre acepta y fija la entrevista en Yataiti
Corá, el día 12, a las nueve de la mañana.
El encuentro entre
ambos duró cinco horas. El tono, según los testigos, cordial,
aunque obviamente no faltaron los reproches, sobre todo los de López
hacia Venancio Flores como factor instigador de todo lo que estaba
pasando. Lo que sí parece probable es que el paraguayo ofreciera un
acuerdo de paz. Sólo podemos sospecharlo porque López no vivió
para contar los resultados de la entrevista y Mitre nunca reservó ni
una esquina de su florido y barroco estilo literario para contarlo.
Sin embargo, cierto es que no tiene sentido intimar el encuentro por
parte de Paraguay con otro objetivo. Eso sí, lo que no sabemos son
los términos ofrecidos por López.
Tras la entrevista,
Mitre se encuentra con sus aliados (los brasileños se negaron a
parlamentar directamente con López) y termina remitiéndole una nota
a López explicándole que las decisiones eventuales respecto de lo
hablado competen a los gobiernos de la Alianza, no a los ejércitos.
Nunca sabremos, probablemente, si esta negativa estuvo impulsada por
el argentino, que en verdad ambicionaba en ese momento la toma de
Curupayty; o de los brasileños, por la misma razón. El hecho cierto
es que, fracasada la entrevista de Yataity Corá, los aliados se
centraron en tomar Curupayty.
Solano López, por
su parte, aborda, con la dirección del general Díaz, las obras de
fortificación de la ciudad. Se construyó una trinchera de dos
kilómetros, además de un foso interior que protegiese a los
tiradores, y dos puentes levadizos. En el estero, defensa natural de
la población, se construyeron trampas con espinas.
Amaneció
el 22 de septiembre de 1866, esto es el día fijado por los aliados
para atacar Curupayty. A las siete de la mañana, la escuadra
comienza el bombardeo. A pesar de la campanuda promesa de Tamandaré,
ni a las dos horas ni a las cuatro estaba aquello descangalhado.
El general Díaz ordenó a las 10 de la mañana que la trinchera de
vanguardia se retirase. Aparece el rumor de que Venancio Flores ha
conseguido flanquear a los paraguayos, lo que hace detener el
bombardeo. Inmediatamente, dos columnas argentinas y dos brasileñas
comienzan a avanzar; las primeras, al mando de Wenceslao Paunero; y
las segundas, de Porto Alegre. Avanzaron con uniformes bruñidos que
brillaban al sol, y tocando marchas militares, como quien, en lugar
de presentarse a una batalla, tratase de participar en una marcha del
Orgullo Gay. Cuando están suficientemente cerca, el general Díaz
hace sonar el clarín, y la artillería paraguaya comienza a escupir
mierda sobre sus culos.
La culpa
fundamental fue de Tamandaré. El almirante brasileño, responsable
de la flota, había hecho transmitir la orden de que su bombardeo
había minado las defensas de Curupayty; pero, sin embargo, la verdad
era muy otra. El general italiano Francisco José Daniel Cerri, que
acompañaba a las tropas argentinas, dejó escrito que la ciudad «no
presentaba siquiera la señal del rebote de una bala». Los paraguayos mantenían su potencia de fuego intacta, y la hicieron
caer sobre las felices, bruñidas, musicales y sobradas tropas aliadas. Éstas, viendo
difícil el ataque de frente, tendieron a expandirse hacia los lados,
metiéndose de cabeza en el estero, que es algo que es mejor no hacer salvo que se sea un selvático desde la cuna. Para mayor suerte de los paraguayos, las
lluvias de los tres días anteriores habían anegado el terreno,
escondiendo sus trampas, por lo que no pocos cayeron en sus agujeros
malditos. Estando, además, el estero infranqueable, las únicas
posibilidades eran marchar hacia el río o hacia la llamada laguna Méndez,
que eran los lugares mejor protegidos por la artillería paraguaya.
Mitre, tal vez ignorando todos estos extremos, tal vez conociéndolos
pero no sabiendo interpretarlos por pura inopia estratégica, o tal
vez porque era de esos generales, que tanto se dan en la Historia, a
los que la vida de sus soldados les importa el huevo, ordenaba
avanzar, avanzar, avanzar.
Ni siquiera la
llegada de los refuerzos del coronel José Miguel Arredondo logró ya
matizar un fracaso que se resume en el dato de que a las 10.000 bajas
aliadas se contraponen 92 en el bando paraguayo. La matanza la
terminó Porto Alegre ordenando la retirada, a pesar de que Mitre
seguía ordenando el avance. Eso sí, el que casi no tuvo bajas fue
Venancio Flores, entre otras cosas porque la acción que se le
ordenó, esto es el flanqueo de los paraguayos, no la realizó.
El desastre de
Curupayty, que fue costoso a partes muy iguales para argentinos y
brasileños, tuvo entre otras consecuencias la de hacer saltar la
paciencia de éstos últimos. El emperador, de hecho, pidió el
relevo del general en jefe, pretextando para ello las rebeliones de
montoneras en el interior de Argentina que, al mando de Felipe
Valera, exigían la retirada argentina de la Alianza y el fin del
mitrismo. Felipe Varela era un estanciero de Guandacol y coronel del
ejército; aunque el haberle sido fiel al líder federal Chacho
Peñaloza le había granjeado ser borrado del escalafón. La muerte
de Peñaloza forzó su exilio a Chile, donde, por cierto, fue testigo
del bombardeo de Valparaíso por la escuadra del español Méndez Núñez (que ya hemos contado en este blog). Cuando conoció el contenido del tratado de la Triple
Alianza, vendió su estancia para comprar armas y cruzó los Andes,
acompañado de otros exiliados federales, más o menos cuando se
producía el desastre de Curupayty. En Jáchal, su centro de
operaciones, logró unificar a muchos de los gauchos que habían
luchado con el Chacho. Finalmente vencido, habrá de volver a Chile,
a Copiapó, donde morirá, arruinado, en 1870.
En
Argentina, tanto en Buenos Aires como en las provincias, la noticia de las montoneras cayó como un mazazo. Las cosas se ponen difíciles. El gobierno
argentino reúne un contingente de «voluntarios» para sustituir a
las bajas de Curupayty; tropa que, el 9 de noviembre, se subleva en
Mendoza al grito de, entre otros, «¡Vivan nuestros hermanos
paraguayos!» Los guardias enviados por el gobernador, llamado Videla
por cierto, se alían con los alzados y toman el control de la
ciudad. Ha estallado la revolución de los colorados. En enero de
1867 Juan Sáa alza a las gentes en San Juan y presenta batalla al
general Paunero. Cuando llega el verano de aquel año 1867, los
políticos en Buenos Aires temen ya que la reacción pueda
contagiarse a toda la república. Y ello a pesar de que antes, en
febrero, Mitre ha dejado ya el teatro de la guerra para volver a su
país.
La rebelión de las
montoneras fue un movimiento de gran importancia. Varela debía tomar
las provincias occidentales, mientras Sáa y Juan de Dios Videla
debían avanzar por San Luis y Córdoba hacia la costa. Mientras
tanto, Ricardo López Jordán debía levantar Entre Ríos y buscar
adeptos en Santa Fe y Corrientes y, por último, Timoteo Aparicio, al
mando de los uruguayos blancos, invadir dicho país. Los alzados
estaban dispuestos a aceptar el liderazgo de Urquiza; pero el
silencio de éste no iba a prevenirlos de realizar sus acciones.
El 25 de septiembre
de 1867, otro conmilitón abandona el teatro de la guerra: Venancio
Flores regresa a su Uruguay, donde por cierto se lo apiolarán. El 2
de octubre, el ejército argentino se repliega a Tuyutí, y en
diciembre también se va Porto Alegre, sustituido por el general
Gerónimo Gómez Rodríguez Argollo. También se irá el orgulloso e
infatuado Tamandaré, sustituido por el vicealmirante Joaquín José
Ignacio de Barros, que llegaría a ser vizconde de Ynhauma.
Ante un ejército
desmoralizado, se impone el cambio de mando, y el 10 de octubre los
brasileños designan general en jefe de sus tropas al mariscal Luis
Alves de Lima e Silva, entonces marqués y que llegaría ser duque de
Caxias; un veterano militar entonces ya de 63 años que había
comandado las tropas contra Rosas en Caseros.
Y que acabaría ganando la guerra.
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