Recuerda que ya te hemos contado los primeros pasos de la férrea voluntad de Richelieu, así como el estreno de Richelieu como político en los Estados Generales. Luego le hemos visto ascender a secretario de Estado, y después cómo el obispo eligió mal el bando, y estuvo a punto de irse por el desagüe de la Historia.
La
caída en desgracia de Concino Concini fue un grave peligro para
Richelieu, puesto que, por primera y única vez en su vida, había
elegido el bando equivocado en un enfrentamiento. Sin embargo,
también le vino bien porque Luis XIII no quiso prescindir
completamente de él, a pesar de que era bastante evidente que no se
fiaba del obispo; lo cual tuvo como consecuencia que le encomendase
la misión de ser el negociador entre él mismo y su madre. Fue
Richelieu, en efecto, quien negoció con la Corte las condiciones del
exilio de María de Medicis a Blois; fue él el nombrado jefe del
Consejo de la Reina; y fue él, finalmente, quien la vio partir de
París, un 3 de mayo, para acompañarla algunos días después.
Una
vez que la reina se estableció en Blois, Richelieu, para quien
estaban bien claras las relaciones de poder en el país, comenzó a
escalar la larga y empinada escalera que le habría de llevar a
ganarse la confianza del joven rey. Y lo hizo convirtiéndose en su
espía. Con puntillosidad de acusica, el obispo preparaba para Luis
descripciones sistemáticas de todo lo que hacía la teórica reina
regente, con quién se veía, y no pocas veces qué es lo que hablaba
o lo que le decían. En ese estado se decidió a esperar algo que
pensaba que ocurriría, y no se equivocó. Richelieu conocía bien a
Luynes y por eso sabía que la gobernación de Francia le venía muy
grande al favorito del rey; que sólo era cuestión de tiempo que
acabase cometiendo errores encabronantes como había hecho su
antecesor italiano. Como se decía en la Corte en aquellos tiempos,
«la taberna no ha cambiado, sólo el tabernero». No obstante, la
espera para llegar al gobierno será larga: todavía, siete años.
En
junio, apenas un mes después de comenzado el exilio, Richelieu
decide, como se dice hoy en día, escenificar su distancia respecto
de la reina. La convence de que debe retirarse algunos días a su
priorato de Coussay, tal vez pretextando asuntos de ésos que tiene
que resolver él personalmente, y obtiene el permiso de su jefa. Una
vez en Coussay, recibe una carta del rey Luis en la que éste le
felicita por las acciones llevadas a cabo en las últimas semanas, y
decretando que deberá seguir en Coussay. Yo tengo por bastante
probable que ésta es una secuencia de hechos impostada y
secretamente pactada entre Richelieu y el monarca, para que éste
abandone el entorno de la Medicis pero el rey, al mismo tiempo, salve
la cara no aceptando a su lado a una persona a quien todo el mundo
reconoce gran valía, pero sobre la que todavía pesa el baldón de
haber estado en el bando de los perdedores en la cuasiguerra civil
que se ha producido.
La
reina madre está en Blois como un animal enjaulado, y consume los
días dictando docenas de cartas para el rey, para Luynes y para el
propio Richelieu, reclamando ser atendida en sus muchas
reivindicaciones. Pero Richelieu, por mucho que se lo pidan, no se
mueve de Coussay. Ha recibido la orden del rey de aislar a su madre,
y conoce bien el valor de una instrucción real.
Dentro
de su estrategia centrada en volver a París y al poder, Richelieu
echa mano de François Le Clerq, el padre José. Este ex militar que
había participado en el sitio de Amiens para después tomar los
hábitos es por entonces provincial de los capuchinos de Touraine;
pero es, sobre todo, una persona que ha sobrevivido a los terremotos
en el Louvre y que, por lo tanto, se mueve por la Corte como Pedro
por su casa, aprovechándose de la admiración que, como fraile, le
tiene el rey. Luis XIII, además, sabe que la gran obsesión del
padre José es labrar la reconciliación entre el monarca y su madre,
y le deja hacer, tal vez porque él mismo, secretamente, la
ambicione. Lo realmente importante es que el padre José, amigo
íntimo de Richelieu, será, durante esos meses difíciles, su
vinculación, su cordón umbilical con la Corte.
Estalla
una polémica, una más, entre los jesuitas y los hugonotes. Los
soldados de Dios reaccionan con esa típica sobrada soberbia que se
gastaron durante tanto tiempo hasta que aprendieron a ser humildes
(aunque hay quien piensa, todavía hoy, que van de humildes).
Las cosas se tensionan. En el asunto tercia Richelieu elaborando, en
apenas tres meses, un opúsculo teológico que publica con el título
Principaux points de la Foi de l'Eglise Catholique défendus
contre l'ecrit adressé au Roi par les quatre Ministres de Charenton.
Lo realmente importante de este libro es que Richelieu, muy en el
tono ya utilizado durante su afamado discurso ante los Estados
Generales, despliega una moderación hacia la fe protestante, un
nivel de respeto, bastante poco común en el bando católico. En todo
el libro no hay una sola condena sin paliativos hacia las creencias
luteranas.
El libro
de Richelieu coloca su nombre encastrado en muchos pares de labios de
París, lo cual es bueno para él, pero no deja de tener sus efectos
colaterales. El principal de ellos es que la principal víctima de
que la estrella del obispo brille con tanta fuerza, Luynes, se
mosquea viendo peligrar sus privilegios. Por eso urde una pequeña
trama contra el obispo y consigue que sea desterrado a Avignon. Allí,
en el exilio (no se olvide que, en ese momento, Avignon no forma
parte de Francia, sino de las posesiones del Papa), estará Richelieu
un año. El 7 de marzo de 1619, sin embargo, aparece por la ciudad el
padre José, que viene a comunicarle que su encierro ha terminado.
La razón
de recuperar a Richelieu tiene que ver con la conciencia adquirida
por parte del rey en el sentido de que si el obispo no está cerca,
la reina madre puede liarla bien parda. Una noche, la veterana reina
salta por una ventana del castillo de Blois y huya de su encierro,
para encontrarse con Jean Louis de Nogaret y de la Valette, primer
duque de Epernon. De nuevo, pues, María de Medicis resucita el
fantasma de la nobleza sublevada contra el rey, y el padre José, que
en París aconseja al monarca, le intima el hecho de que si su madre
no tiene el contrapeso de una persona equilibrada (y sumisa, todo hay
que decirlo) como Richelieu, estas cosas van a seguir pasando y, al
final, de tanto ir el cántaro a la fuente...
El
obispo que sale de Avignon a uña de caballo está en el momento
crucial de su vida política. De lo que haga ahora dependerá su
futuro, porque lo que el rey y Luynes quieren, o más bien exigen, es
una gestión que les resuelva el problema de la díscola reina madre.
Y la cosa no pinta bien, porque María ha buscado un aliado bien
fuerte (el duque de Epernon se puede considerar en ese momento el
primer par de Francia, tan sólo por debajo del propio rey) y la
unión de los dos en la Corte de Angulema hace peligrar seriamente la
preeminencia de París (Angulema, por lo demás, está muy bien
elegida, pues ya desde los tiempos de Carlomagno ha mostrado
repetidas veces su resistencia a ser considerada tan sólo una parte
más de Francia). Como siempre, además, los conjurados contra el rey
tañen hermosos cantos de sirena hacia las mansiones hugonotes.
Richelieu
viaja a Angulema, y obra el milagro. En un tiempo récord, apenas
unos días, labra una paz. Una paz que, la verdad, probablemente
querían todos, pues da la impresión de que Epernon estaba bastante
escaldado después de lo de Condé, y, de haberse visto en la
tesitura, se habría pensado muy mucho levantar su espada contra el
Louvre; y la reina, por su parte, está cansada.
El 30 de
abril de 1619 se firma el Tratado de Angulema, por el cual María de
Medicis recuperaba el derecho a distribuir los oficios de su casa
libremente, además de recuperar la libertad de decidir su lugar de
residencia y recibir el gobierno de Anjou, Les Ponts de Cé, Chinon,
y el castillo de Angers. En el acuerdo se sobreentendía, aunque
nunca se escribió, que el principal mamporrero del pacto, esto es
Richelieu, recibiría en recompensa el capelo cardenalicio.
Pero las
cosas se torcerán pronto.
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