El prior de la abadía de Saint Florent
de Saumur, padre Hardy Gillot, probablemente comentó con sus
compañeros de rezos que aquel alumno delgado de menos de diez años
nunca llegaría a nada. El joven Armand-Jean du Plessis, en efecto, era de esos niños que, en el siglo XVII o antes, parecían nacidos para morir jóvenes. A pesar de ser de una familia de la
nobleza menor, lo cual le garantizaba ciertos cuidados, lo común de
sus fiebres, y lo discapacitado que lo dejaban, hacía pensar a muchas
personas, tal vez con la única excepción de él mismo, que su vida
iba a ser corta. Y, sin embargo, verdaderamente, como el propio Du
Plessis tendría ocasión de decir y escribir muchas veces a lo largo
de su vida, Dios escribe con renglones torcidos. Nadie se habría
creído, jamás, que a aquel niño enfermizo le estaba reservado el
destino de ser, tal vez, el mayor estadista, en el sentido de hombre de Estado, de la Historia de
Francia. De alguna manera, el inventor de Francia tal y como la
conocemos nosotros.
Aquel niño candidato a la muerte
prematura consiguió, a base de esfuerzos, tisanas, sangrados y lavativas, llegar vivo a los diez años de edad, además con
un aprovechamiento intelectual que le hizo pensar a su tío, Amador de la
Porte, que tal vez sería cosa buena apostar por él. Es por ello que
en 1594, el joven Armand ingresa en el conocido como Colegio de
Navarra; una institución educativa de gran prestigio, que tenía el
orgullo de haber contado entre sus alumnos a los reyes Enrique III y
Enrique IV.
Fue en aquel Colegio de Navarra, aunque su salud no le puso las cosas nada fáciles, donde Armand du Plessis,
en esos años en que forjamos lo que seremos ya toda la vida, crea
esa personalidad suya: fría, decidida, constante. Aprende a no mirar
a otra cosa que el objetivo marcado, y a sacrificar todo lo demás.
Eso mismo: sacrificar todo lo demás, es lo que hará todo el resto
de su vida. Aborda sus estudios superiores llevando el título
familiar de marqués de Chillou, y se somete a la disciplina de Antoine de
Pluvinel, un decidido partidario de lo que hoy denominaríamos
educación integral, en la que no sólo se incluyen la filosofía y la
gramática sino también la música, las matemáticas, la educación
física y la esgrima. Gracias a De Pluvinel y su querencia por las virtudes
militares aprenderá Du Plessis las artes del mando, y del liderazgo.
En 1584, el rey Enrique III había
concedido a la familia Du Plessis el obispado de Luçon. En
consecuencia, el priorato transmite sus beneficios a la familia y su
titular es, en la práctica, elegido por ésta. En 1592, es
obispo-empleado un tal François Yver quien, sin embargo, no tiene
otra función que mantener la silla obispal caliente para Alphonse de
Richelieu, uno de los miembros de la familia. Alfonso, sin embargo,
se prepara tanto para la tarea de ser obispo, que se pasa de frenada
de fe y, finalmente, decide renunciar al cargo para hacerse cartujo.
Para poder mantener el control del obispado, a la familia Du Plessis
no le queda otra que echar mano del hermano menor de Alphonse,
Armand, el alumno del señor de Pluvinel. Y de esta forma, Armando,
que iba para oficial del ejército de la mano del muy castrense
Pluvinel, fue llamado, por un quítame allá esos beneficios de los
que la familia no puede prescindir, a la carrera tonsurada. Todos lo tenemos inscrito en nuestro imaginario personal vestido con la púrpura cardenalicia; pero, la verdad, ese hecho, por mucho que Armand fuese siempre un católico ferviente, no deja de ser fruto de la casualidad.
Armand tiene apenas 17 años cuando
deja la academia para hacer un curso acelerado de obispo. El nombramiento le llegará en 1606
cuanto, teóricamente, todavía le quedan cinco años hasta tener la
edad mínima, motivo por el cual hubo de pedirse una dispensa
especial a Roma. Finalmente, el 17 de abril de 1607, en plenas
fiestas de Pascuas, Armand du Plessis fue sacralizado como obispo, en
Roma. De apenas dos días después de esta ceremonia data un detalle
que nos puede servir para ir adivinando el tipo de personalidad que
va construyendo Richelieu: solicita ser incluido en la lista de
doctores teólogos de la Sorbona. Lo cual es un poco acojonante.
Primero, porque tiene 23 años. Y, segundo, porque hasta los 17 ha
tenido una educación encaminada a convertirle en un militar, así
pues sus estudios de teología, en los que ahora reclama ser admitido
como un gran maestro, son relativamente recientes. Pero así es
Richelieu.
Desde octubre de 1607 a diciembre de
1608, Richelieu permanece en París, en el que es su primer contacto
con la Corte. Rápidamente, hace valer la habilidad siempre más
apreciada en un sacerdote: la retórica predicatoria. El mismo rey
Enrique comienza a apelarlo de «mi obispo», ya que gusta mucho de
sus homilías. Además, durante esa época consolida otra amistad
estrecha que será fundamental para su desarrollo intelectual como
político de altura: el cardenal Du Perron, quizás la persona más
importante de la Corte en ese momento. Nombrado lector de Enrique
III, había sido ordenado en 1593, tras de lo cual había conseguido,
ahí es nada, la conversión de Enrique IV (esto es: fue él quien le convenció de que, célebre frase cervecera, París bien vale una Mixta), quien lo hizo su director
espiritual. Obispo de Evreux y cardenal desde 1604, arzobispo de Sens
en 1606, nunca abandonó, sin embargo, París, donde enseñó a su
joven discípulo muchas de las sutilezas del poder en las que luego
Richelieu sería consumado maestro.
De hecho, sólo pensando en un consejo
de Jacques Davy du Perron se puede entender el siguiente movimiento
de Richelieu, verdaderamente sorprendente: abandonar París para
tomar posesión de su sede obispal. Como ya he tratado de insinuar,
en realidad este gesto no tenía nada de necesario, pues titulares de diócesis que, por ser consideramos más necesarios
junto al rey, nunca tomaban posesión de sus prioratos, había
bastantes. Du Plessis, además, llevaba una carrera política
interesante, aunque no cabe decir que meteórica. Mi teoría
particular es que Du Perron, buen conocedor de los pasillos del poder
versallesco, debía de saber bien que aquella Corte llevaba trazas de
convertirse en un lugar irrespirable, susceptible de hacer picadillo
con un sacerdotillo aun inexperto; motivo por el cual le aconsejó
poner tierra de por medio para poder madurar a gusto.
Porque el hecho es que Armand se va a Luçon; pero las trazas son bastante evidentes de que nunca tuvo en la mente otro lugar que no fuese París. En enero de 1610 se convocó una sesión de la asamblea del clero en la capital. Inmediatamente, Richelieu alberga el proyecto de hacerse elegir como uno de los representantes a la misma por la provincia de Burdeos. Siguiendo una vieja fórmula que ha seguido siendo usada en las reuniones eclesiásticas francesas hasta hace bien poco, el joven obispo de Luçon le escribe una carta al arzobispo de Burdeos mintiendo como un perro y aseverando que no tiene personalmente ninguna ambición de acudir a la asamblea; pero que la insistencia de los sacerdotes de la zona ha sido tal, que finalmente ha debido ceder para solicitar tal prerrogativa. Incluso envía a la capital provincial a su amigo Claude de Bouthillier, señor de Fouilletourte (al que recompensará en el futuro por este y otros servicios, por cierto), quien se despliega por la ciudad visitando a tirios y a troyanos para convencerlos de que en ese pequeño obispado sobre el que nadie piensa hay un diamante en bruto para Francia.
Porque el hecho es que Armand se va a Luçon; pero las trazas son bastante evidentes de que nunca tuvo en la mente otro lugar que no fuese París. En enero de 1610 se convocó una sesión de la asamblea del clero en la capital. Inmediatamente, Richelieu alberga el proyecto de hacerse elegir como uno de los representantes a la misma por la provincia de Burdeos. Siguiendo una vieja fórmula que ha seguido siendo usada en las reuniones eclesiásticas francesas hasta hace bien poco, el joven obispo de Luçon le escribe una carta al arzobispo de Burdeos mintiendo como un perro y aseverando que no tiene personalmente ninguna ambición de acudir a la asamblea; pero que la insistencia de los sacerdotes de la zona ha sido tal, que finalmente ha debido ceder para solicitar tal prerrogativa. Incluso envía a la capital provincial a su amigo Claude de Bouthillier, señor de Fouilletourte (al que recompensará en el futuro por este y otros servicios, por cierto), quien se despliega por la ciudad visitando a tirios y a troyanos para convencerlos de que en ese pequeño obispado sobre el que nadie piensa hay un diamante en bruto para Francia.
Richelieu, sin embargo, erró. No le
ocurriría muchas veces en la vida, pero en esa calculó mal. Debería
haberse informado antes. De haberlo hecho, habría sabido de monseñor François d'Escoubleau de Sourdis, su arzobispo, quería ir él mismo a París representando
a la provincia. Y, con rival de tal calibre, el joven obispo no podía
ganar. Muchas más posibilidades habría tenido de haber optado por
la segunda plaza, algo así como subalterna, a la que Burdeos tenía
derecho. Pero como no lo hizo, otro prelado fue elegido para esta
plaza de acompañamiento.
Fue cuatro meses después, rumiando su
fracaso en su priorato de Coussay, cuando supo, por una carta de su
amigo Claudio, del asesinato de Enrique IV.
La muerte del rey Enrique puso al
frente de Francia a un niño de nueve años. Esto, claramente,
Richelieu lo sabía bien como lo sabía cualquiera que hubiese estado
dos minutos en Versalles, significaba que el poder real, y nunca
mejor dicho, quedaba en manos de la reina viuda, María de Medicis.
Esto significaba un giro copernicano, porque en la Corte francesa
dejaban de mandar esos nobles hombres de armas que llevaban rodeando
a su rey desde los tiempos merovingios, para pasar a ser el nido de
una serie de hombres políticos, muchos de ellos de origen italiano,
taimados y básicamente interesados en sus peculiares peculios.
La muerte del rey que le llamaba «mi
obispo», sin embargo, fue una gran oportunidad para Armand du
Plessis. Su hermano Henri de Richelieu era, de hecho, uno de los
grandes favorecidos por el cambio, pues la de Medicis lo tenía en
alta estima. Además, también cerca de la muy piadosa reina se
encontraba otro amigo íntimo de Richelieu, su gran compañero de
fatigas, François le Clerc du Tremblay, más conocido como el Padre
José. Iluminado por todas estas perspectivas, el obispo de Luçon
hará incluso algo bastante inconcebible, como es escribirle
personalmente una carta a María de Medicis ofreciéndole sus
servicios. En las últimas semanas de 1613, tras haber echado la caña
varias veces, Richelieu viaja a París, con el objeto de
entrevistarse con Concino Concini, esto es, el favorito italiano de
la reina. El Paolo Vasile de la Francia barroca. En tres palabras: el
puto amo. Armand le escribe una carta casi rastrera en algunos de sus
párrafos, y luego le va a ver personalmente. Cuando regresa de París
a su obispado, ya ha tomado una decisión a favor de la reina madre.
Había que tomar partido, porque la
Corte estaba dividida en dos. En un lado se encontraba María de
Medicis, haciendo piña con Concini y con los viejos ministrios de
Enrique IV. En el otro se encontraban los llamados príncipes, esto
es las testas nobles de Francia, los Condé, Bouillon, Nevers,
Mayenne. El más díscolo de todos es Condé, quien elaborará un
manifiesto en el que pretende colocar a todos los órdenes: pueblo,
nobleza e Iglesia, contra la monarquía, amagando con levantar un
ejército. María de Medicis contestará levantando el suyo propio.
La sangre no llega al río y por la llamada paz de Sainte Menehould
(15 de mayo de 1614) se le garantizan a los príncipes los gajes,
prebendas y gobiernos que pretendían, con lo que quedan contentos.
No obstante, se hace necesario convocar unos Estados Generales, y es
por eso que Richelieu, como obispo, recibe la orden de reunir a los
tres estados de su territorio. Claro, esta vez, como la elección la
organiza él, no se le escapará: el representante del clero será,
cómo no, Armand du Plessis.
El gran político se hace mayor.
Juan, tu blog es un pequeño placer 8pequeño porque es confesable).
ResponderBorrarSi tienes en estima mi gratitud perenne, escribe, escribe. Por lo menos 3 posts al día.
El comentario suena de un pelotero considerable... pero es que me gusta leerte y hasta me haces después consultar cosas por ahí.
Pues eso, buen trabajo y muchas gracias.
Cómo no voy a tener en estima tú ídem, man. ¡Por supuesto!
BorrarY pensar que yo era partidario de EL PROFETA
ResponderBorrarSe me hace la boca agua de pensar en la serie que nos espera. ¡Muchas gracias, Juan!
ResponderBorrar¿Versalles no fue construido en tiempos de Luis XIV? ¿Cuando te refieres a Versalles en tiempos de Enrique IV, es una licencia que te concedes, o es que ya había allí algún palacio o castillo donde la corte pasaba temporadas?
ResponderBorrarVersalles durante el reinado de Luis XIII era sólo un pabellón de caza, al que acudía el rey para practicar su afición favorita y alejarse de tanto en tanto de la corte. En esa época la corte estaba en el Louvre. Fue Luis XIV el que a partir de 1661 comenzó los trabajos para lo que luego se convertiría en el palacio de Versalles.
ResponderBorrarPor otra parte, muy interesante el blog, lo de la mixta me ha dejado turulata, jajaja.