Teóricamente,
esto es algo que los portavoces y diversos lenguaraces del Kremlin le
repetían entonces a los corresponsales extranjeros en Moscú,
el nombramiento de Leónidas Breznev como secretario general
del PCUS había abierto una nueva época. Tras la errónea
y narcisista era de Kruschev (en los nuevos tiempos, obviamente, les estaba vedado a estos transmisores de mensajes recordar que Stalin había sido aun peor en lo que se refiere al culto personal), se había llegado a una etapa de
verdadero socialismo en el que quien mandaba era la colectividad;
esto es, el viejo sueño de Lenin de una elite consciente
dirigiendo el país.
Ésta era,
como digo, la tesis oficial. La verdad, sin embargo, tiene más
que ver con el que siempre fue el problema sempiterno del sistema
soviético, problema que permaneció hasta que ya no hubo
sistema soviético, y aun más allá: la tendencia
constante hacia la lucha interna.
Al centro de las
intrigas lo podían llamar Presidium o, como ahora, rellamar
Politburó ; pero, aunque lo hubiesen llamado La Bola de
Cristal, habría seguido siendo el oscuro teatro de los
movimientos orquestales en la oscuridad de la Luz Mundial del
Progresismo. Breznev, que no creía íntimamente en las
bondades del poder colegiado más de lo que pudiese creer
Stalin, trató inmediatamente de petar el Politburó con
su gente. Y es algo que consiguió en buena medida. Sin
embargo, debilitada como había quedado la cúpula del
poder soviético tras la convulsa etapa Kruschev, y sobre todo
ante la realidad de que la URSS cada vez estaba para menos
mariconadas (muy pronto empezaría a perder la carrera espacial
con los Estados Unidos; y su competencia con China no es que fuese de
cojones precisamente), Leónidas Breznev no pudo plantearse
hacer cosas que otros que habían venido antes que él si
hicieron. O sea: pudo, en parte, meter en los órganos de
gobierno a su gente. Pero lo que no pudo fue sacar a los que no lo
eran. La era de las purgas había pasado.
Hombre, se pasó
por la piedra a Frol Kozlov (que, la verdad, en occidente se habría
ido cinco minutos antes de que lo echaran, porque su tema estaba más
visto que la nariz operada de Belén Esteban); así como
al hombre de Kruschev en la cultura, Leónicas Ilichev. También
se llevó, esto probablemente por querencia (deberíamos
decir odio) personal, al ministro de Agricultura in pectore de
la era anterior, Vasili Poliakov. Pero, por ejemplo, dos provectos kruschevitas como Nikolai Shvernik o Anastas Mikoyan se retiraron de la política sin ser
purgados en 1966, en el XXIII congreso del Partido.
El único
hombre importante del círculo de Nikolai Podgorny que Breznev osó llevarse
por delante fue Vasili Titov, que no creo se pueda calificar de caza
mayor. De hecho, no fue hasta 1972 y 1973, con el cese de Vasili
Mzavanadze (por corrupción) y de Gennady Voronov y Piotr
Shelest (porque yo lo valgo), que Breznev dio muestras de sentirse lo
suficientemente fuerte como para cesar a quienes no le gustaban. Tardó, pues, casi diez años en consolidarse.
Breznev era
suficientemente joven como para aspirar a un mandato largo como el
que tuvo. Y porque era así, además, dejó bien
claras sus intenciones de mando dejando vacante el puesto de
vicesecretario general; esto es, negándose a designar un
heredero. Hay gente que dice que Podgorny jugó ese papel.
También hay gente que dice que las pirámides las
construyeron los marcianos.
La principal acción
estratégico-política de Breznev fue restituir al poder
a muchos de los altos funcionarios del partido a los que Kruschev se
había llevado por delante. Dinmohamed Kunayev, por ejemplo,
fue elevado de nuevo a los altares del Partido en Kazajstán.
Asimismo, tras llevarse por delante a Poliakov, Leónidas sacó del
formol del olvido a Vladimir Matskevitch para ocupar la cartera de
Agricultura. Y a Vladimir Schertsvinsky, que llevaba años en
un proceso de lenta simbiosis con la cómoda de su salón,
a falta de otras cosas mejores que hacer, lo reinstaló al
frente del partido en Ucrania.
Los días 14
a 16 de noviembre de aquel 1964, en el Plenario del Comité
Central, Alexsei Adzhubey, yerno del malhadado Kruschev, que para
entonces ya había perdido la jefatura de edición de
Izvestia, fue votado y botado del Comité. Kolzov fue
relevado de sus responsabilidades en el Politburó, y Poliakov
relevado de sus responsabilidades en el secretariado del Comité.
A cambio, Breznev
promovió a Piotr Shelest, a pesar de sus importantes
vinculaciones con Podgorny (de hecho, le había sucedido en
Ucrania). También entró el experto miembro del KGB
Alexander Shelepin. El nombramiento de Shelepin tiene una importancia
fundamental, porque viene a significar el pacto de Breznev con la
policía secreta. Dicho pacto se hace bien evidente si vemos
que Shelepin, lejos de ser un nombramiento más, pronto acumuló
tres poderes distintos: en el Politburó; en el gobierno, donde
era primer viceministro; y el secretariado del Partido, donde fue
situado en el muy influyente Comité para el Control del
Partido y el Estado. A eso hay que unir, por supuesto, un cuarto
poder: un miembro del KGB que sobrevive a dicha membresía no
es cualquiera, ni está falto de contactos que, en un momento
dado, le obedecen. El poder de Shelepin queda claro en el
gesto de que fuese capaz de colocar a su segundo, Vladimir
Semichatsky, como miembro de pleno derecho del Comité Central. Para Breznev, tener a Shelepin de su parte resultaba fundamental. Sin embargo, de seguro tenía claro que las personas bregadas en la policía secreta (Beria, Andropov, Putin...) nunca son fieles salvo a sí mismos. Y, si no lo tuvo claro, debió tenerlo.
En marzo de 1965,
en el siguiente Comité, siguieron los nombramientos: Kiril
Mazurov y Dimitri Ustinov (un militar bien conocido de Stalin). Estos
dos nombramientos tienen una importancia muy grande por lo que
suponen de pacto en la cúpula del poder soviético.
Ustinov, un hombre de Kosigyn, que controlaba el gobierno, adquirió
un puesto en el Secretariado, con lo que su protector ponía
una pica en el partido. Asimismo Maturov, breznevita, era nombrado
viceministro, con lo que Leónidas ponía su pica en el
gobierno. Por si le fallaba la jugada, pues Maturov era un poco
cuestionable, Breznev se había ocupado de colocar en la
estructura del gobierno a dos miembros de la mafia del Dnieper
(Ignati Novikov y Lev Smirnov).
A pesar de esta
estrategia, claramente diseñada para dominar el complejo
aparato del poder soviético; y a pesar también de que
dicha estrategia no excluía elementos de equilibrio y
componenda con diferentes sensibilidades en la cúpula del
poder, los enfrentamientos comenzaron pronto. El principal demiurgo
de las disidencias fue Alexsei Kosigyn, que no es que quisiera quitar
de enmedio a Breznev (ésa era una labor que le venía
grande, y, más que probablemente, él lo sabía),
sino que quería construir una parcela para él y para su
gente en la gestión diaria de la economía soviética.
Kosigyn era un tipo hábil que sabía moverse; sólo
así había conseguido llegar al Politburó con 42
años, un logro que muchos tenían que esperar 20 o 30
años más para conseguir, si lo conseguían.
Como ya hemos
contado, Aleskei llevaba apenas unos días en sus
responsabilidades como primer ministro, cuando ordenó la
extensión del experimento de la factoría
Bolshevika-Mayak a otras factorías textiles; y dio esa orden,
según todos los indicios, sin encomendarse a Dios ni al
Diablo, esto es sin contrastarlo con sus compañeros en el
poder, y muy especialmente Breznev. El nuevo líder soviético
respondió redoblando inmediatamente en sus discursos públicos
sus referencias a la necesidad de incrementar el papel del Partido
en la dirección de la sociedad y la economía
soviéticas. El Día de la Revolución de aquel
año, pronunció un discurso en el que llamó a los
cuadros del partido a «continuar controlando la actividad del
gobierno y las organizaciones económicas y sociales». El
discurso fue levemente manipulado por la agencia Tass para aparecer
con palabras menos desabridas.
De hecho, fue en la
prensa donde la lucha Breznev-Kosygin se desarrolló. Vladimir
Stepakov, nuevo editor de Izvestia y kosiguinófilo
convencido, tomó la línea del gobierno, mientras que la
del Partido se refugiaba en la revista Kommunist, cuyo editor,
Vladimir Stepanov, era breznevita de los breznevitas de toda la vida.
Entre ambos contendientes de apellidos tan parecidos, Stepakov versus
Stepanov (que parecen Rasca y Pica, la verdad) estaba Aleksei
Rumyatsev, el sufrido editor de Pravda. En la agencia Tass, se
avivaba la llama de la polémica, animada por su director
general Dimitri Goriunov, un hombre de Shelepin (cosa que viene a demostrar que éste no se casaba ni con su testículo derecho). Se da la
circunstancia, por cierto, que a todos los mandos de periódicos
y medios de comunicación que hemos citado, la participación
en la polémica acabaría, a la larga, por costarles el
puesto.
Breznev, tal es mi
idea, trató de parar la hemorragia en marzo de 1965, con lo
que hemos descrito como el pacto Maruzov-Ustinov. Sin embargo, la
cosa no paró, y por eso decidió pasar al ataque. El 17
de mayo, Stepanov publicó en Pravda un arcano
artículo en el que ponía de gilipollas a Kosigyn y sus
gentes, cuyas reformas económicas, dijo, iban a acabar con el
leninismo. Como se puede ver, en la Historia de URSS, el argumento que siempre funcionó a la hora de poner contra las cuerdas a cualquier enemigo era el típico Fulano ens roba, sólo que en este caso lo robado no era dinero, sino las esencias del leninismo. A pesar de ser ello tan repetido y tan evidente, cabe recordar que en aquel momento, años sesenta del siglo pasado, las universidades y los simposios occidentales estaban petados de sedicentes expertos, estudiosos e intelectuales de variada laya, normalmente vestidos con jerseys de cuello alto y barbas hipster, que repetían en conferencias y libros que las capacidades evolutivas de la URSS estaban fuera de toda discusión; a pesar, como digo, de que la URSS era un país donde todo lo que oliese lejanamente a cambio o reforma era pasado por el tamiz de los escritos e ideas de un tipo que llevaba cuarenta años muerto (pensemos, nosotros, en Francisco Franco; es lo que tenemos a una distancia similar).
Al día
siguiente, ni Kosigyn ni Breznev se mostraron en público. El
primero tenía hora marcada para una recepción con el
jefe de Estado búlgaro; pero no se presentó. Al
segundo, una delegación del FLN argelino le había
montado un acto de homenaje personal. Pero no se presentó
tampoco.
El 21 de mayo,
Stepakov publicaba en Izvestia una ácida crítica
contra Breznev, acusándolo directamente de no tener habilidad
política y de no saber manejar a la gente (cosa que yo reputo cierta en un porcentaje en modo alguno negligible). Cosas empezaron a
cambiar. Allí donde iba Kosigin, aunque en lugar de soltar el
discurso previsto se tirase un cuesco, cosechaba aplausos
interminables de multitudes de burócratas obedientes (o tal
vez acojonados). Sin embargo, en movimientos que no conocemos ni creo
que conozcamos nunca, entre ese mes de mayo y el de septiembre en que
se celebró el Comité Central, Breznev fue capaz de
maniobrar suficientes veces, y con suficiente eficiencia, como para
hacer naufragar la reforma económica de Kosigyn. Para cuando llegó el CC de final del verano, el primer
ministro recibió muy buenas palabras, pero la centralización
se reimplantó y, de hecho, quien salió reforzado fue
Breznev. En materia económica, el Partido se reservaba la
«supervisión general», y en otras materias de
gobierno adquiría un control férreo. Para colmo, en el
gobierno, el terreno de Kosigyn, entraban tres nuevos viceministros
amigos de Leónidas: Benjamín Dymshits, Nikolai Tikonov
y Mikhail Yefremov.
Había podido
con Kosigyn. Pero esto del poder soviético, amigo lector, es
un no parar.
Ahora, el problema
era Podgorny. Y Shelepin.
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