En el otoño de 1935, mientras los gobiernos españoles de
derechas naufragaban bajo el peso de los escándalos y la huida hacia adelante
del tándem Alcalá Zamora-Portela, un canciller volvía al trabajo. Se trataba de
Kurt von Shuschnigg, primer mandatario austríaco, que había pasado las semanas
anteriores confinado y como alelado.
En julio de aquel mismo año, durante unas vacaciones, la
esposa de Shuschnigg había fallecido en un accidente de automóvil. El canciller
austríaco había caído tras aquel suceso en esa situación que entonces se
llamaba de «postración moral» y que hoy tendemos a denominar con el término
científico «una depresión del carajo la vela». «Soy», dijo por aquel entonces
Shuschnigg, «un hombre perdido e incapaz de soportar las responsabilidades del Poder». En realidad, durante todo aquel verano todo el mundo en Austria dio por
cierto que la primera vez que su canciller tuviese ánimos para levantar una
pluma, sería para firmar su dimisión.
Este hombre arrastrado, deprimido, fue, al fin y a la
postre, el que tuvo que enfrentarse a la Anchluss
del Partido Nacionalsocialista Alemán y, en definitiva, el gran freno para la
anexión de Austria por Alemania. Un proceso que vamos a contar en estas notas.
Lo vamos a contar, sobre todo, porque nos interesa. A mí, como bloguero y a
vosotros, como lectores de este blog, porque no será nada difícil que muchos, o
todos, de vosotros, consideréis posible que el juego de iniciativas
internacionales en torno a la guerra civil española hubiese transcurrido de una
manera diferente a cómo se desarrolló. Yo, sin embargo, confieso que, en este
punto, tengo una visión fatalista; en torno a los apoyos, y no apoyos, que
obtuvo sobre todo el bando republicano, pasó lo que tenía que pasar (esto quiere decir: lo que, en buena parte, los conspiradores esperaban que pasase), y nada
más. Nada podría haber ocurrido de otra manera. Hay dos grandes elementos que
explican esta tesis. El primero, que queda fuera del ámbito de estas notas, son
las especiales características del mapa geopolítico francés en aquel momento;
características que hacían literalmente imposible que las izquierdas francesas
se mostrasen comprensivas con nuestra II República. La segunda gran razón, que
hoy si toca, es Austria.
Tan importante es el tema austriaco para explicar en qué estaban
las potencias europeas a partir del otoño de 1935 que, en realidad, de aquel
historiador que escriba sobre la no intervención, sobre el juego de apoyos de
los bandos de nuestra guerra civil, y no hable de Austria, tiendo a pensar que
no tiene demasiada idea de lo que escribe.
En Viena, pues, hay un hombre destrozado. Y hay otro
acojonado. Este otro es Franz von Papen, embajador alemán en Viena. Von Papen,
en 1935, temía, más que por su futuro político, por su vida. Las cosas habían cambiado mucho desde los días, en realidad no tan lejanos en el tiempo, en el que el nacionalisocialismo había necesitado de él, del presidente Hindenburg y de Kurt von Schleicher, para subirse a los hombros del poder.
Para entonces, otoño de 1935, Franz von Papen consideraba que su nombramiento como embajador fuera de Alemania tal vez le había salvado la vida; pero también sabía que Heinrich Himmler había petado su embajada de espías que, además de vigilar a los austríacos, enviaban constantemente informes a Berlín sobre él. Von Papen, como hemos dicho, sabía que se había salvado por los pelos de la purga del 30 de junio del año anterior y de la limpieza de bajos de toda la derecha conservadora alemana (no sólo del NSDAP, no sólo de las SA) que había llevado a cabo Adolf Hitler. Es evidente que Von Papen no había caído en esa movida, pero a menudo se olvida que dos de las personas que fueron fusiladas durante aquel aquelarre de ultraderecha eran secretarios suyos. Von Papen, además, sabía que una de las personas más cercanas Hitler, Hermann Göring, nunca le perdonaría haber osado competir con él para ser ministro-presidente de Prusia. Probablemente, el embajador pensaba que sólo era cuestión de tiempo que los nazis se lo llevasen por delante; a menos que saliese bien lo de Austria. De hecho, la decisión de enviarle a él de embajador a Viena no pudo, en mi opinión, proceder de otra persona que del propio Hitler. Adolf Hitler, ya lo he dicho en estos comentarios, era un señor que estaba muy loco, era muy sanguinario y todo eso. Pero no se le puede negar que tenía dos habilidades muy importantes para un líder: una retórica electrizante que mesmerizaba a sus audiencias; y una impresionante habilidad a la hora de manejar los tiempos. La habilidad del pescador que sabe cuándo ha de soltar sedal, cuándo recogerlo suavemente, cuándo tirar, para hacer que sea el propio pez, su víctima, el que labre su desgracia. El canciller alemán conocía bien a Von Papen y sabía que era un personaje de moral más bien de cristal; sabía, por lo tanto, que estaba, y vivía, acojonado con la idea de que un día llamasen de madrugada a su puerta y, lejos de ser el lechero del que hablaba Churchill en su célebre definición de la democracia, fuese la Gestapo de Quique Himmler. A todos los hombres del entourage conservador alemán les pasaba con Hitler lo mismo que al espectador de cine con Ridley Scott y su primer Alien. Uno comienza a ver la película, aprende que hay un tipo que es el capitán de la nave que se lleva casi todos los planos (ergo, concluimos, es el prota) y, pasada media hora, va el bicho y se lo carga. A partir de ese momento, la película acojona; acojona porque ya no sabemos quién se va a salvar, porque si ha muerto el prota, cualquiera puede morir. A la derecha alemana que había encumbrado a Hitler le pasaba lo mismo con éste y con Röhm. Si el jefe de las SA había muerto masacrado en una celda, ¿quién podía decir que tuviese el gaznate garantizado? Esto era lo que pensaba Papen y, lo que es más importante, Hitler sabía que lo pensaba. Por eso lo envió a Austria; porque pensaba anexionarse el país, y necesitaba tener al frente de su diplomacia a un tipo que estuviese dispuesto a morderle el culo a un oso Kodiak por conseguirlo.
Para entonces, otoño de 1935, Franz von Papen consideraba que su nombramiento como embajador fuera de Alemania tal vez le había salvado la vida; pero también sabía que Heinrich Himmler había petado su embajada de espías que, además de vigilar a los austríacos, enviaban constantemente informes a Berlín sobre él. Von Papen, como hemos dicho, sabía que se había salvado por los pelos de la purga del 30 de junio del año anterior y de la limpieza de bajos de toda la derecha conservadora alemana (no sólo del NSDAP, no sólo de las SA) que había llevado a cabo Adolf Hitler. Es evidente que Von Papen no había caído en esa movida, pero a menudo se olvida que dos de las personas que fueron fusiladas durante aquel aquelarre de ultraderecha eran secretarios suyos. Von Papen, además, sabía que una de las personas más cercanas Hitler, Hermann Göring, nunca le perdonaría haber osado competir con él para ser ministro-presidente de Prusia. Probablemente, el embajador pensaba que sólo era cuestión de tiempo que los nazis se lo llevasen por delante; a menos que saliese bien lo de Austria. De hecho, la decisión de enviarle a él de embajador a Viena no pudo, en mi opinión, proceder de otra persona que del propio Hitler. Adolf Hitler, ya lo he dicho en estos comentarios, era un señor que estaba muy loco, era muy sanguinario y todo eso. Pero no se le puede negar que tenía dos habilidades muy importantes para un líder: una retórica electrizante que mesmerizaba a sus audiencias; y una impresionante habilidad a la hora de manejar los tiempos. La habilidad del pescador que sabe cuándo ha de soltar sedal, cuándo recogerlo suavemente, cuándo tirar, para hacer que sea el propio pez, su víctima, el que labre su desgracia. El canciller alemán conocía bien a Von Papen y sabía que era un personaje de moral más bien de cristal; sabía, por lo tanto, que estaba, y vivía, acojonado con la idea de que un día llamasen de madrugada a su puerta y, lejos de ser el lechero del que hablaba Churchill en su célebre definición de la democracia, fuese la Gestapo de Quique Himmler. A todos los hombres del entourage conservador alemán les pasaba con Hitler lo mismo que al espectador de cine con Ridley Scott y su primer Alien. Uno comienza a ver la película, aprende que hay un tipo que es el capitán de la nave que se lleva casi todos los planos (ergo, concluimos, es el prota) y, pasada media hora, va el bicho y se lo carga. A partir de ese momento, la película acojona; acojona porque ya no sabemos quién se va a salvar, porque si ha muerto el prota, cualquiera puede morir. A la derecha alemana que había encumbrado a Hitler le pasaba lo mismo con éste y con Röhm. Si el jefe de las SA había muerto masacrado en una celda, ¿quién podía decir que tuviese el gaznate garantizado? Esto era lo que pensaba Papen y, lo que es más importante, Hitler sabía que lo pensaba. Por eso lo envió a Austria; porque pensaba anexionarse el país, y necesitaba tener al frente de su diplomacia a un tipo que estuviese dispuesto a morderle el culo a un oso Kodiak por conseguirlo.
(Por cierto: quien quiera una crónica sobre la caída de Röhm, que levante la mano.)
El problema para el Sito CaraPapen es que la cosa no iba bien. En el otoño de 1935, Von Papen
llevaba ya un año trabajándose a la alta sociedad y a la clase política
vienesas, con escasos éxitos. Ni siquiera había logrado un acercamiento con la
iglesia católica del país, misión ésta para la que claramente había sido
elegido teniendo en cuenta su perfil.
Berlín necesitaba llevarse bien con Viena. En el corto
plazo, para así rebajar las dudas de la iglesia católica germanoparlante hacia
los intereses, dialéctica y objetivos del nacionalsocialismo; y, en el largo
plazo, para poder tragársela, como por otra parte Hitler había deseado y
formulado desde que tuvo capacidad de desear o formular algo en serio (es evidente que, para Hitler, él mismo era el ejemplo de que Austria y Alemania tenían que ser la misma nación. Ambas eran, como diría Ramiro Ledesma, una unidad de destino en lo universal). Austria
no se negaba a estas buenas relaciones, a pesar de la gran cagada del golpe de
Estado y el asesinato del canciller Dollfuss (del que apenas hablaremos más que
esta cita, para intentar transmitirle al lector con eficiencia la idea que
mucho más importante fue lo que ocurrió después). Eso sí, Viena ponía una
condición irrenunciable: su independencia. Austria firmaría acuerdos, se
mutualizaría con Alemania si era lo que el Reich deseaba. Pero en modo alguno
dejaría de ser Austria. O sea, justo lo contrario de lo que Hitler quería.
Papen tenía, pues, un problema, y gordo. Austria no estaba dispuesta a hacer
toda su política exterior depender de la alianza con un país gobernado por un
partido que en su propio país era ilegal. Y, además, tampoco quería tener un
solo amigo en Europa, porque tenía serios vínculos comprometidos con Italia (apoyados en el llamado Frente de Stressa, esto es el pacto firmado en abril de aquel año por Francia, Inglaterra e Italia, en el sentido de conservar los términos de Locarno y afirmar explícitamente la independencia de Austria). En
realidad, la Biblia de las relaciones exteriores austríacas era el denominado
sistema de protocolos de Roma, esto es el conjunto de acuerdos firmados el 17 de marzo de 1934 entre Benito Mussolini, el canciller Dollfuss y el jefe de gobierno húngaro Gyula Gömbös. Los protocolos de Roma fueron una reacción a la llegada de Adolf Hitler al poder y el intento de crear una entente propia en Europa Central, diferenciada de Berlín. En la práctica, eran unos papeles que suponían que dos enanos, Austria y Hungría, se colocaban debajo del paraguas de una supuesta potencia europea: Italia. Todo, en la vigencia de los protocolos, dependía de la actitud de Roma y del Palacio Venecia. De hecho, sólo los necios creen que la argamasa que unió a Hitler y Mussolini fueron sus comunes convicciones fascistas; Alemania hizo mucho por conseguir que Italia cambiase de bando, y casi nada de lo que hizo tuvo contenido ideológico.
En aquel otoño de 1935, en cuando Shuschnigg estuvo en
condiciones de escuchar despachos de trabajo, Franz von Papen lo atacó, ya bastante
presionado por Berlín para conseguir algo, ofreciéndole la posibilidad de
firmar un pacto bilateral entre Austria y el Reich. Eso sí, confesó, cuando el austríaco lo presionó, que hablaba a título personal,
pues no tenía encargo oficial de inicial las negociaciones ni de Konstantin von Neurath,
ministro de Asuntos Exteriores del Reich; ni, mucho menos, del Reichsführer,
Adolf Hitler.
La conversación tuvo lugar en los pasillos del teatro donde
la Filarmónica de Viena, esa misma orquesta que deleita al mundo con los valses
de Año Nuevo, estaba interpretando el concierto de inauguración de la temporada
de invierno 1935-1936. El momento fue cuidadosamente escogido en Berlín. En
aquel momento, todavía era posible que las potencias occidentales decidiesen no
achantarse ante los movimientos del Duce en Abisinia, que hubiese guerra entre
algunos de los países europeos a causa de la cuestión etíope. Hitler sabía que
un ruido de sables que se dirigiese hacia Roma debilitaba automáticamente a
Austria (al primo de Zumosol de los protocolos de Roma le salían competidores en el patio; competidores que, asimismo, eran cofirmantes del frente de Stresa), y por eso ordenó a Von Papen que diese el paso, eso sí, sin
comprometer su propia palabra. Como vemos, de nuevo el dominio de los tiempos.
Hitler, esto es cosa bien sabida, tenía dos preocupaciones,
una en cada fachada de su casa: Francia, y la URSS. Stalin, cuando menos de
momento, no tocaba pito en 1935. La cuestión era mantener una supremacía
militar respecto de Francia, y para eso era necesario, como le había dicho al
Führer el general Werner von Fritsch, entonces uno de sus principales estrategas, «cubrir el flanco amenazado».
Ese concepto de «flanco amenazado», en un teórico terreno
natural de Alemania como es Europea Central, venía provocado por las probables
complicaciones provocadas por el imperialismo romano en Abisinia, así como los
pactos franco-soviético y franco-checoslovaco. La llegada al poder del NSDAP en Alemania había provocado un rosario de iniciativas tendentes a aislarlo en Europa Central, motivo por el cual se habían firmado los protocolos de Roma (que generaban una especie de entente en la parte sur del área, con Italia de mamporrero, además de ligar la cuestión del futuro de Yugoslavia a la voluntad de los firmantes, y no de Hitler), se había creado el frente de Stresa (en buena parte, también provocado por la hostilidad del canciller alemán hacia Locarno), y Francia se había apresurado a sentar sus reales en la zona pactando con los checoslovacos un acuerdo de asistencia mutua que habría de dar tantos problemas en 1938, y que venía tácitamente avalado por el hecho de que Inglaterra tenía el compromiso moral de seguirlo aunque no lo hubiese firmado (cosa que no hizo en el 38, como sabemos, convirtiéndolo en papel mojado ante las mismas narices del presidente Benes). La acción de Etiopía tenía la potencialidad de cambiar todo este esquema (tal vez ahora el lector entienda por qué las potencias occidentales fueron tan tibias y, a la postre, le dejaron hacer a Mussolini), de revolver un río donde Hitler estaba deseando tirar su caña.
La intención de Berlín era triple: trabajar para que las tensiones entre Italia y Francia/Inglaterra no se atenuasen; no hacer nada para provocar más reacciones de Francia en Europa Central de las que ya había concretado; y, aun así, conseguir algún tipo de ventaja. Esto pasaba, pues, por acercar a Austria a su círculo, pero haciéndolo de forma de que no provocase el pánico en las cancillerías occidentales.
La intención de Berlín era triple: trabajar para que las tensiones entre Italia y Francia/Inglaterra no se atenuasen; no hacer nada para provocar más reacciones de Francia en Europa Central de las que ya había concretado; y, aun así, conseguir algún tipo de ventaja. Esto pasaba, pues, por acercar a Austria a su círculo, pero haciéndolo de forma de que no provocase el pánico en las cancillerías occidentales.
Hitler decidió llevar a cabo esos objetivos de una forma
bastante temeraria, ya que venían a coincidir con la incipiente preparación de la reocupación militar de
Renania y la denuncia del tratado de Locarno; acciones ambas que, aun en su fase de proyecto, habían
despertado el miedo tanto en la Wilhelmstrasse de Berlín (Ministerio de Asuntos
Exteriores), como en la Bendlerstrasse (Ministerio de la Guerra).
La tibia reacción de las potencias era algo que se mascaba en el ambiente, sobre todo al calor de lo que estaba pasando con Etiopía. Este hecho tendría un efecto eléctrico en los edificios gubernamentales
de los pequeños Estados de Europa Central, los cuales, inmediatamente,
comenzaron a sentirse inermes ante la pujanza alemana, máxime si, como ya se
comenzaba a hablar, además Berlín llegaba a algún tipo de colaboración con
Roma. La primera fue la Polonia del coronel Beck, que rápidamente buscó
elementos de acuerdo con Alemania. Pero detrás fueron Yugoslavia, Bélgica,
Rumanía, Suiza…
… y, cómo no, Austria.
Levanto mi mano para lo de Röhm.
ResponderBorrarMuy muy interesante esta entrada de Austria.
Yo ya levante mis manos :-)
ResponderBorrarTengo que explorar si Tiburcio la quiere hacer. Si no, la haré yo.
ResponderBorrarPues si estáisdispuestos a hacerla, a mí me gustaría. Gracias por anticipado
ResponderBorrarLevantó las manos que haga falta. Me interesa sobremanera como es posible que un hombre tan poderoso como Rohm pudiese caer y con el sus SA. Y si hay alguna manera de conocer dicha historia nadie mejor que tu para contarla, en mi humilde opinión.
ResponderBorrarPor cierto muy bueno este post de Austria. No te cortes extendiéndote en el tema jeje.
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderBorrarYo me apunto a la caída de Röhm. Y ya puestos a pedir, uno más amplio sobre cómo Hitler se fue haciendo el jefe de todo partiendo de ser un don nadie. Pedir es gratis, je, je.
ResponderBorrar(Por cierto: quien quiera una crónica sobre la caída de Röhm, que levante la mano.)
ResponderBorrar¡Yo! ¡Yo! ¡Yo!
Crónica sobre la caída de Röhm XA!
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