Como un servicio al ciudadano, aquí os dejo el texto completo de Galiza ceibe, o sea una breve historia del nacionalismo gallego.
Los nacionalismos existentes dentro de España, excepción hecha de eso que
el debate actual ha dado en llamar nacionalismo español (concepto que es una
entelequia: el nacionalismo español, entendido como oposición a otros pueblos
de España, podrá existir ahora, pero no se rastrea en el pasado), son fenómenos
bastante modernos. Para desgracia entre quienes quieran buscan un paralelismo
estricto entre las pretensiones nacionalistas existentes en España y el famoso
referendo de Escocia, la Historia de España no recoge episodios en los cuales
los reyes establecidos de naciones con los nombres que hoy llevan los
nacionalismos existentes en España fueron vencidos y humillados por un rey
español, o castellano, que consecuentemente sojuzgó a un pueblo que no quería
estar bajo su corona. Lejos de ello, los catalanes, junto a otros pueblos de
España por cierto, fueron integrados en el proyecto español no porque su rey
fuese vencido, sino porque se tiró a la reina castellana. Los vizcaínos, tiempo
antes, obligaron a su rey castellano, cuando éste amagó con convertirlos en
posesión inglesa, a jurar solemnemente que jamás los separaría de la corona
castellana. Y los gallegos, desde la instauración de las peregrinaciones
jacobeas, pueden dar por terminados sus serios intentos de constituirse en
nación propia; proyecto para el cual nunca contaron con la figura de un rey propio,
perteneciente a una dinastía propia.
No obstante lo dicho, la verdad es que lo que menos importa de los
nacionalismos es el pasado. Lo realmente importante es el presente; lo que un
pueblo siente o no siente en un determinado momento. Si para ello hay razones
históricas más o menos sólidas podrá ayudar, pero en modo alguno eliminar toda
posibilidad de reivindicación. Es precisamente por eso por lo que los esfuerzos
habituales de los nacionalismos por retorcerle el brazo a la Historia me
parecen especialmente estúpidos y deleznables. Dejemos las cosas del pasado
como están, y del presente ocupémonos los que lo estamos viviendo.
Hecha esta primera apreciación, hoy comienzo a escribir algunas notas sobre
el nacionalismo de mi tierra, que es Galicia. Quienes me conocen bien saben que
no soy nada nacionalista, y menos aun nacionalista gallego. Tal vez ha sido
esto último lo que siempre me ha provocado cierta curiosidad por el fenómeno
del nacionalismo gallego, que adopta, en mi opinión al menos, formas muy
distintas del vasco y el catalán, que son considerados los otros dos
nacionalismos históricos (sic) existentes en España.
Hay dos cosas que, a mi modo de ver, diferencian el nacionalismo gallego de
los nacionalismos vasco y catalán.
La primera es que, a diferencia de éstos, es un nacionalismo que se
articula desde la inferioridad. Mientras vascos y catalanes buscan en sus
ideologías el pleno reconocimiento de sus capacidades económicas, el
nacionalismo gallego se basa en sus discapacidades, y en la convicción de que
son fruto de algo que se identifica bastante con el concepto de explotación
colonial por parte de España. En los tiempos del final del franquismo y la
primera democracia, los de mi infancia y adolescencia coruñesas, recuerdo bien
que el tema número uno en tertulias de bar era el dinero de los emigrantes. La
tesis (más que probablemente no exenta de certeza) era: a Galicia se
transfieren montones de dinero que envían los emigrantes (mayoritariamente
gallegos); dinero que, después, a través de las cajas de ahorros que es donde
sus parientes aquí lo ahorran, se va a financiar cosas fuera de Galicia. La
enorme fuerza de este argumento, y la profundidad de sus raíces, tal vez le
explique al lector no gallego la dedicación con que la sociedad gallega se ha
aplicado siempre a tener al menos una caja de ahorros propia, y el trauma que
presenta, en las profundidades abisales del sentir de los gallegos, el hecho de
que vaya a dejar de tenerla (proceso que es, para más inri, coincidente con la desgalleguización del más gallego de los bancos privados, que no es el
Banco Gallego, sino el Banco Pastor).
La segunda gran diferencia es que, y aquí llegamos a un punto habitual de
fricción con todos los nacionalistas gallegos e incluso muchos gallegos que ni
siquiera lo son, muchas veces el nacionalismo gallego no es tal cosa. A mi modo
de ver, en Galicia se confunde mucho el nacionalismo con el regionalismo, el provincialismo,
el comarcalismo incluso. Se confunde el sentimiento de alguien que ama a su
tierra sobre todas las cosas con el de alguien que está dispuesto a llevar ese
amor a la construcción de postulados políticos. Son cosas distintas, se
producen a la vez y provocan que, a menudo, se tome por nacionalismo lo que no
lo es del todo.
Pero vayamos con la descripción del nacionalismo gallego y su pequeña
historia. A decir de algunos nacionalistas gallegos, el sentimiento galleguista
existe desde el tiempo de los godos, cuando los suevos habrían construido una
nación y tal. A mí, la verdad, esta tesis me parece una conachada. Si los
suevos construyeron una especie de imperio territorial, sobre cuyo nivel de
cohesión e identificación la verdad es que la Historia sabe poco, no fue, desde
luego, un imperio gallego. Decir que la dominación sueva en parte de la
península ibérica es el principio de la identidad gallega es como decir que la
forma de ser de los andaluces fue forjada por los fenicios que se establecieron
en Cádiz y que, como todo el mundo sabe, cruzaron el Mediterráneo haciendo eses
porque iban todo el día en el barco bebiendo manzanilla y bailando sevillanas.
Las condiciones orográficas de la estricta nación gallega, esto es lo que
hoy conocemos como comunidad autónoma de tal, sin embargo, sí justifican un
desarrollo propio y particular, ya que la comunicación de Galicia con el resto
de España es bastante compleja. Así pues, yo creo que no se puede negar que una
identificación propia sí que existía al final del periodo gótico y el comienzo
de la dominación musulmana, porque los reyes astures encontraron problemas para
integrar a los gallegos en su unidad administrativa. Como ya hemos contado aquí, sin embargo, esa
diferenciación terminó pronto, tras la hábil utilización de los ovetenses del
único elemento realmente aglutinador que existía en la Hispania no musulmana,
que era la religión.
Poco o nada se puede exhibir en términos de nacionalismo gallego, mucho
menos separatismo, hasta el siglo XIX, que es el gran siglo para estas ideas.
Vamos a situarnos en 1840, en la posguerra carlista. Una vez conseguido el cese
de las hostilidades, la tensión en la sociedad española provocada por las
fuerzas progresistas se hace mayor. El enfrentamiento entre los postulados
moderados y los democráticos se hace patente en la regulación de los
ayuntamientos, que los progresistas quieren más abiertos a la sociedad de lo
que Palacio está dispuesto a admitir. En apoyo del progresismo, en toda España
se crean espontáneamente juntas locales. La de Santiago de Compostela se forma
el 24 de julio de dicho año, y de la misma forman parte dos destacados
activistas demócratas gallegos: el abogado Pío Rodríguez Terrazo y el médico
Hipólito Otero, acompañados por un montón de estudiantes entre los cuales
destaca un poeta, Antonio Neira de Mosquera. En septiembre, la situación se
radicaliza más con el pronunciamiento militar en casi todas las ciudades
principales de la región y la multiplicación de estas juntas locales. Todas
estas juntas, en un proceso bottom-up que ya hemos visto
durante la guerra de la independencia, crean una Junta Superior Central de
Galicia que se convierte, por propia voluntad, en el gobierno de la región.
Pero, una vez más lo diré, no hay que confundir las cosas; en este caso, no hay
que confundir nacionalismo con progresismo, porque aquella Junta Central se
intitula gobierno de Galicia en tanto en cuanto no exista un gobierno español de corte progresista.
En las elecciones de 1843, los progresistas ganan con claridad en Galicia
y, de hecho, en Santiago designan a Rodríguez Terrazo miembro de la Junta. En
Lugo se constituye, de nuevo, una Junta Central de Galicia, que colabore con
una Junta Central de España en la creación de un gobierno progresista en todo
el país. En su empeño por hacer de la Historia lo que le interesa, el
nacionalismo gallego ha pretendido, en no pocas ocasiones, que en aquella reunión
de Lugo, Antolín Faraldo habría propuesto que se votase la independencia de
Galicia. Más verdad es, sin embargo, que Faraldo ni siquiera estuvo allí. De
hecho, el progresismo gallego fue víctima de las divisiones internas en su
movimiento en toda España, que acabaron por favorecer el ascenso de los
moderados.
Dicho esto, no se puede negar que los sucesos animados por el fin de la
primera guerra carlista, esto es la agitación progresista en toda España pero
con centros de movimiento muy importantes en Galicia, fueron el germen de lo
que se ha dado en llamar el provincialismo gallego. El centro de esta
formulación ideológica es sin lugar a dudas Santiago de Compostela, hecho que
no debe de extrañar si se tiene en cuenta que los estudiantes universitarios
fueron un elemento fundamental del mismo. De hecho, el epicentro del
provincialismo puede situarse en la Academia Literaria de Santiago, una
institución cultural organizada por un militar de ideas avanzadas, Domingo Díaz
de Robles. Allí encontramos a los Faraldo, al poeta Neira de Mosquera, Antonio
Romero, Augusto Ulloa, José María Posada, Leopoldo Martínez Padín, y otros
nombres que conforman el gotha del primer galleguismo. Sin olvidar,
aunque no fuese propiamente miembro de la partida, al historiador José Verea y
Aguiar, casi el primer teórico que introduce una interpretación total de un
pueblo gallego de raíces célticas, y en quien Neira veía algo así como el
iniciador de la identidad nacional gallega. El mejor discípulo de las ideas de
Verea será Antolín Faraldo, el verdadero iniciador de la tendencia decimonónica
de buscar en la Historia los argumentos a favor de la instrumentación de una
nación gallega.
Faraldo, en efecto, escribe incesantemente sobre la materia en la prensa
progresista compostelana. Y Leopoldo Rodríguez Padín escribe una Historia de Galicia diseñada en el mismo sentido. Debe decirse, en todo
caso, que estas elaboraciones, que ya se apoyan claramente en la especificidad
idiomática, tienen su sentido. Galicia, en la primera mitad del siglo XIX, como
ocurrirá en otros diversos periodos de la Historia desde entonces para acá, es
una región, digamos, des-considerada en el resto de España. En general, pasado
el puerto de Piedrafita, las personas tienden a pensar que Galicia es
responsable de su propio atraso, y conceptúa a los gallegos como personas por
lo general incultas, escasas de ambición y de habilidades (obsérvese, sin ir
más lejos, lo fácilmente que este mismo mito social se trasladará, en unas
décadas, a otros rincones del mundo, como Argentina). Por ello, las
elaboraciones sobre todo de Faraldo tienen que ver con la idea de una Galicia
gobernada por sí misma, pero tienen que ver también con la pulsión de vencer
esa diferencia secular en contra de la región gallega. Su Grande Obra se concreta en la realización en Galicia de infraestructuras que la sacarán
del subdesarrollo, pero casi tanto como de eso habla de la necesidad de
unificar previamente los poderes dentro de la propia Galicia. Y sabía de lo que
hablaba: décadas después, según cuenta Murguía en su libro sobre Alejandro
Chao, éste último, excelentemente bien situado entre las fuerzas progresistas
gobernantes en Madrid, diseñará un inteligentísimo proyecto para la
construcción de un ferrocarril que comunicará Vigo con la meseta, proyecto que,
además, se autofinanciaría; y que sin embargo, tal y como reconoce en su libro
el propio señor De Castro de la señora Murguía, se fue a la mierda porque los
ayuntamientos de las poblaciones por donde tenía que pasar la vía no se
pusieron de acuerdo. El provincialismo gallego, pues, no sólo, yo diría que ni
siquiera fundamentalmente, ataca las agresiones de Madrid; sino las
concepciones excesivamente particularistas existentes en la propia Galicia. El
enemigo de este primer nacionalismo gallego, si así se lo puede llamar, no es
España, sino Galicia.
El 2 de abril de 1846, en Lugo, se produce un pronunciamiento progresista más, en este caso del comandante Miguel Solís. Como es bien sabido, a las ideologías les va bien ganar las revoluciones, pero mucho mejor perderlas. Tras sucesivas peripecias, los sublevados son derrotados y fusilados, el día 26 del mismo mes, en Carral. A partir de ahí, el nacionalismo gallego ya tendrá algo siempre fundamental para alcanzar el corazón de las masas: mártires.
El 2 de abril de 1846, en Lugo, se produce un pronunciamiento progresista más, en este caso del comandante Miguel Solís. Como es bien sabido, a las ideologías les va bien ganar las revoluciones, pero mucho mejor perderlas. Tras sucesivas peripecias, los sublevados son derrotados y fusilados, el día 26 del mismo mes, en Carral. A partir de ahí, el nacionalismo gallego ya tendrá algo siempre fundamental para alcanzar el corazón de las masas: mártires.
El pronunciamiento de Solís no fue sólo un pronunciamiento militar, pues
los civiles que actuaban en el campo progresista-provincialista colaboraron con
él. De hecho, Manuel Rúa Figueroa, otro conspicuo fundador de la Academia
Literaria de Santiago, fue nombrado alcalde de la ciudad catedralicia. Y el
gobierno de la Junta Central gallega fue entregado a Rodríguez Terrazo, bajo la
secretaría de Faraldo. La mala noticia para el nacionalismo gallego es que esta
Junta Central llegó a discutir, diseñar, e imprimir, un programa de gobierno.
Léase. Por cada referencia explícita a la independencia de Galicia que se
encuentre, la Xunta regala una mesa de comedor.
Tras la derrota de 1846, el movimiento provincialista queda básicamente descabezado, a causa de la muerte de algunos de sus miembros, el exilio de otros, y la emigración geográfica e ideológica de otros tantos, que se van a Madrid a hacer política. Sin embargo, Neira, Martínez Padín y Alberto Camino crearán el Liceo de la Juventud de Santiago, sucesor de la extinta Academia Literaria, horno en el que se cocerá la segunda generación de provincialistas: Manuel Murguía, Aurelio Aguirre, Eduardo Pondal, Luis Rodríguez Seoane, los hermanos Antonio y Francisco de la Iglesia, o Rosalía de Castro.
Tras la derrota de 1846, el movimiento provincialista queda básicamente descabezado, a causa de la muerte de algunos de sus miembros, el exilio de otros, y la emigración geográfica e ideológica de otros tantos, que se van a Madrid a hacer política. Sin embargo, Neira, Martínez Padín y Alberto Camino crearán el Liceo de la Juventud de Santiago, sucesor de la extinta Academia Literaria, horno en el que se cocerá la segunda generación de provincialistas: Manuel Murguía, Aurelio Aguirre, Eduardo Pondal, Luis Rodríguez Seoane, los hermanos Antonio y Francisco de la Iglesia, o Rosalía de Castro.
Es esta segunda cohorte de gallegos un grupo mucho más hecho. En primer lugar,
por diferencias en la formación. Personajes como Benito Vicetto o Murguía
tienen formaciones más profundas (aunque ahora veremos para qué las
utilizaron...), y mucha más intención a la hora de usarlas. Además, es una
generación, por así decirlo, menos progresista y más galleguista, lo cual hará
mucho por crear las bases de un nacionalismo que se pueda decir auténtico.
Tampoco hay que olvidar que el desarrollo de la prensa hará que, a pesar de que
los periódicos provincialistas siguen teniendo vidas efímeras y complejas, el
altavoz sea algo más estable, sobre todo gracias a la labor de editores como el
vigués Juan Compañel; persona sin la cual el Rexurdimento y, en general, el
galleguismo no se entenderían como fueron, y que sin embargo la mayor parte de
los gallegos ha olvidado. Por último, el centro de gravedad de las prácticas
ideológicas se desplaza de Santiago a La Coruña; lo cual, no es por nada, pero
le sentó muy bien.
Ahora, no hay que llevar las cosas más allá de lo racional. No estamos ante
un movimiento político actuante. Estamos ante una corriente producida entre
elites pensantes y, además, urbanas (lo cual, en Galicia, y hasta hace dos
telediarios, ha querido decir socialmente minoritarias).
Este protogalleguismo se ve afectado, paradójicamente, por la victoria de
sus ideas; porque, ya lo hemos dicho, durante aquellas agitadas décadas del
XIX, el provincialismo gallego, en realidad, no es sino una expresión local del
progresismo español, por mucho que hoy se intente interpretar, a toro pasado y
por conveniencias del presente, como un movimiento puramente gallego. En 1868,
con La Gloriosa, ese progresismo llega al machito y eso, paradójicamente, como
digo, afecta negativamente a la idea de un nacionalismo gallego. Las capas
progresistas gallegas abrazan con pasión las ideas republicanas españolas y, a pesar de notables esfuerzos como el
de Valentín Lamas Carvajal al editar La Aurora de Galicia o del grupo formado por Alfredo Vicenti, Manuel Murguía y Waldo Insúa, que
escriben en el Diario de Santiago, el galleguismo se desdibuja en la
corriente general. De hecho, la posibilidad de poder gobernar en Madrid, que es
donde hay gobierno, hace que el provincialismo gallego se desangre de algunos
de sus elementos más flamantes y capaces, como es el caso de Alejandro Chao.
El pimargalismo, esto es el nuevo federalismo español, aportará al
galleguismo la formulación ideológica que le faltaba, en el marco de la
Federación Ibérica que estos políticos reclaman en Madrid. Sin embargo, estas
ilusiones morirán con la I República; proceso que, no se olvide, casi coincide
en el tiempo con la derrota final del carlismo, lo que hará que muchos
postulados tradicionalistas se acerquen a la hoguera nacionalista. Muerto el
federalismo, el provincialismo gallego evolucionará hacia el regionalismo, al
estilo catalán; mientras que, entre los antiguos carlistas surgirá el
galleguismo, como reivindicador de las viejas tradiciones de la sociedad
gallega. Y un detalle no exento de importancia: es al madurar la Restauración,
a mediados de la octava década del siglo, y no antes, cuando nace la prensa
en gallego. Uno de estos medios, O Tío Marcos da Portela, editado en Orense por
Valentín Lamas, lleva en su portada una declaración de intenciones que refleja
de alguna manera la situación de (in)madurez en que se encuentra, entonces, el
sentimiento de lo gallego:
Os mandamentos do Marcos fora da eirexa son seis:
facer a todos xustiza,
non casarse con ninguén,
falar o galego enxebre,
cumprir co que manda a lei,
loitar polo noso adianto con entusiasmo e con fe,
vestir calzóns e monteira
facer a todos xustiza,
non casarse con ninguén,
falar o galego enxebre,
cumprir co que manda a lei,
loitar polo noso adianto con entusiasmo e con fe,
vestir calzóns e monteira
Los gallegos decimonónicos concienciados, en efecto, están muy preocupados
con hablar el gallego enxebre, esto es, el de toda la vida. Recuperar
un idioma que reputan en peligro por la invasión secular del castellano y que,
ya por entonces, divide a los gallegoparlantes entre los que dicen coello y los que dicen conexo para hablar del mismo segundo plato. Y eso les llevará a un proceso
cultural muy parecido al ocurrido en Cataluña, que en Galicia llevará el nombre
de Rexurdimento.
Quizás el primer mojón de este camino sea un libro de 1853, obra de Juan
Manuel Pintos, que se llamó A gaita gallega; aunque el propio
título ya está dejando bastante claro que el gallego de aquella obra era más
bien una mezcla entre dicho idioma y el español.
En 1860, la producción más o menos masiva de literatura en gallego comienza
en la Coruña con la publicación, de la mano de los hermanos De la Iglesia, de O
vello do Pico Sacro. El 2 de junio de 1861 se celebran en la misma ciudad
en la que nadie es fontanero los primeros juegos florales de poesía;
competición que hoy suena a cursi que lo flipas, pero que en el siglo XIX fue
de gran importancia tanto para gallegos como para catalanes. En 1861, sin embargo,
todavía la inmensa mayoría de los creadores se presentan con composiciones en
español y, de hecho, sólo un poeta en gallego (Francisco Añón) recibe premio.
Dos años después, 1863, Rosalía de Castro publica sus Cantares gallegos, obra con la que se considera plenamente inaugurado el Rexurdimento. Es más o menos el tiempo en el que Francisco Mirás publica la primera
gramática gallega moderna. Más o menos quince años después, la literatura en
gallego, y el gallego literario (no confundirlo con el que hablan muchos
gallegos y no digamos con el gallego de habla actual cuyo limpia, fija y da
esplendor es ejercido por colleras por la televisión autonómica y el sistema
educativo) quedarán fijados por el gran tridente de la literatura galaica: la
propia Rosalía, que se sale en 1880 con su Follas novas, que a un castellano le
sonará lúbrico pero a un gallego no tanto; Eduardo Pondal y su muy descriptiva Queixumes dos pinos (1886); y Manuel Curros Enríquez, que el
mismo año que las follas de Rosalía publica Aires da miña terra, libro que, en opinión
de este amanuense, sobrepuja al de su compañera poeta de la misma manera que el
Sil al Miño. Antonio de la Iglesia publicará en 1886 una antología, El idioma gallego, donde, merced a su buen conocimiento de los escritores gallegos, quedan
reflejados casi todos los que son. Es libro fácil de encontrar, pues ha sido
reeditado.
Donde el nacionalismo gallego desbarra dubidú es en la historiografía.
Hemos de comprender, en este sentido, que aquellos galleguistas son galleguistas
románticos; y que la tendencia cultural romántica, por lo general, no fue en
ningún lugar muy respetuosa con la literalidad de los hechos históricos. Se
puede decir, sin temor a ser demasiado exagerado, que, entre 1860 y fin de
siglo, los regionalistas gallegos inventan un pasado para Galicia. Un pasado
que justifica sus reivindicaciones en la existencia de un histórico ente
nacional gallego, ente que fuera asoballado comilfó por Castilla. Pasado que, no obstante, en buena parte no
transcurrió salvo en la imaginación de quienes lo concibieron, y lo conciben.
La neohistoriografía gallega se basará, sobre todo, en el celtismo («Galicia»,
dirán estos galleguistas, «es la Irlanda de España»; un argumento que en el
siglo XX les han robado los vascos) y en la búsqueda de unas raíces remotas que
distingan a su pueblo del resto de pueblos que se asentaron en el suelo
ibérico.
Benito Vicetto, uno de los dos grandes exponentes de esta corriente,
comienza echando mano de ese género donde todo es posible y que solemos llamar
novela histórica a pesar de que no pocas veces, en el pasado como en el
presente, más debiera merecer el calificativo de histriónica. Vicetto, de
hecho, es de éstos últimos, pues su producción literaria, digamos, sólo es
analizable desde el principio general de que se trata de una enorme, vasta, e
ideológica, licencia poética.
En 1865 y siguientes años, sin embargo, dará el salto cualitativo pasando de la ficción a la no ficción, escribiendo una Historia de Galicia que tiene páginas en las que uno tiene la sensación de que, en lugar que sobre Galicia, le están hablando del planeta Alderaan. En esa época, y con el mismo título, publicará Manuel Murguía su propia versión histórica del devenir de Galicia, en un gesto que dividirá el nacionalismo gallego en dos bandos, los murguistas (como Pondal, o los Valle-Inclán) y los vicettistas (sobre todo, los hermanos De la Iglesia).
En 1865 y siguientes años, sin embargo, dará el salto cualitativo pasando de la ficción a la no ficción, escribiendo una Historia de Galicia que tiene páginas en las que uno tiene la sensación de que, en lugar que sobre Galicia, le están hablando del planeta Alderaan. En esa época, y con el mismo título, publicará Manuel Murguía su propia versión histórica del devenir de Galicia, en un gesto que dividirá el nacionalismo gallego en dos bandos, los murguistas (como Pondal, o los Valle-Inclán) y los vicettistas (sobre todo, los hermanos De la Iglesia).
En el fondo de la cuestión yace la difícil relación entre Vicetto y la pareja Murguía-De Castro (ya que, para quien no lo sepa, Manuel Murguía era el costillo de La Chorona de Padrón), que fue muy buena durante mucho tiempo pero que comenzó a deteriorarse el año que el matrimonio antes citado se fue a Madrid; momento que viene a coincidir con una serie de aceradas críticas escritas por Murguía sobre las novelas de Vicetto. Si Murguía hizo eso no es porque las obras del ferrolano le pareciesen malas. Lo hizo, básicamente, porque entre ambos se estaban dirimiendo cosas mucho más terrenales que la histórica misión de reivindicar el lugar de Galicia bajo el sol de la Historia. Competían, ambos, por ser el Gran Manitú de la religión de lo galaico. Sabido es, ya lo hemos contado en este blog, que muchos siglos antes la Humanidad había evolucionado lenta, pero segura, hacia el monoteísmo y, a partir de ese momento, en el Cielo ya sólo cabe un Dios. Así pues, el Dios del provincialismo gallego habría de ser, o Murguía, o Vicetto; uno de los dos sería quien vendiese su Historia de Galicia como churros (como churros enríquez, se podría decir, en un chiste fácil) mientras el otro se quedaría a vestir santos. Y esto es lo que estaba en disputa, una disputa de tamaño suficiente como para merecer que una amistad se fuese a tomar por culo, como se fue. Tan fuerte fue la polémica, tan aleves los bajonazos del navajeo, que Vicetto, el perdedor final de la contienda, anunciará, campanudo, el abandono de su tarea literaria y de su colaboración con la pluma en la causa de lo gallego.
En medio de aquella disensión, el editor vigués Juan Compañel, socio habitual de Murguía en sus aventuras, comenzó a editar la Historia de Manuel, mientras que el ferrolano Vicetto ya estaba preparando la suya. Lo que siguió se parece bastante a una pelea entre videoconsolas de consumo masivo. El editor Castor Mínguez, oliendo la tostada del negocio, llegó a un rápido acuerdo con Vicetto y comenzó a sacar los folletines de la Historia de éste. Los intereses particulares estaban tan presentes en todo aquello que los murguistas, a pesar de lo mucho que había escrito y escribiría su mentor sobre el celtismo de Galicia y la etapa goda y tal, saludaron la salida de un libro dedicado a los reyes suevos (del que, siglo y medio después, siguen bebiendo quienes de nacionalismo quieren saciarse) calificando la dominación sueva de Galicia de «pasajera», así como «árida y desprovista de interés». Vamos, que a Murguía lo coge el BNG, y lo exilia a Guinea…
No le faltaba razón a estos críticos. Pero lo mismo podrían haber dicho de
la historia murguista. Ambas tienen un valor historiográfico rayano a cero y
excesivamente entregado a la demostración del origen celta de la población
gallega y de la existencia de un espíritu nacional, ideas ambas que cuando
menos Murguía había sacado de su elevada (y confesada) admiración hacia lo
vasco, probablemente inducida por su relación de parentesco con Pedro Egaña,
senador y, se dice, el primer hombre que habló de nacionalidad vasca en sede
parlamentaria.
La táctica de esta pareja de amigos, que cuando escribieron sus historias
ya no lo eran, era bastante sencilla: dar por buenas las versiones contenidas
en las leyendas populares. Con su metodología, por lo tanto, deberíamos creer
que el cadáver de Santiago llegó a Galicia en una barca de piedra hasta que un
monje encontró la tumba en el monte y bla, bla, bla. Todo muy científico.
Murguía y Vicetto abrazaron con pasión el mito (porque es un mito) de que
existe una diferencia racial entre los gallegos y el resto de los habitantes de
la península ibérica, basada en su origen celta. Origen celta, en España,
tienen muchos pueblos, no sólo el gallego. El poeta latino Marcial dice varias
veces en sus escritos que su padre era medio celta; y era de Bílbilis, de donde
son los bilbilitanos, no los gallegos.
Más aun, no existen, ni siquiera ahora, en el siglo XXI, argumentos sólidos
que sostengan la idea de que los celtas que poblaron partes de la península
ibérica tuviesen alguna relación con los celtas que lo hicieron en lugares como
Irlanda. El hermanamiento entre Galicia e Irlanda, etnográficamente hablando,
equivale, más o menos, a aceptar barco como animal acuático. Numancia, la
valiente ciudad soriana que resistió hasta la muerte contra los romanos, era
una ciudad celtíbera, y de origen celta fueron las familias que se suicidaron
dentro de ella para no ser capturados. En otras palabras, hubo celtas en Galicia;
pero de ahí a decir que la Galicia fue la quintaesencia de la sociedad y la
civilización celtas va un abismo por el que casi cualquier posición mínimamente
soportada se despeña; pero que los provincialistas gallegos de finales del
siglo XIX cruzaron sin un suspiro.
La vinculación entre Galicia e Irlanda era especialmente importante para la
creación de estos mitos, pues es en una de las fuentes legendarias de la
cultura gaélica, el Leabhar Gabhala, donde puede
encontrarse, con un poco de imaginación, el sustento para historias que son tan
importantes para el galleguismo que han sido grabadas en piedra en su himno. Es
este documento el que habla de un héroe llamado Breogán. Irlanda, según este
manuscrito, habría sido varias veces invadida por hombres procedentes de
Hispania, gracias a lo cual acaba por tener noticia de un rey llamado Breogán,
que ha conseguido tener al resto de los habitantes de la península fuera de
Galicia. A Breogán se lo supone en estas leyendas fundador de La Coruña y
constructor de la torre de Hércules, afirmaciones ambas que, afortunadamente,
son hoy colocadas al nivel de la que narra el descubrimiento de la tumba de
Santiago. Mil, nieto de Breogán, habría sido el conquistador final de Irlanda,
lo que «explicaría» la raíz común de gallegos (sólo gallegos) e irlandeses.
Murguía y Vicetto, con la compañía de estas fuentes tan fiables y de
carácter casi (o sin casi) mitológico, construyeron la idea de que una
identidad gallega, céltica, que existiría desde antes de los romanos y que desde
los romanos está luchando por conseguir su libertad. Hablaba Murguía, en unos
tonos que hoy, la verdad, suenan un tanto nazis, de «una raza gallega distinta
y perfectamente acusada», esto es, abrazando
teorías como la de cierto nacionalismo vasco sobre distintos RH en la sangre y
todo eso.
Con todo, en aquel auténtico dream team decimonónico del provincialismo galleguista destaca especialmente Eduardo
Pondal. Pondal, al contrario de Murguía o Vicetto, no tenía ningún interés en
construir un entorno intelectual sobre lo gallego. Él se limitaba a ser un
poeta, y, por lo tanto, su labor se centró en utilizar todos esos mitos que sus
amigos escribían en sesudos manuales para convertirse en el poeta más popular
del galleguismo con gran diferencia, mientras que Rosalía se trabajaba, por así
decirlo, los ambientes más literarios y Curros permanecía in between.
En el número 30 de la calle Real de La Coruña, en la trastienda de un
conocido comercio, hicieron tertulia muchas veces Manuel Murguía y el propio
Pondal; así pues, éste conoció las peripatéticas teorías del galleguismo de
primera mano. A aquel lugar le llamaban La Cova Céltica, la cueva celta, así pues poco hay que dudar sobre cuál era el orden del día
de sus reuniones.
Pondal, en versos vibrantes, deja bien claras cuáles son las diferencias
que ve, construyendo una identidad gallega basada en un pastiche racial
bastante curioso, en el que aparecen hasta pueblos de origen iranio (obsérvese,
por cierto, que este poema de encendido sentir galaico contiene algunas cosas
que, tal vez, harían que su autor no aprobase la oposición para ser funcionario
de la Xunta):
Nos somos alanos
e celtas e suevos.
Mas [sic] non castellanos[sic],
nos somos gallegos[sic].
Seredes iberos.
Seredes do demo.
Nos somos dos celtas,
nos somos gallegos [sic].
e celtas e suevos.
Mas [sic] non castellanos[sic],
nos somos gallegos[sic].
Seredes iberos.
Seredes do demo.
Nos somos dos celtas,
nos somos gallegos [sic].
Y vuelve muchas veces sobre los mitos básicos que, como decía, acabarán
destilados en el propio himno gallego:
Galegos, sedes fortes,
prontos a grandes feitos.
Aparellade os peitos
a glorioso afán;
fillos dos nobres celtas,
fortes e peregrinos,
loitade polos destinos
dos eidos de Breogán.
De esta manera, puede decirse que en un periodo bastante breve y consecuentemente intenso, apenas los veinte años que van desde 1850 a 1870, el sentimiento nacionalista gallego, muy basado en el approach vasco a la cuestión, esto es basarse en supuestas evidencias históricas y etnográficas referidas a periodos del devenir de la Humanidad sobre los que las certezas son más bien escasas; en ese periodo, digo, se construyen las bases de un argumentario que permite a quien lo abrace sostener la diferencia histórica de lo gallego; argumentario notablemente exitoso pues, al correr de medio siglo, cuando llegue en España la hora de anunciar la salida de la estación de España del tren de las nacionalidades llamadas históricas, Galicia podrá, con eso que se dice pleno derecho, subirse a él.
prontos a grandes feitos.
Aparellade os peitos
a glorioso afán;
fillos dos nobres celtas,
fortes e peregrinos,
loitade polos destinos
dos eidos de Breogán.
De esta manera, puede decirse que en un periodo bastante breve y consecuentemente intenso, apenas los veinte años que van desde 1850 a 1870, el sentimiento nacionalista gallego, muy basado en el approach vasco a la cuestión, esto es basarse en supuestas evidencias históricas y etnográficas referidas a periodos del devenir de la Humanidad sobre los que las certezas son más bien escasas; en ese periodo, digo, se construyen las bases de un argumentario que permite a quien lo abrace sostener la diferencia histórica de lo gallego; argumentario notablemente exitoso pues, al correr de medio siglo, cuando llegue en España la hora de anunciar la salida de la estación de España del tren de las nacionalidades llamadas históricas, Galicia podrá, con eso que se dice pleno derecho, subirse a él.
El regionalismo gallego comienza su andadura seria en 1886, con la
publicación de una obra seminal de Manuel Murguía: Los precursores. En esta obra, y en todas las elaboraciones
de Murguía posteriores a esta fecha, ya no tenemos el provincialismo que exalta
una Historia inventada, pero con un tono reivindicativo dentro de lo español.
Encontramos, ya, el planteamiento de una nacionalidad propiamente gallega que busca
diferenciarse de España.
La mutación del provincialismo gallego, sin embargo, no dejará de ser
problemática por la incapacidad que encontrarán sus impulsores de aportarle un
catón ideológico más o menos homogéneo. En efecto, al revés de lo que ocurre
con los nacionalismos vasco y catalán, que evolucionan en los cincuenta años
que van de 1880 a 1930 con presupuestos ideológicos bastante monolíticos, el
nacionalismo gallego refleja la misma variedad que el idioma en que se asienta,
y que se habla de formas muy diferentes a lo largo y ancho de la región. El
tronco progresista inicial quedará plasmado en aquellas posturas más
decididamente federalistas. Pero también habrá elaboraciones de lo gallego
desde posiciones más liberales clásicas y, sobre todo, un galleguismo muy
fuerte surgido desde el tradicionalismo carlista que, perdida su tercera
intentona a finales de siglo, se refugiará en la que fue su corriente principal
de nacimiento, los sentimientos regionales. Incluso, aunque no se pueda hablar
de una tendencia muy importante, hay galleguistas, como Rosalía, no demasiado
lejanos del socialismo utópico.
En 1890, bajo el paraguas de Murguía, que ya para entonces es una especie
de Buda del galleguismo de tendencias progresistas, se crea en Santiago la Asociación
Regionalista Gallega. La ARG tendrá terminales en diversas ciudades gallegas
pero, la verdad, su actividad no será gran cosa que digamos. A pesar de ello,
en las elecciones municipales de 1891 logrará presentar una candidatura en
Santiago, donde ganará dos concejalías (Salvador Cabeza de León y José Tarrío).
También vivió otro momento importante con ocasión del traslado de los restos
mortales de Rosalía desde Padrón hasta Santiago. La razón de esta esclerosis es
la tensión existente entre la línea más oficial, de tendencias progresistas, y
los elementos tradicionalistas que se han integrado en la Asociación, y que son
bien evidentes en la personalidad de los dos concejales del campo de estrellas.
En 1897, y aprovechando el traslado de Murguía a La Coruña, se funda en la
ciudad la Liga Gallega. Una vez más, el omnipresente Murguía preside la Liga,
que está formada casi en exclusiva por coruñeses. Al año siguiente, en un gesto
que es la mejor forma de expresar la división dentro del galleguismo, el grupo
compostelano formado por Cabeza de León y Alfredo Brañas, ambos de corte
crecientemente tradicionalista, fundan la Liga Gallega de Santiago. Sin
embargo, esta organización no se recuperará de la muerte de Brañas, con mucho
su elemento más conspicuo y creativo, que ocurre en 1900.
Hasta entrado el siglo XX, por lo tanto, el galleguismo no pasará de ser
una elaboración teórica que, al contrario de lo ocurrido en el País Vasco y
Cataluña, no ha conseguido atraer ni a la gran burguesía ni a la Iglesia, elementos
ambos de gran importancia a la hora de tener pasta para hacer cosas, como bien
saben: respecto de la primera, los catalanes; y respecto de la segunda, los
vascos. Por lo demás, el galleguismo asiste, un tanto desanimado, al
espectáculo por el cual las clases medias, incluso urbanas, se mantienen
alejadas de él.
En 1907, y en buena parte azuzados por la experiencia catalana, las fuerzas
galleguistas, de corte netamente burgués todas ellas, crean Solidaridad Gallega
con la intención de dar la campanada en las elecciones. La Solidaridad tendrá
como caja de resonancia la primera de las publicaciones llamadas A Nosa
Terra, en este caso dirigida por Eugenio Carré. Sin embargo, el diagnóstico
del párrafo anterior se hará bien patente: contados los votos, la temible
coalición regionalista no ha sacado ni un diputado. La Solidaridad, muy
escamada de sus posibilidades reales de encontrar correligionarios en el que
hasta entonces ha sido su terreno natural, esto es las clases medias urbanas,
deja de contemplar a la población rural con esos ojos entre nostálgicos y
superiores de quien se dedica a leer los poemas de Rosalía o de Pondal sobre
los pinos y los regatos pequenos en un sillón del Casino de la calle Real de La Coruña, y comienza
plantearse la posibilidad de conseguir seriamente su expansión en esos viveros
(nunca mejor dicho). Es éste el objetivo de las Asambleas Agrarias de Monforte,
más o menos contemporáneas del desastre electoral de la Solidaridad. Este tipo
de approach dotará al galleguismo de algunos representantes especialmente valiosos,
como Rodrigo Sanz (notable dirigente galleguista agrarista que, sin embargo,
cabe hacer notar que vivía en ese sitio que los catalanes llaman Madrit).
No será hasta 1916 cuando el nacionalismo gallego surja como tal y, además,
con ese nombre. Son las dos palabras que utiliza en un folleto el farmacéutico
y periodista Antonio Villar Ponte. El 5 de enero de 1916, Villar Ponte publica
un folleto sobre el nacionalismo gallego, al tiempo que inicia desde las páginas
del periódico donde escribe, La Voz de Galicia, una especie de cruzada
para la creación de sociedades de amigos de la lengua gallega. Ante la
excelente acogida que tienen sus propuestas, Villar decide convocar, el 18 de
mayo del mismo año, una reunión en los locales de la Academia Gallega, que
reúne a medio centenar de personas. Es ahí donde se aprueba la creación de una Irmandade
de Amigos da Fala. Diez días después, no podían ser menos los
compostelanos, se crea la Irmandade de Santiago; aunque ésta, como ocurre
siempre, se caracterizará por una mayor tensión entre el galleguismo de
derechas y el de izquierdas.
Ese mismo verano se crearán brotherhoods en Monforte, Pontevedra, Orense, y Villalba. En estas organizaciones es
donde, por primera vez, se hace afirmación del principio de que los gallegos
han de hablar sólo gallego; o, si se prefiere, el principio, que a finales del siglo XX tendrá
enorme éxito en los Estatutos de muchas comunidades autónomas, de la lengua
propia.
Las Irmandades da Fala fueron el auténtico bull’s eye del nacionalismo gallego. Con ellas, los
impulsores del nacionalismo comprendieron que la población gallega no estaba
para los ruidos que se escuchaban en las otras dos nacionalidades llamadas
históricas; pero que, al mismo, tiempo, el gallego siempre ha sido una persona
muy apegada a su tierra que, además, la aprecia y la quiere con sinceridad. La
tierra quiere decir las costumbres, las costumbres quiere decir el pasado, y
todo eso quiere decir el idioma. De esta manera, visto que proponerle al
gallego medio que vote para enviar diputados nacionalistas a las Cortes no es
algo que le atraiga demasiado, lo que le propone ahora es que apoye unas
organizaciones dedicadas, básicamente, a dar cursos de lengua y cultura
gallegas y organizar espectáculos de coros y danzas. Y lo que consiguen, en
efecto, es que la sociedad gallega acepte esta iniciativa con simpatía y sin
oposiciones.
En noviembre de 1916, ya bastante consolidadas las Irmandades, dan un paso
más con la salida a la calle de un órgano oficial, que también se llamará A Nosa Terra. A través de este periódico, los diferentes teóricos del movimiento
incidirán en la demanda de que el movimiento cultural y folklórico se convierta
en un movimiento político. A pesar de estas ilusiones, las Irmandades deciden
no intentar presentar candidatos en las elecciones de 1917, conscientes de que
no tienen demasiadas posibilidades. Sin embargo, Luis Iglesias Roura, el
director de A Nosa Terra, consigue acta de
concejal por La Coruña gracias a un cameo en una lista no nacionalista.
En 1917, el nacionalismo gallego estrecha lazos con el catalán. Se celebra
en Barcelona una semana de la cultura gallega y Cambó y su team realizan dos viajes a Galicia. Cuando se convocan elecciones en febrero de
1918, ambas formaciones deciden coligarse. El proyecto sale como el culo.
Finalmente, sólo se presentan tres candidaturas (Luis Porteiro en Celanova,
Francisco Vázquez Enríquez en Noia y Antonio Losada en A Estrada; Rodrigo Sanz,
el auténtico yes you can de aquella campaña, ni
siquiera consigue presentarse por Pontedeume); y los tres pierden. En aquellas
elecciones, por cierto, sale diputado por O Carballiño, en Orense, un brillante
joven jurista, que se presenta en las filas mauristas, llamado José Calvo Sotelo.
A nadie ha de extrañar el fracaso: el movimiento tiene entonces, en toda
Galicia, 700 afiliados.
¿Por qué la debacle de 1918? Pues hay varias razones que se pueden
explicar, factor común el hecho, triste para el actual nacionalismo gallego y
el manto de ensoñaciones con que vive su pasado, de que la sociedad gallega,
formada por personas que por lo común eran grandes amantes de su tierra, de sus
gentes y de su idioma, no estaba dispuesta a aceptar el nacionalismo como
ideología separadora de España. El segundo factor fue el error que supuso la
coalición con Cambó, porque a Cambó, en realidad, el desarrollo del
nacionalismo gallego no le importaba gran cosa; lo que quería era un movimiento
satélite que le pudiese aportar mayor fuerza en la Champions League que quería
jugar, que era el gobierno de Madrid. Y, como tercer factor a no olvidar, hay
que recordar que el nacionalismo gallego fue extraordinariamente torpe a la
hora de ganarse a la Iglesia para su causa (como sí hicieron los vascos, y en
buena parte los catalanes), con lo que consiguió que ésta observase el
galleguismo con creciente hostilidad, algo que para el nacionalismo sería un
problema prácticamente irresoluble durante mucho tiempo.
De esta manera, pues, el nacionalismo gallego consumió una especie de segunda etapa que le dejó escasos réditos, aunque sí, con evidente claridad, el dato de que debía ser a través del acercamiento cultural y etnográfico como podía aspirar a conseguir correligionarios suficientes como para ser algo. Por decirlo de alguna manera, el periodo que va entre 1880 y 1920 es un periodo en el que los nacionalistas gallegos tienden a olvidarse de la chorrada ésa de que los gallegos son celtas, una especie de irlandeses con geada, y empiezan a elaborar la idea, mucho más productiva, de que lo que son, es gallegos.
De esta manera, pues, el nacionalismo gallego consumió una especie de segunda etapa que le dejó escasos réditos, aunque sí, con evidente claridad, el dato de que debía ser a través del acercamiento cultural y etnográfico como podía aspirar a conseguir correligionarios suficientes como para ser algo. Por decirlo de alguna manera, el periodo que va entre 1880 y 1920 es un periodo en el que los nacionalistas gallegos tienden a olvidarse de la chorrada ésa de que los gallegos son celtas, una especie de irlandeses con geada, y empiezan a elaborar la idea, mucho más productiva, de que lo que son, es gallegos.
A partir de 1918, y en
las casi dos décadas que median entre dicho año y aquél en el que se aprueba el
Estatuto gallego, se consolida entre los nacionalistas galaicos el concepto de
Galicia como nación, aunque, una vez que se va más allá del apego primigenio a
la tierra y a la cultura gallega que es la razón de ser de las Irmandades da
Fala, se encuentran importantes diferencias ideológicas.
En la deriva del
nacionalismo, inicialmente progresista surgido a lo largo del siglo XIX y
acrisolado en la figura de Manuel Murguía, hacia posiciones ideológicamente
contrarias, tiene gran importancia la figura de Vicente Risco. Risco, tan
galleguista o más que los nacionalistas de izquierdas, tiñe ese pensamiento del
irracionalismo que exhiben muchas ideologías de derechas a principios de siglo
(caldo de cultivo del fascismo). De hecho, Risco sostiene algunas ideas, como
la nación como hecho biológico anterior al albedrío de los hombres, que cheiran (para los no gallegos = huelen o, mejor,
apestan) de lejos a ariosofía, y al tipo de cosas que dirán y escribirán los
que a no tardar mucho tiempo venderán ideas como la prevalencia de determinadas
razas. De hecho, Risco es un gran creyente en los gallegos como seres de raza
céltica (algo que ya está en los poemas de Pondal, por ejemplo) y en la
existencia de un alma nacional; esto es, el Volkgeist de los ideólogos Volkisch. Para Risco, de hecho, la raza gallega es
mucho más importante que la lengua gallega; esta es una de las razones de que
haya envejecido tan mal en los tiempos presentes, a pesar de su talento
literario, ciertamente notable.
En términos generales,
estos conceptos son más o menos aceptados por todos los nacionalistas gallegos;
lo cual, ya se ha sugerido, la verdad no los deja en muy buen lugar ante los
tiempos modernos, que abominan tanto de todo lo que apeste a fascismo
ideológico. No obstante, bajo estas premisas se desarrolla toda una ideología
de raíces democráticas, cuyas mayores expresiones, cuando menos en mi opinión,
serán: en lo cultural, Alexandre Bóveda; y en lo político, Alfonso Rodríguez
Castelao. Aunque tampoco hay que olvidar, ni a los hermanos Villar Ponte, ni a
José Peña Novo. Estos nacionalistas funden el discurso «Galicia debe ser una
nación» con los discursos por los cuales, además, debe ser democrática y,
además, próspera. Sus ideas se identifican bastante con las elaboraciones de lo
que en la II República se calificará normalmente izquierda burguesa
(Acción/Izquierda Republicana, Unión Republicana, radical-socialismo…), esto es
reformas no sistémicas de la propiedad y, sobre todo, la mejora del sector
primario, por el cual el galleguismo muestra una obvia preocupación.
Risco, por su parte, lidera, por así decir, la tendencia tradicional, donde también encontraremos a Ramón Otero Pedrayo. Sus defensores no renuncian a la definición de todas las cosas, también de su nacionalismo, desde la militancia católica, identificando la religión como un elemento esencial de lo gallego (una especie de concepción gallega al modo vasco, por lo tanto). Los tradicionalistas gallegos, como su propio nombre indica, rechazan el progreso y desean mantener Galicia identificada como una sociedad eminentemente rural. Una vez más, encontramos aquí la ideología de raíz carlista, que tan exitosa será entre los vascos, cuyo nacionalismo foralista, al fin y al cabo, se basa en la conservación de unos derechos medievales.
De todas maneras, citar nombres, como citar diversos periódicos de variada laya y difusión, no podría esconder el hecho de que el nacionalismo gallego, ni en los inmediatamente anteriores a la dictadura de Primo de Rivera, ni durante la misma, consigue llegar a una cifra tan modesta como 1.000 militantes activos. En el terreno de las teorías y las elaboraciones, los felices años veinte del siglo ídem son de gran importancia para el nacionalismo gallego; pero como movimiento político, su peso es bastante más que discutible, por mucho que el hecho de que no haya elecciones no permita medir con precisión su influencia.
Para el nacionalismo gallego, además, su división entre, por así decirlo, progresistas y tradicionalistas, que contamina las Irmandades y cualesquiera otras estructuras que se van creando, supone un obstáculo fundamental a la hora de conseguir tener una estrategia electoral mínimamente eficiente. Los demócratas ambicionaban una estrategia bastante clara, que llevarían a cabo en la II República: la alianza con las fuerzas republicanas o, como ellos decían, contrarias al poder de los caciques. Los tradicionalistas, sin embargo, igual que le ocurrirá al resto de las formaciones de la misma ideología en el resto de España, aborrecen del parlamentarismo y temen que la alianza con políticos que «no comprenden a Galicia» pueda contaminar su mensaje, por lo que rechazan la idea de las coaliciones.
Antes de la Dictadura, de hecho, galleguistas demócratas como el propio Castelao se sintieron atraídos por este punto de vista y esta estrategia. De hecho, la segunda Asamblea Nacionalista, celebrada en Santiago en 1919; y la tercera, que se desarrolló en Vigo en 1921, fueron el teatro de la imposición de la posición de los tradicionalistas. Tan sólo Luis Peña Novo conseguirá una concejalía en La Coruña en las elecciones de 1920. Sin embargo, en la cuarta Asamblea, celebrada en Monforte en 1922, la presión de los partidarios de la participación electoral, nucleados en el nacionalismo coruñés, rompe el momio. Los coruñeses, de hecho, viran la Asamblea hacia la participación electoral y la conjunción republicana; a lo que responden los ruralistas-nacionalistas creando la Irmandade Nazonalista Galega. Presidida por Vicente Riso, abrazará un radicalismo nacionalista y un abstencionismo a muerte.
Siguiendo su estrategia, la tendencia demócrata coruñesa se acerca al federalismo republicano. Fruto de dicho acercamiento, en 1929 Antonio Villar Ponte y Santiago Casares Quiroga fundan la Organización Republicana Gallega, ORGA, llamada a ser la organización más importante del nacionalismo gallego en cuanto caiga el rey. Sin embargo, el tradicionalismo pasa completamente de la invitación a unirse a esta estrategia y en la VI Asamblea nacionalista, celebrada en La Coruña en 1930, la escisión se hace más patente que nunca.
Y en éstas, llega la Repu.
Risco, por su parte, lidera, por así decir, la tendencia tradicional, donde también encontraremos a Ramón Otero Pedrayo. Sus defensores no renuncian a la definición de todas las cosas, también de su nacionalismo, desde la militancia católica, identificando la religión como un elemento esencial de lo gallego (una especie de concepción gallega al modo vasco, por lo tanto). Los tradicionalistas gallegos, como su propio nombre indica, rechazan el progreso y desean mantener Galicia identificada como una sociedad eminentemente rural. Una vez más, encontramos aquí la ideología de raíz carlista, que tan exitosa será entre los vascos, cuyo nacionalismo foralista, al fin y al cabo, se basa en la conservación de unos derechos medievales.
De todas maneras, citar nombres, como citar diversos periódicos de variada laya y difusión, no podría esconder el hecho de que el nacionalismo gallego, ni en los inmediatamente anteriores a la dictadura de Primo de Rivera, ni durante la misma, consigue llegar a una cifra tan modesta como 1.000 militantes activos. En el terreno de las teorías y las elaboraciones, los felices años veinte del siglo ídem son de gran importancia para el nacionalismo gallego; pero como movimiento político, su peso es bastante más que discutible, por mucho que el hecho de que no haya elecciones no permita medir con precisión su influencia.
Para el nacionalismo gallego, además, su división entre, por así decirlo, progresistas y tradicionalistas, que contamina las Irmandades y cualesquiera otras estructuras que se van creando, supone un obstáculo fundamental a la hora de conseguir tener una estrategia electoral mínimamente eficiente. Los demócratas ambicionaban una estrategia bastante clara, que llevarían a cabo en la II República: la alianza con las fuerzas republicanas o, como ellos decían, contrarias al poder de los caciques. Los tradicionalistas, sin embargo, igual que le ocurrirá al resto de las formaciones de la misma ideología en el resto de España, aborrecen del parlamentarismo y temen que la alianza con políticos que «no comprenden a Galicia» pueda contaminar su mensaje, por lo que rechazan la idea de las coaliciones.
Antes de la Dictadura, de hecho, galleguistas demócratas como el propio Castelao se sintieron atraídos por este punto de vista y esta estrategia. De hecho, la segunda Asamblea Nacionalista, celebrada en Santiago en 1919; y la tercera, que se desarrolló en Vigo en 1921, fueron el teatro de la imposición de la posición de los tradicionalistas. Tan sólo Luis Peña Novo conseguirá una concejalía en La Coruña en las elecciones de 1920. Sin embargo, en la cuarta Asamblea, celebrada en Monforte en 1922, la presión de los partidarios de la participación electoral, nucleados en el nacionalismo coruñés, rompe el momio. Los coruñeses, de hecho, viran la Asamblea hacia la participación electoral y la conjunción republicana; a lo que responden los ruralistas-nacionalistas creando la Irmandade Nazonalista Galega. Presidida por Vicente Riso, abrazará un radicalismo nacionalista y un abstencionismo a muerte.
Siguiendo su estrategia, la tendencia demócrata coruñesa se acerca al federalismo republicano. Fruto de dicho acercamiento, en 1929 Antonio Villar Ponte y Santiago Casares Quiroga fundan la Organización Republicana Gallega, ORGA, llamada a ser la organización más importante del nacionalismo gallego en cuanto caiga el rey. Sin embargo, el tradicionalismo pasa completamente de la invitación a unirse a esta estrategia y en la VI Asamblea nacionalista, celebrada en La Coruña en 1930, la escisión se hace más patente que nunca.
Y en éstas, llega la Repu.
En los meses inmediatamente anteriores al 14 de abril de 1931, en el
nacionalismo gallego se produce un cambio crucial, que es el
desplazamiento de su centro de gravedad. Mientras para el sentimiento nacional
de Galicia fue de gran importancia la figura del muy longevo Murguía, que
recuérdese no sólo portaba su prestigio personal sino el recuerdo de Rosalía,
el eje Coruña-Santiago fue el de mayor importancia para el desarrollo de lo
gallego. Sin embargo, como digo, durante los últimos años de la dictadura de
Primo de Rivera, las cosas cambian. La creación en Orense, alrededor de Vicente
Risco y Ramón Otero Pedrayo, de un núcleo galleguista tradicionalista, desplaza
notablemente a muchos galleguistas hacia el sur. Y más de lo mismo hacen las
figuras de Alfonso R. Castelao, Alexandre Bóveda y Valentín Paz Andrade, esta
vez bordeando la costa y en dirección a Pontevedra y Vigo. No ha de sorprender,
por lo tanto, que en las famosas elecciones municipales de la República sea en
estas dos circunscripciones donde el nacionalismo toca pelo (algo).
Quizá os estéis preguntando: pero, ¿por qué no contabilizar las actas de la
ORGA-FRG como nacionalistas gallegas? En la respuesta a esta pregunta está la
parte del león del problemático devenir del nacionalismo gallego durante los
convulsos tiempos de la República. Porque lo principal que se espera de una
formación nacionalista es que sea esto antes que otra cosa. Y cuando esto no
ocurre es cuando se producen problemas como los que en parte, vive actualmente
el socialismo parlamentario catalán, que se encuentra dividido entre aquellos
de sus militantes que consideran que el PSC debe ser antes S que C, y los que
consideran que debe ser C antes que S. El tipo de dicotomía, por seguir con el
ejemplo del mismo partido, al que le sometió Felipe González cuando, en
congreso célebre, lo invitó a ser socialista antes que marxista (invitación,
creo que es evidente, aceptada).
En las siglas de la ORGA, como de la FRG, antes que la G, viene otra letra,
que es la R. Y esto es así porque la ORGA era mucho, pero mucho, más R (o sea,
republicana) que G (otrosí, gallega); y en eso se basa, precisamente, su éxito
en las elecciones; porque lo que muchos, por no decir todos, los conspicuos
votantes de la ORGA en aquellas elecciones del 31 (mi abuelo, sin ir más lejos)
siempre dijeron: «yo voté a la República»; yo, cuando menos, jamás escuché a
ninguno de esos hombres decir: «yo voté nacionalista».
Supongo, o sé, que hacerse hoy en día una masturbatio historiográfica en las aulas de cualquier campus gallego, o en los anaqueles de las librerías, defendiendo el principio de que el éxito electoral de la ORGA era el éxito del nacionalismo gallego, como que mola mucho y, además, puede llevarle a uno a bañarse en subvenciones de variada laya. Pero, claro, defender ideas no las hace más ciertas, como bien sabe, porque lo sabe, otro ignaro gallego como Rouco Varela. El principio fundamental de la ORGA, y que además explica que fuese tan votada en una sociedad que hasta muy poco tiempo antes (menos de una generación, de largo) había mostrado tan escasa proclividad a la identidad nacional; el principio fundamental de la ORGA, decíamos, era la República española; fíjese que ni siquiera decimos la república federal española, porque las convicciones federalistas de los orgos (usado sea este neologismo sin intentar buscar identificación alguna con los relatos de Tolkien) eran más bien epidérmicas, si es que las había; y, de hecho, el líder indiscutible del grupo, el coruñés Santiago Casares Quiroga, no las tenía en grado alguno.
Supongo, o sé, que hacerse hoy en día una masturbatio historiográfica en las aulas de cualquier campus gallego, o en los anaqueles de las librerías, defendiendo el principio de que el éxito electoral de la ORGA era el éxito del nacionalismo gallego, como que mola mucho y, además, puede llevarle a uno a bañarse en subvenciones de variada laya. Pero, claro, defender ideas no las hace más ciertas, como bien sabe, porque lo sabe, otro ignaro gallego como Rouco Varela. El principio fundamental de la ORGA, y que además explica que fuese tan votada en una sociedad que hasta muy poco tiempo antes (menos de una generación, de largo) había mostrado tan escasa proclividad a la identidad nacional; el principio fundamental de la ORGA, decíamos, era la República española; fíjese que ni siquiera decimos la república federal española, porque las convicciones federalistas de los orgos (usado sea este neologismo sin intentar buscar identificación alguna con los relatos de Tolkien) eran más bien epidérmicas, si es que las había; y, de hecho, el líder indiscutible del grupo, el coruñés Santiago Casares Quiroga, no las tenía en grado alguno.
Santiago Casares Quiroga es personaje al que la Historia no trata bien (al
menos fuera de Galicia; lo mismo dentro es una especie de Supermán autonomista,
pues la subvención lo aguanta todo), aunque yo tengo por mí que si en verdad
existe otra vida y él está en algún lugar contemplando en qué términos se lo
juzga, estará suspirando con alivio, dado que él sabe bien que las cosas
podrían ser bastante peores. Nunca se ha aclarado del todo su oscura participación en el
levantamiento republicano de Jaca, que, según algunos protagonistas
directos (así, Salvador Sediles, en su fundamental y hoy ilocalizable Voy a contar la verdad), fue una especie
de cagada que él pudo muy bien evitar, sin que jamás diese explicación alguna
de por qué se tomó toda la noche antes de avisar a Galán de que no habría
levantamiento en Madrid, permitiendo la tragedia que le costaría la vida a éste
y a García Hernández. Más allá, como colaborador del montaje republicano él
siempre se movió en el terreno del orden público, así pues en modo alguno se lo
puede considerar ajeno a la redacción y aplicación de la protofascista Ley de
Defensa de la República, que transpira cagadas y meadas en los derechos
fundamentales de los ciudadanos a lo largo de todo su breve articulado. Suya es
la reacción inusitada de la República tras los sucesos en el entierro del
alférez Anastasio de los Reyes, que no son ajenos a la deriva de las derechas
al golpismo (o sea: matan a uno de los míos impunemente, en su entierro grupos
incontrolados me tirotean, y la reacción del Ministerio del Interior es…
ilegalizar mis organizaciones) y son
las que colocan en la calle, vivito y trabajando, al teniente José Castillo, que como poco debería
haber estado suspendido de empleo y sueldo, acción disciplinaria ésta que tal
vez habría podido evitar que lo mataran, cauterizando así el posterior
asesinato de Calvo Sotelo. Last, but not least, en hechos que son
bastante más conocidos, es este gallego peripatético y medio tuberculoso, que
saltó como un resorte en el Congreso porque Calvo Sotelo lo llamó señorito de La Coruña, el que llega a la presidencia del gobierno cuando
bajo sus pies se está montando la mundial, y no lo cree, o sí lo cree pero se
dice tan fuerte, tan sólido, tan capaz, que la conspiración no le da miedo.
Zas, en toda la boca, y 300.000 muertos, y 750.000 no nacidos, que se dice
pronto.
El republicanismo gallego tuvo este problema: crecer con un piernas al
mando de acendrada mediocridad y sectarismo bien entrenado; y el nacionalismo
gallego, que es un subconjunto de esta realidad, sufrió las consecuencias de
ello, multiplicadas. En su un tanto truquero Sempre en Galiza, Castelao, en realidad, retrotrae los problemas del nacionalismo gallego con
Casares, o más bien al revés, al Pacto de San Sebastián del verano de 1930, al
que asistió el coruñés. En una versión que ha tenido mucho éxito con el tiempo
(porque ya hemos dicho que la historiografía subvencionada o premiada con
cátedras vitalicias tiene las córneas muy costumizables), se nos
pinta a un Casares heroico que, en llegando a San Sebastián y contemplando la
ofensiva catalanista en la reunión, se alza ante los de Barcelona al grito de
«¡Y Galicia también!»; ganando con ello para las verdes tierras del noroeste la
calidad de nacionalidad histórica. Pero Castelao, como decimos, es de otra
opinión. Dice, más bien, que la postura de Casares no se hizo con Cataluña, sino en oposición a ella, «para dificultarles
también en su misión, y conformándose con el sentir centralista
de la mayoría» (itálicas mías). La intervención de Casares, apostilla con muy mala leche
el profesor pontevedrés, «sólo sirvió para la igualdad de trato a propósito de
la representación de ambos países en el Gobierno provisional de la República;
por eso, los catalanes contaron con un ministro, y los gallegos con otro».
Dicho sin retranca gallega: a Casares lo que le interesaba no era presidir una
República gallega, sino tocar pelo en Madrid. Un point, c’est tout.
En realidad, Casares y la ORGA habían comenzado a trabajar desde antes en
esta línea gallega, pero española, que tan poco le gustaba a Castelao (ojo: tan
poco le gustaba a toro pasado, que don Alfonso
también se llevaría lo suyo en una biografía bien hecha…) La ORGA se formó en
1929, y en su programa fundacional ya abogaba por una Galicia «fuerte y poderosa,
pero no hosca y erizada en frente de España». Nació, pues, como la formación
política conocedora del principio electoral fundamental que opera en la
sociedad española: para ganar, hay que centrarse.
El 26 de marzo de 1930, la ORGA convoca en Lestrove una asamblea de todas
las tendencias republicanas gallegas. Al llamado acuden la propia ORGA, los radicales, los federales,
los radical-socialistas y personas independientes. El acuerdo final de la
reunión, conocido como Pacto de Lestrove, creó la Federación Republicana
Gallega. El Pacto de Lestrove, lejos de ser una reunión de las fuerzas gallegas
en pro de la región, es todo lo contrario: es el cheque en blanco que recibe la
organización matriz, la ORGA, y su ambiciosérrimo dirigente, Casares, para realizar cualesquiera pactos sean necesarios con
las organizaciones republicanas. Es con el mandato de
Lestrove que Casares acude a San Sebastián, y lo cumple a rajatabla. El
manifiesto final de Lestrove, ciertamente, asevera que «la República ha de ser
federal». Pero lo hace sin dejar de destacar que esta forma de Estado «adapta
el Estado a las peculiaridades regionales».
La FRG se presenta a las municipales de 1931 coligada con los socialistas.
El éxito de esta coalición fue muy importante, salvo en los ayuntamientos de
Lugo y Vigo, donde ganaron los monárquicos; en las zonas rurales, la victoria
fue también monárquica, fuertemente apoyada en las estructuras caciquiles.
Los resultados de dichas elecciones, por provincias, fueron como siguen:
·
La Coruña: 2 concejales comunistas, 40 socialistas, 439 republicanos, 383
monárquicos, 166 otros, y 413 sin datos.
·
Lugo: 19 socialistas, 349 republicanos, 540 monárquicos y 74 otros.
·
Orense: 14 socialistas, 200 republicanos, 88 monárquicos, 648 otros, 800
sin datos.
·
Pontevedra: 2 comunistas, 48 socialistas, 170 republicanos, 292
monárquicos, 141 otros, 322 sin datos.
La FRG ganó sin paliativos en La Coruña, con 31 concejales, completándose
el consistorio con 2 republicanos independientes un socialista y seis monárquicos.
En Lugo, como hemos dicho, los monárquicos consiguieron 21 concejales, frente a
3 republicanos y 4 socialistas. En Orense salieron 6 republicanos, 4
socialistas y 13 independientes, la mayoría de convicción republicana. En
Pontevedra, los republicanos sacaron 7 concejales, 2 socialistas, 7 agrarios, 2
comunistas y 9 monárquicos.
El mismísimo 15 de abril de 1931, a pelo puta, los tradicionalistas crean
el Partido Nazonalista Repubricán de Ourense, que propugna «la autonomía del
Estado gallego bajo soberanía del Estado Español». El 6 de mayo, por otra
parte, el Partido Radical se segrega de la FRG, iniciando una campaña contra la
ORGA, que conseguirá que los federales y radical-socialistas de Orense también
abandonen el proyecto. La creciente distancia entre el partido nacionalista
republicano de Otero Pedrayo y el galleguismo tibio de la ORGA acabará
generando la creación, en diciembre de 1931, del Partido Galeguista.
Estos conflictos, de los que volveremos a hablar, no son sino la expresión
de la debilísima coalición formada, en el seno de la FRG, entre nacionalistas
sinceros y republicanos gallegos, dos categorías políticas que el tiempo y los
intereses de cierta historiografía han acabado por fundir en las mentes de
muchos, en beneficio del interés por construir, a los ojos del presente, un
movimiento nacionalista más sólido de lo que realmente era. El ejemplo más
claro de cómo está de enmerdado este panorama es la decisión tomada en mayo por
la ORGA de convocar una Asamblea en La Coruña para «discutir el Estatuto que ha
de darse a Galicia en el marco de la República Federal Española». El propio detalle de convocar la movida en La Coruña ya es sintomático: es
uno de los puntos importantes de Galicia que más lejos está (desde muchos
puntos de vista) de Orense, stronghold del nacionalismo tradicionalista. Pero es que, además, tres días después de
hacer pública la convocatoria, se reúne el comité ejecutivo de la FRG (que, no
se olvide, está dominado por republicanos), tras lo cual hace pública una nota
en la que invita a la ORGA a reflexionar «sobre la improcedencia de su
actuación, en cuanto ésta puede significar de desvío del Pacto de Lestrove».
Los republicanos gallegos, pues, dejan bastante claro que ellos no fueron a
Lestrove a firmar al pie de un papel que dijese que lo principal para ellos era
la autonomía de la Galicia; que ellos, lo que querían, era trabajar para el
advenimiento de la República Española; entre otras cosas porque, como ha
ocurrido muchas veces en la Historia de España y de hecho ocurre hoy mismo
entre muchos republicanos que lo son con la mera compañía de dos de pipas,
muchas personas en la sociedad hispana, y galaica, le otorgaban a la República
una calidad universalmente bonancible que, con su sola existencia, iba a
resolver todos los problemas (así, de hecho, la votó mi abuelo; el mismo abuelo
que, años más tarde, con las mismas ideas y las mismas intenciones, se estaba
dejando los cuartos a base de comprar bonos de guerra de Hitler).
La asamblea, con todo, se celebra en los primeros días de junio. Se
presentaron cinco proyectos:
·
Uno redactado por el Secretariado de Galicia en Madrid, institución en la
participaban algunos galleguistas históricos como Rodrigo Sanz.
·
Otro redactado por el Instituto de Estudios Gallegos de La Coruña, que
contenía algunas medidas descentralizadoras.
·
Otro del Seminario de Estudios Gallegos. Este texto era el más claramente
nacionalista, pues en él habían intervenido Bóveda, Paz Andrade, Risco y otros.
Basado en el principio de una República Federal, podríamos considerarlo algo
así como, recordando el proceso catalán, el Estatuto de Nuria de los gallegos.
·
Una ponencia de la ORGA.
·
Una ponencia de la organización pontevedresa Labor Galeguista.
Las escasísimas proclividades nacionalistas de la ORGA, dueña del machito
por la fuerza de los votos y que según se me parece a mí defendía lo del
Estatuto por mero cálculo electoral, se hacen evidentes en el dato de que el
borrador del Seminario de Estudios Gallegos ni siquiera fue
considerado por la Asamblea. De hecho, ésta encargó una ponencia totalmente
dominada por la ORGA que redactó un proyecto que desbastaba la autonomía
gallega de cualquier veleidad federal.
En puridad, pues, no podemos decir otra cosa que, con la llegada de la
República, lo que emergió en Galicia fue el republicanismo, que aceptaba el
autonomismo más por motivos estratégicos que por otra cosa; mientras que el
nacionalismo, considerado en su pureza, no hizo sino ser tributario de la gran
debilidad que mostraba su implantación en la sociedad gallega.
El nacionalismo gallego, en 1931, está ampliamente necesitado de un
movimiento que resuelva tanto su fragmentación como la confusión introducida
sobre todo por la ORGA. Este paso será la creación del Partido Galeguista; pero
antes de eso hemos de hablar de las elecciones a Cortes Constituyentes.
La Asamblea estatutaria de junio de 1931, que como ya hemos visto fue más
bien un montaje de la ORGA que pasó completamente de otros desarrollos, tomó
como decisiones más importantes dar por permanentemente constituida su mesa
presidencial, así como elaborar una ponencia de Estatuto que sería remitida a
los ayuntamientos gallegos, diputaciones y demás entidades, con el compromiso
de que los diputados gallegos en las Cortes constituyentes (que la ORGA
esperaba, con bastante lógica, acaparar en buena medida) lo llevasen ante las
mismas. Como pueden ver aquellos de mis lectores que sean versados en el
proceso estatutario catalán en la República, Galicia, probablemente a causa de
los contactos muy frecuentes entre los nacionalistas más conservadores y los
nacionalistas catalanes, va siguiendo los pasos de éstos.
El 20 de mayo, el Comité Ejecutivo de la FRG-ORGA declaraba su decisión de
ir en coalición con los socialistas (incluso se juntaron los radicales en
alguna circunscripción). Esta decisión tiene como consecuencia la presentación
de dos candidaturas en coalición en La Coruña y Lugo. En Orense, sin embargo,
fueron muy distintas, pues allí la FRG se alió con el Partido Nazonalista
Repubricán y el Partido Radical-Socialista; mientras que el PSOE y el Partido
Radical hicieron coalición por su cuenta. En Pontevedra, por último, a la
coalición FRG-PSOE se une el político radical Emiliano Iglesias. Sucintamente,
esto viene a querer decir que la ORGA consigue optar con muchas garantías a los
puestos de las mayorías, mientras que los de las minorías serán escenario de la
lucha entre formaciones nacionalistas y de derechas.
El nacionalismo gallego propiamente dicho (porque no me cansaré de decir
que la ORGA no era una formación
propiamente nacionalista) intenta aprovechar el tirón de las Irmandades da Fala
creando su brazo político, el Partido Republicano Autonomista Gallego; pero
eso, en realidad, sólo le sirve para darse cuenta de que el tal tirón es más
bien relativo. Aun así, en Pontevedra y Orense fue capaz de presentarse por su
cuenta, mientras que en La Coruña y Lugo hubo de integrarse en las candidaturas
republicano-socialistas. En Orense existía el ya citado Partido
Nazonalista Repubricán, y en Pontevedra se había creado un Partido Galeguista
de carácter local. Este grupo es el que, en diciembre de ese año, provocará la
convocatoria de la VII Asamblea del Nacionalismo de la que nacerá el PG. En las
elecciones se presentó por las minorías, ganando el asiento de Castelao.
Los elegidos fueron los siguientes:
Por La Coruña:
·
Santiago Casares Quiroga, FRG/ORGA, 88.470 votos.
·
Antonio Rodríguez Pérez, FRG/ORGA, 75.498 votos.
·
Ramón Beade Méndez, PSOE, 69.164 votos.
·
Salvador de Madariaga, FRG/ORGA, 68.783 votos.
·
Alejandro Rodríguez Cad, FGR/ORGA, 68.741 votos.
·
Antonio Villar Ponte, FRG/ORGA, 68.089 votos.
·
Edmundo Lorenzo, PSOE, 67.794 votos.
·
Ramón Tenreiro, FRG/ORGA, 65.266 votos.
·
Emilio González López, FRG/ORGA, 64.048 votos.
·
José Mareque Santos, PSOE, 56.486 votos.
·
Ramón Suárez Picallo, FRG/ORGA (aunque nacionalista), 55.054 votos.
·
José Reino Caamaño, independiente, 47.258 votos.
·
Roberto Novoa Santos, FRG/ORGA, 44.953 votos.
·
Luis Cornide Quiroga, Acción Social Republicana, 44.705 votos.
·
Benito Blanco Rajoy y Espada, independiente (adherido al grupo FRG/ORGA),
43.378 votos.
·
Leando Pita Romero, agrario independiente (también adherido al grupo
FRG/ORGA), 43.181 votos.
En Lugo:
·
Ubaldo de Azpiazu y Artazu, radical, 57.485 votos.
·
José Lladó Vallés, independiente, 53.852 votos.
·
Enrique Gómez Giménez, Derecha Republicana, 51.709 votos.
·
Luis Recasens Siches, Derecha Republicana, 49.429 votos.
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Gerardo Abad Conde, radical, 48.660 votos.
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Rafael Vega Barrera, radical, 43.716 votos.
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Manuel Becerra Fernández, radical, 40.856 votos.
·
Manuel Portela Valladares, independiente, 37.171.
·
Daniel Vázquez Campo, FRG/ORGA, 32.087 votos.
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Francisco José Elola y Díaz Varela, radical, 31.910 votos.
En Orense:
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Luis Fábrega Coello, radical, 41.327 votos.
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Basilio Álvarez Rodríguez, radical, 38.420 votos.
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Ramón Otero Pedrayo, FRG/Partido Nazonalista Repubricán, 35.443 votos.
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Alfonso Pazos Cid, radical-socialista, 31.464 votos.
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Justo Villanueva Gómez, radical, 30.714 votos.
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Manuel Martínez Risco, Acción Republicana, 29.761 votos.
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José Calvo-Sotelo, independiente, 27.493 votos.
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Alfonso Quintana Peña, PSOE, 26.647 votos.
·
Manuel García Becerra, radical-socialista, 26.426 votos.
Por último, en Pontevedra:
·
Emiliano Iglesias Ambrosio, radical, 45.000 votos.
·
Enrique Heraclio Botana, PSOE, 43.000 votos.
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Alejandro Otero Fernández, PSOE, 42.000 votos.
·
Manuel Varela Radio, FRG/ORGA, 41.000 votos.
·
Joaquín Poza Juncal, FRG/ORGA, 40.000 votos.
·
Bibiano Fernández Osorio, FRG/ORGA, 40.000 votos.
·
Eusebio Arbones Castellanzuela, PSOE, 40.000 votos.
·
José Gómez Osorio, PSOE, 40.000 votos.
·
Laureano Gómez Paratcha, FRG/ORGA, 40.000 votos.
·
José López Varela, radical, sin escrutinio.
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Alfonso Rodríguez Castelao, Partido Galeguista de Pontevedra, sin
escrutinio.
·
Ramón Salgado Pérez, radical, sin escrutinio.
Con estos resultados, la ORGA conseguía lo que Casares siempre había
perseguido: mostrar en Galicia unos resultados electorales notablemente
distintos a los observados en la mayoría de España a causa de la particularidad
de voto de su formación que, con 14 escaños, casi tenía un tercio de los
representantes elegidos (lo cual dejaba a radicales y socialistas en peor
posición de la que obtuvieron en la mayoría de las regiones). Este
particularismo, sin embargo, era un particularismo republicano, en mayor medida que nacionalista.
De hecho, como ya reconoció Novoa Santos en el discurso por el cual
presentaba a la minoría gallega en las Cortes, el grupo parlamentario puramente
galaico presentaba entre sus miembros hondas diferencias ideológicas y, lo que
es más importante, conceptuales en lo que se refería a la organización que
debía de tener el Estado. En aquel grupo, en efecto, había una minoría de
diputados de convicciones federales, que se combinaban con los puramente
galleguistas y, finalmente, los partidarios de lo que entonces se llamaba
«Estado integral» y que, básicamente, es lo que hoy llamamos Estado de las
autonomías. Los gallegos venían utilizando este fistro conceptual de «autonomía
integral» desde 1918, que fue el año en el que lo parieron las Irmandades da
Fala para, así, poder compatibilizar su nacionalismo con la defensa de la
integración de Galicia en España. Por lo demás, la ORGA se posicionó claramente
como fuerza federalista, al estilo pimargalliano; aunque, en una demostración
más, por si hacía falta, de que aquella formación, más que un elemento
ideológico cohesionado, era más bien un momio montado por Casares a la mayor
gloria de su carrera política, cuando el político coruñés entró en el Gobierno
y éste abrazó la solución integral o autonomista, cambió de opinión, netamente
y sin discusiones, como hay quien dice que jamás hace un gallego.
Los arabescos conceptuales del republicanismo gallego fueron muchos. Sin ir
más lejos, Novoa Santos, en la sesión del 2 de septiembre de 1931, soltó una
que casi es de El Mundo Today, pues afirmó, sin
pestañear, que España no debía ser ni federal ni unitaria (centralista, decimos
nosotros), sino «integral y pluritaria». Con dos testículos. Eso sí, también
afirmó un principio que estaba destinado a prender muy hondo en las raíces del
debate social gallego: el concepto de que «sólo una autonomía económica es
capaz de libertarnos del régimen de opresión bajo el cual hemos vivido durante
largos siglos». Porque si los catalanes se creen que han inventado eso de Madrid ens roba, es que nunca han hecho la peregrinación jacobea, o cuando la hicieron
estaban mamados.
El republicanismo no nacionalista de la ORGA, auténtico suero salino de
aquel grupo parlamentario de la Minoría Gallega, se hace bien evidente en la
relativa infravaloración que realizaba de las claves de bóveda de todo
nacionalismo: ese mismo día 2, Novoa explicó que «los llamados hechos
diferenciales, la lengua, la raza [sic], la cultura, son
hechos adjetivos que derivan de una esencia común: la esencia común hispánica».
Hagamos notaría de un hecho, con los años, importante. La primera vez que
en aquel debate constitucional, y por ende en la Historia de España, se oyó
hablar de un esquema de «café para todos», esto es autonomía para todas las
regiones, fue en la intervención del debate constitucional de José Ortega y
Gasset. Y el gran apoyo que recibió, en medio de un silencio conmiserativo del
resto, fue de un diputado gallego: Ramón Tenreiro. En realidad, Tenreiro puede
considerarse el primer gran teórico del Estado que hoy tenemos: «No toda España
va a ser de la misma categoría; va a haber una España mayor de edad, una España
compuesta de regiones con su personalidad propia y característica, y otra
España más pobre de espíritu, menos personal, que va a seguir con los
municipios reunidos en viejas y gastadas provincias, y éstas dependiendo
directamente del Gobierno de Madrid». Con razón deberíamos llamar al actual
Estado de las autonomías, para bien y para mal, tenreirada.
Otero Pedrayo defendió una enmienda de la rama galleguista del grupo para
que el artículo 1 de la Constitución definiese España como un Estado federal,
«o», añadían, siempre gallegos, siempre conciliadores, «la palabra que
sustituya este concepto de una manera más adecuada». La enmienda, quede para la
Historia, fue firmada por Otero, Castelao, Suárez Picallo, Villar Ponte, los orgos Gómez Paratcha, Tenreiro y Fernández
Ossorio-Tafall, y por el radical Basilio Álvarez.
Suárez Picallo, curioso diputado que a finales de ese año, en la fundación
del Partido Galeguista, escandalizará a todos declarándose marxista, resumió
muy bien el approach de los políticos gallegos al tema central del nacionalismo: «en el
principio de la autonomía estamos de acuerdo absolutamente todos. Habrá después
gradaciones de esa autonomía, habrá alguna diferencia, la cantidad y la
oportunidad de recoger las facultades, todas o parte, que la Constitución nos
brinda».
Antes incluso de que se aprobase la constitución, el Grupo Gallego se
rompió. La ORGA, cada vez más cercana a Acción Republicana y, por lo tanto, al
jacobinismo avant la lettre de su líder Manuel Azaña, estaba rompiendo a trozos el Pacto de Lestrove,
que no es que fuera gran cosa, pero algo sí que era. El 2 de abril de 1934,
cuando se cree Izquierda Republicana, la ORGA se integrará en la misma. Cuando,
en octubre de 1931, el proyecto de Estatuto presentado ante las Cortes por los
diputados gallegos se arree una hostia del 42, la escisión ya será un hecho.
La cosa estaba hecha para que, para bien o para mal, el nacionalismo
gallego enseñase los dientes por sí mismo.
Las divisiones que generó en el grupo parlamentario gallego la discusión
sobre la forma de Estado que debía adoptar España hicieron caer en el olvido el
tenue borrador de Estatuto que había redactado la ponencia controlada por la
ORGA tras la asamblea de junio que, hemos de recordar, prefirió preterir otros
proyectos más sólidos, y también valientes, procedentes de otras instituciones
gallegas.
Como ya se ha insinuado en estas líneas, antes de que la Constitución fuese
aprobada, todavía hubo un intento más de presentar ante el Parlamento de Madrid
un proyecto de estatuto gallego. Se trataba de un texto todavía más limitado
que el anterior y que fue elaborado por varios parlamentarios gallegos en el
mes de octubre de 1931 y que buscaba adaptar el proyecto de la ORGA a las
reglas de juego marcadas en la Constitución. Este proyecto, sin embargo, decayó
por la abierta hostilidad que le recetó el Partido Socialista, y el
escepticismo de muchos radicales.
Es el fracaso de este proyecto de estatuto el que mueve a los inquietos
nacionalistas del grupo de Pontevedra a defender la idea de que hace falta
crear un partido verdaderamente nacionalista que, al revés que el Partido
Nazonalista Repubricán, sea capaz de superar las estrechas fronteras de un
localismo como el de la formación orensana. A finales del mes de noviembre de
aquel primer año de República se crea un Comité Xeral do Partido Galeguista,
presidido por Pedro Basanta, en el que ocupa la secretaría Alexandre Bóveda.
Este comité convoca una asamblea de todas las organizaciones nacionalistas
gallegas para el 5 y 6 de diciembre. Esta asamblea, celebrada en Pontevedra,
será la séptima, y última, de las Irmandades da Fala, y la primera del Partido
Galeguista.
Quien esté pensando en un acto multitudinario, que se lo quite de la
cabeza. A aquella asamblea asistieron 80 personas, algunas de las cuales,
además, lo hacían a título meramente individual, esto es sin ostentar la
representación de grupo alguno. Había tres diputados nada más (Otero Pedrayo,
Castelao y Suárez Picallo), lo cual nos da una perfecta medida de que no era
aquél un movimiento de gusto para la ORGA.
La asamblea fue un éxito, porque logró arrancar de sus participantes la
demanda de la unidad y, consecuentemente, los colocó a todos bajo el paraguas
de la nueva formación. Sin embargo, el PG siempre tendría en este éxito su
principal problema, el problema sempiterno del nacionalismo gallego. Porque la
idea nacional de Galicia se mueve, históricamente, y esto afecta también en
buena parte al presente, entre dos alternativas, ninguna de las cuales termina
de ser buena. La primera alternativa es la de aquel PG, esto es, sustantivarse
en organizaciones que abarcan en su seno sensibilidades tan distintas (aquel
Partido Galeguista acumulaba desde tradicionalistas casi carlistas hasta
marxistas) que le resultará difícil pisar firme, dando la impresión de ser un
partido y varios a la vez. La otra opción del nacionalismo gallego es
fragmentarse en tantas piezas como sensibilidades, esto es reconocer sus
diferencias y, en reconociéndolas, debilitarse.
Buscaba el PG ser un partido de funcionamiento plenamente democrático
(bastante más que la ORGA, sin ir más lejos), conformado por grupos galeguistas
existentes en cada localidad, con al menos diez miembros. Estos grupos elegían
compromisarios que participarían en la Asamblea, que tenía la total soberanía
de definir la línea política (una previsión lógica en una formación que, como
decimos, albergaba tantas diferencias). Había un Consejo Ejecutivo formado por
15 personas. El semanario A Nosa Terra se convirtió en su órgano portavoz.
El crecimiento del PG fue espectacular. Pero tampoco nos llevemos a engaño:
fue espectacular, dentro de su modestia. Comenzó su andadura, en 1931, con unos
750 afiliados, y en 1936, cuando estalle la guerra civil, tenía casi 4.600.
El Partido Galeguista abogaba por la autodeterminación de Galicia dentro de
la forma republicana; no era, pues, una formación independentista. Solicitaba
la cooficialidad del gallego y del castellano y, muy específicamente, la total
cesión de las competencias para que Galicia se pudiese gobernar a sí misma en
materias pedagógicas. En materia financiera, y de una forma un tanto suicida en
mi opinión, abogaba por un sistema de concierto con el Estado. Y digo suicida
porque los conciertos suelen pedirlos las tierras ricas, no las tierras pobres.
En galleguismo obtuvo una decidida mejora de su apoyo social durante la
república. Los 53.000 votos redondos conseguidos en 1931 (y sólo en Orense y
Pontevedra) se convirtieron en 120.000 en las elecciones que ganaron las
derechas en 1933, y casi 290.000 en las del 36; aunque ya se sabe que esas
elecciones, muy notablemente su segunda vuelta, no son muy de fiar en el conteo
de sus votos; tanto, que a día de hoy, y me parece que ya para siempre, sus
resultados no son oficiales.
En Orense, la creciente popularidad de Calvo Sotelo y las formaciones de
derechas (junto con el aislacionismo tradicional de los nacionalistas) provocó
ciertas marchas atrás respecto de los resultados de 1931. En Lugo, el
nacionalismo permaneció como la última formación votada. Sin embargo, en La
Coruña y Pontevedra se produjo su gran evolución, ya que en 1936 fue la segunda
opción más votada en Coruña, y la primera en Pontevedra. Lo más importante es
que en estas provincias, ya en el 33, el nacionalismo logra superar al PSOE en las minorías y, consecuentemente, se convierte en una
fuerza de gran importancia para inclinar la balanza a favor de unos o de otros.
Como no podía ser de otra manera, la principal obsesión del PG será, desde
el principio, apañar un estatuto de autonomía para enviarlo a las Cortes. La
primera decisión del Consejo Ejecutivo nada más constituirse el partido es enviar
el proyecto de Estatuto surgido de la asamblea de La Coruña a las cuatro
diputaciones, buscando su consenso. El ayuntamiento de Santiago convoca el 27
de abril de 1932 una asamblea. Ésta se celebra el 3 de julio y aprueba un
anteproyecto, redactado por dos miembros de la ORGA, cuatro galleguistas y tres
nacionalistas históricos, que es sometido a información pública (4 de
septiembre). Como nota al margen, y para que se vea que no hay nada inventado,
el tema que más polémica suscita en este trámite de enmiendas es el de la
capitalidad de la comunidad, que unos quieren ver en Santiago, y otros en La
Coruña.
Finalmente, los días 17 al 19 de diciembre de aquel año de 1932, en
Santiago, se celebra la magna asamblea de municipios, que ha de elevar a
definitivo el proyecto. De los 319 municipios gallegos de entonces, asistieron
227. Se opusieron al proyecto 76 de ellos, correspondientes a 399.668
habitantes; mientras que lo votaron a favor 243 municipios en los que vivían
2.058.632 gallegos. De esta manera, con un 77,4% de los municipios
representativos del 84,7% de la población, se cumplían las previsiones
constitucionales para aprobar el proyecto, al que ya sólo le quedaba el trámite
de referendo.
Este último trámite, sin embargo, se reveló más complicado de lo
inicialmente previsto.
Se creó una Comisión de Propaganda del Estatuto, en la que participaban el
PG, el Partido Republicano Gallego (nuevo nombre de la ORGA), y Acción
Republicana. Sin embargo, de ese carrito tirarán sólo los galleguistas. La ORGA
y AR no se mostraban nada convencidas de la pertinencia de convocar el
referendo. Al proyecto de convocar el referendo ni siquiera le sirvió que al
frente del Ministerio del Interior fuese nombrado Santiago Casares, entre otras
cosas porque, como ya he escrito, en realidad el coruñés tenía escasísimas
veleidades autonomistas. El PG va perdiendo progresivamente la paciencia hasta
que, en mayo de 1933, realiza una interpelación en las Cortes por intermedio de
sus diputados. Esa presión acaba por torcer el brazo de Casares y de Azaña, y
el 27 de mayo de 1933 se publica el decreto que regula el referendo; decreto
que será casi violentamente criticado por los nacionalistas por su excesivo
intervencionismo cuando, venían a decir Castelao y sus compañeros, a vascos y
catalanes se les permitía convocar sus consultas como les apeteciera. En
realidad, el retraso parece ser que tenía que ver con que el gobierno de Madrid
no quería dar un paso en favor del referendo antes de las elecciones
municipales parciales de abril, en las que ya se dio la primera hostia, que
sería doble hostia en las generales de noviembre.
En el mes de julio, el Comité Central de la Autonomía, a pesar de sus
muchas reticencias hacia el decreto, hace de tripas corazón y, con la única
ausencia de los socialistas, aprueba la celebración de la consulta en
septiembre. Sin embargo, el hecho de que el PG es el único que realiza
propaganda (el único interesado, en realidad) y que se convocan las elecciones
de noviembre, deja esa convocatoria clasificada en el cubo de basura de la
Historia.
Producidas las elecciones del 33, ésas en las que inesperadamente las
izquierdas perdieron su república y que provocaron en Azaña, Martínez Barrio, Gordón y otros
políticos de la izquierda burguesa ideas que sólo con mucha imaginación y mucho
ron Pampero pueden calificarse de respetuosas con la democracia, el Comité
Central de la Autonomía gallega convocó asamblea en Santiago para el último
domingo de noviembre y el primero de diciembre. En dicha asamblea, a la vista
del menor apoyo recibido por las opciones galleguistas, y de la fragmentación y
divisiones internas del propio movimiento nacionalista, se decidió aplazar la
consulta sine die.
¿Divisiones? Pues sí. En los primeros meses de 1932, el movimiento
nacionalista nucleado por el PG había sufrido una escisión sin grandes
consecuencias, la de la Vangarda Nazonalista de Alfonso das Casas. Sin embargo,
conforme terminó aquel año y comenzó 1933, el sector más tradicionalista del
nacionalismo gallego comenzó a sentirse crecientemente malquisto con la
hostilidad hacia la Iglesia y las movidas obreristas. De hecho, la deriva que
tomaban las izquierdas de la República movía cada vez más a Vicente Risco y su
gente a abrazar el aislacionismo que les había caracterizado antes de la
República.
La asamblea del partido de 21 de octubre de 1933, en Santiago, es el teatro
en el que estas diferencias se hacen dramáticas. Con las elecciones de
noviembre justo delante, los tradicionalistas consiguen convencer al resto de
sus compañeros de que el nacionalismo debe presentarse solo a las elecciones.
Aquella idea fue letal para el Partido Galeguista que, simple y llanamente, lo
perdió todo, pues quedó sin representación parlamentaria.
El de 1934, como sabe todo el mundo, fue el peor año para el sentimiento
nacionalista o autonómico en mucho tiempo. Una persona de cierto poder político
y no muchas luces estratégicas, Lluis Companys, se dejó convencer por uno de
sus ministros, el filofascista Dencàs, de que la cosa estaba ya madurita para
que Cataluña se fuese por su parte. Así, coincidiendo con el golpe de Estado
revolucionario de las izquierdas, montó el pollo independentista, aunque en
cuanto salieron las tropas del general Batet a la calle, las ínfulas se fueron
al carajo. Companys terminó en la cárcel, Dencàs huyendo por las alcantarillas,
y la autonomía catalana, la única que había conseguido avanzar en realidad,
suspendida.
La suspensión de la autonomía catalana soltó todas las tripas que tenía que
soltar en la derecha gobernante que, si antes podía haber estado algo dispuesta
a hacer de bajo vientre corazón con una situación que no le gustaba nada, a
partir de ahora no se cortó un pelo. Esto tuvo una consecuencia obvia para el
nacionalismo gallego, puesto que pronto sus dirigentes se convencieron de algo
que, por otra parte, era una verdad absoluta: la única forma racional de
conseguir la autonomía gallega sería aliarse con las izquierdas.
Ya en la III asamblea del PG, celebrada en Orense en enero del 34, las gentes de Vicente Risco, el increíble hombre menguante del nacionalismo galaico, habían salido trasquiladas. La asamblea aprobó un mandato a los dirigentes del PG en el sentido de acercarse a cualesquiera fuerzas republicanas fuesen partidarias de la autonomía. Siguiendo este mandato, Castelao y Bóveda inician contactos con Izquierda Republicana, formación que, no se olvide, se había comido la ORGA de Casares Quiroga, que para entonces ya estaba a lo suyo, que era gobernar en Madrid, como finalmente conseguiría, con resultados más que cuestionables para España. Por su parte, Azaña tenía de autonomista lo que Tom Cruise de físico cuántico; pero también era un señor que se apuntaba a un bombardeo por conseguir el poder, bien fuera éste real o meramente indiciario; y, de hecho, cuando inició las negociaciones con el Castelao Team, ya estaba mascullando en su interior la idea, propia de gentes bipolares en proceso de profunda demencia senil política, de que si algún día montaba un Frente Popular con Largo Caballero lograría manipularle y llevarle a su huerto (algo que también creía Prieto; y es que la clase política de la República, qué nivel, Maribel). Como ya había hecho alguna que otra vez en su dilatada carrera política, Manuel Azaña estaba en ese punto en el que estaba dispuesto a firmar lo que fuese, declamar en los mítines lo que fuese, y defender cualesquiera ideas, con tal de recuperar sus expectativas racionales de tocar moqueta otra vez. En consecuencia, convertirse en un autonomista gallego convencido no le costó ni medio telediario.
Ya en la III asamblea del PG, celebrada en Orense en enero del 34, las gentes de Vicente Risco, el increíble hombre menguante del nacionalismo galaico, habían salido trasquiladas. La asamblea aprobó un mandato a los dirigentes del PG en el sentido de acercarse a cualesquiera fuerzas republicanas fuesen partidarias de la autonomía. Siguiendo este mandato, Castelao y Bóveda inician contactos con Izquierda Republicana, formación que, no se olvide, se había comido la ORGA de Casares Quiroga, que para entonces ya estaba a lo suyo, que era gobernar en Madrid, como finalmente conseguiría, con resultados más que cuestionables para España. Por su parte, Azaña tenía de autonomista lo que Tom Cruise de físico cuántico; pero también era un señor que se apuntaba a un bombardeo por conseguir el poder, bien fuera éste real o meramente indiciario; y, de hecho, cuando inició las negociaciones con el Castelao Team, ya estaba mascullando en su interior la idea, propia de gentes bipolares en proceso de profunda demencia senil política, de que si algún día montaba un Frente Popular con Largo Caballero lograría manipularle y llevarle a su huerto (algo que también creía Prieto; y es que la clase política de la República, qué nivel, Maribel). Como ya había hecho alguna que otra vez en su dilatada carrera política, Manuel Azaña estaba en ese punto en el que estaba dispuesto a firmar lo que fuese, declamar en los mítines lo que fuese, y defender cualesquiera ideas, con tal de recuperar sus expectativas racionales de tocar moqueta otra vez. En consecuencia, convertirse en un autonomista gallego convencido no le costó ni medio telediario.
Ambas fuerzas, PG e IR, llegan a una alianza táctica, motivo por el cual,
en abril de 1935, en la siguiente asamblea del PG, se monta la mundial. Sin
embargo, al discurso tradicionalista de Otero Pedrayo responden los asistentes
a la asamblea con notoria frialdad. Como consecuencia de estos hechos, José
Filgueira, a quien yo tuve la ocasión de conocer una tarde en Pontevedra en la
que trató de convencerme de la santiaguedad de los huesos que están enterrados en la catedral compostelana, se escindió
del PG y formó un grupo casi testimonial, la Dereita Galeguista de Pontevedra.
El Partido Galeguista, cada vez más implicado estratégicamente con IR,
obviamente sigue a esta formación cuando Azaña decide su integración en el
Frente Popular. Este gesto provocará la salida del partido de Vicente Risco,
fundando la Dereita Galeguista de Ourense, que no tuvo, como la otra, práctica
actividad.
Los galeguistas se encontrarán con que en el patio de Monipodio que fue la
elaboración de las listas del Frente Popular, nadie o casi nadie estaba
dispuesto a darles boleta (mucho menos Casares Quiroga, quien desde el principio
de estas notas está mirando por lo suyo, y ahí sigue). De hecho, a pesar de que
en las elecciones del 33 puede exhibir el PG cierto punch en La Coruña y Pontevedra, todo lo que
consiguen, y eso tras mucho vivaquear en las reuniones del Frente en Galicia,
es colocar cinco candidatos: Ramón Suárez Picallo y Antonio Villar Ponte en La
Coruña; Alexandre Bóveda, en Orense; Xerardo Álvarez Gallego en Lugo; y Alfonso
Rodríguez Castelao en Pontevedra. Saldrán elegidos los dos coruñeses y
Castelao, entre otras cosas porque en las votaciones hay mucho navajeo, y el
Frente Popular le hace la cama a Bóveda en Orense, de modo y forma que los
militantes del resto de formaciones del Frente no le votaron.
El Frente Popular, no obstante, honrará los compromisos que había adquirido
antes de las elecciones, y convocará referendo del Estatuto para el 28 de junio
de 1936.
En aquel referendo votó a favor del Estatuto el 73,96% del censo electoral.
Es una cifra impresionante que hace escribir párrafos cheos de orgullo a muchos historiadores gallegos. Sin
embargo, incluso Castelao, desde el balcón del exilio, viene a reconocer que
hubo, si no pucherazo, sí manipulación. Entendámonos. No cabe hablar de
pucherazo porque, según todas las trazas, el Estatuto tenía las de ganar en el
referendo. Sin embargo, lo que es más que probable es que, en una votación
limpia, no hubiese alcanzado, en una región tan dispersa como Galicia y con
elevadas cotas de abstención, el nivel de apoyo que le exigía la Constitución.
Evidentemente, ni el nacionalismo gallego, ni el Frente Popular, se podían
permitir que el Estatuto no saltase el listón. Así pues, lo saltó; sí, o sí.
Por decirlo mal y pronto, los diputados nacionalistas gallegos intentaron que,
en atención a las especiales características organolépticas de la nación
gallega, se permitiese la aprobación del Estatuto por mayoría absoluta, y no
los dos tercios que exigía el texto constitucional. Como quiera que la
propuesta no fue atendida por Madrid, el referendo se ganó con tres cuartos del
censo por el artículo 33.
Alfonso Rodríguez Castelao, que se reputa normalmente como el principal
candidato para ser presidente de la autonomía gallega, salvó su vida gracias al
Estatuto votado en el referendo de junio. El estallido de la guerra civil, en
lugar de pillarlo en Pontevedra, donde con casi total seguridad habría acabado
fusilado, le pilló en Madrid, encabezando una delegación de parlamentarios
gallegos que venía a presentar el texto a las Cortes. Un texto cuya piedra
filosofal era la cooficialidad del gallego y el castellano, que establecía un
sistema electoral proporcional que desentonaba con el resto de sistemas
existentes en la República, y que, por cierto, ya entonces se preocupaba de
hacer ese fistro jurídico de regular el derecho de voto de los gallegos de
cierta diáspora (y decimos cierta porque hay diásporas que no nos dan derecho de votar una mierda). Durante
la guerra civil, Castelao estará obsesionado con que se realice un acto
jurídico de recepción del Estatuto por las Cortes. Y lo consigue en la última
sesión del congreso celebrada en territorio español, en 1938; situación que
consideramos de legalidad, olvidando movidillas de quórum y tal. Con este
gesto, el pontevedrés consiguió situar el Estatuto gallego entre lo que la
Constitución de 1978 consideró nacionalidades históricas.
Supongo que no hace falta decir que, con la victoria de los nacionales, las
organizaciones nacionalistas fueron prohibidas, sus bienes incautados, y sus
dirigentes perseguidos. Los dirigentes del ala izquierda, como Bóveda o Víctor
Casas, fueron juzgados y fusilados. Los derechistas que, a pesar de serlo, no
se habían apartado del PG, fueron sujetos a variados tipos de ostracismo (entre
ellos, Otero Pedrayo). Y, por último, los nacionalistas más de derechas, como
Risco o Filgueira, no tuvieron sino que alinearse con el franquismo para pillar
cacho. Pero hay gente, como el alcalde de Santiago Anxel Casal, que experimenta
las repugnantes consecuencias que en la guerra civil tuvo eso que se llama
salir a pasear.
En el exilio, evidentemente, la principal figura será Castelao, quien con
los años será elevado al areópago de los intocables; y, la verdad, merece mucho
más ser intocable que otros que también lo son, como Companys.
Galicia, con el resto de España, acaba de entrar en eso que Celso Emilio
Ferreiro llamó la longa noite de pedra.
Ni siquiera ahora que, como toda España, el nacionalismo gallego tiene un
enemigo en su paisano el ferrolano Francisco Franco, logrará la unidad. En
realidad, la principal colonia gallega fuera de España, Buenos Aires, ya estaba
dividida en los años veinte, entre los emigrados independentistas y los más
afines a las fuerzas republicanas. La llegada de Castelao a la capital
argentina pareció limar estas asperezas y, de hecho, en 1942 se funda un grupo
en el exilio, la Irmandade Galega, que parece ser aglutinadora de tendencias
(además de editora de A Nosa Terra en el exilio). Sin embargo, los enfrentamientos nunca desaparecerán, muy
especialmente entre primeros emigrados, esto es gallegos establecidos en
Argentina antes de la guerra, y nuevos emigrados.
En 1944, el mismo año que se publica la primera edición de Sempre en Galiza, se crea un denominado Consello de Galiza, impulsado por Castelao y la
Irmandade Galega, preocupados por la influencia dentro de la emigración gallega
de posguerra de las fuerzas meramente republicanas. Era el momento en que todo
el movimiento republicano consideraba que la victoria de los aliados en la
guerra mundial supondría la expulsión de Franco, así pues había toneladas de
codazos debajo de la canasta con la intención de recoger el rebote. El Consello
de Galiza se apresuró a hacer pública una posición defendiendo la idea de que
la caída del dictador debería suponer la creación de una tercera república española
de carácter federal. Sin embargo, nunca tuvo la potestad real de decirse
representativo del exilio gallego. Sólo consiguió la adhesión de los tres
diputados galleguistas vivos (Castelao, Suárez Picallo y Alonso Ríos) y dos de
Izquierda Republicana (Elpidio Villaverde y Alfredo Somoza). Especialmente
intensa fue la hostilidad del PSOE, que no quiso saber nada de aquel
movimiento. Así las cosas, aquel movimiento se quedó en poco más que la gente
de Castelao. En México, 1945, y ello a pesar del decidido apoyo de los
nacionalistas vascos (no así de los catalanes), la idea de que las Cortes en el
exilio ratificasen el Estatuto gallego ni siquiera llegó a tener ni media
fuerza. Y, durante el gobierno Giral, a Castelao, que fue ministro, no le
vinieron a hacer, que se dice, ni puto caso.
En 1944 se había formado en Francia un Bloque Nacional Repubricán Galego,
de corte militar (de hecho tenía un «ejército») que no tuvo gran impacto. Como
no lo tuvo, tampoco, la Alianza Nazonal Galega creada en México.
A finales de los años cuarenta, y a pesar todas estas voluntaristas
iniciativas, el nacionalismo gallego se disolverá como un azucarillo. Las
razones, dos. En primer lugar, el progresivo enfriamiento del optimismo surgido
en 1946 sobre la posibilidad de que Franco fuese expulsado de El Pardo por una
pretendida coalición de países democráticos; y, en segundo, la muerte, en 1950,
del único factótum real que tenía el nacionalismo, es decir la persona de
Castelao.
Por lo que se refiere al interior, los restos del Partido Galeguista en
Galicia consiguieron crear, en 1944, una Junta Gallega de Alianza Democrática.
Sin embargo, algunos meses después sus principales hombres serán detenidos.
Este nacionalismo gallego de interior, además, sufrirá la misma suerte que
todos los grupos republicanos, con la excepción, tal vez, del comunismo. Me
refiero a las diferencias estratégicas y de criterio con los exiliados, esto es
el Consello de Galiza. ¿Cuál era el problema? Pues el común a todos los
nacionalismos.
Tras terminar la guerra civil y consolidarse el general Franco al frente
del Estado español, en lo que a las nacionalidades se refiere se produjeron dos
posiciones diferenciadas. Una era la que colocaba la reivindicación
nacionalista por encima de todo. Era la sostenida por los nacionalistas puros
que, en aras de aquella intransigencia, hicieron cosas que les abochornarían si
las recordasen (y es por eso que no las recuerdan), como no ir al famoso Contubernio de Munich porque «no se iba
a hablar de lo suyo». La otra era la posición que consideraba que lo que tenían
que hacer las fuerzas nacionalistas era integrarse en un frente antifranquista
totalmente representativo, sin entrar a discutir qué se les ofrecía en materia
de autonomía o independencia. Como se ve, es el mismo tipo de discrepancia que
sufrió el exilio republicano respecto del interior, cada vez más proclive a
pactar con cualquiera, incluso los monárquicos; mientras ellos, petados de
veteranos políticos de la República que no estaban dispuestos a hacer
componendas con los que entonces fueron sus enemigos, se aferraban la pureza
virginal de la forma republicana.
En 1945, los nacionalistas del interior habían formado una Unión Republicana
Gallega que se integró en la Alianza Nacional de Fuerzas Democráticas. Este
gesto nunca fue comprendido, ni perdonado, por los gallegos del exilio, cada
vez más desconectados de la realidad en sus salones bonaerenses donde hacían
sonar las gaitas y, entre eso y sus recuerdos de cómo era Galicia a principios
de los treinta, se decían que todavía sabían de qué pie cojeaba su país. El
Partido Galeguista, muy cercano a estos planteamientos maximalistas del
exiliado, de hecho queda prácticamente laminado en el interior desde finales de
los años cincuenta. El nacionalismo, a partir de 1950, volverá de hecho a la
filosofía de las Irmandades da Fala, convirtiéndose en un movimiento cultural,
del que es hito importantísimo la fundación, en dicho año, de la Editorial
Galaxia.
El nacionalismo gallego no saldrá de esta dinámica perversa de un interior
resignado y un exterior en su caverna hasta que caiga en manos de la generación
de posguerra, en su mayoría formada por personas antifranquistas desde la
izquierda. Los años sesenta, ya lo hemos contado en este blog, son los años en
los que el comunismo cambia de estrategia y se vuelve tercermundista, sobre
todo desde el momento en que Estados Unidos se implica en Viet Nam. La cosa es
que este viraje de la izquierda tiene como consecuencia ese fistro ideológico
consistente en que personas de corte marxista tomen la bandera de los derechos
de las nacionalidades (como digo, es una postura extraña si se piensa un poco,
ya que un obrero moldavo, con los escritos de Engels en la mano, debería ser
más solidario con un obrero asturiano que con un burgués moldavo); fistro que
de hoy, por multirrepetido, ya lo asumimos con toda naturalidad.
A finales de los cincuenta se forma en Galicia un Consello da Mocedade, en
el que confluyen, una vez más y como siempre, todas las tendencias del
nacionalismo gallego, desde las más conservadoras hasta los comunistas; aunque,
probablemente por primera vez, la mayoría de las personas de izquierdas es
bastante neta. Como siempre que se crean estos panachés galaicos, las
diferencias no tardarán en aflorar. El ala más radical, mayoritariamente
marxistas aunque también algunos galeguistas radicalizados, es expulsada del
Consello y funda, el 25 de julio de 1964, aprovechando la fiesta, la Unión do
Pobo Galego. Es la primera vez que en Galicia hay una formación marxista de
corte revolucionario, y además gallega. Empieza siendo un grupo que casi cabe
en un par de taxis, pero sin embargo es de gran importancia su creación porque
provoca la mutación del nacionalismo gallego, que a partir de entonces, y no
desde el tiempo de los suevos como a veces parece que pretenden algunos, será
básicamente de izquierdas.
La UPG, de hecho, aplica a Galicia el catón del análisis geopolítico del
marxismo-leninismo tuneado de los sesenta, sacado de algunas cosas que Lenin
dijo, sin mucho desarrollo ni convicción (más que nada, porque de sus
actuaciones pudieron sacar sus herederos la conclusión de que se podía hacer
exactamente lo contrario, como bien saben los bálticos). Dado que la gran
oportunidad de las izquierdas en ese momento es el proceso de descolonización
que se produce en todo el mundo, es entonces cuando la UPG desarrolla la imagen
de Galicia como una colonia de España que, consecuentemente, debe ser
descolonizada (teoría que tiene que ver con la Historia más o menos lo mismo
que los pensamientos de Belén Esteban con la filosofía de Wittgenstein). De su
praxis revolucionaria saca la UPG su coqueteo con el terrorismo a través de la
fundación de un brazo armado; pero el asesinato por la policía de Moncho
Reboiras, en 1975, cegará esa vía.
En 1963, por otra parte, medios nacionalistas de corte
socialdemócrata crearán en el Partido Socialista Galego, PSG, con la intención
de ser un poco el continuador de la línea del Partido Galeguista.
Así estaba el tema cuando el gallego que los tenía asoballados se murió.
Cuando llega la Transición, obviamente las fuerzas políticas gallegas se
centran en el tema de la autonomía. Eso sí, no lo hacen como en el País Vasco o
en Cataluña, y la razón fundamental para ello es que, para cuando llega la
democracia, y a despecho de experimentos que se producirán algunos años
después, la referencia histórica del nacionalismo gallego, el Partido
Galeguista, está laminada. Castelao, ya lo hemos dicho, murió en 1950, y esto
lo coloca en una evidente inferioridad de condiciones frente a Josep
Tarradellas o el ex peneuvista, ya batasunero, Telesforo Monzón. Galicia
prácticamente no tiene líderes históricos, y para uno que tiene, Ramón Piñeiro,
es persona que, por mor de la reclusión sufrida, se ha apuntado tiempo atrás al
movimiento gallego culturalista (mucho poema enxebre, mucho estudio
etnográfico, mucha gaita, y tal) y no quiere saber nada del movimiento político
propiamente hablando.
La falta de un claro referente nacionalista provocará, además, que muchos
gallegos, que por otra parte ya estaban bien predispuestos a ello, tiendan a
confundir galleguismo con nacionalismo. Los partidos tradicionales nacionales,
en Galicia, tienen un tono muy gallego que los convierte en una especie de
formaciones nacionalistas avant la lettre. El ejemplo más claro
de lo que decimos es Manuel Fraga, quien, además de ser un animal político,
trabajó durante toda su vida en democracia su imagen de gallego de pura cepa,
persona del pueblo que jugaba al dominó con sus paisanos en Perbes, que tendía
a mitigar las pretensiones nacionalistas de una sociedad, la gallega, que, la
verdad, nunca lo había sido en grado sumo.
En 1976, mes de mayo, se funda el Partido Popular Galego, PPG, fruto de la
unión entre algunos galleguistas de ideología cristiana y el grupo del mismo
corte que, a escala nacional, estaba montando Joaquín Ruíz Jiménez. El PPG pudo
ser el receptor de la antorcha del PG pero, sin embargo, a pesar de ser tan
pronto el gesto de su formación, para cuando la llevaron a cabo ya no quedaba
sitio en Galicia para más nacionalistas de derechas o centro-derecha, puesto
que la inmensa mayoría de ellos estaban enclavados en la UCD, que prometía algo
tan importante en política como tocar pelo de Poder; y Alianza Popular, donde
se producía el indudable atractivo de la personalidad de Fraga.
Por lo que se refiere a la izquierda, en el momento de morir Franco ni el
PSOE (bueno, los PSOEs, porque entonces había dos) ni el Partido Socialista
Popular de Enrique Tierno tienen implantación seria en la región. Ya en 1974,
durante las últimas boqueadas del dragón, se había fundado un Partido Galego
Social Demócrata, que no llega a gran cosa. Así las cosas, la fuerza
fundamental es el PSG, formación crecientemente escorada hacia la izquierda por
su líder Xosé Manuel Beiras.
A la izquierda de Beiras, sin embargo, había más. Estaba, para empezar, el
PCG-PCE, formación enormemente disciplinada y que contaba, además, con su
influencia en Comisiones Obreras, entonces el sindicato mejor implantado en
Galicia, de largo. Sin embargo, la actitud del PCE ante la cuestión nacional
gallega no estaba del todo clara. Entre universitarios y cuadros tenía cierta
implantación el Movimiento Comunista de Galicia, que apoyaba sin ambages las
reivindicaciones autonomistas. Otros partidos de izquierda de orientación
española, como la Organización Revolucionaria de los Trabajadores ORT, el
Partido de los Trabajadores de España PTE o la Liga Comunista Revolucionaria
LCR, tenían posiciones más tibias al respecto.
En el campo puramente nacionalista, el grupo más fuerte era la UPG, que
adopta rápidamente una estrategia de frente popular con la creación de la
Asociación Nacional Popular Galega (ANPG), que es un intento doble para, por un
lado, monopolizar el movimiento nacionalista; y, por otro, ganar la universidad,
lo cual, en un momento como la transición, en el que además la fuerza
universitaria estaba prácticamente concentrada en la ciudad de Santiago, tenía
una gran importancia. La UPG, sin embargo, fracasará tratando de aglutinar al
PSG en la ANPG.
Con todo, como siempre, hay que advertir al paciente lector de que no debe
dejarse arrastrar por la impresión de que, a base de tanto hablar del
nacionalismo, la vida política gallega estaba presidida por él. En realidad no
es así. La vida política gallega en el principio de la democracia está, first and foremost, presidida por lo que pasa en Madrid. A principios de
1975, cuando los comunistas impulsen la creación de la Junta Democrática, el
PCG creará la Xunta Democrática. Cuando el PSOE contraprograme creando la
Plataforma de Convergencia Democrática, creará, inmediatamente, la Plataforma
de Convergencia Democrática de Galicia. Cuando ambas se fundan en la
famosérrima Platajunta, la fusión se verificará en Galicia en la Táboa
Democrática de Galicia.
El nacionalismo gallego se dará cuenta pronto de que tiene que reaccionar a
la decisión de comunistas y socialistas de no forzar la ruptura con el proceso
de Transición, que ellos, sin embargo, siendo mayoritariamente marxistas, sí
que desean. En enero de 1976, la UPG impulsa la creación del Consello de Forzas
Políticas Galegas o CFPG, donde sí logrará meter al PSG (y el fantasmagórico
PGSD), y al que se unirán después el Partido Carlista y el Movemento Comunista
(como se ve, el nacionalismo gallego siempre ha tenido una gran afición por la
macedonia de frutas). Este Consello elabora un documento llamado Bases Constitucionais para a participación da Nación Galega nun Pacto
Federal, que con su mismo título lo deja ya todo claro. Sin embargo, el Consello
fracasará antes de terminar ese año, ante la tentativa de la UPG de alimentar
sus sindicatos nacionalistas de nueva creación con los militantes de CCOO que
también lo son del MCG. Asimismo, en octubre de ese mismo año, las tensiones
UPG-PSG fuerzan la creación de la Asamblea Popular Galega APG, que escinde con
ello la ANPG.
Ese patio de Monipodio político llegó en tal situación a las elecciones de
1977, en las que el llamado Bloque Nacional Popular Galego, resultado de la
fusión de la UPG y la ANPG, saca un 2% de los votos. El PSG, en solitario, saca
el 2,4%. El PPG y el PGSD, coligados, sacan 63 votos menos que el BNPG. UCD
saca 20 diputados, Alianza Popular 4, y el PSOE 3. El nacionalismo gallego, muy
especialmente el de corte rupturista, resulta, pues, laminado en las urnas.
Los resultados son especialmente dañinos para el PSG. A partir de los
mismos, el PSOE no cejará hasta conseguir que el partido siga los pasos del PSC
en Cataluña o el PSPV en la Comunidad Valenciana. Finalmente, consigue que un
grupo bastante numeroso de militantes se pase al denominado Partido Socialista
de Galicia-PSOE. Así pues, había que distinguir entre PSG y PSdeG, y ay de ti,
mamarracho, si no entendías la diferencia. En la UPG, algunos militantes de
corte algo más conservador también se escinden para fundar el Partido Obreiro
Galego.
Como consecuencia de todo esto, se puede decir, porque es la verdad, que la
autonomía gallega, para bien, y para mal, no es obra de los nacionalistas. El
ente preautonómico gallego, presidido, cómo no, por un médico (quien sea de
Santiago de toda la vida sabe de lo que hablo), el doctor Gerardo (mutado a
Xerardo) Fernández Albor, y el estatuto de 1980, se lo pastelean entre ellos
las tres formaciones que tienen representación en Galicia (como, por otra
parte, debe ser), y sobre todo dos de ellas.
Con la llegada de la preautonomía y la autonomía, el nacionalismo
rupturista sufre un obvio shock, porque se viene a demostrar que la mentada
estrategia no va a servir de gran cosa. Además, en un gesto en buena parte
increíble, resurge el Partido Galeguista. De la mano de algunos nacionalistas
históricos y con otros retales (políticos escocidos del PPG y PGSD, que se han
quedado sin plataforma) se refunda el PG de Castelao en noviembre de 1978. Esta
formación genera con el PSG y el POG la formación de una coalición, Unidade
Galega; nomenclatura que, como ya habréis concluido en estas notas, hablando de
Galicia y de nacionalistas, se acerca peligrosamente al oxímoron. En las
primeras elecciones municipales de la democracia, UG levanta en buena parte los
desastrosos resultados del 77, y se lleva algunas cosas de cierto fuste, como
la alcaldía de La Coruña para Domingo Merino (PSG). Las cosas van bien hasta
que, en 1982, se desintegra la UCD; proceso que, en Galicia, provoca
conversaciones entre algunos políticos venidos de esta formación y un sector
del PG, que forma finalmente con ellos Coalición Galega, generando una escisión
con el resto de la militancia del partido histórico que deja éste hecho unos
zorros. Antes de esto, en todo caso, veremos a la UPG y al BNPG atraer al PSG
para ir coligados a las primeras elecciones autonómicas, donde conseguirán tres
diputados que son expulsados de la Cámara autonómica por negarse a acatar la
Constitución. Este gesto, y el poco rédito político que supuso, mueve a la
mayoría de la UPG a pilotar la conversión del BNPG en el Bloque Nacional Galego
o BNG, bastante más moderado en sus apelaciones rupturistas.
En las autonómicas de 1984, CG obtiene un éxito bastante notable. Lo cual
será su perdición, porque les convertirá en bisagra. Por ello, la alternativa
de la Coalición es: o dejar a hacer a Alianza Popular, recia ganadora; o crear
una coalición, a la baleárica podríamos decir nosotros desde la experiencia del
futuro, con las fuerzas de izquierda. Esta disyuntiva quiebra la Coalición y
provoca que sus militantes más de izquierdas la abandonen y creen el Partido
Nacionalista Galego. Ambas formaciones encontrarán, ¡por fin!, su lugar bajo el
sol con la formación del gobierno González Laxe (PSOE), en el que participarán;
pero eso sólo servirá para dilatar un poco más su declive, puesto que en las
elecciones de 1988 se arrearán una hostia del cuarenta y siete, y no
sobrevivirán. Uno se disuelve en la práctica, y el otro, el PNG, acabará en el
BNG.
En la izquierda, el POG muta a Esquerda Galega, y acaba absorbiendo al PSG,
por lo que pasa a llamarse PSG-EG (no lo he escrito todavía en estas notas:
pero los no gallegos deben saber que todas las siglas políticas, sindicales y
tal en Galicia no se leen diciendo “ge” cuando hay una G; se lee “Ga”. Así
pues, esto se lee: “Pe ese ga e ga”. La segunda mitad de los ochenta y años
adyacentes verán una lucha entre el Pe Ese Ga E Ga y el Be Ene Ga por la
dominación de la izquierda nacionalista; competición que acabará ganando
claramente el BNG, mucho más implantado socialmente. El PSG-EG, a causa de
estos reveses, se refundará en Unidade Galega, formación que asimismo se
escindirá; una parte de sus militantes se irá a Izquierda Unida, y la otra al
Bloque.
Tras este conjunto de fenómenos, el BNG se convertirá en un experimento histórico
en la política gallega, pues conseguirá lo que, en el fondo, el nacionalismo
lleva pretendiendo desde siglo y medio atrás: superar sus diferencias. El BNG
que afronta la década de los noventa es una formación eclesial, ecuménica,
dentro de la cual, al servicio de la idea del nacionalismo gallego, conviven
liberales de izquierdas, marxistas de variada laya y socialdemócratas. Muy
inteligentemente, este BNG que surge de los primeros escarceos de la autonomía
gallega ha renunciado a la autodeterminación a corto plazo, lo que hace su
mensaje muy atractivo a capas de votantes gallegos poco amigas de
revolucionarismos y tal. En 1989, la prevalencia del BNG es un hecho, y cuatro
años después sus adversarios prácticamente desaparecen, hasta aceptar los hechos
en 1995 e integrarse en el propio Bloque. En 1996, el nacionalismo gallego
vuelve a enviar representación al Parlamento de Madrid, 60 años exactos después
de haberlo hecho la vez anterior.
Y aquí lo vamos a dejar, porque este blog habla de Historia. A juicio de su
amanuense, lo que pasó después, con el nuevo gobierno del PSOE en coalición con
el BNG, son hechos del presente. Mi opinión personal, por cosas que vi y
experimenté durante aquellos años, es que aquella coalición de gobierno era un
tanto contranatura, pues englobaba a dos formaciones que, en realidad, se
estaban disputando la hegemonía en la izquierda gallega. En aquellos tiempos,
cuando iba a Galicia en verano, me sorprendía mucho escuchar en la radio cuñas
publicitarias de la «vicepresidencia de la Xunta» en las que se animaba, por
ejemplo, a mujeres emprendedoras que buscasen ayudas, a informarse en «la web
de la Vicepresidencia de la Xunta de Galicia». Daba toda la sensación de que en
aquel gobierno mucha gente iba a lo suyo, y creo que eso se acabó pagando.
De la escisión sufrida por el Bloque, obviamente, sé menos aún, porque
pertenece todavía más al campo de lo que algún día será Historia, pero no lo
es. Si eso, quedamos aquí dentro de treinta años, y os lo cuento.
Enhorabuena, muy instructivo.
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