En los meses inmediatamente anteriores al 14 de abril de
1931, en el nacionalismo gallego se produce un cambio crucial, que es el desplazamiento de su centro de
gravedad. Mientras para el sentimiento nacional de Galicia fue de gran
importancia la figura del muy longevo Murguía, que recuérdese no sólo portaba
su prestigio personal sino el recuerdo de Rosalía, el eje Coruña-Santiago fue
el de mayor importancia para el desarrollo de lo gallego. Sin embargo, como
digo, durante los últimos años de la dictadura de Primo de Rivera, las cosas
cambian. La creación en Orense, alrededor de Vicente Risco y Ramón Otero Pedrayo, de un núcleo
galleguista tradicionalista, desplaza notablemente a muchos
galleguistas hacia el sur. Y más de lo mismo hacen las figuras de Alfonso R.
Castelao, Alexandre Bóveda y Valentín Paz Andrade, esta vez bordeando la costa
y en dirección a Pontevedra y Vigo. No ha de sorprender, por lo tanto, que en
las famosas elecciones municipales de la República sea en estas dos circunscripciones donde
el nacionalismo toca pelo (algo).
Quizá os estéis preguntando: pero, ¿por qué no contabilizar las actas de la
ORGA-FRG como nacionalistas gallegas? En la respuesta a esta pregunta está la parte
del león del problemático devenir del nacionalismo gallego durante los
convulsos tiempos de la República. Porque lo principal que se espera de una
formación nacionalista es que sea esto antes que otra cosa. Y cuando esto no ocurre es cuando se producen problemas como los que en parte, vive actualmente el socialismo parlamentario catalán, que se encuentra
dividido entre aquellos de sus militantes que consideran que el PSC debe ser
antes S que C, y los que consideran que debe ser C antes que S. El tipo de
dicotomía, por seguir con el ejemplo del mismo partido, al que le sometió
Felipe González cuando, en congreso célebre, lo invitó a ser socialista antes
que marxista (invitación, creo que es evidente, aceptada).
En las siglas de la ORGA, como de la FRG, antes que la G, viene
otra letra, que es la R. Y esto es así porque la ORGA era mucho, pero mucho,
más R (o sea, republicana) que G (otrosí, gallega); y en eso se basa, precisamente, su éxito en las elecciones; porque lo que muchos, por no decir todos, los conspicuos votantes de la ORGA en aquellas elecciones del 31 (mi abuelo, sin ir más lejos) siempre dijeron: «yo voté a la República»; yo, cuando menos, jamás escuché a ninguno de esos hombres decir: «yo voté nacionalista».
Supongo, o sé, que hacerse hoy en día una masturbatio historiográfica en las aulas de cualquier campus gallego, o en los anaqueles de las librerías, defendiendo el principio de que el éxito electoral de la ORGA era el éxito del nacionalismo gallego, como que mola mucho y, además, puede llevarle a uno a bañarse en subvenciones de variada laya. Pero, claro, defender ideas no las hace más ciertas, como bien sabe, porque lo sabe, otro ignaro gallego como Rouco Varela. El principio fundamental de la ORGA, y que además explica que fuese tan votada en una sociedad que hasta muy poco tiempo antes (menos de una generación, de largo) había mostrado tan escasa proclividad a la identidad nacional; el principio fundamental de la ORGA, decíamos, era la República española; fíjese que ni siquiera decimos la república federal española, porque las convicciones federalistas de los orgos (usado sea este neologismo sin intentar buscar identificación alguna con los relatos de Tolkien) eran más bien epidérmicas, si es que las había; y, de hecho, el líder indiscutible del grupo, el coruñés Santiago Casares Quiroga, no las tenía en grado alguno.
Supongo, o sé, que hacerse hoy en día una masturbatio historiográfica en las aulas de cualquier campus gallego, o en los anaqueles de las librerías, defendiendo el principio de que el éxito electoral de la ORGA era el éxito del nacionalismo gallego, como que mola mucho y, además, puede llevarle a uno a bañarse en subvenciones de variada laya. Pero, claro, defender ideas no las hace más ciertas, como bien sabe, porque lo sabe, otro ignaro gallego como Rouco Varela. El principio fundamental de la ORGA, y que además explica que fuese tan votada en una sociedad que hasta muy poco tiempo antes (menos de una generación, de largo) había mostrado tan escasa proclividad a la identidad nacional; el principio fundamental de la ORGA, decíamos, era la República española; fíjese que ni siquiera decimos la república federal española, porque las convicciones federalistas de los orgos (usado sea este neologismo sin intentar buscar identificación alguna con los relatos de Tolkien) eran más bien epidérmicas, si es que las había; y, de hecho, el líder indiscutible del grupo, el coruñés Santiago Casares Quiroga, no las tenía en grado alguno.
Santiago Casares Quiroga es personaje al que la Historia
no trata bien (al menos fuera de Galicia; lo mismo dentro es una especie de
Supermán autonomista, pues la subvención lo aguanta todo), aunque yo tengo por
mí que si en verdad existe otra vida y él está en algún lugar contemplando en qué términos se lo juzga, estará suspirando con alivio, dado que él sabe bien que las
cosas podrían ser bastante peores. Nunca se ha aclarado del todo su oscura participación en el levantamiento republicano de Jaca, que, según algunos protagonistas
directos (así, Salvador Sediles, en su fundamental y hoy ilocalizable Voy a contar la verdad), fue una especie
de cagada que él pudo muy bien evitar, sin que jamás diese explicación alguna
de por qué se tomó toda la noche antes de avisar a Galán de que no habría
levantamiento en Madrid, permitiendo la tragedia que le costaría la vida a éste
y a García Hernández. Más allá, como colaborador del montaje republicano él
siempre se movió en el terreno del orden público, así pues en modo alguno se lo
puede considerar ajeno a la redacción y aplicación de la protofascista Ley de
Defensa de la República, que transpira cagadas y meadas en los derechos
fundamentales de los ciudadanos a lo largo de todo su breve articulado. Suya es la
reacción inusitada de la República tras los sucesos en el entierro del alférez
Anastasio de los Reyes (más información aquí, y aquí), que no son ajenos a la deriva de las derechas al
golpismo (o sea: matan a uno de los míos impunemente, en su entierro grupos
incontrolados me tirotean, y la reacción del Ministerio del Interior es…
ilegalizar mis organizaciones) y son
las que colocan en la calle, vivito y trabajando, al teniente José Castillo, que
como poco debería haber estado suspendido de empleo y sueldo, acción
disciplinaria ésta que tal vez habría podido evitar que lo mataran,
cauterizando así el posterior asesinato de Calvo Sotelo. Last, but not least, en hechos que son bastante más conocidos, es
este gallego peripatético y medio tuberculoso, que saltó como un resorte en el
Congreso porque Calvo Sotelo lo llamó señorito
de La Coruña, el que llega a la presidencia del gobierno cuando bajo sus
pies se está montando la mundial, y no lo cree, o sí lo cree pero se dice tan
fuerte, tan sólido, tan capaz, que la conspiración no le da miedo. Zas, en toda
la boca, y 300.000 muertos, y 750.000 no nacidos, que se dice pronto.
El republicanismo gallego tuvo este problema: crecer con un
piernas al mando de acendrada mediocridad y sectarismo bien entrenado; y el
nacionalismo gallego, que es un subconjunto de esta realidad, sufrió las
consecuencias de ello, multiplicadas. En su un tanto truquero Sempre en Galiza, Castelao, en realidad, retrotrae los problemas
del nacionalismo gallego con Casares, o más bien al revés, al Pacto de San
Sebastián del verano de 1930, al que asistió el coruñés. En una versión que ha
tenido mucho éxito con el tiempo (porque ya hemos dicho que la historiografía
subvencionada o premiada con cátedras vitalicias tiene las córneas muy costumizables), se nos pinta a un Casares
heroico que, en llegando a San Sebastián y contemplando la ofensiva catalanista
en la reunión, se alza ante los de Barcelona al grito de «¡Y Galicia también!»;
ganando con ello para las verdes tierras del noroeste la calidad de
nacionalidad histórica. Pero Castelao, como decimos, es de otra opinión. Dice,
más bien, que la postura de Casares no se hizo con Cataluña, sino en
oposición a ella, «para dificultarles
también en su misión, y conformándose con
el sentir centralista de la mayoría» (itálicas mías). La intervención de
Casares, apostilla con muy mala leche el profesor pontevedrés, «sólo sirvió para
la igualdad de trato a propósito de la representación de ambos países en el
Gobierno provisional de la República; por eso, los catalanes contaron con un
ministro, y los gallegos con otro». Dicho sin retranca gallega: a Casares lo
que le interesaba no era presidir una República gallega, sino tocar pelo en
Madrid. Un point, c’est tout.
En realidad, Casares y la ORGA habían comenzado a trabajar desde antes en esta línea gallega, pero española, que tan poco le gustaba a Castelao (ojo:
tan poco le gustaba a toro pasado, que
don Alfonso también se llevaría lo suyo en una biografía bien hecha…) La ORGA se formó en 1929, y en su programa fundacional ya abogaba por
una Galicia «fuerte y poderosa, pero no hosca y erizada en frente de España».
Nació, pues, como la formación política conocedora del principio electoral
fundamental que opera en la sociedad española: para ganar, hay que centrarse.
El 26 de marzo de 1930, la ORGA convoca en Lestrove una
asamblea de todas las tendencias republicanas
gallegas. Al llamado acuden la propia ORGA, los radicales, los federales, los
radical-socialistas y personas independientes. El acuerdo final de la reunión,
conocido como Pacto de Lestrove, creó la Federación Republicana Gallega. El
Pacto de Lestrove, lejos de ser una reunión de las fuerzas gallegas en pro de
la región, es todo lo contrario: es el cheque en blanco que recibe la
organización matriz, la ORGA, y su ambiciosérrimo dirigente, Casares, para
realizar cualesquiera pactos sean necesarios con las organizaciones republicanas. Es con el mandato de
Lestrove que Casares acude a San Sebastián, y lo cumple a rajatabla. El
manifiesto final de Lestrove, ciertamente, asevera que «la República ha de ser
federal». Pero lo hace sin dejar de destacar que esta forma de Estado «adapta
el Estado a las peculiaridades regionales».
La FRG se presenta a las municipales de 1931 coligada con
los socialistas. El éxito de esta coalición fue muy importante, salvo en los
ayuntamientos de Lugo y Vigo, donde ganaron los monárquicos; en las zonas
rurales, la victoria fue también monárquica, fuertemente apoyada en las
estructuras caciquiles.
Los resultados de dichas elecciones, por provincias,
fueron como siguen:
- La Coruña: 2 concejales comunistas, 40 socialistas, 439 republicanos, 383 monárquicos, 166 otros, y 413 sin datos.
- Lugo: 19 socialistas, 349 republicanos, 540 monárquicos y 74 otros.
- Orense: 14 socialistas, 200 republicanos, 88 monárquicos, 648 otros, 800 sin datos.
- Pontevedra: 2 comunistas, 48 socialistas, 170 republicanos, 292 monárquicos, 141 otros, 322 sin datos.
La FRG ganó sin paliativos en La Coruña, con 31
concejales, completándose el consistorio con 2 republicanos independientes un
socialista y seis monárquicos. En Lugo, como hemos dicho, los monárquicos
consiguieron 21 concejales, frente a 3 republicanos y 4 socialistas. En Orense
salieron 6 republicanos, 4 socialistas y 13 independientes, la mayoría de
convicción republicana. En Pontevedra, los republicanos sacaron 7 concejales, 2
socialistas, 7 agrarios, 2 comunistas y 9 monárquicos.
El mismísimo 15 de abril de 1931, a pelo puta, los
tradicionalistas crean el Partido Nazonalista Repubricán de Ourense, que
propugna «la autonomía del Estado gallego bajo soberanía del Estado Español».
El 6 de mayo, por otra parte, el Partido Radical se segrega de la FRG, iniciando
una campaña contra la ORGA, que conseguirá que los federales y
radical-socialistas de Orense también abandonen el proyecto. La creciente distancia
entre el partido nacionalista republicano de Otero Pedrayo y el galleguismo
tibio de la ORGA acabará generando la creación, en diciembre de 1931, del
Partido Galeguista.
Estos conflictos, de los que volveremos a hablar, no son sino la
expresión de la debilísima coalición formada, en el seno de la FRG, entre
nacionalistas sinceros y republicanos gallegos, dos categorías políticas que el
tiempo y los intereses de cierta historiografía han acabado por fundir en las mentes de muchos, en beneficio del interés por construir, a los ojos del presente, un movimiento
nacionalista más sólido de lo que realmente era. El ejemplo más claro de cómo está de enmerdado este panorama
es la decisión tomada en mayo por la ORGA de convocar una Asamblea en La Coruña
para «discutir el Estatuto que ha de darse a Galicia en el marco de la
República Federal Española». El propio
detalle de convocar la movida en La Coruña ya es sintomático: es uno de los
puntos importantes de Galicia que más lejos está (desde muchos puntos de vista)
de Orense, stronghold del
nacionalismo tradicionalista. Pero es que, además, tres días después de hacer pública
la convocatoria, se reúne el comité ejecutivo de la FRG (que, no se olvide,
está dominado por republicanos), tras lo cual hace pública una nota en la que
invita a la ORGA a reflexionar «sobre la improcedencia de su actuación, en
cuanto ésta puede significar de desvío del Pacto de Lestrove». Los republicanos gallegos, pues, dejan bastante claro que ellos no fueron a Lestrove a firmar al pie de un papel que dijese que lo principal para ellos era la autonomía de la Galicia; que ellos, lo que querían, era trabajar para el advenimiento de la República Española; entre otras cosas porque, como ha ocurrido muchas veces en la Historia de España y de hecho ocurre hoy mismo entre muchos republicanos que lo son con la mera compañía de dos de pipas, muchas personas en la sociedad hispana, y galaica, le otorgaban a la República una calidad universalmente bonancible que, con su sola existencia, iba a resolver todos los problemas (así, de hecho, la votó mi abuelo; el mismo abuelo que, años más tarde, con las mismas ideas y las mismas intenciones, se estaba dejando los cuartos a base de comprar bonos de guerra de Hitler).
La asamblea, con
todo, se celebra en los primeros días de junio. Se presentaron cinco proyectos:
- Uno redactado por el Secretariado de Galicia en Madrid, institución en la participaban algunos galleguistas históricos como Rodrigo Sanz.
- Otro redactado por el Instituto de Estudios Gallegos de La Coruña, que contenía algunas medidas descentralizadoras.
- Otro del Seminario de Estudios Gallegos. Este texto era el más claramente nacionalista, pues en él habían intervenido Bóveda, Paz Andrade, Risco y otros. Basado en el principio de una República Federal, podríamos considerarlo algo así como, recordando el proceso catalán, el Estatuto de Nuria de los gallegos.
- Una ponencia de la ORGA.
- Una ponencia de la organización pontevedresa Labor Galeguista.
Las escasísimas proclividades nacionalistas de la ORGA,
dueña del machito por la fuerza de los votos y que según se me parece a mí defendía lo del Estatuto por mero cálculo electoral, se hacen evidentes en el dato de
que el borrador del Seminario de Estudios Gallegos ni siquiera fue considerado por la Asamblea. De hecho, ésta encargó
una ponencia totalmente dominada por la ORGA que redactó un proyecto que
desbastaba la autonomía gallega de cualquier veleidad federal.
En puridad, pues, no podemos decir otra cosa que, con la
llegada de la República, lo que emergió en Galicia fue el republicanismo, que aceptaba el autonomismo más por motivos
estratégicos que por otra cosa; mientras que el nacionalismo, considerado en su
pureza, no hizo sino ser tributario de la gran debilidad que mostraba su
implantación en la sociedad gallega.
Luego están los cuentos de Calleja que nos venden una
realidad virtual de todo esto; pero de esto, en casi todas las esquinas de la
República, hay más que de sobra.
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