El regionalismo gallego comienza su andadura seria en 1886, con la publicación de una obra seminal de Manuel Murguía: Los precursores. En esta obra, y en todas las elaboraciones de Murguía posteriores a esta fecha, ya no tenemos el provincialismo que exalta una Historia inventada, pero con un tono reivindicativo dentro de lo español. Encontramos, ya, el planteamiento de una nacionalidad propiamente gallega que busca diferenciarse de España.
La mutación del provincialismo gallego, sin embargo, no
dejará de ser problemática por la incapacidad que encontrarán sus impulsores de
aportarle un catón ideológico más o menos homogéneo. En efecto, al revés de lo
que ocurre con los nacionalismos vasco y catalán, que evolucionan en los
cincuenta años que van de 1880 a 1930 con presupuestos ideológicos bastante
monolíticos, el nacionalismo gallego refleja la misma variedad que el idioma en
que se asienta, y que se habla de formas muy diferentes a lo largo y ancho de
la región. El tronco progresista inicial quedará plasmado en aquellas posturas
más decididamente federalistas. Pero también habrá elaboraciones de lo gallego
desde posiciones más liberales clásicas y, sobre todo, un galleguismo muy
fuerte surgido desde el tradicionalismo carlista que, perdida su tercera
intentona a finales de siglo, se refugiará en la que fue su corriente principal
de nacimiento, los sentimientos regionales. Incluso, aunque no se pueda hablar
de una tendencia muy importante, hay galleguistas, como Rosalía, no demasiado
lejanos del socialismo utópico.
En 1890, bajo el paraguas de Murguía, que ya para entonces
es una especie de Buda del galleguismo de tendencias progresistas, se crea en
Santiago la Asociación Regionalista Gallega. La ARG tendrá terminales en
diversas ciudades gallegas pero, la verdad, su actividad no será gran cosa que
digamos. A pesar de ello, en las elecciones municipales de 1891 logrará
presentar una candidatura en Santiago, donde ganará dos concejalías (Salvador
Cabeza de León y José Tarrío). También vivió otro momento importante con
ocasión del traslado de los restos mortales de Rosalía desde Padrón hasta
Santiago. La razón de esta esclerosis es la tensión existente entre la línea
más oficial, de tendencias progresistas, y los elementos tradicionalistas que
se han integrado en la Asociación, y que son bien evidentes en la personalidad de los dos concejales del campo de estrellas.
En 1897, y aprovechando el traslado de Murguía a La
Coruña, se funda en la ciudad la Liga Gallega. Una vez más, el omnipresente
Murguía preside la Liga, que está formada casi en exclusiva por coruñeses. Al
año siguiente, en un gesto que es la mejor forma de expresar la división dentro
del galleguismo, el grupo compostelano formado por Cabeza de León y Alfredo
Brañas, ambos de corte crecientemente tradicionalista, fundan la Liga Gallega
de Santiago. Sin embargo, esta organización no se recuperará de la muerte de
Brañas, con mucho su elemento más conspicuo y creativo, que ocurre en 1900.
Hasta entrado el siglo XX, por lo tanto, el galleguismo no
pasará de ser una elaboración teórica que, al contrario de lo ocurrido en el
País Vasco y Cataluña, no ha conseguido atraer ni a la gran burguesía ni a la
Iglesia, elementos ambos de gran importancia a la hora de tener pasta para
hacer cosas, como bien saben: respecto de la primera, los catalanes; y respecto de la segunda, los vascos. Por lo demás, el galleguismo asiste, un tanto desanimado, al espectáculo por
el cual las clases medias, incluso urbanas, se mantienen alejados de él.
En 1907, y en buena parte azuzados por la experiencia
catalana, las fuerzas galleguistas, de corte netamente burgués todas ellas,
crean Solidaridad Gallega con la intención de dar la campanada en las
elecciones. La Solidaridad tendrá como caja de resonancia la primera de las publicaciones llamadas A Nosa Terra, en
este caso dirigida por Eugenio Carré. Sin embargo, el diagnóstico del párrafo
anterior se hará bien patente: contados los votos, la temible coalición
regionalista no ha sacado ni un diputado. La Solidaridad, muy escamada de sus
posibilidades reales de encontrar correligionarios en el que hasta entonces ha
sido su terreno natural, esto es las clases medias urbanas, deja de contemplar
a la población rural con esos ojos entre nostálgicos y superiores de quien se
dedica a leer los poemas de Rosalía o de Pondal sobre los pinos y los regatos pequenos en un sillón del Casino
de la calle Real de La Coruña, y comienza plantearse la posibilidad de
conseguir seriamente su expansión en esos viveros (nunca mejor dicho). Es éste el objetivo de las
Asambleas Agrarias de Monforte, más o menos contemporáneas del desastre
electoral de la Solidaridad. Este tipo de approach
dotará al galleguismo de algunos representantes especialmente valiosos,
como Rodrigo Sanz (notable dirigente galleguista agrarista que, sin embargo, cabe hacer notar que vivía en ese sitio que los catalanes llaman Madrit).
No será hasta 1916 cuando el nacionalismo gallego surja
como tal y, además, con ese nombre. Son las dos palabras que utiliza en un
folleto el farmacéutico y periodista Antonio Villar Ponte. El 5 de enero de
1916, Villar Ponte publica un folleto sobre el nacionalismo gallego, al tiempo
que inicia desde las páginas del periódico donde escribe, La Voz de Galicia, una especie de cruzada para la creación de sociedades
de amigos de la lengua gallega. Ante la excelente acogida que tienen sus
propuestas, Villar decide convocar, el 18 de mayo del mismo año, una reunión en
los locales de la Academia Gallega, que reúne a medio centenar de personas. Es
ahí donde se aprueba la creación de una Hirmandade
de Amigos da Fala. Diez días después, no podían ser menos los
compostelanos, se crea la Hirmandade de Santiago; aunque ésta, como ocurre
siempre, se caracterizará por una mayor tensión entre el galleguismo de
derechas y el de izquierdas.
Ese mismo verano se crearán brotherhoods en Monforte, Pontevedra, Orense, y Villalba. En estas
organizaciones es donde, por primera vez, se hace afirmación del principio de
que los gallegos han de hablar sólo gallego;
o, si se prefiere, el principio, que a finales del siglo XX tendrá enorme éxito
en los Estatutos de muchas comunidades autónomas, de la lengua propia.
Las Hirmandades da Fala fueron el auténtico bull’s eye del nacionalismo gallego. Con
ellas, los impulsores del nacionalismo comprendieron que la población gallega
no estaba para los ruidos que se escuchaban en las otras dos nacionalidades
llamadas históricas; pero que, al mismo, tiempo, el gallego siempre ha sido una
persona muy apegada a su tierra que, además, la aprecia y la quiere con
sinceridad. La tierra quiere decir las costumbres, las costumbres quiere decir
el pasado, y todo eso quiere decir el idioma. De esta manera, visto que
proponerle al gallego medio que vote para enviar diputados nacionalistas a las
Cortes no es algo que le atraiga demasiado, lo que le propone ahora es que
apoye unas organizaciones dedicadas, básicamente, a dar cursos de lengua y
cultura gallegas y organizar espectáculos de coros y danzas. Y lo que
consiguen, en efecto, es que la sociedad gallega acepte esta iniciativa con
simpatía y sin oposiciones.
En noviembre de 1916, ya bastante consolidadas las hirmandades, dan un paso más con la salida a la calle de un órgano oficial, que
también se llamará A Nosa Terra. A
través de este periódico, los diferentes teóricos del movimiento incidirán en
la demanda de que el movimiento cultural y folklórico se convierta en un
movimiento político. A pesar de estas ilusiones, las hirmandades deciden no
intentar presentar candidatos en las elecciones de 1917, conscientes de que no
tienen demasiadas posibilidades. Sin embargo, Luis Iglesias Roura, el director
de A Nosa Terra, consigue acta de
concejal por La Coruña gracias a un cameo en una lista no nacionalista.
En 1917, el nacionalismo gallego estrecha lazos con el
catalán. Se celebra en Barcelona una semana de la cultura gallega y Cambó y su team realizan dos viajes a Galicia. Cuando se convocan elecciones en febrero de 1918,
ambas formaciones deciden coligarse. El proyecto sale como el culo. Finalmente,
sólo se presentan tres candidaturas (Luis Porteiro en Celanova, Francisco
Vázquez Enríquez en Noia y Antonio Losada en A Estrada; Rodrigo Sanz, el
auténtico yes you can de aquella
campaña, ni siquiera consigue presentarse por Pontedeume); y los tres pierden.
En aquellas elecciones, por cierto, sale diputado por O Carballiño, en Orense,
un brillante joven jurista, que se presenta en las filas mauristas, llamado
José Calvo Sotelo. A nadie ha de extrañar el fracaso: el movimiento tiene
entonces, en toda Galicia, 700 afiliados.
¿Por qué la debacle de 1918? Pues hay varias razones que
se pueden explicar, factor común el hecho, triste para el actual nacionalismo
gallego y el manto de ensoñaciones con que vive su pasado, de que la sociedad
gallega, formada por personas que por lo común eran grandes amantes de su
tierra, de sus gentes y de su idioma, no estaba dispuesta a aceptar el
nacionalismo como ideología separadora de España. El segundo factor fue el
error que supuso la coalición con Cambó, porque a Cambó, en realidad, el desarrollo
del nacionalismo gallego no le importaba gran cosa; lo que quería era un
movimiento satélite que le pudiese aportar mayor fuerza en la Champions League
que quería jugar, que era el gobierno de Madrid. Y, como tercer factor a no
olvidar, hay que recordar que el nacionalismo gallego fue extraordinariamente
torpe a la hora de ganarse a la Iglesia para su causa (como sí hicieron los
vascos, y en buena parte los catalanes), con lo que consiguió que ésta
observase el galleguismo con creciente hostilidad, algo que para el
nacionalismo sería un problema prácticamente irresoluble durante mucho tiempo.
De esta manera, pues, el nacionalismo gallego consumió una especie de segunda etapa que le dejó escasos réditos, aunque sí, con evidente claridad, el dato de que debía ser a través del acercamiento cultural y etnográfico como podía aspirar a conseguir correligionarios suficientes como para ser algo. Por decirlo de alguna manera, el periodo que va entre 1880 y 1920 es un periodo en el que los nacionalistas gallegos tienden a olvidarse de la chorrada ésa de que los gallegos son celtas, una especie de irlandeses con geada, y empiezan a elaborar la idea, mucho más productiva, de que lo que son, es gallegos.
De esta manera, pues, el nacionalismo gallego consumió una especie de segunda etapa que le dejó escasos réditos, aunque sí, con evidente claridad, el dato de que debía ser a través del acercamiento cultural y etnográfico como podía aspirar a conseguir correligionarios suficientes como para ser algo. Por decirlo de alguna manera, el periodo que va entre 1880 y 1920 es un periodo en el que los nacionalistas gallegos tienden a olvidarse de la chorrada ésa de que los gallegos son celtas, una especie de irlandeses con geada, y empiezan a elaborar la idea, mucho más productiva, de que lo que son, es gallegos.
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