De esta serie se ha publicado ya un primer, segundo, tercer, cuarto, quinto, sexto, séptimo, octavo, noveno , décimo, décimo primer, décimo segundo, décimo tercer, décimo cuarto, décimo quinto y décimo sexto capítulo.
Resumen de lo publicado: Finalmente, abrumado por la tensión conjunta de hobbits y enanos, Sauron se aviene a negociar con los primeros de ellos sus condiciones de trabajo en las minas. Tras dos maratonianas sesiones negociadoras, alcanzan un acuerdo. Pero cuando los reyes enanos llegan a las minas a explicarle al resto de sus gentes el contenido de los pactos, éstos los mandan, elegantemente, a tomar Fanta.
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El martes 28 de mayo, el gobierno Pompidou, seriamente
presionado por las circunstancias, entrega una pieza mayor a los estudiantes.
Alain Peyrefitte, probablemente, sigue contando con la máxima confianza del
jefe del Ejecutivo; pero ambos saben que su caída es casi una conditio sine qua non para que las
circunstancias comiencen a cambiar para bien en Francia. Si alguien, en ese
momento, es la metáfora de la universidad vieja, ajada y clasista que ya no
puede volver, ése es el ministro. “Nada se podrá hacer en la universidad a
menos que regrese la calma, y yo espero que mi marcha ayude en este sentido”,
afirma esa mañana un dimisionario ministro con voz que pretende ser seca y segura.
Sin embargo, la dimisión de Peyrefitte no servirá para nada.
Son muchas las personas que se quejan de que las dimisiones de políticos y
responsables varios sean pocas y renuentes, pero eso, sin que deba ser
justificado, sí que puede ser explicado. Dimisiones políticas sólo las hay de
dos tipos: las que se producen demasiado pronto como para que la organización a
la que pertenece el dimisionario no se vea debilitada por el gesto; y las que
se producen demasiado tarde como para tener utilidad a la hora de apaciguar los
ánimos opositores. Por mucho que queramos imaginarnos lo contrario, no existe
la dimisión realizada en el momento adecuado y a plena satisfacción de las
partes.
El día antes, lunes 27, la UNEF ha convocado una
manifestación en París que ha comenzado a mostrar las difíciles relaciones
entre el movimiento obrero o sindical y el movimiento estudiantil. El Partido
Comunista, por ejemplo, ha desaconsejado la asistencia al evento, “para así no
dar espacio a ninguna provocación nueva que pueda obstaculizar el movimiento obrero”.
De hecho, la CGT, el sindicato más cercano a los comunistas, le “contraprograma”
a los estudiantes su manifestación con doce mítines sindicales en distintos
lugares de París, a la misma hora. Sin embargo, en el caso de la CFDT, el
sindicato decide finalmente acudir, exactamente que la Federación de la
Educación Nacional, y la Federación de la Industria Química de Force Ouvrière
(lo cual es todo un dato, puesto que FO es, por principio, contraria a toda
manifestación en la calle).
La manifestación parte a las cinco de la tarde, bajo la
lluvia, desde Port-Royal, marchando hacia su objetivo final: el estadio de
Charléty. Los dirigentes estudiantes comparten la cabeza de la manifestación
con Michel Rocard, secretario general del PSU (y que tendrá una larga carrera política en el Partido Socialista;
llegado a la poltrona ministerial en los años ochenta, a principios de los
noventa conseguirá ser jefe de Gobierno, así como secretario general de la
formación); Claude Bourdet, dirigente del PSU en París. Y, cómo no, la gran
vaca sagrada del PSU, y por lo tanto de la izquierda real francesa, en ese
momento: Pierre Mendes-France.
Viejo zorro de la política francesa (había presidido
brevemente el gobierno durante los años cincuenta, en el IV República), cualquier
persona que estudie su trayectoria política tras mayo de 1968 difícilmente se
hará una idea de la importancia que tenía su figura en los tiempos de los
enfrentamientos estudiantiles. En efecto, Mendes-France, tras mayo de 1968; en
realidad, casi tras el mitin del estadio de Charléty, pasó a no ser nada o casi
nada, en toda una metáfora del futuro que le esperaba a esa izquierda plural y
auténtica que representaban el PSU y otras formaciones parecidas. En las
legislativas de 1968 ni siquiera logró ser diputado y su siguiente decisión
política, que fue apoyar la candidatura presidencial de Gaston Deferre, le
granjeó menos del 5% de los votos (aunque, en 1981, apoyaría a un victorioso
Mitterrand). Pero como digo, todos estos datos, que no son gran cosa, no nos
dan una idea de cuál era el tipo de perfil político que tenía Mendes-France en
la primavera del 68. Era considerado un político limpio, eficaz y
verdaderamente de izquierdas; uno de ésos varones virtuosos de la buena
política, carente de todo matiz negativo, que de vez en cuanto aparecen en el
santoral político.
En la marcha de estudiantes y, mal que le pese a la CGT, no
pocos obreros, que salió aquel día 27 de mayo camino del estadio de Charléty
destacaban los retratos de Mao Tse Tung y Martin Luther King. Este dato nos
viene a demostrar, una vez más, lo extremadamente variopinta que era la
multitud que alimentaba la alternativa del 68. Y a todos ellos, sin embargo,
podría llegar a representar, de alguna forma, Pierre Mendes-France, cuya
aureola de sincero e incorruptible traspasaba las banderas rojas, las negras y
las incoloras. En cuanto a las fuerzas burguesas y conservadoras, aunque no le
olvidaban que hubiese presidido el Gobierno tras la derrota de Dien Bien Phu
para pactar con los indochinos, valoraban el hecho de que no fuese un hombre de
anarquía.
Tras una lentísima entrada, de más de 45 minutos, en un
estadio cuyas gradas ya estaban abarrotadas, y en medio de una tormenta
perfecta de banderas rojas y negras, Jacques Sauvageot abre el debate previsto
para el final de la manifestación. En referencia a las declaraciones del
Gobierno, comienza afirmando, irónico: “Parece que ha venido hoy mucha chusma”;
aunque, acto seguido, llama a la tranquilidad porque, dice, “aunque
consideramos la que la violencia puede ser justificable (sic), en este momento
no la consideramos útil”. Acto seguido, ataca al Gobierno por querer dividir a
los estudiantes y a los sindicatos, y afirma que el motivo del encuentro es
debatir, y que cada uno diga lo que tenga que decir. Muy en el estilo, pues, de
las asambleas estudiantiles de Nanterre. En eso, el movimiento del 68 siempre
se fue fiel a sí mismo.
Comienzan las intervenciones. Fredo Krummov, secretario
general de la federación textil de la CFDT, afirma que la convergencia
obrero-estudiantil debe estar por encima de las reivindicaciones materiales.
Maurice Labi, representante de la industria química de Force Ouvrière, afirma: “no
se negocia; se conquista”. Acto seguido, un representante del movimiento 22 de
Marzo afirma que hay que crear comités de barrio. El siguiente que habla, entre
aplausos que diríanse mandrilescos, es André Barjonet (había abandonado la CGT por los acuerdos de Grenelle, y abandonaría ese
mismo año el PC por su actitud ante la represión de la URSS a países satélites;
luego tuvo algunos cargos políticos y fue profesor de la Escuela de Altos Estudios
de Información). El personal orgasma cuando grita: “Se dice que podemos
hacer la revolución. Y yo os digo que, si he abandonado la CGT, es porque no
han sabido ver que estamos en una situación verdaderamente revolucionaria”.
Un representante de la FEN se marca un discurso
plúmbeo-revolucionario que enfría los ánimos un poco. Pero luego llega Alain
Geismar, que viene de dimitir como secretario general del SNE Sup, y realiza
propuestas concretas: doble poder en el seno de la empresa, y la preparación conjunta
por parte de obreros y estudiantes de l’evenement
du socialisme. Termina su vibrante parlada con una frase de Ernesto
Guevara: “El primer deber de un revolucionario es hacer la revolución”.
Un miembro de la CGT le responde a Barjonet que el lugar
para cercar a los burócratas del sindicato es el propio sindicato. Otro del
mismo sindicato propone poner en marcha en las factorías en huelga comités de
autogestión.
Muchas personas, en el micrófono y fuera de él, sugieren que
Mendes-France tome la palabra. Pero él se niega porque, dice, “éste es un acto
sindical, no político”. ¿Y los estudiantes?; bueno, no parece que le hayan
reprochado nunca el olvido. Mendes-France, que es tipo listo y tiene las suelas
de los zapatos manchadas con la caspa que desprenden las moquetas del poder, no
quiere intervenir porque se ha dado cuenta del tono abiertamente revolucionario
que ha tomado el mitin-debate de Charléty. Sabe que al Elíseo no se llega sólo
con el empuje de todos estos estudiantes y obreros. Como buen conocedor que es
de ese hecho histórico que moldea Francia desde su producción, la Revolución
Francesa, sabe que las masas revolucionarias son incapaces de elevar a nadie a los
altares de un poder duradero (a menos que, como Lenin, esté dispuesto a
masacrar, una vez que se haya llegado, incluso a los aliados de ayer). Y sabe,
por lo tanto, que el tipo de gentes cuya aquiescencia necesitará para llegar
algún día al poder ni están en ese estadio, ni le van a dar apoyo alguno como
se ocurra tomar la palabra y avivar la hoguera.
Finalmente, Sauvageot hace de resumidor: “No negociaremos
con el Gobierno, porque no es un interlocutor válido. Lo que hace falta es
reemplazarlo mediante un reagrupamiento de fuerzas dispuestas a llevar el
movimiento a sus consecuencias últimas, esto es la implantación del socialismo”.
Obsérvese, en las palabras de este líder estudiantil a quien
nadie conocía un año antes (y del que todos se habrán olvidado un año después)
cómo la entrada en juego de los sindicatos en Mayo del 68 tiñó este movimiento
de algo muy distinto de lo que fue en su inicio. Un anarquista que se precie de
serlo jamás aplaudirá a un orador que le está invitando a participar en “la
construcción del socialismo”. Para muestra, las acciones del anarquismo en el país
donde el anarquismo fue más lejos en la acción, o sea España, respecto de la “construcción
del socialismo”. En este punto reside, quizás, la gran contradicción intrínseca
del movimiento que comenzó el 22 de marzo oponiéndose a la intervención
estadounidense en Vietnam. Mayo del 68, siendo lo que había sido en sus
inicios, tenía poco recorrido; las gentes se habrían cansado de tirar cascotes
y recibir botes de humo y, además, la gran mayoría, si no todas, las
reivindicaciones que habían animado los inicios del movimiento, habían sido
aceptadas por el Gobierno. La alianza con los sindicatos era un paso, más que
lógico, necesario; pero, dando ese paso, era imposible no estrechar el camino
futuro del movimiento y convertirlo en un movimiento de oposición política.
Este viraje será tóxico para Mayo del 68. En una situación
en la que la percepción social es clara en el sentido de que el Estado es
incapaz de garantizar el orden (recordemos que Francia sigue en huelga; que ya
no hay gasolina en las gasolineras, que no se puede ni comprar el pan), el
mitin de Charléty, lo quisieran o no sus promotores, y es muy difícil de creer
que no lo quisieran, apareció como un órdago a la grande a la democracia
parlamentaria burguesa (sí, al parlamentarismo también; en todos los discursos
de Charléty, no hubo ni una referencia a ganar el poder por la vía de los votos).
Los primeros acojonados serán los comunistas. Por mucho que L’Huma pretenda enmascararlo con las
conocidas habilidades de conteo de manifestantes, a nadie se le escapa que la
movida de la UNEF ha sido todo un éxito de participación, y que, en comparación,
a los doce mitines de la CGT han ido Manolo y el de la guitarra (lo de Manolo,
nombre español, es, obviamente, una licencia poética; como todo el mundo sabe,
los setenta y ocho millones de estudiantes españoles que estaban en París aquel
27 de mayo de 1968, al caer la tarde, estaban en Charléty).
Para el Partido Comunista, ahora que se hace palmario que no
van a poder controlar el movimiento, ha llegado el momento de pararlo; de
ponerle un cortafuegos. Y es por eso que Waldeck Rochet se dirige a François
Mitterrand para establecer una reunión entre comunistas y socialistas de la
FGDS (Fédération de la Gauche
Démocratique et Socialiste) que sirva para establecer un programa mínimo
común.
El martes por la mañana, después de haberle contestado a
Rochet que sí, que mejor que se vean, Mitterrand da una rueda de prensa en el
Hotel Moderno de la plaza de la República. Cuando se sienta ante los periodistas,
Mitterrand no es, en modo alguno, un hombre feliz. Tiene el mismo problema que
los comunistas y por eso ha accedido a reunirse con ellos. Es evidente que, en
teoría, todo debilitamiento del Ejecutivo conservador le viene bien; pero eso
es así siempre que se trate de un debilitamiento en el que él ha participado de
alguna forma. Y no es el caso, porque su socialismo, digamos, oficialista, está
muy lejos del socialismo del PSU, y desde luego del de Mendes-France.
Es por eso que argumenta ante los periodistas que las
huelgas y las movidas estudiantiles son importantes, pero no esenciales; porque
no se puede puede olvidar a las dos organizaciones que han combatido en el
pasado preparando los tiempos que han venido. Desde el 3 de mayo, afirma, no
hay Estado en Francia, pero eso no quiere decir que no deba haberlo. Da por
seguro que el referéndum le dará la espalda a De Gaulle, por lo que la Asamblea
se deberá disolver y se deberá crear un gobierno de transición. Un gobierno
formado por diez miembros no escogidos por su ideología y el cual, regardez la gilipolluá, “si es
necesario, dirigiré yo”. Aunque, acto seguido la vaselina, puede haber otros
que quieran legítimamente ese puesto, “y estoy pensando en Pierre Mendes-France”
(caramelo envenenado: de esta manera, ante los votantes burgueses y amantes del
orden, Mitterrand está estableciendo una dicotomía entre él y Mendes-France que
le debería dar acceso a sus votos).
Y por si alguien tiene alguna duda de las intenciones “altruistas”
del viejo zorro socialista, apunta: claro que, también, va a quedar vacante la
presidencia de la República. “Y, en ese caso”, remacha, “yo soy candidato”
(segunda jugada, por si falla la primera: ahora trata de atraer a las izquierdas,
haciéndoles soñar con un ticket Mitterrand-Mendes, a la americana).
Como en el año 1968 todavía quedaban periodistas de verdad,
en el turno de preguntas hubo uno que le preguntó a Mitterrand, sin conseguir
que éste le respondiese, si su propuesta no significaba “cambiar un gobierno
que no ha tenido ninguna autoridad desde hace diez días por un gobierno que no
ha tenido ninguna autoridad desde hace diez años”.
En todo este movimiento, Mitterrand cree estar fuertemente
apoyado por el Partido Comunista, pero, cuando menos en parte, no es así. A los
comunistas hay una pieza del ajedrez mitterrandino que no les va nada:
Mendes-France. Lo temen como líder de un gobierno de concentración de
izquierdas (y quien no lo entienda, que se cuestione por qué el comunismo
español jamás suelta la cabeza de Izquierda Unida, que es una coalición) y
saben que, como miembro del PSU, está en la única formación política de
izquierdas que ha estado, incondicionalmente y desde el principio, a favor del
movimiento estudiantil (que sí, lector, que sí: la única…)
Los comunistas actúan en el terreno que mejor se les da: las
palabras. La demanda de un gobierno de unión democrática se convierte, pronto,
en un gobierno popular. Lo segundo es mover la calle: el 28, el Partido Comunista
convoca una manifestación para el 29, desde la Bastilla a Saint-Lazare. Irán
solos porque, aunque convocan a todos los sindicatos a una reunión
preparatoria, ninguno acude.
Los acontecimientos, sin embargo, van muy deprisa. A las 10
horas de la mañana del miércoles, camino del Elíseo se produce una aparatosa
procesión de tiburones (Citröen DS, el coche de los altos cargos). Se celebra
un consejo de ministros en un palacio presidencial cercado, más que protegido,
por la policía.
A las 11 horas y 24 minutos, dos tiburones negros salen del
Elíseo. En el primero de ellos van el general De Gaulle y su señora.
Oficialmente, De Gaulle ha partido a Colombey. Pero seis
horas después los teléfonos entre este pueblo y París arden. Son los
periodistas, que le cuentan a sus medios que Monsieur le Président no ha llegado, no está allí.
El Presidente de la República ha desaparecido.
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