Resumen de lo publicado: De un tiempo a esta parte, los hobbits andan revueltos por varias causas, entre las cuales cabe citar: lo poco que se folla en la Tierra Media; lo pequeñas que son sus casas; last but not least, lo rematadamente mal que se porta con ellos Sauron, el Señor Oscuro. La decisión de Sauron de entrar en guerra en Mordor contra unos chinorris inocentes sirve para aglutinar a los hobbits, normalmente propensos a abrazar ideologías de izquierdas con elevada desviación estándar; proceso en el que colabora, y mucho, la aparición de un líder, el mago Gandalf-Bendit, apodado El Rojo.
La Tierra Media vive en un equilibrio inestable hasta que Sauron, hasta los cojones de los hobbits en la misma proporción que los hobbits están hasta los cojones de él, decide mandarles unos nasgul para que les den una mano de hostias. En el Ateneo Estudiantil de Minas Tirith se celebra una Asamblea, donde hobbits, enanos, elfos y otros muchos (incluso los Rojirrim de la Unión Soviética de Pelennor envían delegados) deciden hacer la Revolución.
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El primer comunicado del movimiento 22 de marzo, tras la
asamblea del mismo día, suena raro, en algunas de sus esquinas, al lector
actual. Reacciona contra “la represión de la clase dominante a todos los
niveles”, lo cual no es mucha novedad. Sí lo es, sin embargo, que entre esos
elementos de represión, aquellos revolucionarios incluyesen “la integración de
la Seguridad Social”. Como quiera que aquellos jovenzanos son hoy provectos
jubilados, es probable que a día de hoy “la integración de la Seguridad Social”
haya pasado a parecerles una idea cojonuda. De hecho, absolutamente todos sus herederos ideológicos, sin faltar uno, saltan a la calle en todo Occidente a montar unos pollos de la hostia cada vez que alguien habla, aunque sea, de vender una máquina de escribir vieja propiedad de la Seguridad Social.
Otro detalle muy de aquellos tiempos, en esa nota que es una
especie de aluvión de ideas o carta revolucionaria a los Reyes Magos, que se
queja absolutamente de todo, es la referencia a la “automatización y
cibernetización [hoy diríamos informatización] de nuestra sociedad”. Tampoco
parece que los indignados de hoy en día estén muy por la labor de renunciar a
sus esmarfóns, tabletas, blaberris, aipás, y demás cacharras.
Los años sesenta, lo digo sobre todo para mis lectores más jóvenes, son tiempos de un moderno luddismo. El luddismo fue una práctica surgida sobre todo en Inglaterra a principios del siglo XIX; organizaciones obreras más o menos cohesionadas, ante las primeras automatizaciones producidas en la llamada Revolución Industrial, llamaban a los trabajadores a destruir esas máquinas, convencidos como estaban de que las hiladoras automáticas les dejarían en la calle. Como digo, en los años sesenta y siguientes (todavía en 1982, en su mítica gira Rock & Ríos, cantaba Migué: Ésta es la era de Mister Chip/microordenador de tu porvenir/que por lo pronto te quita el curro/además de ser tu ficha sin fin) se produce la misma tendencia, aunque esta vez en contra de los ordenadores. Era una creencia general, no sólo de la izquierda: al comediante orgánico Paco Martínez Soria, en una de sus películas, lo echan de su puesto de contable porque la empresa compra un ordenata que hace su trabajo [pequeño inciso: ninguna película, en mi opinión, expresa mejor ese choque de la modernidad en el caso de España que el film de Roberto Bodegas Los nuevos españoles; es un truño, pero no te la pierdas].
Así pues, la progresía de los sesenta, por mucho que le pueda extrañar a la progresía del fin de la Era Maya, estaba en contra de la informatización. La consideraba lo peor de lo peor y abrazaba, como sus tatarabuelos luddistas, la teoría (nunca suficientemente demostrada con modelos precisos) de que las máquinas colocarían masas de obreros en la puta calle (como veis, el mito de Terminator es bastante antiguo). En otras palabras, ellos, como sus antecesores, no tenían en cuenta los incrementos de productividad generados por la mecanización y, sobre todo, la aparición de nuevas labores, nuevos servicios, nuevas ofertas, inherentes a la utilización de la informática en la producción. Se equivocaron, claro (y rara vez lo reconocieron); pero quede aquí escrito, para las generaciones más jóvenes, el hoy increíble mensaje de que hubo un tiempo en la Historia del Mundo en la que ir de yo no uso calculadora, yo sumo por mí mismo, yo no uso ordenador, era estar a la última. Cómo ha cambiado el cuento, ¿eh?
Los años sesenta, lo digo sobre todo para mis lectores más jóvenes, son tiempos de un moderno luddismo. El luddismo fue una práctica surgida sobre todo en Inglaterra a principios del siglo XIX; organizaciones obreras más o menos cohesionadas, ante las primeras automatizaciones producidas en la llamada Revolución Industrial, llamaban a los trabajadores a destruir esas máquinas, convencidos como estaban de que las hiladoras automáticas les dejarían en la calle. Como digo, en los años sesenta y siguientes (todavía en 1982, en su mítica gira Rock & Ríos, cantaba Migué: Ésta es la era de Mister Chip/microordenador de tu porvenir/que por lo pronto te quita el curro/además de ser tu ficha sin fin) se produce la misma tendencia, aunque esta vez en contra de los ordenadores. Era una creencia general, no sólo de la izquierda: al comediante orgánico Paco Martínez Soria, en una de sus películas, lo echan de su puesto de contable porque la empresa compra un ordenata que hace su trabajo [pequeño inciso: ninguna película, en mi opinión, expresa mejor ese choque de la modernidad en el caso de España que el film de Roberto Bodegas Los nuevos españoles; es un truño, pero no te la pierdas].
Así pues, la progresía de los sesenta, por mucho que le pueda extrañar a la progresía del fin de la Era Maya, estaba en contra de la informatización. La consideraba lo peor de lo peor y abrazaba, como sus tatarabuelos luddistas, la teoría (nunca suficientemente demostrada con modelos precisos) de que las máquinas colocarían masas de obreros en la puta calle (como veis, el mito de Terminator es bastante antiguo). En otras palabras, ellos, como sus antecesores, no tenían en cuenta los incrementos de productividad generados por la mecanización y, sobre todo, la aparición de nuevas labores, nuevos servicios, nuevas ofertas, inherentes a la utilización de la informática en la producción. Se equivocaron, claro (y rara vez lo reconocieron); pero quede aquí escrito, para las generaciones más jóvenes, el hoy increíble mensaje de que hubo un tiempo en la Historia del Mundo en la que ir de yo no uso calculadora, yo sumo por mí mismo, yo no uso ordenador, era estar a la última. Cómo ha cambiado el cuento, ¿eh?
Sigamos. El proceso revolucionario está ya lanzado. El día 25, se celebra en
Nanterre una reunión de profesores de español, y los estudiantes penetran en la
sala conminándoles a firmar un documento de condena a la dictadura del general
Franco. Por supuesto, todo profesor que se niega a firmar es apelado por la
masa de fascista (pese a que así, en frío, lo fascista es, más bien, obligar a alguien a firmar un papel sí o sí).
Pronto se va a ver que la movida alcanza tal calibre que la
vida normal de la universidad es imposible. El rector de Nanterre, de hecho,
suspende los exámenes parciales (recordemos que estamos en marzo, à la coté del final de curso) de sicología, sociología y filosofía, ante la
imposibilidad de examinar adecuadamente a los alumnos. Esto es así porque la
teoría de los estudiantes liga las enseñanzas de la universidad a la dominación
burguesa sobre el proletariado (nos enseñan estas cosas para que estemos
calladitos, para que seamos epsilones huxleianos; aunque Brave new world es una novela escrita en 1931 y situada en el año 2540, es muy influyente en la juventud del momento), por lo que boicotear e impedir los exámenes
es una parte de la protesta. Precisamente por eso, las organizaciones
estudiantiles de derecha (ACED, Association Corporative des Étudiants en Droit;
y FNEF, Fédération Nationale des Étudiants en France) protestan por lo que
consideran “terrorismo de las organizaciones de extrema izquierda”. Pronto veremos que los estudiantes de derechas decidirán hacer algo más que protestar.
El día 26 de marzo por la tarde, Pierre Grappin, 53 años,
rector de Nanterre (conviene decir también que Grappin, notable germanista y autor de hecho de un diccionario francés-alemán conocido como Le Grappin, no era ningún facha: poseía la Croix du combattant volontaire de la Résistance, así como la Médaille des Évadés, creada a favor de los prisioneros de guerra evadidos; falleció en 1997), convoca una reunión del Consejo de la universidad para
estudiar posibles medidas ante el caos que se está formando. Pero no sale nada
en claro.
El jueves, o sea el 28, comienzan a verse las primeras
diferencias teorizantes que habían aflorado, tímidamente, durante la asamblea
del 22. La UJC(ml) (que, por cierto, será ilegalizada por el gobierno en junio de ese mismo año, tras la muerte de Gilles Tautin en la movida de la factoría Renault de Flins), a la que ya hemos saludado en estas notas y que acaba siendo
tomada al completo por los militantes prochinos (maoístas, diríamos hoy, que
China ha adoptado tantos rostros sin salir del comunismo), saca un manifiesto…
¡condenando la agitación estudiantil!
¿Se han vuelto amantes del orden los admiradores de ese
señor que en ese momento está matando, mayormente de hambre, a millones de administrados por no entender el
comunismo? Va a ser que no. Los prochinos, lo acabamos de decir, son maoístas.
Y su carácter de maoístas hace que otorguen a la clase proletaria, no a los estudiantes, el carácter de vanguardia
revolucionaria. Es un matiz importante. Importantísimo. Yo diría que un matiz
sin el cual Soixante Huit no se entiende pas. Entiéndase: no estoy diciendo que
M68 sea una movida maoísta; estoy diciendo que la impronta de los maoístas es
connatural a la evolución final de esta revolución, que busca, obtiene y,
finalmente, trata de llevar hasta sus últimas consecuencias, la alianza con las
fuerzas obreras.
El manifiesto de la UJCML dice: “los estudiantes no son la
fuerza que transformará la universidad. Mucho menos los trotskistas y
revisionistas [esto último va por los prosoviéticos, porque a los maoístas les
está permitido poner a parir a la URSS, pero no citarla] que trabajan en contra
de la lucha del proletariado, única fuerza social capaz de transformar la
universidad”.
Este texto, ya lo he dicho y lo repito, tiene su
importancia. El 28 de marzo de 1968, ya no se puede decir, en mi opinión, que
el movimiento de mayo sea la imaginativa protesta de un grupo de indignados
iconoclastas, prohibido prohibir y todas esas cosas de mayor o menor
inteligencia. Además de eso y, como
se demostrará con el tiempo, más que eso,
mayo del 68 son dos cosas: una, una revolución social de libro, que busca darle
la vuelta al sistema; y, dos, una competición entre diferentes fuerzas de
ultraizquierda para controlar dicho proceso.
A las cuatro de la tarde de ese día, se anuncia para las
seis una intervención del rector Grappin. Cuando el jefe de la universidad
baja, una multitud de estudiantes le está esperando. Y no se corta un pelo.
Pam: la situación impide dar clase adecuadamente. Pam: profesores y personal
administrativo están de acuerdo en esto. Pam: en consecuencia, les cours seront suspendus. Dos días,
nada más (viernes, y sábado; hubo un tiempo, querido joven lector, en el que se curraba los sábados por la mañana). Como advertencia. A las siete y media de ese día,
la universidad debe quedar vacía. Pocos minutos después, diez lecheras (ensaladeras, creo que le
llaman los franceses) de los CRS (los grises) se asientan en el campus.
Grappin ha tomado una medida quizá necesaria, pero torpe.
Por limitada. Las clases han quedado anuladas. Pero los estudiantes tienen
convocada para el 29 una jornada de discusiones y asambleas, que no reputan
afectada por la prohibición (en realidad, porque les da la gana entenderlo así;
porque Grappin ha sido bien claro al decirles que no deben pisar la universidad
en los dos días de cierre).
Esa misma tarde-noche, se produce en el Quartier Latin una
pequeña manifestación, unas mil personas, la primera de muchas, convocada por la UNEF (Union
Nationale des Étudiants de France, el mayor sindicato de estudiantes de
Francia. Tiene dos tendencias: los llamados minoritarios son, paradójicamente,
la mayoría, y son de extrema izquierda; los llamados mayoritarios son los
menos, y son mayormente apolíticos). Lo curioso de esta manifestación, teniendo
en cuenta el divorcio que pronto experimentará el comunismo francés oficial y
M68, es la elevadísima representación comunista en la misma: Paul Laurent (hombre de partido de toda la vida, de hecho
padre de Pierre Laurent, secretario nacional del PCF); Pierre Juquin (devoto PCF hasta el 87, que lo echaron, se
apunta a la movida de las coaliciones rojiverdes. Fue candidato a las
presidenciales en representación de un extraño gazpacho de trotskistas,
ecologistas y tal, y luego ha acabado cayendo en la órbita socialista, apoyando
a Laurent Fabius, pero no a Segolène Royal); Jacques Chambaz (aparachitnik del PCF durante mucho tiempo, especialmente
en los setenta y ochenta); Lucien Villa (que también tendría una carrera como diputado comunista), Raymond
Barbet (entonces alcalde de Nanterre y
diputado comunista, falleció en 1978) y Pierrette Petiot (de quien no se encuentra fácilmente
información, pero que entonces era alcalde de Villetaneuse, la villa donde
estaba previsto construir una facultad de Ciencias).
A la mañana siguiente, 29 de marzo, se produce una reunión
de unos 300 estudiantes en la residencia estudiantil. Reunión a la que, sin
embargo, la UEC (Union des Étudiants
Communistes; me resulta difícil localizar la afiliación de este grupo,
aunque lo reputo trotskista. En todo caso, quien quiera averiguarlo, siempre
puede ir a su web).
La UEC considera que la agitación de los días anteriores es una
irresponsabilidad, y así lo expresa. Poco a poco, sin embargo, las gentes se
van dispersando.
En realidad, no es que ya no pase nada. Es que el escenario
ha cambiado.
En la Sorbona, se produce el primer acto de ocupación
simbólica. Es sólo un salón de actos, l’amphi
Descartes, pero ya es algo. La reacción de la administración de la
universidad es inmediata: a pesar de que la acción no es gran cosa, la prohíbe formalmente, llama a la
policía, y los grises pueblan el campus. A eso de las ocho, llega a la vieja
universidad parisina una delegación de estudiantes nanterrinos, con Cohn-Bendit
al frente. Todos ellos penetran en el salón ocupado; es la primera vez que en
la Sorbona se ocupa una dependencia universitaria contra la expresa prohibición
de su rectorado.
La asamblea del Descartes está repleta de esa ilusión, entre
muy histórica, muy naïf y, por qué no decirlo, algo pollas, que tienen siempre
esas primeras asambleas enragées en
las que todo lo que está mal se va a cambiar; ese tipo de reuniones en plan “todo
Dios se ha equivocado hasta que hemos llegado nosotros, los listillos”. En
medio de un follón de mil demonios (la mayoría de los estudiantes no está sino
pendiente de que lleguen los flics a
echarlos a hostias de allí), diferentes ponentes, sobre todo extranjeros (allí
hay franceses, alemanes, belgas, holandeses, italianos... y, a juzgar por las
confesiones de más de un revolucionario de saloncillo con edad suficiente, no
menos de dos o tres millones de españoles), contando su movida. Todo es
revolución espontánea. Cada vez que surge algún malentendido o diferencia, se
acude con automatismo al asuntillo de Vietnam, y allí todos están de acuerdo. La
mayoría de los estudiantes abogan por “una universidad gestionada por los
estudiantes”. Son los tiempos, esos felices años sesenta de la antisiquiatría
(los manicomios los gestionan los locos) o de la inserción penitenciaria (los
presos gestionan las cárceles), de donde nos va a quedar, hasta el día de hoy,
ese espíritu de que, en el aula, alumno y maestro son personajes de la misma
alcurnia.
Sin embargo, el desacuerdo llegará.
Los estudiantes de la Sorbona propugnan la creación de un
MAU (Mouvement d’Action Universitaire) que centralice las movidas. A
Cohn-Bendit y sus chicos del M22 la cosa no les hace ni puta gracia. Ellos
quieren seguir pensando en la movida como un “frente revolucionario
universitario” capaz de decidir, en cada momento, qué hacer. Mucho más
anarquista que marxista en su corazón y en su cerebro, Cohn-Bendit recela de
los movimientos desde arriba. Pero, como decimos los gallegos, habelos, hainos.
El sábado, es decir al día siguiente, Grappin reúne de nuevo
a la asamblea profesoral de Nanterre, que decide poner una sala a disposición
de los estudiantes, cuyo uso será gestionado por una comisión. La preocupación
fundamental de la universidad en ese momento es poner los medios para que los
estudiantes puedan preparar los exámenes, y deciden hacerlo aceptando el derecho de los estudiantes a realizar debates políticos, pero de una forma encauzada y formal.
Otros indicios indican que, efectivamente, el, por así
llamarlo, poder constituido trata de realizar tímidos movimientos que le
permitan controlar la situación. El ministro de Educación, Alain Peyrefitte,
anuncia la creación de órganos específicos para mejorar la representación
estudiantil en la universidad, así como la aceleración de infraestructuras y
mejoras en los transportes.
Al día siguiente, domingo, L’Huma, vocero del Partido Comunista, publica una entrevista con
François Hilsum, secretario general del MJC (Mouvement de la Jeunesse Communiste,
de la cuerda oficial) (Hilsum, de hecho,
es miembro del Comité Central del PCF desde 1967; en los años ochenta, será
jefe de redacción del periódico que ahora lo entrevista, L'Humanité Dimanche).
Con ese sobramiento propio del comunismo oficial, que se
siente con derecho a ocupar el ámbito todo de la revolución, Hilsum coloca las
movidas nanterrinas al mismo nivel que los intentos de Georges Pompidou o
Valery Giscard d’Estaing para ganarse a la juventud: “especulando [al loro con
el verbo] con la legítima aspiración de los jóvenes a la justicia, con la
cólera sana que les toma cuando se enfrentan a las dificultades que les plantea
el sistema capitalista, pretenden ser los portavoces de las generaciones
jóvenes y de sus sentimientos revolucionarios. Son, simple y llanamente, la
falsa moneda de la revolución” (las cursivas son mías).
Con cosas así, publicadas negro sobre blanco a finales de
marzo, reputo bastante complicado considerar a Mayo del 68 como una revolución. La verdad es que fueron varias. Y no demasiado bien avenidas.
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