Tan sólo un día después del follón de la ordalía, un
dominico tenía que predicar en una iglesia por ser domingo de Ramos. Una
partida de compagnacci lo esperó en
la entrada, lo mandó para su casa y luego entró en la iglesia y dispersó a la
congregación. Luego se presentaron en el mismo San Marcos, en actitud violenta.
Savonarola, gritando “esta tempestad es por mi causa”, quiso salir a inmolarse,
pero no le dejaron. Él, por su parte, prohibió a sus monjes, que ya se estaban
armando, que se defendiesen. Los instó a recorrer el claustro, rezando y
cantando, en espera de su final. Luego se refugiaron en la iglesia.
El gobierno de la Signoria envió entonces un mensaje a San
Marcos, en el que conminaba al prior a abandonar Florencia en doce horas.
Mientras esto ocurría, Valori, el principal valedor político del savonarolismo,
era interceptado por partidarios mediceos, que lo asesinaron a
golpes en plena calle. En San Marcos, la multitud exterior prendió fuego a las
puertas del convento; diversas personas escalaron los muros, saltaron al
claustro, y entraron en la iglesia. O no eran gentes muy avezadas o los frailes
lo eran, porque lo cierto es que cuando los dominicos comenzaron a repartir
hostias como panes, los pusieron en fuga. Hubo un segundo ataque, de nuevo
resistido por los dominicos. Pero, finalmente, fueron detenidos, con su prior
al frente.
Durante la instrucción de la causa contra Savonarola, sus
acusadores tuvieron muy claro que el punto en el que debían incidir eran las
profecías del fraile. Necesitaban demostrar que se las había inventado para
poder ejecutarlo. Savonarola, por supuesto, lo negó todo, afirmando que era
Dios quien iluminaba sus anuncios. Pero, repetida y convenientemente pasado por
la túrmix de esas prácticas que, por lo visto, sólo practicaba la Inquisición
española; convenientemente torturado, digámoslo con claridad, acabó por ceder.
En la calle, el panorama era absolutamente dominado por los arrabbiati, dispuestos a quebrar a
Savonarola. Se creó una comisión de 16 examinadores del acusado, petada de sus
enemigos (entre otras cosas, porque muchos de sus amigos habían cumplido ya,
para entonces, el destino de Valori). Ciertamente, quien debía haberle juzgado
era el Consejo de los Diez, que le era proclive; pero fue disuelto antes de que
cumpliese su mandato.
Alejandro Borgia, por su parte, ejercitó su capacidad de
venganza. En realidad, la ciudad de Florencia comenzó el juicio antes de tener
autorización vaticana, lo cual era preceptivo cuando el acusado era un hombre
de Dios. Pero, en realidad, dio igual, porque pronto llegó a la ciudad la carta
del Papa en la que felicitaba a la Signoria por haber detenido “a ese hijo de
la iniquidad, Fra Hieronymo Savonarola, quien no sólo engañó a las gentes con
promesas vanas y pretenciosas, sino que se resistió a nuestras y vuestras
órdenes por la fuerza de las armas”. En la carta, el Papa autorizaba a que se le
investigase, “incluso mediando tortura” (toma ya humanismo cristiano
renacentista; de hecho, cualquier católico creyente tiene la obligación de
creer que, en esa carta, era el mismo Jesucristo quien estaba ordenando, a
través de su Vicario, que a un fraile se le quemasen los pies hasta dejarlos en
muñones sanguiñolientos), con la única condición de que dos clérigos fuesen
testigos de las sesiones.
Para colmo, en el mismo día de la ordalía, en París, Carlos
VIII se había dado un hostión contra el quicio de una puerta, que le había
causado la muerte.
Girolamo Savonarola fue sometido a tortura durante cuarenta
días. A los diez días, se obtuvo de él una confesión, que fue rápidamente
publicada. Pero estaba tan burdamente redactada, que el notario público la
rechazó. Luego siguieron treinta días en los que la soga se apretaba más y más
y, conforme sentía el dolor, el fraile dudaba cada vez más de sus propias convicciones.
Cuando las sesiones de tortura terminaron, el otrora prior
de San Marcos era un guiñapo que apenas hablaba. Para entonces, sus acusadores
tenían lo que querían: admitía ser un impostor, y haber hecho todo lo que había
hecho por ambición personal.
La confesión firmada por Savonarola, en la que todavía llegó
a protestar por frases no dichas que le habían interpolado, fue leída en el
Gran Consejo ante cinco monjes de San Marcos. La congregación le repudió, pero
escribió al Papa pidiéndole que le salvara la vida, eso sí enviándolo a tomar
por culo a cualquier esquina de la península.
Comenzó un segundo juicio, que se disolvió a los tres días
sin fallo alguno. Entonces comenzó un periodo de aproximadamente un mes, en el
que todos esperaron la llegada de los heraldos del Vaticano. Para entonces,
cesaron las palizas, pero Savonarola tenía que ser alimentado como un bebé.
Durante tan larga espera, deshecho física y moralmente, colocado frente a los
horrores que había confesado, Savonarola entró en algo parecido a la locura. En
las palabras y escritos de Savonarola, toda la Cristiandad se resumió en el
Salmo trigésimo (in Te, Domine, speravi, non confundar in aeternum),
que viene a ser algo así como el abandono total del creyente en las manos de Dios, y que repetía constantemente para tratar de apartar los fantasmas de la traición
que había cometido sobre sí mismo. Fra Girolamo deseaba la muerte.
Los heraldos de Roma llegaron el 19 de mayo. Eran el general
de los dominicos, Gioacchino Turriano, que venía de adorno; y un español, Francisco Romolino. Un
amigo, y un eterno odiador, de Savonarola. Las gentes, entrando ellos en la
ciudad, los rodearon, clamando por la muerte el fraile. Romolino sonreía,
asentía, y se daba golpecitos en el pecho, mientras decía: aquí traigo la
sentencia, así que nos preocupéis, que haremos una buena hoguera con él.
Romolino estaba allí para algo más que para clavar el último
clavo en el ataúd de Savonarola. Estaba allí para obtener confesión por su
parte sobre posibles compañeros de viaje en su impostura. El cardenal de
Nápoles, enemigo acérrimo de Romolino, por ejemplo. Savonarola lo negó todo; y
volvió al potro, donde la cuerda apretó, y apretó hasta que, sin poder más, el
fraile gritó: “¡Nápoles, Nápoles!” Al día siguiente, se retractó.
En el juicio propiamente dicho, Savonarola fue condenado
junto con Fra Domenico y Fra Silvestro. El último había abominado de su prior
bajo tortura. Pero Fra Domenico, por mucho que lo putearon, jamás cedió. Lo
cual nos da que pensar que tal vez no mentía cuando aseguraba que habría
superado la ordalía.
La sentencia fue la horca. Tras ser pronunciada, Savonarola
permaneció en silencio, Fra Silvestro protestó, y Fra Domenico, todo un Chuck
Norris de la Cristiandad, se levantó para solicitar si no podían cambiarla por
la hoguera.
Camino de la Piazza della Signoria, el día de la ejecución,
los niños golpeaban al fraile con palos, pero él, para desgracia del público
que lo esperaba, no se derrumbó. En el cadalso, se pronunció la sentencia
eclesiástica, que terminaba: “Yo te separo de la Iglesia militante y triunfante”.
Savonarola le contestó al prelado que la leía: “de la Iglesia militante. Lo
otro no está en tus manos”.
Cuando estaban poniéndole la soga en el cuello, alguien del
público, con notable mala baba, gritó: “¡Ahora es el momento de hacer un
milagro!” Nadie sabe si lo oyó, porque la trampilla cedió mientras estas
palabras se estaban pronunciando.
El recuerdo de Girolamo Savonarola pervivió durante años,
pero acabó por perecer. Hay quien dice que fue un exponente de la iglesia
medieval y que, consecuentemente, fue aplastado por los nuevos esquemas de la
Iglesia renacentista, que en los siguientes dos siglos se aplicaría a dejar las
burradas cometidas por el papado medieval en pequeños juegos de niños
creyentes.
En mi opinión, Savonarola fue algo mucho más universal. Fue
un revolucionario para quien la revolución reservó el destino más habitual en estos
casos, que es acabar devorado por el proceso que él mismo inició.
Girolamo Savonarola tenía que terminar en el cadalso porque
el proceso iniciado por él sólo podía terminar ahí. Terminó donde terminó
Robespierre y donde, en el fondo, terminaron Cronwell, o Lenin, o tantos otros.
La historia de Girolamo Savonarola, fascinante como pocas,
es, y por eso es por lo que yo la he escrito, un indicador perfecto de que los
procesos revolucionarios nacen siempre bajo justificaciones solidísimas,
generando una confianza milenarista y, después, cuando el revolucionario
adquiere la capacidad de aplicarlas hasta el fondo y con todas sus
consecuencias, la propia revolución le deja solo, busca sus caminos de
aquietamiento, muta en otra cosa, y destruye, sin pestañear, a aquél que la
creó. Sólo los procesos, como la Comuna de París o el periodo liberal
fernandino en España, donde hay un agente externo que interviene en el proceso
para detenerlo en seco, se apartan de este esquema.
El día que escriba, que espero sea pronto, todo este texto
en forma de ensayo completo para publicarlo como libro, lo reharé para
adaptarlo a esta estructura por etapas revolucionarias. Yerran quienes piensan
que esta historia les importa una mierda porque va de un tipo que sostenía
ideas hoy periclitadas. Mentira. El comunismo podrá morir, pero incluso ese día
el estudio de las dinámicas de la Revolución Rusa será fascinante.
Hablar de Savonarola, entender a Savonarola, es, en el
fondo, hablar y entender cosas que pasan hoy, que pasarán siempre. Porque
siempre nos quedará la duda de si los visionarios son grandes héroes o grandes
soplapollas. Como siempre nos quedará la duda de si los que los que acaban por
traicionarlos son unos grandes hijos de puta o, simplemente, nadan a favor de
las grandes corrientes de la Historia.
Requiescas in pace, Fra
Girolamo.
Gran historia.Increíble como los procesos (sobre todo las revoluciones) se repiten, como si siguiesen un guión que parece inevitable.
ResponderBorrarQuería darte las gracias por dedicar tu tiempo a compartir un tema fascinante como la historia y sobre todo esa forma de contarla.
Gracias.