Savonarola, entre debilitado por su martirio voluntario y sugestionado
por sus lecturas y reflexiones, comenzó a tener visiones que le decían que el
Azote que limpiaría la Iglesia estaba a punto de llegar. Otros padres tiene la medicina que sabrán contestar a este cuestión mejor que yo; pero, a mi modo de ver, todavía no está muy estudiado el punto de hasta qué ídem una persona autosugestionada (como claramente lo era Savonarola, tras sus apocalípticas lecturas) y sometida a un entorno físico de debilidad constante (pérdida de sangre causada por sus mortificaciones, unida a una alimentación voluntariamente pobre) pudo ser objeto de visiones más o menos alucinógenas.
Pronto compartió el fraile estas experiencias, entre filosóficas, místicas y paranormales, con un novicio suyo, Fra Silvestro Maruffi, que era sonámbulo. En realidad, muy sonámbulo: una noche había entrado en la habitación del prior y lo había desnudado, y en otra había echado polvo y ceniza en los labios de sus compañeros de dormitorio. Maruffi había terminado por ver esta especificidad suya, que hay que recordar en el siglo XV se explicaba malamente y mucho menos se veía como algo normal, como un signo de algo sobrenatural. Su lector, Fra Girolamo, alimentó esa visión y, asimismo, alimentó sus convicciones de que algo especial estaba a punto de ocurrir.
Pronto compartió el fraile estas experiencias, entre filosóficas, místicas y paranormales, con un novicio suyo, Fra Silvestro Maruffi, que era sonámbulo. En realidad, muy sonámbulo: una noche había entrado en la habitación del prior y lo había desnudado, y en otra había echado polvo y ceniza en los labios de sus compañeros de dormitorio. Maruffi había terminado por ver esta especificidad suya, que hay que recordar en el siglo XV se explicaba malamente y mucho menos se veía como algo normal, como un signo de algo sobrenatural. Su lector, Fra Girolamo, alimentó esa visión y, asimismo, alimentó sus convicciones de que algo especial estaba a punto de ocurrir.
En 1482, actuando como representante del convento de San
Marcos en un capítulo dominico, en Reggio Emilia, Savonarola despertó el
interés general por primera vez en su vida. En el curso de aquel encuentro le
tocó hablar, y su tema elegido (en realidad, ya rara vez disertaría sobre otra cosa) fue la corrupción en la Iglesia. Por primera
vez, miembros de su audiencia (si exceptuamos los soldados de la barca) se
sintieron cohibidos por sus palabras. Y entre ellos uno que la Historia haría
famoso: Giovanni Pico, conde de la Mirandola, por todo ello conocido como Pico
della Mirandola (aunque en esta España nuestra, que de toda la vida ha estudiado el Bachillerato más o menos de canto, no son pocos los examinandos que lo han llamado Pico de la Miérdola; hoy en día, el problema se ha solucionado, pues los alumnos bachilleres ni siquiera saben de su existencia).
Los dominicos, sin embargo, seguían sin creer en sus
capacidades como predicador y, por eso, acabaron destinándolo a púlpitos de
menor cuantía. Así, en 1484 y 1485, Savonarola predica en San Gimignano; algo así como en la segunda B de la palabra de Dios. Allí,
en un ambiente no muy exigente, es donde desarrolla las tres grandes
proposiciones de su retórica.
- Una, la Iglesia merece ser laminada.
- Dos, tras la laminación, será regenerada.
- Tres, eso va a pasar cagando leches.
Por supuesto, Savonarola se benefició de lo mismo de lo que
se benefician siempre todos los Rappel de la vida, es decir del hecho de que,
si uno hace predicciones razonablemente probables, alguna acaba cumpliéndose,
despertando la admiración de todos, y el olvido de todas las veces que tiró el
dardo y no encontró diana. Así, Savonarola predijo en San Gimignano la
destrucción de Brescia; profecía que se cumplió, ejem, 26 añitos después.
Conforme estas pequeñas predicciones y sus predicaciones
eran más escuchadas, más seguro estaba Fra Girolamo de estar contándole al
mundo la puta verdad jodida. Comenzó a moverse como Jesucristo (sólo que sin
apóstoles), de ciudad en ciudad, predicando. En 1489, sin embargo, su admirador
Pico della Mirandola consiguió que fuese llamado de nuevo a la metrópolis
pulpitera: Florencia.
Pico había llevado una existencia un tanto curiosa los
últimos años. Tras una juventud perfectible, en un episodio, la verdad, no muy
claro, se dejó llevar por la pasión de una mujer madura, y casada, y se escapó
con ella. Cuando el marido legal protestó, Pico devolvió a la dama sin
pestañear, en un gesto que fue el puro cachondeo de toda Florencia y le forzó a
abandonar casi toda vida pública por vergüenza. Se zambulló entonces en sus
estudios gnósticos y parió son famosas 900 tesis, que quiso discutir en Roma sin
conseguirlo y por lo que fue finalmente castigado por el Papa Inocencio VIII,
aunque de forma un tanto suave pues intervino en su favor Lorenzo de Medici. Pico se volvió
crecientemente devoto, y tomó como obligación vital la conversión de los
judíos; minoría, la hebrea, que habitualmente los no italianos solemos infravalorar en su importancia histórica para Italia. Pero, además, se volvió extremadamente crítico hacia los desórdenes del
clero, y muy especialmente la vida disoluta del Papa; proposición mental en la
que convergía con el propio Savonarola. Por eso, cuando recordó el sermón de
Reggio Emilia, le recomendó a Lorenzo el fichaje de aquel monje.
Fra Girolamo se puso en marcha hacia Florencia a pie, pero
se desmayó por el camino, a causa de la debilidad inducida por sus frecuentes
mortificaciones. Un tipo que pasaba por allí lo recogió y lo llevó a una
posada, donde lo recuperaron y trasladaron a las puertas de Florencia. Después,
volvió a San Marcos, donde se reencontró con Fra Silvestro, el sonámbulo, que
ya no era novicio sino su hermano.
Savonarola retomó la formación de los novicios y, teóricamente,
mantuvo su decisión de no predicar en Florencia. Pero sólo a medias. Los
domingos por la tarde, en medio de la enorme paz de ese patio de San Marcos en
el que todavía suspira el alma de Fra Angelico, Fra Girolamo impartía algo así
como una especie de Biblia-fórums, a los que eran admitidos civiles y militares;
pronto, el patio del convento comenzó a petarse. Y, cuando se quedó pequeño, le
empezaron a preguntar por qué no volvía al púlpito y a la grandeza de las
iglesias. Savo se dejó querer, pero al final cedió, porque tenía unas ganas de cojones de volver a darse baños de multitudes; y, además, tenía un Mensaje que transmitir. La primera vez que predicó en la iglesia de San Marcos, aquello
parecía la final de la Eurocopa; la iglesia, hasta las ternillas, y gente en la
calle, empujando para dentro. Para ese re-estreno, Savonarola escogió un pasaje
de la Apocalipsis, que le permitió desarrollar sus tres proposiciones. Hacía
calor en la iglesia atestada. Era el 1 de agosto de 1489.
Ya nada volvería a ser igual en la vida de Girolamo
Savonarola.
Por lo que sabemos de las crónicas de la época, Girolamo
Savonarola no sólo desarrolló una temática propia para sus sermones sino que,
finalmente, encontró una voz. Una voz que podríamos considerar minimalista. En
la retórica religiosa renacentista, era común convertir los speeches desde el púlpito en auténticas
lecciones de filosofía, acompañadas de floreados adornos prosódicos, con abundancia de preguntas retóricas (de ahí el
nombre) o postulación de problemas o dudas que el propio discursero acababa por
contestarse. Savonarola, en cambio, utilizaba un estilo directo, casi zafio.
Directamente al tema, sin adornos ni hostias, sin entonaciones teatrales, sin
conachadas. Vamos a la catástrofe, vamos de culo; Le hemos ofendido, y Él nos
lo va a hacer pagar.
En 1491, dos años después de comenzar su carrera de preacher exitoso, encontramos ya a
Savonarola más allá de los muros de San Marcos; se le han quedado pequeños.
Predica en el Duomo, y hay días que en la iglesia hay 10.000 personas
escuchándole. Rápidamente, se ganó fama, entre los envidiosos y enemigos, de
truquero, de fraile-farsante, de lanzador de maldiciones, como lo pudieran ser los muchos timadores que en aquel entonces acechaban en los cruces de caminos y en las esquinas de los mercados. Para contestar estas
acusaciones que querían ver en él a alguien de escasa cultura que engañaba al
personal, escribió y publicó varios opúsculos de contenido religioso, que
fueron agradablemente recibidos por la comunidad pensante y que leídos, hoy, apuntan claramente la idea de que Girolamo Savonarola no era ningún talibán radicalizado de ésos que se montan una Teología con dos de pipas.
Aun así, los críticos no dejaron de atacar aquella forma tan efectista de predicar (efectista, curiosamente, por su falta de efectos), y comenzaron a llamar a sus seguidores Piagnoni, algo así como lloriqueadores. Se lloraba mucho en los sermones de Fra Girolamo, cierto. Y eso era, en buena parte, por una razón: el, ejem, alto porcentaje de mujeres que había entre su audiencia.
En efecto, Savonarola era un predicador especialmente exitoso entre las féminas. En primer lugar, por su estilo; ya hemos dicho que el suyo era directo, del tipo al pan pan, y al vino vino, estudiado o desarrollado para llegar al intelecto de personas de escasa cultura; y las mujeres renacentistas no andaban sobradas de eso, pues la mayoría en aquella Toscana finisecular (del quince), apenas sabían leer.
Así pues, una de las novedades que introdujo Savonarola fue el creciente interés de las mujeres por escucharlo. No lo hacían, desde luego, porque aquel hombre les pareciese atractivo, que ya hemos dicho que era más bien retaco y ruraloide. A las mujeres les encantaban esos sermones porque, primero, y como ya hemos dicho, eran muy directos; y, segundo, atacaban todos los defectos que ellas veían en sus casas, y amargaban su vida de casadas: afición al alcohol, al juego, a las putas, impiedad, falta de respeto… Savonarola era un hombre que subía al púlpito para decirles a los hombres que no debían hacer todo aquello que en realidad hacían y que a ellas, como esposas suyas, las despreciaba. El hombre renacentista, dueño de su hogar, afilaba su lápiz en los matojos que le apetecía, era bebedor, jugador, se gastaba muchas veces sin tasa la dote de su mujer delante de sus narices mientras ella tenía que callar; y, si no callaba, le arreaba un estacazo en los riñones. Esa mujer cornuda y apaleada era la que llenaba el Duomo el día que hablaba Fra Girolamo. Otros oradores con mayor fama podían desarrollar largos periodos hermenéuticos con enorme elegancia; podrían citar a Cicerón, a Aristóteles, a los padres de la Iglesia, con notable elegancia y erudición. Pero todos esos jueguecitos, para la mujer toscana, eran polladas. Ahora tenían un predicador que le decía a sus maridos algo que ellas ya pensaban: que arderían por toda la eternidad si seguían follando y bebiendo como lo hacían. Y, por eso, aquel hombre era su Campeón.
De hecho, Savonarola definía la Fe como “un sueño de frailes y de mujeres”, como señalando que sólo esos seres eran lo suficientemente inocentes y limpios como para entenderla.
Aun así, los críticos no dejaron de atacar aquella forma tan efectista de predicar (efectista, curiosamente, por su falta de efectos), y comenzaron a llamar a sus seguidores Piagnoni, algo así como lloriqueadores. Se lloraba mucho en los sermones de Fra Girolamo, cierto. Y eso era, en buena parte, por una razón: el, ejem, alto porcentaje de mujeres que había entre su audiencia.
En efecto, Savonarola era un predicador especialmente exitoso entre las féminas. En primer lugar, por su estilo; ya hemos dicho que el suyo era directo, del tipo al pan pan, y al vino vino, estudiado o desarrollado para llegar al intelecto de personas de escasa cultura; y las mujeres renacentistas no andaban sobradas de eso, pues la mayoría en aquella Toscana finisecular (del quince), apenas sabían leer.
Así pues, una de las novedades que introdujo Savonarola fue el creciente interés de las mujeres por escucharlo. No lo hacían, desde luego, porque aquel hombre les pareciese atractivo, que ya hemos dicho que era más bien retaco y ruraloide. A las mujeres les encantaban esos sermones porque, primero, y como ya hemos dicho, eran muy directos; y, segundo, atacaban todos los defectos que ellas veían en sus casas, y amargaban su vida de casadas: afición al alcohol, al juego, a las putas, impiedad, falta de respeto… Savonarola era un hombre que subía al púlpito para decirles a los hombres que no debían hacer todo aquello que en realidad hacían y que a ellas, como esposas suyas, las despreciaba. El hombre renacentista, dueño de su hogar, afilaba su lápiz en los matojos que le apetecía, era bebedor, jugador, se gastaba muchas veces sin tasa la dote de su mujer delante de sus narices mientras ella tenía que callar; y, si no callaba, le arreaba un estacazo en los riñones. Esa mujer cornuda y apaleada era la que llenaba el Duomo el día que hablaba Fra Girolamo. Otros oradores con mayor fama podían desarrollar largos periodos hermenéuticos con enorme elegancia; podrían citar a Cicerón, a Aristóteles, a los padres de la Iglesia, con notable elegancia y erudición. Pero todos esos jueguecitos, para la mujer toscana, eran polladas. Ahora tenían un predicador que le decía a sus maridos algo que ellas ya pensaban: que arderían por toda la eternidad si seguían follando y bebiendo como lo hacían. Y, por eso, aquel hombre era su Campeón.
De hecho, Savonarola definía la Fe como “un sueño de frailes y de mujeres”, como señalando que sólo esos seres eran lo suficientemente inocentes y limpios como para entenderla.
Con todo, el verdadero core
capital de su predicación era la inmoralidad del clero, a la que
responsabilizaba de aquellos tiempos de relativismo y malas costumbres; de alguna manera, pues, sostenía que los civiles se entregaban a una vida disoluta como lógica consecuencia de ver a los hombres de Dios hacer lo mismo. Ellos,
que estaban destinados a ser el faro de la virtud del hombre común, lo
conducían en la dirección contraria; y el hombre común, en respuesta,
multiplicaba los latrocinios a los que era impelido. En esas circunstancias,
continuaba el curso argumental del predicador, ¿cómo no iba a haber gobiernos
venales, impíos, enemigos de la libertad, siempre con la bota puesta en el
cuello del pobre?
Ese viaje argumental casi imperceptible, desde la inmoralidad de un modesto fraile de la campiña italiana que entra un jueves por la tarde en una taberna a meterse vino hasta por las orejas hasta la calculada impiedad de un gobernante que explota a sus vasallos sabiendo que los mata de hambre, es la gran aportación de la retórica savonaroliana.
El éxito como predicador le hizo albergar la idea, que
probablemente ya le rondaba desde los lejanos años de adolescente lector
compulsivo de la Biblia, de ser una especie de líder religioso, de conductor de
una grey. Su imposición en tal sentido sobre los monjes de San Marcos no fue
fácil. El propio Silvestro Maruffi, el sonámbulo, le reputó de loco gilipollas
por pretenderlo. Silvestro, en realidad, estaba en desacuerdo con la estrategia
tomada por Savonarola, siempre hablando de visiones divinas durante las cuales
decía sentir como si la cruz y el Dulce Nombre de Jesús se imprimiesen en su
pecho; pero otro fraile de la comunidad, Fra Domenico da Pescia, ya decidido
partidario de Savonarola y sus visiones, le convenció; dinámica de la que salió
todo un tridente predicador.
Lentamente, las muchas burlas y acusaciones que recibía
Savonarola, en el sentido de ser un charlatán mistagogo, fueron aconsejándole
virar sus predicaciones hacia temas más tangibles. Como consecuencia, cada vez
ocuparon más tiempo en sus sermones las peroratas sobre política. Y, de forma
lógica, sus constantes críticas hacia los muchos impuestos que pagaban los
pobres mientras los ricos estaban exentos, lo convirtieron en el portavoz de
todos los que, en aquella Florencia mítica, militaban, por así decirlo, en el
partido anti-Medici.
Lorenzo el Magnífico estaba, en verdad, preocupado con la
forma en la que aquel enano le tenía revoloteado el gallinero. Pero no se
atrevía a hacer como su antepasado Cosimo, que había exiliado a un tal Fra
Bernardino por predicar en exceso contra la usura. Así que, como buen italiano
gobernante, esto es echando mano de su mitad mafiosa (“ten cerca a tus amigos,
pero más cerca aun a tus enemigos”), invitó a Savonarola a predicar en su
palacio.
En suma, Savonarola le dijo al dueño, más que gobernante, de Florencia, aquello de #nonosrepresentas. Su predicación se diseñó para cauterizarlo, para llamarlo al Lado Oscuro y, allí, ocultarlo a los ojos de las gentes que empezaban a valorarlo. Pero consiguió exactamente lo contrario.
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