El joven Tiberio, que como ya hemos leído no era hijo de
Augusto sino de Livia y su anterior marido, tuvo un primer matrimonio que,
según todos los indicios, fue una mezcla de matrimonio de conveniencia y por
amor. Es muy probable que el compromiso no fuese casualidad porque era muy
político: tomó la mano de Vipsania Agripina, hija de Marco Agripa (lo cual, por
cierto, la convertía en nieta de Cecilio Ático, quien ha pasado a la Historia
por ser el receptor de las cartas de Cicerón que se estudiaban en la escuela
pleistocénica). Marco Agripa era uno de los principales suportes del octavismo
y, por lo tanto, como digo aquel matrimonio debió de tener bastante de
político. Sin embargo, también debió de tener algo que ver con el amor, porque
Tiberio se enamoró de Vipsania perdidamente.
Aunque Livia no fuese la hija de
puta que pinta Graves, difícil es que no fuese una mujer de gran determinación;
y eso, probablemente, causó problemas a Tiberio, un joven más bien pusilánime. En
Vipsania, Tiberio encontró a la follamiga ideal y, por eso, para él fue una
enorme catástrofe personal que Octavio, dentro del proyecto decidido con su mujer
de legarle a su hijastro la alteza imperial, le obligase a divorciarse de ella
para casarlo con su propia hija, Julia. Marido y mujer ya habían tenido un
hijo, Druso; pero Vipsania estaba embarazada por segunda vez cuando el
emperador decretó su divorcio. Tiberio nunca se recuperó del golpe y nunca dejó
de querer a la que, probablemente, siempre consideró su mujer. Nos ha llegado
el relato de una vez que, por casualidad, se cruzaron en la calle, y el relato
nos dice que el rostro y la mirada de Tiberio dejaban tan poco espacio a la
interpretación, que Augusto tomó medidas severas para que jamás volviesen a
verse.
Julia, por su parte, era un putón verbenero. Un pendón
desorejado. Más ligera de cascos que el ganador del Grand National. La
entrepierna de la hija de Augusto parecía el intercambiador de Nuevos Ministerios
a las ocho de la mañana; y sus aficiones, probablemente, se vieron enervadas
tras casarla su padre con un tipo a quien ella le repugnaba, no porque fuese
fea ni cabrona, sino porque estaba enamorado de otra. Sabido es, además, que
las mujeres llevan pelín mal eso de que su churri tenga ojos para otros elementos
de la manada; y Tiberio tenía más que ojos. Para colmo, cuando Tiberio (o algún
otro colaborador) consiguió preñar a Julia, la hija de Augusto resultó ser
de caderas infinitesimales, y el niño la palmó; el detalle fue más que
suficiente para que el marido pasara a dirigirle apenas la palabra a su mujer.
Tal y como nos cuenta Veleyo Patérculo en términos que dejan
poco espacio para la interpretación, la
situación fue llegando, poco a poco, a un punto en el cual el emperador no
podía hacer oídos sordos. Ya hemos dicho que Octavio podía estar palote palote
de siete a cuatro, pero no por ello dejaba de cuidar del prestigio del Estado y
el qué dirán. Por eso mismo, no tuvo ningún reparo en meterle a su hija por el
culo un billete sólo de ida a la enana isla Pandataria, que viene a ser como
exiliar a alguien hoy en día a Perejil.
Según Tácito, la distancia de Vispania y el matrimonio
obligado con Julia fueron el motivo del autoexilio de Tiberio a la isla de
Rodas. Tiene sentido la cosa. La otra razón por la que Tiberio podría haberse
ido de Roma, que maneja Graves por ejemplo, es que sintiese que perdía el favor
de Octavio; pero esto no está demasiado claro. Más parece que Tiberio,
melancólico y amargado, se marchó a la isla griega porque estaba, cuarta
arriba, cuarta abajo, hasta los cojones de la pelea por la sucesión imperial.
Tiberio, sin embargo, hubo de ser llamado a Roma a la muerte
del Augusto, para ocupar su lugar. Hoy, muchos historiadores se inclinan a
considerar el reinado de Tiberio como un reinado básicamente positivo para los
romanos en general, aunque, en lo político (y esto es muy importante a la hora
de interpretar su figura histórica), también se caracterizó por una enorme
tensión política.
Pensemos: Julio fue, más que emperador, dictador, por la
fuerza de su espada, su inacabable inteligencia política, su enorme carisma y
el hecho, nada despreciable, de que en Roma hubo una guerra civil, y la ganó
él. La muerte de Julio dejó claro que en Roma seguían existiendo notables
tensiones prorrepublicanas y un clima de guerra civil en el que eso que en el
Renacimiento italiano se llamará los gonfalonieros
tenían una oportunidad; tal cosa era, en mi opinión, Marco Antonio. Octavio
acabó con todo eso y estabilizó la institución, con la notable ayuda de Marco
Agripa, entre otros. Pero su figura, indudablemente, era la de un vencedor que,
por la espada, se había llevado por delante a sus contrincantes.
Tiberio es, pues, el primer emperador que no hereda la
espada, sino la institución ganada con ello (el Imperio). Y, por eso mismo, es
el primer emperador que registrará tensiones con el Senado, o si se prefiere
con la oligarquía tradicionalmente gobernante. Tensiones que son lógicas: hasta
Julio, la oligarquía patricia y su cursus
honorum (por el cual, simple y llanamente, para ser alcalde, senador o ministro
había que demostrar antes que se era suficientemente rico para serlo, cosa que
prácticamente solo eran los patricios) lo domina todo, salvo algunas migajas entregadas:
el normalmente demagógico contrapoder de los tribunos de la plebe, y una
esquinita del Estado republicano confiada al ordo equester o nobleza menor.
Cuanto tienes el monopolio de un sector y éste es
liberalizado, sólo puedes ir para abajo: si tienes el 100% del mercado,
obviamente no puedes ganar más cuota; todo lo que te puede pasar es que tus
competidores se queden con parte de tu cruasán. El gran orden patricio romano
tenía el monopolio del poder republicano de
facto, y la existencia del emperador suponía una obvia reducción del mismo.
Mientras Roma se sacudió en el terremoto de las guerras civiles, optó por
permitir la solución del mando único; pero no eran pocos los que soñaban con
regresar a los good old days a las
primeras de cambio. Pero los emperadores, o sea Augusto, jugaron con magistral
arte político la carta amenazadora del caos. Octavio, literalmente, acojonó a
la sociedad romana con la ruptura de la normalidad que él les había
garantizado. En vibrante escena de la
novela de Graves, durante unos disturbios, una garrida Livia se asoma a una
ventana de palacio, se enfrenta con el populacho vociferante, y les reprocha
que pidan el regreso de la República pues la República, les escupe, es el caos.
Cuando Augusto murió, dejaba una línea trazada que era muy
difícil de quebrar. Pero eso no quiere decir, necesariamente, que el Senado le
otorgase a su sucesor una carta en blanco. Lejos de ello, el reinado de Tiberio
es, en buena parte, la historia de un rosario de encuentros y desencuentros
entre el emperador y su clase política. Problemática en la que la propaganda
jugó un papel importante; entre ella, la propaganda sexual.
Tiberio, ya lo hemos dicho, probablemente fue un emperador
no exento de eficiencia. Pero, al menos en mi opinión, era un tipo amargado,
extraordinariamente melancólico; es incluso probable que tras su divorcio de
Vipsania fuese víctima de una depresión que permanecería latente, apareciendo y
desapareciendo como un Guadiana, el resto de su vida. Esto es algo que
atestigua su propia actitud ante el poder, pues no hay que olvidar que, cuando
Tiberio se retira a Rodas, lo hace en medio de un enorme debate constitucional
sobre quién deberá suceder a Augusto a su muerte.
¿Por qué el problema? Pues porque Tiberio no era hijo de Augusto.
Era hijo de Tiberio Claudio Nerón y, por lo tanto, no pertenecía a la gens
Julia (para que nos entendamos: la familia real), sino a la Claudia (podríamos
decir: más o menos, un Marichalar). De hecho, Tiberio era un Claudio por
partida doble, ya que Livia Drusila, su madre, era hija de Apio Claudio
Pulcher. Por lo tanto, juntaba en sí las dos ramas de la gens Claudia, la
denominada rama de Nerón, y la de Pulcher. Sin embargo, en una concepción
hereditaria del imperio, tenían, para muchos, prevalencia los vástagos de la
gens Julia, la de Augusto; e incluso Agripa o su familia. De hecho, no es hasta
la muerte de sus nietos Cayo y Lucio que Augusto se decidió por adoptar al
hijastro que andaba en Rodas ajeno a todo.
Yo creo, contra la opinión de otros, que la marcha de
Tiberio a Rodas fue sincera. No fue un movimiento estratégico calculado por su
madre, como pretende Graves. Rodas fue un episodio de la ciclotimia pasota del
emperador, como lo sería, regresado a Roma, su decisión de dejar todo el poder
en manos de un parvenu, Elio Sejano, quien
crearía un régimen represivo de terror, no exento de tintes populistas, que
agostó Roma. Sejano cayó, según Graves, por una conspiración de Calígula. En
realidad, tengo yo por más probable que el instigador de dicha movida fuese su
socio conspirador en la novela, Macrón, jefe de los pretorianos y perro fiel
del propio Sejano. Sería lógico que Macrón, ante el deterioro físico de Tiberio
que hacía prever su muerte o su incapacidad, tuviese claro que Sejano no iba a
sobrevivir a la debilidad de su mentor, y decidiese adelantarse a los
acontecimientos liderando una reacción contra su jefe. Esto explicaría la
enorme crueldad de la represión macroniana que, según Tácito, empedró las
calles de Roma de cadáveres de todos los sexos y de todas las edades.
El periodo de Sejano, sin embargo, fue posible gracias a que
Tiberio se embutió en un segundo retiro, ya emperador, esta vez en la isla de
Capri. Tanto Tácito como Suetonio relatan en sus obras bacanales, perversiones
y parafilias sexuales sin cuento en aquella isla, con ejércitos de adolescentes
de ambos sexos prostituidos, obligados a triscar por los bosques como ninfas. Y
a un emperador Tiberio entregado a prácticas entre sádicas y exageradas, muy
centradas en la felación que, nos cuentan estos historiadores, incluso obligaba
a realizar a niños apenas destetados. Estos relatos son la base del mito de
Tiberio como un emperador especialmente pervertido en lo sexual, mito que
Robert Graves compró al 100% en su famosa novela.
Sin embargo, hay cosas aquí que opinar. En primer lugar, hay
historiadores de la época, como Dion Casio y los dos Plinios, que ni siquiera
citan estos hechos. A lo que hay que unir que Tácito odiaba a Tiberio, y más lo
odiaba aún Suetonio, que era, no lo olvidemos, republicano y miembro del ordo equester, esto es, antiimperial por
definición.
El de Suetonio, además, es un relato especialmente extraño,
pues él mismo reconoce que hasta el año 26 a.C., cuando se retira a Capri,
Tiberio vive en Roma desempeñándose como un emperador tan preocupado por el
déficit público que “cutre” es una palabra que se le puede aplicar bien sin
temor a exagerar; y, más aún, liderando diversas campañas para recuperar los
valores morales de la vieja sociedad romana. De repente, sin embargo, Suetonio
pasa a pintarlo en Capri enculando niños y desvirgando niñas, amén de entregado
a complejas prácticas de voyeurismo parafílico.
Además, ni un solo historiador refiere historias siquiera
parecidas del retiro anterior de Rodas; aunque justo es reconocer que Tácito
hace una referencia, genérica, a que allí se entregó a “desenfrenos secretos”.
Como siguiente elemento, cabe recordar que, como hemos dicho
antes, Tiberio “disfrutaba” de un cierto odio de las gens patricias, notables
impulsoras de no pocas de las obras históricas que nos han llegado. Y que, más
aún, como emperador persiguió a la familia de Germánico (especialmente a su
mujer, con la que llevó como el culo); y es precisamente este tronco genético
el que, a través de Cayo Calígula, Claudio y Nerón, acopiará los años de poder
subsiguientes a Tiberio; bien pudieron ceder a la tentación de hacer que la propaganda
lo denigrase.
Existe, no obstante, la posibilidad de que las cosas que se
cuentan sean ciertas, o medio ciertas. Un dato inquietante en Tácito y Suetonio
es que ambos señalen al unísono (de todas formas, se ha especulado con que
ambos utilizasen la misma fuente, hoy
desaparecida) que la degradación de Tiberio se intensificó tras la reacción y
ejecución de Sejano en Roma. Es posible, desde luego, que Tiberio, un hombre
sufriente y amargado, llegase a un punto, al conocer las tropelías y crueldades
cometidas en su nombre por su lugarteniente, que le impulsase a decretar una
represión tan sangrienta como la que ejercitó, tras la cual, literalmente, se
le habría ido la pinza.
También hay algunos testimonios que apuntan a la posibilidad de que la personalidad de Tiberio incluyese ciertos tonos sociopáticos, necesarios para la persona que se dedica a torturar a otros. Suetonio dejó escrito que Tiberio era zurdo y, en realidad, tenía tanta fuerza en la mano izquierda que, nos dice, era capaz de golpear en la cabeza a un niño e incluso a un adolescente y hacerle sangre. Este detalle, evidentemente, tiene que proceder de una anécdota real, quizá el castigo a un esclavo, y revela una evidente capacidad de dañar con absoluta falta de empatía.
No obstante lo dicho, son muchos los estudiosos que hoy ven
terreno más que sólido para sostener la idea de que la presunta fama de Tiberio
como follador compulsivo fue fabricada por la propaganda y es, en su práctica
totalidad, falsa.
Yo imagino, más bien, a un Tiberio que, a fuerza de sufrir
la soledad, acabó por buscarla. Se quedó solo cuando Vipsania salió de su vida.
Lo hizo para casarse con una mujer extraordinariamente ambiciosa que quería ser
emperatriz y que, al parecer, se pasaba el día reprochándole su carácter
pusilánime y tirándose a todo lo que se movía. Amedrentado y asqueado a partes
iguales, acabó solo. Permanentemente solo porque, aparte de Elio Sejano, la
Historia no registra la figura de ese amigo, o esa amante, en la cual descansar
el pecho las noches en que lo ves todo negro. Que en la larga vida de Tiberio,
debieron de ser muchas.
Si así fue su vida, triste sarcasmo es que la imagen que
haya quedado de él es la de un tipo de bacanal continua.
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