En la Historia de los países siempre hay jefes de gobierno buenos, malos y gilipollas. Lo deseable es que de los últimos haya pocos; incluso se podría pensar que la buena teoría de la democracia, ésa que parte de la base de que el pueblo nunca se equivoca, conduce a que no se pueda producir el caso de un jefe de gobierno gilipollas. Sin embargo, no es así y España, de hecho, tiene la desgracia de haber acumulado dos casi seguidos: Manuel Portela Valladares y Santiago Casares Quiroga. Ambos fueron primeros ministros nefastos para el país y para su evolución. Para mí, mucho más el primero que el segundo.
Manuel Portela era un mandado y un pusilánime. Un hombre que no carecía de ambición, pero sí carecía, sin embargo, de la capacidad y el empuje que, en los verdaderos hombres de Historia, acompaña a la ambición. Si Napoleón Bonaparte se hubiese limitado a ser ambicioso, probablemente no habría pasado de teniente y habría acabado guillotinado en cualquier plaza. Y eso hace la Historia con Portela: colocarlo tumbado con el cuello metido en un aplique de madera, sobre el que cayó la cuchilla de la realidad para aflorar su simple y pura cobardía, intolerable en un hombre que ha aceptado colocar sobre sus hombros la gobernación de un país.
Portela, como hemos dicho antes, montó todo el momio de las elecciones de febrero del 36 para aflorar en los votos a un nuevo partido centrista bisagra, necesario tanto para las izquierdas como para las derechas. Ni él ni el verdadero muñidor del proyecto, Alcalá-Zamora, esperaban una unión tan amplia de las izquierdas que, sumándose al hecho de que aquel proyecto político era una más de las entelequias de poder de aquella II República, surgida en cualquier charla de café entre tres o cuatro, vino a darle al primer ministro y sus adláteres un severo correctivo aquel domingo de carnaval de 1936.
Pero Portela hizo algunas cosas torpes más. Para empezar, desoyó los avisos que Azaña, si hemos de creerle en sus memorias, le hizo, en el sentido de que no había que prevenir el día de la votación, sino las horas subsiguientes. Es creíble esta confesión del político de la izquierda burguesa. Todo hace pensar que las izquierdas radicales, que siempre se han caracterizado por bordar el agit-prop mejor que nadie, tenían una estrategia montada, y la llevaron a cabo milimétricamente. Portela la vio pasar o, más bien, contempló cómo le pasaba por encima, y le aplastaba.
El día 15 de febrero, en una alocución radiada, el jefe de gobierno Portela advirtió que tenía movilizados 34.000 guardias civiles y 17.000 de asalto para garantizar una jornada electoral pacífica. Y eso es lo que tuvo. En España, hasta las cuatro de la tarde del día 16, se votó sin grandes problemas, y el país se aprestó a esperar el escrutinio, que se consideraba tardaría un par de días. Sin embargo, precisamente en el momento en que el gobierno, puesto que se ha dejado de votar, afloja la mano, comienzan los movimientos. En la tarde del domingo, a pesar de que es imposible conocer a ciencia cierta resultados definitivos, por Madrid se extiende el rumor de que han ganado las izquierdas, y en Barcelona que lo ha hecho ERC (tengo por mí, pero es sólo una opinión, que el segundo rumor está mucho más sólidamente asentado en la realidad que el primero). En la Puerta del Sol, de una forma más o menos espontánea, se van congregando grupos de personas que pregonan la victoria de las izquierdas en que las derechas no quieren creer.
A medianoche, el mando central de la Guardia Civil, que lleva 18 horas recibiendo un comunicado tras otro sin novedad, experimenta el primer sobresalto: en Oviedo, unas personas, al parecer mineros, han rodeado a Víctor Álvarez Ajutia, militante de Falange, y le han causado varias heridas de arma blanca de las que días después fallecerá. Como si fuese una consigna, la recepción de este radiograma parece marcar la pauta para una auténtica avalancha de comunicados que hablan de masas que salen a la calle a vitorear la victoria de la revolución. Pero no pasa nada, porque es un país libre. Esta afirmación sin embargo, comienza a hacerse ya muy matizable llegada la madrugada, cuando esos grupos de personas comienzan a marchar hacia las cárceles, con la intención de exigir la salida de los presos de la revolución de octubre. Antes que comience la mañana a amagar con el clareo, en Córdoba, Málaga, Sevilla, Huelva y Murcia están ardiendo iglesias.
En medio de la gestión de esos comunicados, compleja porque el grueso de las fuerzas se ha utilizado para las horas de votación y nadie había previsto la movida nocturna (nadie salvo Azaña, como digo, si le creemos), es cuando el inspector general de la Benemérita, general Pozas, recibe una llamada del general Francisco Franco, aún jefe de Estado Mayor, que ha sido recogida en varios libros de Historia. Aunque hay varias versiones de esa conversación, la sustancia está bastante clara. Franco llama a Pozas para hacerle partícipe de lo que ya sabe; Pozas le contesta que lo tiene todo controlado y Franco le contesta que no le cree, y le insinúa un movimiento coordinado de Guardia Civil y Ejército para tranquilizar las calles, que Pozas rechaza de plano.
A las tres de la mañana de ese mismo día 17, Gil Robles se desplaza en coche hasta el kilómetro cero, para entrevistarse con el jefe de gobierno en su despacho del ministerio de la Gobernación. Para entonces, Portela tiene ya noticias ciertas de conflictos en media España; conflictos, ojo, que incluyen asaltos a colegios electorales, que, que yo sepa, nunca hemos sabido muy bien cuántos fueron, de quién y con qué resultado, lo que contribuye a oscurecer aún más esas elecciones del 36 como episodio histórico.
Gil Robles le come la oreja a Portela con el asunto de los graves desórdenes que se están produciendo. En realidad, no sabemos muy bien si protesta por un resultado que comienza a sospechar contrario a las derechas, o sólo por la necesidad de apaciguar la calle; al fin y al cabo, la única versión meticulosa de esa entrevista es la del propio Gil Robles. Portela, sin embargo, hace lo que mejor se le da: dudar. Duda tanto que llama al presidente Alcalá-Zamora, quien se niega en redondo a declarar el estado de guerra, como reclama Gil Robles más que probablemente por inspiración de Franco, aunque sí el de alarma. Que Franco está detrás de la propuesta de Gil Robles nos lo demuestra el hecho de que, a esa misma hora, el general está hablando con el general Molero, ministro de la Guerra, a quien convence de que proponga la declaración del estado de guerra al consejo de ministros.
Ya de mañana, en Madrid varios desfiles de socialistas y comunistas confluyen para ir a la cárcel celular, a sacar a los presos. Al llegar, increpan e insultan a los guardias que vigilan el recinto, y cargan contra ellos. Los polis sacan las pipas. Un muerto y varios heridos.
Largo Caballero, que no anda lejos, se indigna, toma un coche y se va a la Puerta del Sol a echarle la bronca a Portela. Encuentra al jefe de gobierno pálido, ojeroso, derrotado y temblón. Leoncio el León no anda por ningún lado, pero Tristón está allí mismo, sentado en la silla del jefe de Gobierno. En apenas unas horas, Portela, Portela el gilipollas, ha descubierto que eso de ser jefe de gobierno no es para él; que todo lo que desea respecto de los disturbios que se multiplican por todo el país es alejar su culo de ellos, y le dice a Largo: «Yo no puedo hacer más que entregarle ahora mismo el poder». Como si el poder de administrar y regir la vida de los españoles fuese algo que pudiese entregarse al primero que entrase por la puerta diciendo haber ganado unas elecciones sobre las que no hay datos ciertos, sino gentes desfilando en las calles porque dicen que las han ganado. Es difícil pensar en un ejemplo peor de irresponsabilidad por parte de un alto representante público.
Una de las cosas que le dice Largo a Portela, y que éste cree (lógico: para hacer cualquier otra cosa hay que tener criterio, y eso es algo de lo que el buen señor carecía) es que el muerto y los heridos de la celular lo han sido por disparos de «fascistas». Ciertamente, a esas horas por Madrid todo el mundo se hace lenguas con que los disparos han sido realizados por falangistas, cosa que no es cierta. En todo caso, Portela llama a Primo de Rivera y lo cita en su despacho inmediatamente. José Antonio está probablemente (en mi estado de conocimientos no lo puedo aseverar, pero es lo más lógico; aunque también podría estar en el domicilioi familiar de Génova) en la sede de Marqués de Riscal, y desde allí se va a pata a la Puerta del Sol. Por increíble que parezca, cruza la plaza a la vista de muchos grupos de izquierdistas, solo y sin escolta.
Portela le dice a José Antonio que le hará responsable de los conflictos que se puedan producir y le apostilla: «hay que saber perder y tener serenidad». Verdaderamente, aunque Falange no fuese culpable de lo de la cárcel, José Antonio bien merecía el consejo. Pero tiene huevos que se lo diese tamaño temblón sin criterio.
A primera hora de la mañana, Alcalá-Zamora preside un consejo de ministros casi en el mismo momento en que el Ministerio de Gobernación es asaltado por las turbas, exaltadas por lo de la cárcel, que han de ser frenadas por la fuerza pública a caballo.
En el consejo, Portela comunica los primeros resultados recibidos, que apuntan a la victoria del Frente Popular, aunque aún son muy parciales (cuando deje el poder, aún habrá apenas unos cien diputados realmente proclamados). Titubeante, el jefe del gobierno saca a pasear la idea del estado de guerra, idea que es recibida con reticencias por el Presidente de la República, que ve más lógico esperar. Finalmente, se decide dejar la decisión última en manos de la persona peor dotada de España para tomarla: el jefe de gobierno, Manuel Portela Valladares. Arrarás cuenta en su historia de la República que Molero, convencido de que se aprobaría el estado de guerra, había dado ya luz verde a Franco y que, por eso, en Madrid hubo unidades apercibidas de ir a leer el bando, y en Zaragoza incluso llegaron a pisar la calle.
En la Puerta del Sol, el personal se entretiene apedreando el enorme cartel con la foto de Gil Robles colocado en el edificio del Tío Pepe. Ya en esa mañana comienzan los motines internos en las cárceles. En Cartagena, 600 presos toman el patio del penal. Un preso le arrebata el arma a un funcionario de prisiones, José Antonio García, y le dispara, causándole heridas de las que fallecerá días después. Luego incendian la cárcel hasta que llega la guardia civil a visitarlos.
En San Miguel de los Reyes, Valencia, hay otro motín con incendios. La pelea con la guardia civil dura el día entero y provoca más de veinte heridos.
Las noticias que van llegando de las elecciones durante la jornada laboral del 17 son cada vez peores. Ahora ya no llegan sólo actas de votaciones, sino relatos de colegios electorales asaltados y actas desaparecidas. Lo cual es lógico. Como hemos dicho, durante la madrugada del 17 el presidente Portela no le ha ocultado ni a sus visitantes ni a sus interlocutores que todo lo que desea es quitarse el marrón de encima. Portela es el jefe directo de los gobernadores civiles y es lógico que éstos, al observar una actitud tan indecisa del jefe, decidan que no serán ellos quienes se expongan a más peligros de los necesarios. No pocos gobernadores civiles, por lo tanto, o directamente desertan de sus puestos o se dedican a ocuparlos haciendo uso de una total inoperancia, lo cual deja total impunidad a los violentos. Las posibilidades de unas elecciones limpias, con sus actas y todo, con sus datitos bien expresados, oficialmente sancionados por una Junta Electoral y eso, se van perdiendo. Y no sólo eso sino que Portela, que es el primer español que da por ganador al Frente Popular, pronto muestra una clara actitud de no negarle nada a quienes ya considera los gobernantes de España. El 17 por la tarde, a petición de los partidos de izquierda, autoriza la reapertura de las Casas del Pueblo (que, no se olvide, año y medio antes han sido germen de un golpe de Estado) y pone en libertad a todos los candidatos en las elecciones presos en la Modelo de Madrid, mayoritariamente socialistas.
Los periódicos de la mañana del 18 reclaman que se le dé el poder al pueblo, puesto que lo ha ganado. Franco, con la intermediación de Natalio Rivas, mantiene una entrevista con Portela en la que le intima a controlar la situación con mano férrea. Portela, por toda respuesta, le pregunta que por qué no lo hace el Ejército (¡tela! El jefe de un gobierno democrático, preguntándole a un milico por qué no da un golpe de Estado). Franco, sincero por una vez, le contesta que no es que no lo haga porque no quiera, sino porque carece de la unidad suficiente. Lo cual nos sugiere que ya para entonces el general ha llevado muy lejos sus contactos con unidades y mandos.
En Zaragoza, un miembro de las fuerzas de seguridad resulta muerto en enfrentamientos con los radicales. La capital de Aragón es una batalla campal. En la cárcel de Santoña, custodiada por el ejército, se produce un motín. Los soldados abren fuego y provocan cinco muertos. En Murcia, las turbas se dirigen a quemar La Verdad, el diario de la CEDA, algo que la guardia civil impedirá in extremis.
En la tarde-noche del 18, Portela recibe al líder radical-socialista Martínez Barrio, al que se une el general Pozas, que llega con el rumor de moda en Madrid a esas horas: los generales Franco y Goded van a dar un golpe de Estado. En sus memorias, Azaña trasluce que fueron muchos los que creyeron este rumor, que enrareció notablemente las actitudes dicho día. Además, el rumor probablemente tenía visos de realidad porque Franco y Goded, en efecto, hicieron contactos con al menos Fanjul y Valentín Galarza, aunque parece que sus intenciones eran declarar el estado de guerra ante la inoperancia del gobierno. Claro que, conociendo a Franco, si con ello hubiese logrado controlar el poder, resulta dudoso que lo fuese a soltar. En todo caso, los militares impulsores, obsesionados con parar el comunismo, se encontraron con la resistencia de las unidades a secundar un movimiento prácticamente improvisado. De ello sacaría buenas conclusiones el general Emilio Mola, el cual, como bien sabemos, cuando preparó la sublevación, lo hizo meticulosamente a través de sus famosas instrucciones.
Portela, a quien su cabecita y su pusilanimidad ya no le dan para más, llama a Alcalá-Zamora para decirle que él se pira. Después de eso se entrevista, fuera de su despacho, en la cafetería de un hotel, con José Calvo Sotelo. El político derechista le animará a seguir, a apoyarse en Franco, en la guardia civil... Pero para ese momento Portela ya es una persona mesmerizada por la idea de quitarse aquel marrón de encima y, además, la propuesta de Calvo es, probablemente, impracticable. En la mañana del 19, en consejo de ministros, Portela comunica su resolución y sale de la Historia de España por la puerta de servicio, la puerta de los que salen de la casa pensando: si lo sé, no vengo.
Aún mantendría Portela una entrevista como jefe de gobierno divisionario: con Franco, a media mañana del 19. El general le volvió a pedir que reaccionase. Portela se hizo la víctima. Acusó al presidente Alcalá de haberle impedido declarar el estado de guerra (lo cual es incierto; en unas circunstancias así, es difícil que un presidente de la República pudiese oponerse a un jefe de gobierno resuelto. Quien crea que me equivoco, que se haga esta pregunta: durante la guerra civil, ¿quién mandaba más: Azaña, o Negrín?) y también le dijo a Franco que tanto el general Pozas como el jefe de las fuerzas de Asalto se le habían ofrecido al Frente Popular; cosa que, por mucho que Portela nos parezca una figura patética de la Historia de España, tiene muchos visos de ser cierto.
Está mediada la tarde del 19, del miércoles después de las elecciones del domingo, en el que un presidente del Gobierno fantasma le entrega el poder a otro, Manuel Azaña, que propiamente aún no ha ganado las elecciones que le dan derecho a ello. De hecho, de alguna manera, no las ganará nunca. Pero eso, en espacio de unas horas, ya dará igual.
Julian Zugazagoitia en su cronica de la Guerra Civil hace un retrato bastante poco halagador de Portela Valladares. Si no recuerdo mal, lo trata de desequilibrado y agorero.
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