Pues sí. El gordo general Fromm hubiera preferido que se lo tragase la tierra cuando Stauffenberg, su jefe de gabinete; y Olbritch, su jefe de intendencia, le comunicaron que, en realidad, las órdenes vinculadas al golpe de Estado ya habían sido distribuidas en todo el ejército de reserva bajo su mando teórico. En realidad, hubo un primer momento en que le contaron el cuento de que todo era cosa de un coronel suyo, Mertz von Quirheim; el cual, probablemente por estar en la conspiración y por mantener su honor, confesó unas culpas que no eran suyas. Stauffenberg, sin embargo, no pudo resistirlo cuando vio a Fromm dispuesto a arrestar a Von Quirheim y hacer caer sobre él todo el peso de su autoridad, y le confesó que él era el asesino del Führer. Para entonces, el despacho de Fromm estaba ya lleno de conspiradores. Así pues, cuando el alto mando se levantó para declarar bajo arresto a los golpistas, Von Kleist y Haeften, presentes, colocaron sendas pistolas en su prominente barriga, bajándole los humos.
Aquel día por la tarde, se dio el caso casi inusual en la Historia de que un mismo ejército, el de reserva alemán, tuvo al mismo tiempo tres jefes. Estaba Fromm, medio arrestado. Estaba, también Hoepner, quien sustituyó a Fromm tras que éste fuese confinado, cambiándose el uniforme allí mismo. Y estaba Himmler, el cual había sido nombrado por Hitler en cuanto el Führer se dio cuenta de que todo lo que estaba pasando tenía su centro en Berlín y en estas unidades.
Los conspiradores, en todo caso, se demostraron malos guardianes. Fromm y su adjunto, Heinz Ludwig Bartram, habían sido confinados en una sala de reuniones; pero los presos no tardaron mucho en darse cuenta de que dicha sala no tenía una, sino dos puertas. Casa con dos puertas, mala es de guardar, escribió creo que Tirso de Molina, y gran verdad es. Así pues Bartram, de cuya capacidad para el movimiento hábil todo lo que hay que decir es que sólo tenía una pierna, consiguió seguir en contacto con el resto del ministerio e incluso aprender las rutinas de comprobación de los guardias responsables de controlar que seguían dentro de la sala.
El trato dado a Fromm, inesperado para algunos conspiradores que esperaban su implicación, abrió las primeras fisuras en el movimiento. Von Helldorf, por ejemplo, abandonó exasperado el ministerio por dicha causa.
A causa de las órdenes de Valquiria, a las cinco menos cuarto se había declarado la ley marcial, y a partir de de las cinco y media comenzaron a llover las llamadas de unidades en demanda de instrucciones, que eran atendidas por Olbricht y Stauffenberg. Beck, por su parte, se encargó de hablar con Stuepnagel en Francia; el general, no muy convencido, le intimó que hablase con el mariscal de campo Hans Günther von Kluge, jefe de toda la cosa francesa, en La Roche-Guyon, cosa que Beck haría demasiado tarde.
En medio de todo este follón, se presenta en el edificio del ministerio el coronel de la SS Piffraeder, junto con otros dos miembros del cuerpo. Llegó, se plantó delante de los conspiradores, taconeó, levantó el brazo, dijo aquello de Heil Hitler y pidió permiso para hablar en privado con el coronel Von Stauffenberg. Gisevius, presente en la escena, conocía bien a este SS Oberführer Piffraeder, sabía que era un nazi vocacional y que, por lo tanto, no podía estar ahí para nada bueno. Advirtió a Stauffenberg, así pues éste se presentó a la entrevista con su pequeña guardia pretoriana (Hans Fritzsche, Von Kleist y Kurt von Hammerstein, todos ellos jóvenes oficiales de su cuerda). Estas cuatro personas colocaron al coronel y sus acompañantes bajo arresto.
Era, no obstante, media tarde. Según Valquiria, para entonces el centro administrativo de Berlín debía estar en manos de las tropas leales; y en las radios debía haber proclamas de los golpistas. Y, lo que es peor, nadie había ejecutado todavía los tres asesinatos previstos: Josef Goebbels; el general Ernst Kaltenbrunner, jefe de la Gestapo tras el asesinato de Reynald Heydrich; y Heinrich Müller, más conocido como «Gestapo Müller», jefe de la sección cuarta de este cuerpo (y, de paso, considerado el jerarca nazi de mayor graduación del que nada se ha sabido tras la caída de Berlín). A causa de esta inoperancia, en el ministerio había grandes discusiones. Algunos de los conspirados querían hacer uso de los policías al mando de Von Hellforf; pero otros conspiradores, que acabaron por ser mayoritarios, preferían mantener el golpe como un movimiento meramente militar. Las discusiones eran tan fuertes que incluso hubo un momento en que Keitel llamó desde Rastenburg y nadie lo atendió (confieso que les entiendo; algo parecido me pasó a mí en la mili. Doy fe que, cuando estás en medio de una discusión, ni cuenta te das cuando comienza a sonar el himno nacional).
Más o menos a media tarde se presentó en el ministerio el general Von Kotzleisch, comandante del distrito de Berlín, en demanda de noticias. Se negó a tratar con Hoepner porque no aceptó su nuevo mando sobre el ejército de reserva, y también rechazó los términos conciliadores de Beck. Tuvo que ser puesto bajo arresto. Los arrestados comenzaban a ser multitud.
A eso de las seis, por fin, las primeras unidades movilizadas por los mensajes de Valquiria se dejan ver por la Bendlestrasse. Estas unidades eran un batallón de guardias, unidades del servicio de formación de tiro, así como unidades de la academia de Infantería de Doeberitz. Lo más granado de esas tropas eran los guardias, al mando del mayor Otto Ernst Remer, quien, paradójicamente, era un furibundo creyente nazi; aunque su jefe directo, general Kurt von Haase, simpatizaba con el golpe.
Este mayor Remer fue el encargado, dentro de las órdenes repartidas a la llegada de las unidades, de arrestar a Goebbels. Arrestarlo, y tal vez matarlo.
Hay, ciertamente, muchas cosas jodidamente malas que se pueden decir de Josef Goebbels y de su esposa, entre capulla y mística. Pero que era un cobarde o un imbécil no están en la lista. De hecho, el golpe de Estado contra Hitler estaba a punto de chocar contra él.
A las cinco de la tarde, Goebbels había hablado personalmente por teléfono con Hitler, así pues a él no le podían hacer lo que a Remer, es decir contarle que estaba muerto y esperar que lo creyese. Hitler le había ordenado que saliese en la radio asegurando que el Führer estaba vivo, aunque le dejó carta blanca para organizarlo como creyese que convenía. Goebbels llamó a su lado a Albert Speer, el arquitecto ojito derecho de Hitler y ministro de Armamento, teóricamente para pedirle consejo, aunque si hemos de creer a Speer, éste sacó más bien la conclusión de que lo que quería Goebbels era asegurarse de que no estaba implicado en el golpe. Asimismo, Goebbels movilizó por teléfono al Leinstandarte Adolf Hitler, que viene a ser algo así como la guardia mora de Hitler pero en plan SS, y que estaba estacionada en Lichterfelde, entonces a unos cinco kilómetros de Berlín.
Goebbels vivía a un paso de la puerta de Brandenburgo. Cuando Speer llegó, se lo encontró hablando en tres o cuatro teléfonos a la vez. Al poco, el ministro de Armamento cayó en la cuenta , asomándose por la ventana, de que había tropas formando cerca de la casa. En ese mismo momento, Hans Hagen, también devoto nacionalsocialista y adjunto al mayor Remer, consiguió que le cogiesen el teléfono en el ocupadísimo domicilio de Goebbels. Hagen avisó al ministro de Propaganda del envío de tropas contra él, y le recomendó que hablase con Remer, cuya lealtad al Führer, le aseguró, seguía incólume. En realidad, el propio Remer era quien había enviado dicho mensaje.
Siempre he considerado más que posible que tanto Remer como Hagen estuviesen en ese punto jugando a dos barajas. Algo pasadas las seis de la tarde, ambos habían cumplido a rajatabla las órdenes de Valquiria, así pues si los golpistas vencían no serían ellos represaliados. Sin embargo, querían seguridades de que las cosas eran como los conspiradores decían, y por eso Hagen hizo de explorador. Se vio con Goebbels a la vista de la puerta de Brandenburgo, recibió del ministro seguridades de que Hitler estaba vivo y, al salir de la casa, se las arregló para pillar una moto y se largó a toda pastilla, a distribuir la noticia de que el Führer estaba vivo. En ese momento el general Von Haase, probablemente por recibir información sobre los movimientos orquestales en la oscuridad de Remer, deshizo la orden de que fuese el mayor el encargado de arrestar a Goebbels. Este detalle, y una nueva conversación con Hitler en la que el Führer debió dejar muy claro que sus órdenes debían ser cumplidas unmittelbar, decidieron a Goebbels a proceder a la radiodifusión del mensaje, que se produjo a las 18,45 horas.
Repasando, pues: Goebbels sabía desde las cinco de la tarde que Hitler estaba vivo, a menos que creyese que los zombies saben marcar el teléfono (ésta parece más bien una creencia propia de Himmler). Pero no radió la noticia hasta casi dos horas después. A mi modo de ver, hay dos posibilidades aquí. Una, que Goebbels esperase a ver si el golpe había triunfado, para jugar sus cartas. Otra, que fuese así de cauteloso porque, en realidad, si receló hasta de Speer, no sabía en quién podía contar. Mi opción personal, sin dudarlo, es la segunda. Goebbels tenía que saber que los conspiradores, en todo caso, lo considerarían un alter ego de Hitler, así pues en una Alemania sin el Führer no habría sitio para él respirando. El ministro de Propaganda no era tan idiota como para creer, como creyó Himmler al final de la guerra, que negociando hábilmente con el conde Bernardotte se podría ir de rositas. La diferencia de intelectos de Goebbels y Himmler es similar a la que existe entre un Porsche y un Warburg-Trabant.
En La Roche-Guyon, hacia las siete, Von Kluge atendía la llamada del general Beck, quien le intimaba a unirse a la conspiración. Mientras le escuchaba, alguien le pasó una transcripción del mensaje de Goebbels. Algunos en el ministerio, de todos modos, la habían escuchado en directo.
En la Bendlerstrasse, el personal se fue por los pantys.
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