Era jueves, un día frío en Madrid, precursor de las Navidades. La vida era mucho más tranquila que meses atrás, al inicio de aquel año difícil. A pesar de que en las tertulias habituales en los locales del Movimiento se hablaba y se hablaba de los mil rumores surgidos por los conflictos generados por la subida de salarios de Girón, a pesar de que el Partido había digerido con dificultad que Fernández Cuesta hubiese acabado pagando el pato de los sucesos de enero junto a Ruiz-Giménez, a pesar de los precios y de la escasez, aún bastante visible, aquella Navidad del 56, al menos para Luján, Laura y Bruno, aparecía con los tintes de las buenas perspectivas.
De hecho, cuando Carlos Luján dobló una conocida esquina camino de su casa, no reparó en el negro vehículo, a todas luces oficial, que estaba parado allí. Un coche largo y limpio, de cromados relucientes, al que cualquiera le dedicaría una mirada admirativa, incluso Luján, sino fuera porque iba ensimismado pensando en el regalo navideño de su mujer. Lo superó con su paso apresurado y fue sólo después cuando escuchó una voz que rasgaba sus densas reflexiones.
-¡Luján! ¡Camarada!
Se volvió. Del auto había salido Ismael Rebollo. Lo miraba sonriente, con un pie aún dentro del vehículo y la mano en el brillante tirador de la puerta.
-¡Rebollo! –Luján sonrió también. Hacía meses que no veía a su otrora mentor. Se acercó, repasando lentamente con la vista los perfiles del automóvil- ¡Chico, cómo hemos prosperado!
-Es prestado –informó Rebollo, sin demasiada pasión.
-¿Prestado? ¿Un coche del PMM1?
-Prestado, sí. Es de mi jefe. O de un jefe de algún jefe mío. No lo sé bien.
Encendió un cigarrillo. Lo miraba con una expresión extraña. Luján pensó: quizá está decepcionado porque no me he impresionado lo suficiente.
-¿El jefe del jefe de un inspector de policía le ha prestado un cochazo para que se lo enseñe a un pelagatos?
-Digamos que ha entendido que lo necesito. Y no he venido a enseñártelo. He venido a llevarte conmigo en él.
Luján sintió una fuerza dentro de él que echaba su cuerpo ligeramente hacia atrás. Puso sus sentidos en guardia. Decididamente, aquella situación no era normal. Su interlocutor era casi su amigo, cierto; pero él mismo ya no era normal, después de que, a lo largo de aquel mismo año, había desaparecido virtualmente de la comisaría en la que, según órdenes que se había ocupado de consultar discretamente, sin embargo seguía destinado, cuando menos formalmente. Ahora un tipo así, de cuyas actividades en pro de eso que se llama Seguridad del Estado no le cabía a Luján duda alguna, un tipo así se presentaba a la salida de su trabajo, un jueves en la tarde-noche, con un coche oficial en el que no se podrían subir ni cien personas en todo Madrid, invitándole a subir.
La situación era, en verdad, extraña. Y Luján se sintió tan descolocado que Rebollo lo notó. Aunque, probablemente, lo habría notado de cualquier forma.
-Joder, Luján –dijo, escupiendo la última bocanada de humo y tirando el cigarrillo, aún mediado, al suelo-, por lo menos se podrá decir de ti que te dieron el paseo en un cochazo, ¿no?
Luján sintió un nudo en la garganta. Rebollo sonrió.
-¡Me cago en Dios! ¡No me digas que te lo has creído!
Luján trató de sonreír. Se relajó un poco. De momento, al menos.
-Vamos a ver a una persona y es esa persona quien nos ha enviado este coche.
El ya inspector Luján escrutó con atención el coche. Adivinó, en la triste penumbra de la calle y a la luz de la bombilla escasa del interior del auto, su tapicería, suave y en colores claros, lujosa.
-Vamos a ver a alguien muy importante, entonces.
-Muy importante, sí.
-Mi casa está cerca. Quizá, yo…
-Luján –le interrumpió Rebollo-, vamos a ver a alguien, no vamos a un baile. Así vas bien.
-Es que, yo…
-Tenemos que ir, Carlos. Ahora.
Luján se sintió dar un paso atrás.
-Yo no tengo nada que hablar con nadie importante.
-Eso es cierto –concedió Rebollo-, pero… pero, al mismo tiempo, no lo es. ¡No lo es, joder! Luján, deja de tocarme los cojones y sube al coche, anda.
El inspector sentía sus pies inyectados de plomo.
-¿Así se acaba todo? ¿Qué es lo que he hecho mal? ¿Casarme con la hija de un rojo, hablar mal de Franco en las cantinas de la Falange..., no, no delatar?
Inconscientemente, Luján estaba elevando la voz. Rebollo se le acercó y colocó su boca junto a una de sus orejas.
-Carlos Luján, me cago en tu puta madre, te prometo, te juro, te firmo, te rubrico, lo que quieras, cojones, que nadie te va a poner una mano encima hoy. Se trata de hablar, sólo de hablar. Eso sí, con alguien que no espera.
Rebollo se apartó unos centímetros. Ambos se miraron a los ojos. De alguna forma, en ese momento Luján leyó en los de su jefe, cuando menos aún nominalmente, que no le mentía.
-Si quieres, quédate con mi pistola durante el viaje.
-No hará falta. –Luján tomó aire, lo exhaló y, luego, entró en el coche.
Dentro de aquel vehículo, los sonidos de la calle habían desaparecido. La tapicería era suave y agradable al tacto. Al volante iba un hombre vestido en uniforme de chófer, un tipo con una faz muy rural. En todo el viaje no volvió el rostro y, mientras Luján lo espió por el retrovisor, no hizo el más mínimo ademán de estarle espiando a él.
Los cristales de atrás del vehículo eran opacos, blancos. Nada más entrar Rebollo en el auto detrás de él, instruyó al chófer para que arrancase y, después, otro cristal opaco, también blanco, surgió de los respaldos de los asientos delanteros, incomunicando las dos mitades del vehículo. Luján no sabía adónde iba. Pero trató de tranquilizarse.
-Dime, Carlos –le habló Rebollo, con voz suave-, ¿se te han ido ya los temores de otra guerra que tenías hace meses?
-Todo parece más tranquilo –reconoció Luján-. Aunque se dicen cosas.
-¿Cosas?
-Cosas, sí. Que por ahí fuera no nos quieren.
-Pero ya estamos en el club2.
-Y que dentro las cosas están que arden.
-Pues las llamas no se ven por ninguna parte.
Ismael Rebollo desvió su vista hacia la ventana opaca, como si pudiera ver a su través. Luján observó que el coche dejaba, progresivamente, de tomar curvas y curvas, de callejear, para realizar desplazamientos en recto cada vez más largos. Así que coligió que estaban entrando, probablemente, en algún área sin semáforos. Estaban saliendo de Madrid.
-¿Qué me puedes decir del ambiente, ya sabes, en el Partido? –preguntó el inspector, casi en un susurro, sin mirar a Luján. Éste captó la indirecta.
-Si no te he hecho ningún comentario sobre el ambiente, será porque no he querido. O, tal vez, porque no hay nada que comentar.
Rebollo le miró. Con gesto inexpresivo.
-Carlos, así no vamos a ninguna parte. No puedo pedirte que pienses exactamente como yo, pero por lo menos sí puedo pedirte que no me tengas prevención. Hemos trabajado mucho juntos.
-Eso es cierto –respondió Luján-. Tan cierto como que, a día de hoy, no sé si pienso o no como tú, porque no tengo ni puta idea de lo que piensas.
Rebollo pareció acusar aquel golpe. Suspiró sonoramente, y le dedicó a Luján esa mirada con la que un profesor mira a un buen alumno que le ha decepcionado con un suspenso inoportuno o una travesura que nunca imaginó que cometería.
-Estamos a 13 de diciembre –dijo.
-Feliz Navidad.
-Para ti también. ¿Sabes qué fue lo más importante que pasó ayer, 12 de enero de 1956, en España?
-Tengo la sensación de que tú mismo me lo vas a contar.
-Pues sí –Rebollo no ocultó su incomodidad ante la actitud ofendida y a la contra de su ex subordinado-. La cosa más importante que pasó ayer en España fue que los obispos se fueron a ver a Franco.
Luján se alzó de hombros. Aún sabiendo que Ismael Rebollo era de los que no daban hilo sin puntada y que, por lo tanto, esa información tenía que llevarle a algún lugar, le inquietaba no tener ni idea del recorrido, así que prefirió mantener la actitud distante.
-Ejem, no parece mucha novedad. Los curas visitando a Franco a las puertas de la Navidad. Españoles todos, una vez más turbo la paz de vuestros hogares. Lo de costumbre.
Esas últimas frases las pronunció Luján derivando a propósito su voz hacia un tono más agudo, imitando a Franco. Rebollo frunció el ceño.
-Ten cuidado, Luján. Ten cuidado.
A esas alturas de la conversación, Carlos Luján se sentía lo suficientemente seguro de sí mismo como para acusar el golpe con suficiente disimulo. Se dijo que Rebollo, probablemente, no habría sido capaz de adivinar que, en efecto, se había dado cuenta de que había ido demasiado lejos. Ambos compañeros, en cualquier caso, se conocían. Dejaron que el silencio tranquilizase las cosas.
El coche ganó velocidad progresivamente.
-Fue una audiencia como otras muchas, sí –comenzó a hablar repentinamente Rebollo, como continuando una conversación que no se hubiese interrumpido-. Pero si fueras un poco más listo y te arrimases un poco más hacia quien te ha invitado ya muchas veces a hacerlo, descubrirías que detrás de los hechos protocolarios pasan cosas interesantes.
Luján se miró las manos. No podía reprimirse.
-Y éste es el momento en que yo tengo que preguntarte qué cosa importante ocurrió ayer entre los obispos y el Generalísimo.
Rebollo asintió antes de hablar.
-Pues dos cosas: una, que le recordaron que ellos son el sostén del Régimen. Y, dos, que podrían dejar de serlo si el Jefe oye los cantos de sirena de tu amiguito Arrese.
Nada habría podido evitar que Luján, como un resorte, levantase la cabeza para enfrentar su mirada con el rostro torcido, levemente risueño, de su interlocutor y compañero de viaje. Los cantos de sirena de Arrese. No podía referirse más que a una cosa.
-Los proyectos de…
-Los proyectos de, sí. Esas leyecitas sobre el gobierno y el Movimiento que se han inventado en la Secretaría General3. Todo eso de que será el Movimiento quien diseñará el gobierno de España y, por eso, el gobierno de España deberá responder ante el Movimiento. Todo eso de que el Consejo Nacional, será la instancia ante la cual tanto los ministros del gobierno como las propias Cortes deberían responder de sus acciones o intenciones. Todo eso de que el Consejo Nacional del Movimiento es el epicentro del Movimiento, capaz incluso de decirle a Franco cómo tiene que hacer las cosas.
-¡Eso no es verdad!
-¿Ah, no? –Ahora, Rebollo parecía realmente divertido- Atendiste poco en las reuniones del Partido, Carlos…
Luján calló. Para qué negarlo. Él había leído los proyectos y, a todas luces, Rebollo también. No tenía sentido negar lo evidente. La Secretaría General había diseñado un sistema jurídico en el que la Falange era el gran gendarme del Movimiento. Ni siquiera Franco podría desviarse sin su permiso.
-No puedo creer que los curas… -acertó a balbucear.
-No están solos –interrumpió Rebollo-. El presidente de las Cortes4 también le ha enviado una carta a tu, no sé si llamarlo Jefe o Secretario General, o qué; bueno, le ha enviado una carta a tu Arresito diciéndole, entre otras cosas, que lo que pretende construir en España es la Unión Soviética.
-¡Eso es un ultraje! –Luján sintió que la sangre subía a su rostro.
Rebollo sonrió, abiertamente.
-Oh. Y, ¿qué más da?
-¡No da igual!
-Más de lo que tú crees. ¿Sabes por qué?
Luján se revolvió en su amplio asiento, incómodo.
-Dímelo.
-Pues, fácil. Sea verdad o mentira que Falange quiere dominar España como Stalin la Unión Soviética, no es lo importante.
Encendió un cigarrillo, lo saboreó, expulsó el humo, muy, muy despacio. Después habló, más despacio de lo habitual en él.
-Lo único importante, camarada, es que Franco lo ha creído.
La sangre que había subido huyó en medio segundo. Una vez más, Luján sintió la punzada del peligro y una sensación de inseguridad.
-De una vez, Rebollo: ¿qué hago aquí?
-Ir a una entrevista.
-¿Con quién, para qué?
-Si estuviese autorizado a responderte esas preguntas, ya te habría informado, ¿no te parece?
Se miró las manos de nuevo. Las vio temblar.
-Rebollo –dijo, con un susurro-. ¿Voy a volver a casa esta noche?
-¡Joder, Luján, no seas dramático! –Exclamó el inspector-. Morirás con sesenta años y de cirrosis, como todos los buenos policías.
En ese momento, el coche aminoró la marcha.
Unos metros más allá, el coche se paró. Luján escuchó unas voces con sordina. Uno de los dos interlocutores, el chófer o aquél ante el que se había parado, rió breve pero intensamente. Luján creyó distinguir el eco, más bien la ausencia del eco de los espacios abiertos. El coche reanudó la marcha. Luján miró a Rebollo. Cara de póquer. Decidió esperar. Empezó a contar sus respiraciones; contar las pulsaciones de su corazón habría sido demasiado cansado.
El coche aminoró de nuevo, se inclinó un poco hacia abajo. Quizá un garaje, aunque no muy profundo. Luego se paró.
Rebollo puso la mano sobre la manija de su puerta y señaló con la barbilla la de la de Luján.
-Hala, fuera –fue todo lo que dijo.
Luján abrió la puerta. Una fuerza, desde fuera, terminó el gesto. El chófer. Era un tipo joven, muy enjuto y moreno, con el pelo ralo pero muy peinado. Vestía un uniforme oscuro que Luján no fue capaz de reconocer. Con la gorra de plato en la mano libre, asintió levemente, sin sonreír. Luján hizo lo mismo, salió del coche y miró a su alrededor.
Un garaje como cualquier otro. Muy amplio, bastante limpio y ordenado. No se veían herramientas a la vista, tan sólo algunos papeles crucificados en un panel de corcho, un enorme mapa político de España, como los de las escuelas, y diversos enseres de los que hay en los lugares donde se guardan coches. Bajo una luz bastante mortecina, distinguió el bulto de dos coches más. Estaban tapados con lonas oscuras. No obstante, se adivinaba que eran grandes, y largos. Coches de gente importante, anotó en la cabeza. Además, dos.
Rebollo se dirigió sin palabras a un lugar poco iluminado del garaje. Al seguirle y acercarse, Luján distinguió una escalera de metal. Subieron. Atravesaron dos o tres estancias muy deprisa. Rebollo apretaba el paso; Luján pensó que intentaba impedirle que se parase. Si fue así, lo consiguió. Durante tres o cuatro minutos, Carlos Luján atravesó estancias y subió algún que otro corto tramo de escaleras sin poder ni pensar dónde estaba. Eso sí, conforme subían, se daba cuenta de que el nivel de las estancias mejoraba. Primero pisaron baldosas, algunas, no pocas, desportilladas. Luego empezaron a pisar alfombras abundantes y a ver pinturas de dudoso gusto colgadas de las paredes. Y muchos dorados.
Finalmente, tras consumir un pasillo, Rebollo llamó a una puerta y, tras una voz que dijo: «¡Adelante!», entraron en una estancia bastante amplia, rectangular. En uno de los extremos de la estancia había una ventana muy grande, pero las espesas cortinas la separaban del mundo en ese momento. En la pared de enfrente de la puerta había una mesa en la que estaba sentado un hombre de mediana edad, con uniforme militar. A su izquierda, frente a Rebollo y Luján, había una puerta. Luján se fijó en que estaba blindada.
Rebollo se acercó a la mesa y le entregó un papel al hombre que estaba allí sentado. La estudió como si estudiase una sentencia de muerte.
-Ismael Rebollo y Carlos Luján –leyó el hombre, y luego levantó la cabeza-. ¿Es así?
-Es así –confirmó Rebollo.
-¿Puedo ver su documentación?
Rebollo solicitó a Luján con la mirada que se acercase. Luján lo hizo.
-Tu documentación, Carlos.
Luján buscó su cartera y extrajo su cédula de identidad. Se lo dio al hombre, que anotó el número y el nombre en lo que parecía ser un estadillo.
-¿El suyo? –preguntó el hombre, cuando terminó de apuntar, mirando a Rebollo.
-Cuando él se aleje –contestó el inspector, señalando a Luján.
Carlos Luján regresó al punto de partida, es decir al vano de la puerta por la que había entrado. Sólo entonces, Rebollo metió la mano en un bolsillo interior de su americana, sacó una cartera negra y la desplegó frente al hombre. Éste abrió y cerró la boca y enarcó las cejas. Luján lo interpretó como un: «¡Ah, claro, ahora comprendo por qué querías que se alejase!»
Luján se fijó en el detalle de que el hombre de la mesa no apuntó el nombre de Rebollo en el estadillo.
Rebollo recuperó su carné y volvió con Luján. No se dijeron nada. Esperaron allí, de pie, en absoluto silencio. El hombre de la mesa se puso a escribir, como si ellos no existieran.
Luego sonó un timbre.
El hombre reaccionó al timbre como si su mero sonido le provocase una descarga eléctrica. Se levantó y, al hacerlo, Luján observó que del cinturón de la guerrera de su uniforme pardo pendía una cadena: la llave de la puerta blindada. Caminó hacia ella, tomó la llave, accionó el mecanismo y empujó la puerta hasta dejarla entreabierta.
-Les espera –fue todo lo que dijo y, en ese momento, en un gesto que a Luján le pareció absurdo, les estrechó la mano.
Rebollo señaló con la barbilla a la puerta.
-Vamos.
-¿Vamos? ¿Así, sin que me expliques…?
-Vamos.
De tres zancadas, Rebollo llegó a la puerta y la empujó. Luján, que iba detrás de él, adivinó tras las anchas espaldas de Rebollo, una habitación profusamente decorada, grande. Enfrente de él, en la distancia, una mesa con varias montañas de papeles.
Rebollo había entrado en la estancia. Se puso firmes y ejecutó un saludo con la cabeza. Luego dio un paso a su izquierda y desapareció del campo visual de Luján.
En medio de aquel salón, vestido de paisano, Francisco Franco Bahamonde, Caudillo de España, Generalísimo de los Ejércitos, esperaba de pie. No parecía estar muy contento.
4 Esteban Bilbao. Fue diputado ya en la República, en representación del Tradicionalismo, y en 1956 era Presidente de las Cortes.
Buenas! Sigo enganchada al "Folletín". Gracias por suministrarlo.
ResponderBorrarErrata: Dice: estamos a 13 de DICIEMBRE y abajo, en el siguiente párrafo dice: ayer 12 de ENERO.
-Estamos a 13 de diciembre –dijo.
-Feliz Navidad.
-Para ti también. ¿Sabes qué fue lo más importante que pasó ayer, 12 de enero de 1956, en España?
¡Qué emocionante!
ResponderBorrar-Para ti también. ¿Sabes qué fue lo más importante que pasó ayer, 12 de enero de 1956, en España?
No es un ayer metafórico. Es el día anterior. No es enero sino diciembre.