Condujeron en silencio. Azpíriz se miraba las manos y Luján regresaba con dificultad de su dilatado baño en el lago de la ira.
-Había que hacerlo así, Azpíriz –fue todo lo que dijo-; en determinadas circunstancias, y con determinadas personas…
-¿Por qué no les enseñaste la foto? –contestó su compañero- Ellos te habrían dicho quién es el hombre de las barbas.
-¿Ellos? –Luján dejó escapar una breve risa- ¡Esa gente no ha visto en su vida a un hombre con levita, hombre!
Sintió que Azpíriz se volvía para mirarle.
-Ya. Pero, aún así, te lo habrían dicho. Yo reconocería al mismo diablo a cambio de cobrar una hostia menos.
Luján suspiró, y apretó fuerte el volante. Trató de pensar en las palabras de Azpíriz. Pero no lo consiguió.
La documentación de La Luci la identificaba como Lucía Odriozola de Juan, 34 años, de profesión: sus labores. Pero resultó bastante obvio, a la luz de su forma de vestir, la naturaleza de esas labores. Sus ropas no eran excesivamente caras, pero sí estaban arregladas para entallar su cuerpo mucho más de lo que era, entonces, normal. De hecho, cuando la Luci había sido abordada por el uniformado que se había quedado esperándola, y a pesar del sol de justicia que regaba la tarde de Vicálvaro, llevaba puesta una gabardina, probablemente consciente de que su forma de vestir no era algo que pudiera contemplarse por cualquiera.
Carlos Luján y Azpíriz estaban relajándose y comiendo algo cuando Lucía Odriozola llegó a la comisaría. Por lo que luego les contaron, estaba muy nerviosa y puso varios problemas. Para cuando los dos policías se dejaron caer por sus mesas y leyeron la nota manuscrita que les informaba de la presencia de la retenida dos plantas más abajo, en una sala para interrogatorios, Luci ya tenía un ojo cerrado y había sido derribada de la silla dos o tres veces. Carlos Luján decidió jugar la baza conciliadora. Su llegada a la sala supuso el final de los golpes para Lucía. Se sentó frente a ella, le dio un cigarrillo, y desplegó frente a ella el corto abanico de pruebas de que disponía.
-Dime lo que quiero, y los de las hostias no volverán.
-Yo no he hecho nada -protestó ella, entre sollozos.
Luján la observó bien. Se preguntó cómo conseguiría tener aquel aspecto, mucho más joven que la edad que sus documentos declaraban. Obviamente, no llevaba puesta la gabardina, así pues su sencillo jersey en uve, casi escotado, dejaba entrever el inicio de sus dos senos, además de permitir que el contorno completo de su cuerpo pudiera adivinarse. Tenía Lucía, además, una larga cabellera negra, ahora muy desordenada, y una piel morena, tostada. Encendió su cigarrillo con manos temblorosas, enmarcando un rostro anguloso y proporcionado; su piel, a pesar de que en ese momento sudaba copiosamente, aparecía suave tan sólo a la vista. Luján se fijó también en sus manos, trabajadas pero, aún así, finas. Dedos acostumbrados a encontrar secretos entre los cabellos de cualquier hombre.
-Nadie te acusa de nada-Luján trató de transmitir tranquilidad y paciencia en su voz-. Sólo estamos… solicitando tu colaboración.
-¿Solicitando? –preguntó ella, pasándose el dorso de la mano bajo la nariz, mientras se sorbía las lágrimas. Sin embargo, si pareció querer empezar a protestar, no lo hizo.
-Solicitando, sí –Luján sintió lástima por aquella mujer herida. En el lugar menos indicado, en un momento prohibido. El tenía, en ese segundo, que centrarse en la obtención de confesiones. Sabía cómo hacerlo, le habían enseñado y siempre se había considerado, en frío y sin haberse aplicado aún, bueno en ello. Esa misma mañana no le había temblado la mano y se sentía orgulloso de ello, sin paliativos. Sin embargo, desde el primer momento, con aquella mujer fue diferente. Con el ojo sano que le quedaba, Lucía Odriozola lo miraba fijamente cuando él la hablaba, tratando de encontrar un sentido para la pesadilla de estar allí, en medio de aquel interrogatorio. Los culpables no son así. Sólo los muy buenos fingen hasta ese punto.
-Digamos…-continuó-, digamos que simplemente en tu vida se ha cruzado la casualidad de trabar… algún tipo de amistad con un hombre del que, quizás, no lo sepas todo.
-Yo tengo amistad con muchos hombres –respondió ella, a la defensiva.
-Lo supongo –contestó Luján, dejando escapar un mohín-. Pero éste no es de ésos. No ese tipo de amigo. Éste era tu vecino.
Luján dejó que la información hirviese unos segundos dentro de la cabeza de su interrogada. Indudablemente, le sorprendió saber que Anselmo López era el motivo de su retención. Empalideció y tomó aire, que luego le costó expulsar. Luego, su rostro viró al rojo en décimas de segundo, cuando pareció comprender algo.
-¿Está… muerto? –preguntó con un hilo de voz.
-Y yo tengo que pensar que, caso de que sea así, a ti la pregunta se te ha ocurrido por casualidad, ¿no?
Luján esperaba derrumbar, con eso, lo poco de seguridad en sí misma que pudiese quedar dentro de su interrogada tras haber pasado por las manos y los puños de sus compañeros anteriores. Sin embargo, no fue así. Ella encontró fuerzas en algún lugar de su interior, probablemente en la tristeza que a todas luces la había invadido, para no perder la compostura.
-Anselmo nunca se había ausentado tantos días. Es por eso que me imaginé…
-Pues sí, está muerto –Luján se levantó y comenzó a pasear. Lucía Odriozola no movió la cabeza ni los ojos para seguirlo-. Y te diré, sin más datos, que ha muerto en unas circunstancias, además de extrañas, bastante crueles. Así que lo mejor, sepas algo o no sepas nada de su asesinato, lo mejor, te digo, es que me cuentes todo lo que sepas de él.
-No necesita presionarme –la voz de Lucía sonó casi como una protesta-. No tengo nada que ocultar sobre mi… sobre mi amistad con él. Éramos vecinos, sí. Con horarios un tanto raros, sobre todo yo. Comenzamos, simplemente, echándonos una mano. Quizá empezó él guardándome alguna carta de mi familia que llegase cuando yo no estaba en casa. Luego yo le hice la cena un par de veces que tenía trabajo hasta tarde. Charlábamos de vez en cuando.
-O sea, que sabes cosas de él. Quiero decir: de dónde viene, qué cosas ha hecho en la vida.
-No crea –el mentón de Lucía se hundió un poco más en dirección a la mesa-. Es… Anselmo era muy reservado con sus cosas. Una vez le pregunté dónde había nacido y me contestó con evasivas. También le pregunté en otra ocasión si el hombre de la foto –señaló al hombre de barbas en la imagen gastada que Luján había dejado sobre la mesa- era su padre, y estuvo tres días sin hablarme.
-¿Por una foto?
-No exactamente –la voz de Lucía retembló-. Yo había intentado poner un poco de orden en su dormitorio, limpiar algo… No tenía que haber abierto aquel cajón, pero lo hice. Luego fui una estúpida preguntándole por la foto. Se puso como loco cuando supo que la había cogido. Me prohibió que volviese a hurgar en sus cosas, y eso hice.
-Ajá. Así que supongo que ahora me dirás que ese papel escrito a lápiz no lo has visto en tu vida.
-No, señor.
-Y que no tienes ni idea de qué quiere decir RiP 203.
-No, Señor.
-Y que jamás le escuchaste decir algo ni remotamente cercano a eso, ni citar el número 203, ni nada.
-Eso es, Señor.
-¡Pues no me lo creo!
Luján dejó caer su puño derecho, violentamente, sobre la mesa, justo delante de Lucía Odriozola, que dio un respingo en su silla y comenzó a temblar.
-Es… es la verdad.
-¡Qué coño va a ser la verdad! –Luján agarró uno de los travesaños de la silla y tiró fuertemente hacia él, mientras se agachaba. Su rostro quedó junto al de la interrogada, pero ésta no se atrevió a mirarlo, y permaneció temblando y mirando hacia la mesa- La verdad te la voy a contar yo: Anselmo López no era tu vecino, sino tu… amigo.
-Señor, no…
-¡Señor, una mierda! Todas las chicas de barra americana tenéis un amante. O algo más que un amante. ¿Quieres que me crea que Anselmo López vivía de limpiar un establo?
-Usted habrá visto su casa. Él no…
-Eso no prueba nada –cortó Luján-. Puestos a buscar vicios, los podemos encontrar muy caros, ¿no crees?
Luján agitó la silla. Lucía lo miró, muy cerca, sin hablar.
-Te buscaste un chulo estupendo, Luci. Debes de ser bastante lista. Nada menos que un divisionario, un veterano, un camisa azul de los cojones.
Lucía volvió a mirar a Luján, con miedo. Luján se dijo: cuando un interrogado tiene miedo de tus palabras, sólo pueden ser dos cosas. Una, que son lo suficientemente convincentes. Otra, que son ciertas. La diferencia entre una y otra hipótesis es tan pequeña, se dijo, que no merece la pena buscarla.
-La mejor manera de que no te toquen, de que no te molesten, es estar debajo del ala de un tipo que puede visitar despachos o que sería escuchado aquí mismo. ¿Me equivoco?
-Anselmo… -balbució Lucía-, An… selmo me pidió que yo no dijese…, que yo…
-¡Nos ha jodido! ¿En esa colonia de muertos de hambre? ¿Cómo se las puede nadie dar de falangista allí?
-Peroperoperopero… -la Luci parecía al borde del colapso-, entonces, ¿por qué vivía allí?
-Eres más lista que eso, Luci. ¿Porque le gustaba tu coño, quizás?
Hasta Luján, en pleno éxtasis interrogatorio, se dio cuenta del cambio radical de actitud de Lucía Odriozola. Su rostro se endureció y le miró con ojos conminatorios, como si ella fuese la interrogadora. Luego suspiró hondamente mientras sus ojos se convertían en una estrecha línea por la que empezaron a brotar lágrimas casi sólidas.
-¡Usted no tiene ni idea! –gritó- ¡Ni idea! ¡El nunca me puso la mano encima!
-¡Venga ya, señorita!
-¡Venga ya, una mierda! –berreó ella, con su último hálito de valor- ¡Por eso le quería, imbécil! ¡Porque no tenía tu mirada de salido mal follado!
Luján se incorporó y tomó aire. La Luci estaba gimiendo antes incluso de que la golpease. Cayó al suelo con estrépito. Intentando enderezarse, la falda, ya algo más corta de lo habitual, se alzó más, dejando ver dos muslos bien torneados. Luján se sintió enceguecer. La pateó sin mirar, cinco o seis golpes a bulto buscándole el vientre. Luego la agarró de los pelos y tiró hacia arriba. Lucía emitió un grito casi animal. La sentó en la silla de nuevo. Pateó la silla. La hizo caer. Repitió la operación de los pelos. Cuando la volvió a mirar bien, la sangre le manaba por la nariz y le había manchado ya buena parte del cuello y el jersey. La dejó así. Caminó hacia la puerta y, de cara a ella, sin volverse porque no quería mirarla, contó sus respiraciones. Hasta que se sintió tranquilizar. Luego volvió, y se sentó frente a su interrogada. Ella estaba en la misma posición en que había iniciado el interrogatorio, sólo que ahora sangraba abundantemente, aunque no parecía percatarse de ello.
-A mí una puta no me llama imbécil, ¿estamos? –jadeó más que dijo, muy despacio-. O aprendes modales o te saco de aquí con una jeta que no te va a servir ni para hacer las camas donde trabajas ahora.
-Si, Señor-balbució Lucía Odriozola, y varias gotas de sangre salpicaron la mesa junto a sus manos.
-Estás siendo interrogada en un caso de asesinato, ¿vale? Un asesinato sin pistas, ni móvil, ni nada. Y resulta que el muerto es tu amante. Resulta que lo matan de un disparo, y que sólo las personas que frecuentan ciertos ambientes pueden conseguir esas cosas que se necesitan para matar a alguien de un tiro.
Lucía levantó la vista. Abrió los ojos con espanto. Luján se dijo: entiende adónde quiero llegar.
-Resulta que al muerto le cortan las manos para que no sea reconocido. Resulta que el asesino trata por todos los medios de que no se sepa que el muerto es quien es. Luego resulta que es un tipo sin historia, con una vida de mierda que no le importa a nadie. Resulta que no hay nadie en su vida. Salvo una persona.
-No, no, no… Señor, no, no…
-Lo has entendido, ¿verdad? Si no hay nada más que una persona en su vida, ¿quién más podría no querer que se reconociese al muerto?
Mientras pronunciaba esas palabras, Luján se decía que no las creía. Para él, era evidente que el miedo que Anselmo López había mostrado en vida demostraba que había algo más en la vida de aquel hombre que un lío de faldas. Sin embargo, el efecto de sus palabras en el rostro de su interlocutora era tan evidente que sabía que era la línea que debía seguir.
De hecho, aquella sospecha, apuntada entre jadeos por el subinspector, acabó con Lucía Odriozola. Ya no fueron sollozos lo que salieron de ella, sino un llanto amargo, implorante, que se mezclaba con la sangre en sus mejillas, ensuciando el ambiente pesado de la sala sin ventanas.
-Yo.. ¡yo no he matado a nadie!
-Venga, Lucía. Confiésalo, y te sentirás mejor.
-Por favor, Señor Policía, por favor. ¡Tiene que creerme, por Dios, por la Virgen!
-Como vuelvas a jurar por la Virgen, tú, te arranco la cabeza de una hostia.
-¡Yo le quería, Señor! ¡Yo le amaba, Señor! ¡Señor!
La mujer acunó su rostro, sus lágrimas y su sangre sobre la mesa y allí se refugió, llorando a trompicones. Luján la observó fríamente. La tenía donde quería. Ahora sólo tenía que tender la mano. La dejó así cinco minutos. Las personas que lloran olvidan, solía decir Laura, su mujer; por eso nos sienta tan bien llorar. Por eso, Luján dejó que el llanto de Lucía Odriozola cediese poco a poco, dejó que regresara a su cabeza la doliente imagen de ella misma recibiendo dos o tres palizas como la de aquella tarde y, después, enterrando su vida en la cárcel de mujeres, sabe Dios con qué existencia. Era una puta, pero a todas luces jamás había soñado con tener problemas serios con la Justicia; el hambre y la necesidad crean ese tipo de monstruos inversos. Lucía Odriozola, a pesar de tener que ceder a los deseos de los hombres, a pesar de vivir en una vivienda de la que algunos perros huirían, a pesar de tener que caminar dos kilómetros de ida y dos de vuelta para tomar un autobús; a pesar de esa vida de mierda, era feliz hacía tan sólo dos horas, y ahora se daba cuenta. Por eso, porque pensaba todo eso, al llanto le siguió un temblor completo, cuerpo entero, manos, ojos, labios. Asesina. Ella sabía que no había matado a nadie, como lo sabía Luján. Pero también sabía que a aquel policía no le costaría juntar dos o tres indicios extraños y, con seguridad, calculaba que nadie arriesgaría ni media mejilla por ella si de confesar se trataba para, como decía Azpíriz, cobrar una hostia menos. En resumidas cuentas: su vida, por arrastrada y pordiosera que fuese, estaba en manos del hombre que la miraba con rostro de metal, al otro lado de la mesa, sin sonreír ni torcer el gesto, mudo e inexpresivo testigo del momento tenso en el que su vida, toda su vida, se iba por el desagüe de la injusticia.
-Señor, Señor Policía –terminó por balbucear-. Sé que… sé que parece… pero yo… ¡Oh, Dios mío! ¡Dios mío, madre, esto no me puede estar pasando!
Al escucharla implorar a su madre, Luján sintió que se le abría una grieta. Los auténticos delincuentes no llaman a sus madres. Quizá se estaba pasando.
Le adelantó su pañuelo.
-Toma. Límpiate, estás horrible.
-Se lo voy a destrozar…
-No importa. Escucha, Lucía…
-Haré lo que usted quiera –le interrumpió la puta, repentinamente animada-. Lo que usted quiera, Señor.
-¡Pues habla, cojones! –el puñetazo en la mesa le hizo claramente a Lucía tanto daño como le hubiesen estrellado su propia silla en la cabeza- ¡Todo lo que quiero es saber quién era Anselmo López!
Ella lo miró a los ojos. Directamente. Inyectada de tristeza. Por un momento, Luján sintió que ella estaba por encima de él, que le podía. Se sintió pequeño, con pequeños sentimientos.
-Anselmo López era un valiente.
-Eso ya nos lo han dicho sus compañeros de armas.
-Le han mentido. Ellos no saben. Era un valiente, porque era un cobarde.
Aquello sí que era interesante. Carlos Luján se incorporó en su silla.
-Explícate.
-Incluso a mí me lo quiso ocultar. En realidad, parecía no distinguirse de la mayoría de la gente. Ya sabe usted…
-Pues no. No sé.
-Me refiero a la guerra. Empiezas a hablar de la guerra, y la mayoría de la gente se cierra en banda. No es un tema de conversación.
-Ya; la mayoría de la gente o no debe, o no quiere hablar de ella.
-Sí, Señor. Anselmo no era distinto. Si pronunciabas delante de él palabras como Rusia o División Azul, cambiaba de tema y, si intentabas acorralarlo para que hablase, te soltaba un bufido y podía estar un día entero sin dirigirte la palabra.
-La guerra no es una experiencia agradable, dicen.
-Para algunos es una tortura. Anselmo soñaba.
-¿Soñaba?
-Muchas noches. Un par a la semana, por lo menos, que yo… que yo sepa. Gritaba, lloraba, pataleaba. Pedía clemencia o, simplemente, emitía sonidos angustiosos, ininteligibles. Volvía a la guerra dos noches a la semana, y allí sufría, supongo, otra vez el frío y el pánico.
-Para morir asesinado hacen falta amenazas más cercanas.
-¿Más… cercanas?
-Cercanas, sí. Presentes.
Lucía respiró hondo, negando por la cabeza.
-Le juro que si lo supiese se lo diría, Señor Policía. Yo nunca tuve esa sensación.
-¿Nunca le visitó nadie?
-Nunca, que yo sepa.
-¿No tenía amigos?
-En el colmao. Pero no creo que los viese fuera de la taberna. Por donde nuestra casa jamás pararon.
Luján se detuvo para pensar. Siempre podía ser que la extraña actitud del muerto respondiese a algún tipo de locura. Que Anselmo López hubiese llegado a confundir la realidad y el sueño y tuviese momentosen los que creyese estar todavía en el campo de batalla.
No obstante, lo cierto es que Anselmo López había sido asesinado, y sus manos cortadas. En tiempo de paz.
Volvió a mirar a Lucía. Había dejado de sangrar. Casi de temblar.
-Lucía, mírame a los ojos.
-Sí, Señor.
-¿De verdad no sabes nada de RiP 203?
-Se lo juro por lo que más quiera, Señor. ¡Por lo que más quiera!
-¿Ni del hombre de la foto?
-Ya se lo he contado. Una vez pregunté, pero él…
-¿Sabes si Anselmo López tenía familia; padres, hermanos, cuñados?
Ella negó con la cabeza, con violencia.
Luján se dijo: la creo.
-A tu amigo lo mató alguien relacionado con la guerra de Rusia. Con la División Azul.
Lucía Odriozola levantó la cabeza. Su boca se torció en un rictus de asco.
-Las guerras siempre te acaban jodiendo.
-Supongo.
-Eso decía.
-¿Anselmo?
-Constantemente –la mujer se retorcía los dedos de las manos con tanta violencia que parecía que fuese a partirse alguno de ellos de un momento a otro-. Bebía y bebía hasta el amanecer. Cuando estaba completamente borracho se sentaba a mi lado, colocaba la cabeza en mi pecho, como un niño chico –con un gesto, pareció querer acunar un rostro inexistente-, y luego lloraba. Y maldecía. Y luego decía: las guerras siempre te acaban jodiendo.
Carlos Luján dijo, como en un eco:
-… porque todo puede volver.
Lucía dio un respingo.
-¡Eso! ¡Eso también lo decía!
Y allí estaba: de nuevo, frente a la pared muda de la ausencia de resultados, de pistas. Palmoteó contra la mesa, y se levantó con un suspiro.
-Una puta y un veterano muerto de miedo… vaya plan, joder.
Ella no se atrevió a decir nada.
-Estás libre –le informó Luján, encendiendo un cigarrillo-. De momento. ¿Dónde paras?
-¿Dónde… qué?
-No te me hagas la idiota. Que dónde trabajas.
-Se llama Club 56 –informó ella, no sin renuencia-. Muy discreto.
-Ya me informaré. Pero te quiero cerca, ¿eh?
-Sí, Señor.
-Si se te ocurre ahora, por casualidad, volver a casa de mamá o cambiar de ciudad, te encontraré y te arrancaré los ojos, ¿lo entiendes?
-Sí, Señor.
-Lárgate. Pero antes de salir a la calle, lávate toda esa mierda. Das pena.
-Sí, Señor.
Algunas horas después, ya en la noche, Carlos Luján colocó una mano sobre el hombro desnudo de Laura, su mujer. Ambos se habían acostado, agotados, pocos minutos antes. La ventana del dormitorio estaba abierta y, como siempre en verano, la habitación estaba envuelta en una penumbra que permitía ver con precisión.
-¿Qué pasa? –El rostro de Laura se volvió hacia él.
Él la miró en la oscuridad. Musitó «nada, nada…Perdona», y la dejó dormir.
Se había vuelto hacia su mujer aún medio dormido, en la primera duermevela de la noche. Ese momento en el que aún no se sueña, se piensa en cosas de la vida real pero la tentación de la noche y el cansancio las comienza a distorsionar. Ese peligroso momento del día en el que las cosas habituales siguen presentes, sólo que ya son distintas. Así pues, Carlos Luján se había sentido en esa misma cama, junto a esa misma mujer. Momento presente. Pero el sueño lo había empezado a tomar y, repentinamente, había llegado a creer que, con el solo gesto de volverse, volvería a encontrarse con otra mirada distinta de que la que vio en el rostro de Laura.
La mirada de Lucía Odriozola cuando le decía: Sí, Señor. Haré lo que usted quiera. Señor.
Tres horas después sonó el teléfono. Marido y mujer dieron un respingo. Un sudoroso Carlos Luján, con el corazón aún golpeando las paredes de su pecho, fue al salón y descolgó al aparato.
-Soy… soy Luján. Diga.
-¿Luján? Rebollo.
-Inspector Rebollo… ¿qué hora es?
-No me pregunte cuándo, sino dónde. Bajo el Viaducto. Ahora mismo.
-¿Qué vaya… ahora mismo?
Segundos de silencio.
Luego de nuevo la voz, esta vez socarrona, del inspector.
-Creí que se pondría más contento con la solución de su puto caso.
-Voy inmediatamente –Luján ya se había despejado.
Llegó a tiempo de ver los despojos. El cuerpo desarmado de un hombre, probablemente de mediana edad, que a todas luces se había estampado contra el suelo desde el Viaducto.
-Higinio Longares –le informó el inspector Rebollo, al que era la primera vez que veía sin corbata, en medio de aquella noche casi vacacional, tórrida, de Madrid -. De profesión, maestro de esgrima.
-¿Este tipo? –Luján se había percatado de la humildad de sus ropas y de sus zapatos. Ese tipo de cosas que había aprendido, en parte, gracias al propio Rebollo.
-Maestro de esgrima, sí. Un sablazo por aquí, otro por allá.
-Ya. ¿Otro de la cuadrilla de la División?
-Lo dudo –respondió Rebollo, sorbiendo su cigarrillo-. Hemos repasado listas y comprobado varias decenas de historias entre usted, Azpíriz, yo mismo y algunos otros. Nos habría aparecido. Este tipo sólo es un muerto de hambre.
-Ya. O sea que…
-O sea que, como yo dije, el asunto Anselmo López no fue nada más que un asunto entre muertos de hambre.
-Parece usted muy seguro de que este tipo sea el asesino de Anselmo López.
Por toda respuesta, Rebollo se volvió hacia su espalda, y gritó.
-¡Margall! ¡Margall! ¡Ven aquí, que te quieren ver!
Pocos segundos después, desde los alrededores del cadáver se acercó el cuerpo entrado en carnes y el rostro de campesino del forense Margall.
-¡Coño, Luján! ¡Tú por aquí! Bueno, por lo menos hoy no llueve. Y toda la basura es orgánica.
-Enséñale la prueba, Margall.
-¿La prueba?
-¡La prueba, cojones!
-Ah, sí…
Margall puso delante de Luján un sobre transparente con un papel. Estaban debajo de una farola y se veía bien. Era una cuartilla normal y corriente, a la que le faltaban algunos trozos. En la cuartilla, un texto escrito con letra temblona.
In Bello, Amicitia.
Dentro del sobre había quinientas pesetas en billetes de cien.
Luján sintió que se quedaba sin respiración. Pero hizo un esfuerzo por recuperarse.
-Espera, Rebollo. ¿Un problema entre ladrones?
-Eso he dicho.
-Ya. Y, ¿por qué saca a colación un ladrón el lema de un grupo de falangistas de la División Azul? ¿Acaso no demuestra eso que el asunto tiene algo que ver con la guerra?
-No necesariamente –respondió Rebollo, con gesto serio-. Sólo demuestra que este tipo sabía que su víctima tenía algo que ver con ese lema.
-Pero López escondió el anillo…
-Cierto. Tan cierto como que varios policías llevan días preguntando por colmaos y lugares varios si alguien sabe algo de In Bello Amicitia, ¿o no?
Luján se quedó sin palabras.
-Éste –dijo Rebollo- se carga a Anselmo López. Quién sabe por qué. Quién quiere saberlo. Eso sí, es más que probable que fuese por dinero, por ese dinero que estaba en el sobre. Luego se siente culpable. Se tira por el Viaducto. En su último acto en el mundo, decide reconocer su crimen. Para que la Virgen no le de un par de patadas. Caso cerrado.
-Es una posibilidad, pero…
Rebollo se colocó frente a Luján. Alto, imponente, seguro de sí mismo.
-Luján: caso cerrado.
Y ese fue el día o, mejor, la noche de julio de 1948 en que la policía cerró el caso del asesinato de Anselmo López a manos de Higinio Longares.
JdJ, cada entrega me gusta más que la anterior, y pensar que no me atraía nada la idea del folletín...
ResponderBorrarGracias.