La conferencia de Prieto de 17 de diciembre, a pesar de concluir con la recomendación al PSOE de retirarse del gobierno Giral que éste no atendería, es un hito histórico en el antifranquismo republicano. Es la primera vez que se plantea sin ambages una idea que la República en el exilio nunca se había planteado hasta entonces: la idea de que la unión contra Franco exigía del concurso de fuerzas que en su día no estuvieron en el Frente Popular, que incluso lo combatieron. Aceptar esta idea era demasiado para la mayoría de los republicanos históricos, los cuales, desde casi 1931, habían tenido, en no pocos casos, un concepto patrimonial de la República que les llevó a considerar que todo lo que fuese gobierno de otros grupos que no fueran ellos no era República.
El 22 de enero de 1947, ante el apoyo expectante del PSOE y el explícito recibido por Izquierda Republicana, Giral reúne a su gobierno. En dicha reunión, Giral presenta un programa que, en su sustancia, pretende recoger el guante arrojado por Estados Unidos y tomar para sí la labor de derribar a Franco. Para ello, dicho programa propone la intensificación de las acciones de resistencia en el interior de España. Eso sí, Giral, que por mucho que esté en contra sabe que las palabras de Prieto pisan el terreno firme de una oposición de interior que cada vez se siente más divorciada de sus antiguos líderes exiliados, incluye en su programa la unión y coordinación de todas las fuerzas de interior en un Consejo de Resistencia.
Es Sánchez Guerra, al fin y al cabo uno de los miembros del republicanismo más cercano a las derechas, el que le arroja a Giral el jarro de agua fría a la cara. En su intervención, opina que el catedrático de Farmacia no es la persona más indicada para llevar a cabo el programa que acaba de explicar porque, añade, una vez agotadas, en la Asamblea General, todas las posibilidades de ganar la guerra civil bis en el ámbito internacional, no queda otra que la convergencia con la oposición de derechas del interior del país. El viejo político independiente dimite como ministro y lo mismo harán, tras consultar a su organización, los ugetistas Trifón Gómez y Enrique de Francisco. Martínez Prieto y Leiva, de la CNT, hacen lo propio, con lo que lo que denominamos partidos de izquierda burguesa se quedan solos.
De todas las tomas de posición que se hacen públicas en esa hora, quizá la más puesta en razón sea, al menos en mi opinión, sea la de la CNT. Los anarquistas consideran que los resultados, o más bien los no-resultados, de la Asamblea de la ONU, colocan «la solución del problema español fuera del alcance del instrumento legitimista de la República: el gobierno republicano del doctor Giral»; además de referirse a la «política de intransigencia» del gobierno Giral que la ha «separado abiertamente» tanto de la Alianza Nacional de Fuerzas Democráticas como de la propia ONU.
Los cenetistas, que en la Historia de España son culpables de haber hecho tanto y tanto análisis radicalmente desenfocado son, sin embargo, y en estos momentos, quienes mejor leen el partido. La ONU quiere lo que quiere, y está dispuesta a llegar hasta donde está. La oposición de interior tiene los huevos pelados de que la detengan y la fostien en las comisarías. En esas condiciones, los antifranquistas de interior, que empiezan a ser tratados como verdaderos antifranquistas por encima de los exiliados y de los maquis que le hacen la guerra a Franco, lo que quieren es que Franco se vaya, y no les importa cómo. Si ha de irse mediando un pacto en el que el sueño republicano del 31 sea arrugado como kleenex y arrojado a la basura de la Historia, pues se hará. Y, de hecho, se hizo.
El presidente Martínez Barrio encarga formar gobierno al republicano Augusto Barcia, con la instrucción de buscar el mayor consenso posible, pero bajo el factor común de que el objetivo de lucha del gobierno ha de ser la reinstauración de la República. En esas condiciones, tanto PSOE como UGT le dan el no a Barcia; CNT, por su parte, le señala que, siendo Barcia un estrecho colaborador de Giral, no ve diferencia con el cambio. Barcia, por lo tanto, fue compelido por las circunstancias a renunciar al encargo. Por ello, Barrio encargó la labor a Rodolfo Llopis, quien sí que logró formar gobierno sobre la base de acercar posiciones con la oposición del interior y alineamiento con la ONU pero, eso sí, exigiendo que, el día que se celebrase esa consulta al pueblo español, fuese el gobierno de la República el que tuviese el mando del país; el gran cambio, sin embargo, es que la República, ahora, acepta, cosa que no hacía el gobierno Giral, que en dicho gobierno haya carteras en manos de fuerzas de derechas.
El gobierno quedó formado de la siguiente manera.
- Presidente y ministro de Estado: Rodolfo Llopis (PSOE).
- Justicia: Manuel de Irujo (PNV).
- Hacienda: Fernando Valera (UR).
- Defensa: Julio Just (IR).
- Instrucción Pública: Miquel Santaló (Izquierda Catalana).
- Emigración: Trifón Gómez (UGT).
- Economía nacional: un ministro comunista de posterior designación (Uribe, si no estoy errado).
- Información: un ministro cenetista de posterior designación.
En esta lista, en todo caso, falta el gran muñidor, que no es otro que Indalecio Prieto, la auténtica alma de este proyecto de creación de una Asamblea Constituyente en la que sólo faltarían los franquistas que siguiesen siéndolo (es decir, ni a los franquistas renegados como Ridruejo se les negaba ya sitio). La gran oposición republicana, plasmada en un manifiesto dado a la prensa, proviene del negrinismo.
En marzo de 1947, Llopis es recibido por el presidente belga y su ministro de Asuntos Exteriores, en un importante espaldarazo diplomático a su política; espaldarazo que completó en marzo Edouard Herriot, presidente de la Asamblea Francesa, recibiendo al gobierno en pleno. Llopis, como todos los republicanos del exilio, quería saber una cosa. Quería saber cuál era el significado que habría quedarle al sintagma «en un plazo razonable» que, como recordará todo paciente lector de estas notas, se encontraba en la resolución de Naciones Unidas. Spaak, el ministro belga, opinó que ese plazo deberían ser seis meses, lo cual equivaldría a decir que, si Franco no se había ido en junio de ese año, la ONU tendría que tomar las medidas pertinentes.
La clave de esta nueva etapa, digamos, semilegitimista de la República en el exilio, es, claramente, las negociaciones con los monárquicos. Pero éstas no son nada fáciles. Los monárquicos quieren en 1947 lo mismo que querrán durante todo el franquismo y otendrán en la Transición: que, cualquiera que sea la consulta que se le haga al pueblo español, dicha consulta sea posterior a la instauración de la monarquía como forma de Estado. El antiguo Frente Popular, por su parte, insistía en la necesidad de un tratamiento absolutamente neutro, para que el pueblo español pudiese decidir libremente.
Republicanos y monárquicos, en todo caso, se habían olvidado de que en el tablero había una pieza más: Franco.
En marzo de 1947, Luis Carrero Blanco, subsecretario entonces de Presidencia del Gobierno, se presenta en Estoril, asumiendo la incómoda misión de presentarle a Juan de Borbón el proyecto de ley de Sucesión del franquismo; el texto legal que dice que España es un Reino y, por lo tanto, debe ser gobernado por un rey; pero, al mismo tiempo, deja la cuestión de decidir qué rey en manos de Franco. El 31 de marzo, a las 11 de la mañana, se produce la entrevista, que fue la leche. Carrero le dió el proyecto al Borbón para que lo estudiase, y se fue. Diez minutos después, regresó y le dio al vizconde de Rocamora el recado de que le dijese al jefe de la casa borbónica que el proyecto que le había dado iba a ser anunciado esa misma noche por Radio Nacional. Para cuando Juan de Borbón quiso pedirle explicaciones al almirante, éste se había ido a la naja.
Como respuesta a este putadón, auténtica jugada de trilero que demuestra que o bien Franco o bien alguien cercano a él estaba bien dotado para el timo, el 7 de abril Juan de Borbón publica su famoso manifiesto, en el que dice que la nueva ley «prevé un sistema [sucesorio] por completo opuesto al de las leyes que históricamente han regulado la sucesión de la corona», citando nombres como el de Balmes, y soltando por la boca lindezas democráticas del calado de la que sigue: «Frente a este intento, yo tengo el deber inexcusable de hacer una pública y solemne afirmación del supremo principio de la legitimidad que encarno, de los imprescindibles derechos de soberanía que la Providencia de Dios ha querido que vinieran a confluir en mi persona». Asimismo, el jefe de la casa real borbónica se muestra partidario de «un Estado de Derecho inspirado en los principios esenciales de la vida de la Nación y que obligue por igual a gobernantes y gobernados».
En mi opinión, esta nota de Juan de Borbón fue muy poco reflexionada por él y por su entorno porque, o yo estoy muy equivocado, o dice exactamente lo que El Pardo esperaba que dijese. Desde un punto de vista democrático de segunda mitad de siglo XX, es una nota casi, o sin casi, impresentable. El jefe de la casa real no se refiere al concepto de democracia; se permite citar a teóricos más viejos (y fachas) que mear de pie contra la tapia de una iglesia; cita a la providencia divina a la hora de desplegar los méritos por los cuales los españoles deben aceptarle; por supuesto, ni se acuerda de la solución plebiscitaria que se supone que apoya en las negociaciones con los republicanos; y, en general, lo que hace es, como digo, hacerle un favor al franquismo. Tras el manifiesto, Franco bien podrá susurrar: «si pensáis que yo soy facha, mirad éste...»
Para más inri, la reacción de los republicanos a un proyecto de ley que define España como un reino no puede ser otra que decir que España es una república y eso es lo que debe volver a ser.
Ambos, monárquicos y republicanos, cayeron en el trile del franquismo, que los dejó en bragas, y sin desgastarse. Los republicanos se dedicaron a decir, en entrevistas periodísticas, que aún era posible el acuerdo con los monárquicos. Pero ese acuerdo, el 8 de abril de 1947, estaba un poco más lejos, se mirase como se mirase.
Como en una relación causa-efecto (y es que probablemente lo es), al antifanquismo le crecen los enanos. Los socialistas del exilio cada vez dejan más claro que no creen que las instituciones republicanas deban pervivir. En el interior, los comunistas abandonan la ANFD, incapaces de superar sus diferencias con socialistas y cenetistas partidarios de la entente con los monárquicos.
En el plano internacional, la ONU deja claro que no se cree el referendo franquista de la Ley de Sucesión y, más aún, deja a España fuera tanto de la conferencia de Estados europeos como del Plan Marshall. Sin embargo, el tiempo pasa, el «plazo razonable» se consume, y el Consejo de Seguridad no parece dispuesto a mover un dedo. Llopis trata de presionarles dando una imagen de unidad antifranquista convocando las Cortes republicanas, incluso, opina Prieto, con presencia de diputados de derechas; pero dicha reunión no se produce. En septiembre, en Toulouse, el PSOE celebra un congreso en el que se acuerda que la solución al problema español pasa por la actuación de todas las fuerzas antifascistas sin excepción; y que es necesario apoyar «fórmulas más realizables»; una forma elegante de decir que los socialistas ya no se creen la milonga de que los españoles van a recibir algún día a la República en el exilio aplaudiendo con las orejas.
En su discurso, Prieto utiliza la palabra «enemigo» para definir al Partido Comunista, lo que introduce una grave disensión dentro del republicanismo, ya que otras formaciones, como IR, UR o algunos nacionalistas, no son partidarios de participar en ningún viaje en el que no estén los comunistas. Finalmente, el congreso aprueba una resolución por la que se apuesta por las fórmulas de transición defendidas por Naciones Unidas (en realidad, por la Nota Tripartita) y estableciendo la implantación de la República como algo accidental que si viene, viene; y si no, pues no. El PSOE, concluye la resolución, participará en el gobierno siempre y cuando éste no le estorbe (ésta es la palabra usada en la resolución) en sus actuaciones.
El congreso del PSOE de Toulouse, que fue rabiosamente anticomunista, colocó a Llopis, socialista, en una posición desabrida, pues presidía un gobierno con participación de los comunistas y de otros grupos que consideraban dicha participación absolutamente necesaria. «Las decisiones tomadas por su partido en Toulouse», le escribirá a Llopis Vicente Uribe, ministro comunista, «son una amenaza de guerra civil entre los republicanos». Tan desagrida es la situación, que el gobierno Llopis, como no puede ser de otra forma, cae el 6 de agosto.
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