Y es que Pasquín está situado detrás del Palazzo Braschi de la capital italiana, cerca de la Piazza Navona. Lleva allí desde 1501, cuando fue situado en tal lugar por el cardenal Oliviero Carafa. Es una estatua que se conserva sólo parcialmente, tan parcialmente que son varias las teorías que se han desarrollado sobre la realidad que representa. La opinión más generalizada es que el roto conjunto escultórico representa a un gladiador. Pero hay otros que creen que representa a Hércules realizando uno de sus trabajos, y otros que consideran que el conjunto representó en su día a un soldado de Alejandro Magno sosteniendo el cuerpo de su jefe durante su baño en el Cidno; a Ayax, a Menelao... Como se ve, teorías las hay para todos los gustos.
El otro gran misterio de esta historia es el origen de la palabra pasquino en italiano, o pasquín en español. Todo parece indicar que es un nombre, ciertamente. Pero ahí se acaban los consensos. Hay quien quiere recordar que Pasquín era el nombre de un sastre de alto copete que realizaba encargos para el Papa, la Curia y los grandes nobles, y que en ejercicio de sus funciones (recuérdese que ésta, y no otra, es la esencia de la trama de El sastre de Panamá) se acababa enterando de muchos secretos, secretillos y secretazos de la Roma de su tiempo. Por eso, cada vez que se escuchaba una maledicencia a media voz, todo el mundo refería que la había dicho Pasquín. Según esta versión, a la muerte del sastre, la estatua de marras fue encontrada durante unas obras enterrada en la calzada, y fue colocada en el lugar donde había estado el taller del famoso cotilla, adquiriendo su nombre.
En todo caso, parece claro que fue el cardenal Carafa el primero que tomó la costumbre de clavar alrededor de la estatua papeles con composiciones literarias, aunque en aquel momento eran de contenido lírico. Pero eso fue cambiando. Al calor de la costumbre, en el pedestal de la estatua de Pasquín comenzaron a aparecer epigramas satíricos, que hablaban del Papa, de los cardenales, de cualquier suceso de la capital. El pontificado del español Alejandro VI marcó un claro cénit en la publicación de pasquines difamatorios. El pueblo romano odiaba al Papa español (verdademente, sus razones tenía) y no se recató de alicatar la estatua con sus opiniones. En 1501, al principio de los pasquines pues, se publicó uno que sacaba punta del hecho de que en el escudo de los Borgia hubiese un buey. Decía el buen pasquín:
Predixit tibi papa bos quod esses
El inteligente truco de este pasquín estaba en que no tenía coma, con lo que invitaba al lector a colocarla él mismo. Según dónde la coloquéis, la frase puede significar:
Tú predijiste que serías un Papa buey (sin comas).
Tú predijiste, oh Papa, que serías un buey (con «papa» entre comas).
Tú predijiste, oh buey, que serías Papa (con «bos» entre comas).
Ya sé que la LOGSE se lo ha cargado, pero el latín puede llegar a ser muy divertido.
Todo esto hizo que los matices primeros, relacionados con la pulsión de los poderosos por dejar ver sus opiniones, desapareciesen, y el pasquín pasase a ser un elemento totalmente popular y totalmente clandestino, es decir perseguido.
Que yo sepa, el primer pasquín anónimo se lo llevó un español: el Papa Calixto III (1455-1548), de soltera Alfonso Borja, quien había realizado un nepotismo de libro a favor de sus sobrinos y, por la tal razón, se ganó esa apostilla:
A los pobres, sus apóstoles la Iglesia había dejado Cristo;
presa de los ricos, sus sobrinos, es regida hoy por el buen Calixto
El Papa Adriano VI le declaró la guerra a los pasquines. Si éstos se habían refugiado hasta entonces en una fiesta literaria galante impulsada por el cardenal Carafa todos los 25 de abril, Adriano la prohibió. El Papa, de hecho, albergó la idea de romper la estatua y tirar los trozos al Tíber; con muy buen criterio, el excelso poeta Torcuato Tasso, autor de la Jerusalén liberada, le convenció de que, si hacía eso, los restos de la estatua harían nacer en el río «infinitas ranas que croarían noche y día»; en clara alusión al hecho de que tratar de acabar con los pasquines no haría sino multiplicarlos. Un cónclave decimonónico, el que eligió a Pío VIII (1829) se celebró mientras un cuerpo de guardia específico vigilaba la estatua las 24 horas.
Para la mellada estatua romana escribieron las mejores plumas locales. Escribieron Jacopo Sannazaro, Baltasar de Castiglione, Niccolò Franco y, sobre todo, el grande entre los grandes: su majestad Pietro Aretino.
Con el tiempo, además, a Pasquín le salieron interlocutores. Otras estatuas romanas donde también se colgaban papeles, normalmente contestándose unas a otras. Esto fue conocido como el club de los ingeniosos, del que formaban parte el propio Pasquín, así como la estatua de Madama Lucrecia (una estatua de la puerta de la iglesia de San Marcos, en la Piazza Venezia); Marforio, una estatua yacente del Capitolio; una estatua de un cónsul aparecida en la Piazza Vidonio y conocida por los romanos como el abad Luigi; Il Facchino o mozo de cuerda, situado en la vía Lata; y, finalmente, la estatua conocida como El Babuino, aunque en realidad es un sileno no muy favorecido, situado en una fuente de una de las vías que van a dar a la Piazza Spagna.
Los pasquines desaparecieron con la entrada de las tropas italianas en Roma y la incorporación de la ciudad a Italia; signo inequívoco de que el Papado, y el poder papal sobre la ciudad, fueron sin lugar a dudas su principal combustible. Hay quien dice que cuando se habló de que Hitler iba a visitar la Roma mussoliniana renacieron los pasquines, pero yo tengo esa versión por una más de las elaboraciones creativas de la historia de la segunda guerra mundial, elaboraciones que tienden sistemáticamente a ver hordas de resistentes antifascistas donde, de haber, lo que hubo fueron grupúsculos en situación putomiérdica y escaso apoyo social.
Hoy, los romanos tienen otras vías para practicar la crítica del pasquín. O, tal vez, es que han perdido el ingenio.
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