A lo largo de estas notas que ya van durando creo haber destilado varias veces mi opinión de que Juan II de Castilla era de natural caprichoso y variable, hecho éste que lo hizo impredecible y que convirtió la presencia de Álvaro de Luna a su lado en prácticamente imprescindible. En 1437, y sin que sepamos a ciencia cierta por qué, el rey da una nueva prueba de que va a su puñetera bola todo el día: ordena el arresto del adelantado Pero Manrique, a quien, en pasadas tomas de esta historia, hemos visto romperse los cuernos por su rey, bien es verdad que debiendo lavar el pecado de haber apoyado al de Aragón en lo de Tordesillas.
Aquello de don Pero fue, además de difícil de entender, políticamente erróneo. Manrique estaba largamente emparentado con la alta nobleza castellana y, por otra parte, marqués que no era su primo, era su amigo. Con la detención, para empezar, el rey castellano se ganó la enemistad del Almirante de Castilla, que siempre le había sido fiel. Para como el adelantado se fugó de su prisión de Fuentidueña y puso los pechos de su caballo en dirección a Medina de Rioseco, donde se había encastillado don Fabrique. El rey respondió juntando lanzas y sacándolas al campo. Una vez más, Castilla en clave de guerra civil.
Aquel enfrentamiento vino a coincidir con el regreso desde Italia de los aragoneses, ya sin el infante Pedro que murió de un tiro junto a las murallas de Nápoles. Como ya hemos dicho que esta familia es ya una familia de príncipes al estilo maquiavélico, al instante urdieron una trama para engañar al rey castellano. De modo y forma que Alonso se quedaría en Zaragoza como si la cosa no fuese con él, Juan de Navarra haría como que apoyaba al rey, y a Enrique le reservaron el papel que más le gustaba, es decir el de rebelde que apoyaba a los nobles alzados.
En medio de esta tela de araña, y hemos de suponer que para desesperación del condestable que es imposible que no se diese cuenta de jugada (y también es de suponer que alucinaba al comprobar cómo el rey se la tragaba), el monarca castellano fue progresivamente embaucado y convencido de eso de la paz ante todo y tal. Tal cosa se pactó en el llamado Seguro de Tordesillas, pacto que consiste, básicamente, en una nómina de humillaciones del rey castellano, el teóricamente más poderoso, y que prácticamente se baja lo pantalones en cada página del superferolítico documento. Entre las cesiones reales figura una que deja bien claras las intenciones de los firmantes: el apartamiento de Álvaro de Luna de la Corte durante seis meses.
Ya por aquel entonces aparece en escena un personaje más. Si hasta ahora hemos llenado esta página de mentirosos, hipócritas, traidorzuelos y gilipollas, aún nos faltaba uno a quien, sin embargo, a menudo la Historia no trata demasiado mal: Enrique de Castilla, el futuro Enrique IV.
Hay mucha gente a quien Enrique IV le cae bien. No es algo que sea criticable, porque estas cosas van por gustos. De Enrique se destaca, a veces, su presunto talante democrático por gastarse una simpatía hacia los musulmanes (gustaba, al parecer, de vestir a la manera mora) que obviamente su medio hermana Isabel no tenía. Además, Enrique es querido por todos aquellos que consideran que la movida de Isabel contra su hija, La Beltraneja, fue un sucio montaje.
Yo no digo, desde luego, que Isabel de Castilla fuese una santa y, es más, tengo mis dudas de que La Beltraneja no fuese hija del rey (así como las tengo de que lo fuese). Pero eso no mueve ni un ápice ni la imbecilidad ni, sobre todo, la endeblez de palabra de este Enrique de Castilla tan, tan capullo. No desplegó la menor fidelidad hacia su padre y hacia la institución que representaba, se despachó con una falta de escrúpulos tan notable como burda y fue, en general, uno más de los malos reyes que trufan la Historia de España.
En este punto de la guerra civil, Álvaro de Luna, quien como sabemos está desterrado, decide que no es momento de andarse con gollerías, y abandona Escalona para poner sus armas en defensa del rey. Se dirige contra Enrique de Aragón, tomándolo por el núcleo de la rebelión y, tras infligirle una seria derrota cerca de la propia Escalona, lo acorrala en Torrijos. Enrique reacciona pidiendo ayuda, lo cual desenmascara a Juan de Navarra, el cual se ve obligado a acudir en su apoyo desde Arévalo.
Fue Álvaro de Luna, al fin y a la postre, el que cambió las tornas de aquella guerra, que pintaban mal para su rey. Tanto éste como sus enemigos estaban en las inmediaciones de Medina, con notable inferioridad para el ejército castellano. Sin embargo, el condestable consiguió entrar en la ciudad de noche, con más de 1.500 efectivos, convirtiendo dicha inferioridad en todo lo contrario.
No obstante, en Medina había un montón de agentes del rey Juan de Navarra, que fueron los que, una noche de junio, rompieron desde dentro la muralla por dos sitios para facilitar la entrada de los confederados.
Conocedores de la traición, el rey y Álvaro de Luna se colocan en la plaza de San Antolín de la villa, esperando la llegada de unos parciales que, sin embargo, no se juntan en demasiado volumen, por lo que parece imposible que sean capaces de enfrentarse a los dos hermanos, Juan y Enrique, que ya están dentro, buscándole. El rey, viéndose perdido, primero ordena a Álvaro de Luna que se ponga a salvo y, después, llama a parlamentar a don Fabrique, el almirante, que está con los aragoneses como sabemos a causa de la mamonada real de haberla tomado con Pero Manrique.
En la reunión de San Antolín se vuelven a decir por ambas partes palabras dulces relacionadas con los íntimos vínculos familiares que tienen todos los presentes de sangre real. Pero los aragoneses, que saben que han ganado, exigen su pieza mayor. Ésta no puede ser la corona y lo saben. Juan II deberá seguir siendo rey. Eso sí, tampoco es que les pueda parecer mala cosa que sigua al frente del país un tipo tan débil e inconsistente. Lo que exigen es una limpieza étnica en la Corte castellana, limpieza de la cual habrán de ser víctimas Álvaro de Luna y sus parciales. En julio de 1441, se pronuncia la sentencia por la cual el condestable queda desterrado durante seis años.
Esta sentencia supone una victoria sin paliativos para el bando aragonés y la prisión de facto del rey castellano en manos de sus captores. Sin embargo, como ya ha ocurrido en el pasado, también tiene sus contravenciones. Como digo, ya hemos tenido ocasión de ver que el único gran problema de los aragoneses no era que no supieran perder; lo que no sabían era ganar. Era la de los infantes de Aragón una alianza coyuntural, totalmente estratégica. Nadie ha pensado seriamente en lo que hay que hacer una vez que se venza. Y a eso hay que añadir el factor de que ya tiene uso de razón (por llamarlo de alguna manera) el príncipe Enrique de Castilla, otro importante marmolillo que añadir al horizonte real español, ya de por sí preñado de ambiciosos, los más de ellos cortos de miras.
De hecho, la sentencia contra el De Luna nunca llega a aplicarse en su totalidad. Según la misma, debía entregar su stronghold de Escalona, cosa que no existe traza que hiciese nunca. Además, también muy pronto reingresan en la Corte algunos de sus allegados, como Alonso Pérez de Vivero; todo ello signo inequívoco de que al bando ganador, ante el Patio de Monipodio en que se ha convertido Castilla bajo su desgobierno, no tienen más remedio que pactar, siquiera parcialmente, con el odioso exiliado. No obstante lo dicho, el bando ganador parece arrepentirse de su propia debilidad y actuar mediante rabotazos violentos, como la detención del propio De Vivero a cuenta de unos presuntos crímenes que habría cometido. Pero estos rabotazos son, precisamente, los que dejan ver su natural dictatorial y colocan a no pocas gentes de Castilla del lado del condestable.
El muñidor de la coalición contra los aragoneses fue el obispo de Ávila, Lope de Barrientos, quien se empeñó en ganar para su causa al príncipe Enrique, y acabó consiguiéndolo. Así, los partidarios del rey reunieron en Burgos más de 7.000 efectivos, y con ellos avanzaron hacia Pampliega, donde estaba acampado el verdadero ejército que sustentaba el poder sobre el rey castellano, que no era otro que el de Juan de Navarra. Cuando el rey norteño tuvo noticia de lo que se le acercaba y echó cuentas de lo que tenía, se dio cuenta de que no podía ganar y, mucho más listo que su hermano Enrique, pasó de mariconadas de encastillarse y tal y, directamente, pasó a Navarra. Pero fue sólo una retirada táctica. En 1445 se concertó en Navarra con su hermano Enrique para formar un ejército y presentar batalla. Entraron en Castilla y se juntaron con sus aliados castellanos: el almirante de Castilla, el conde de Benavente, Pedro Quiñones, merino mayor de Asturias, Juan de Tobar, Rodrigo Manrique, el conde de Castro y otros nobles. Todos juntos tomaron Olmedo.
Para entonces el rey estaba en El Espinar. Cruzó el puerto de Guadarrama y acampó a cosa de kilómetro y medio de Olmedo. Tenía a su lado a su hijo Enrique, a Álvaro de Luna, al conde Alba, Íñigo López de Mendoza, Juan Pacheco, privado del rey, el conde de Haro y Lope de Barrientos, obispo de Ávila.
Don Lope es el listo de esta parte de la Historia. El taimado obispo era la cabeza más dotada para la diplomacia del lado castellano (y del contrario también), como ya ha demostrado ganándose al príncipe Enrique. Cuando, en un consejo, los castellanos le dijeron que esperaban la llegada en unos días del maestre de Alcántara con tropas que harían a los castellanos decididamente superiores (las fuerzas estaban entonces muy igualadas), De Barrientos se ofreció para parlamentar con los aragoneses una falsa salida negociada que los tuviera unos nueve días ocupados. Y así lo hubiera hecho; no sólo les hizo perder el tiempo, sino que consiguió que, durante toda la negociación, estuviesen convencidos de estar prontos a conseguir una solución satisfactoria. La verdad, no debía de costarle mucho al señor obispo amagar con presuntas cesiones del rey Juan II, pues éste había cedido, de verdad, millones de veces ya.
La batalla de Olmedo se produjo, sin embargo, el 19 de mayo de 1445; días antes de lo que cualquiera de los dos bandos hubiese deseado. Lope de Barrientos era un tipo listo pero, claro, tenía que contar con tener en su bando un tonto del culo como Enrique de Castilla. Enriquito El Voluble (marca de la casa) gustaba de dirigir en las pausas de la batalla pequeñas escaramuzas a las que entonces eran muy aficionadas las gentes de armas. Aquel día se acercó a Olmedo para buscar alguna pequeña pelea. Pero se acercó demasiado, lo que generó la sobrerreacción de los que estaban dentro. Cuando Enrique vio que le perseguía gran tropa (unos cien jinetes) salió echando leches hacia su campamento y el rey, al verlo, lo tomó por un ataque en toda regla, con lo que hizo sonar todas las sirenas que aún no se habían inventado.
En la batalla de Olmedo muere uno de los personajes principales de esta historia. De una forma bastante gilipollas, además. Enrique de Aragón recibe un puntazo de espada en una mano. Es curado de urgencia en Olmedo, pero acto seguid, y dado el signo que adoptó la batalla de Olmedo, tiene que salir para Aragón. Mala decisión. Horas y horas cabalgando camino de la patria chica mientras que los microbios hacen su agosto en la palma de su mano. En Calatayud es ya malamente curado, pues la cosa está fea. La herida, teóricamente poca cosa, le cuesta la vida a este maniobrero candidato eterno al poder, rey sin corona, vasallo de nadie.
La misma noche de la batalla ya se sabe que las huestes de Juan y Enrique de Aragón han vuelto grupas hacia el reino de su hermano Alonso. Los castellanos deciden no perseguirlos.
Castilla ha ganado. Los ejércitos castellanos levantan el campo de Olmedo y recalan en Simancas. Allí se hacen planes sobre qué fuerzas enviar para someter los predios de los nobles que se han juntado con los aragoneses en la batalla. Los hombres de Estado de Castilla piensan sólo en pacificar y consolidar el país.
Pero no cuentan con que hay un ambicioso en sus filas.
Aprovechando la noche, y no se sabe muy bien ni por qué ni para qué, el príncipe Enrique se escapa de la Corte.
Esto tiene más suspense que una película de Hitchcock...
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