Cuando comienza el siglo XX, el que había sido el primer ejército del mundo presenta una situación tal que no conseguiría promocionar ni a la Segunda División B bélica mundial. De hecho, se podría decir que si a alguien se le hubiese encargado organizar el ejército español a mala hostia, no lo habría hecho peor de cómo estaba.
Años después de la pérdida de Cuba, y a la espera de que estalle la guerra de Marruecos, el ejército español presenta una oficialidad acromegálica: 499 generales, 578 coroneles y más de 23.000 oficiales. Para mandar a los soldados tenía el ejército español seis veces más oficiales que el francés, con muchos más efectivos.
A los problemas de la sociedad con el ejército se unen los del propio ejército conmigo mismo. Dentro de la institución castrense no todo son abrazos y consensos. De hecho, entre las diferentes armas se producen muchas disensiones y enfrentamientos más o menos soterrados, que cristalizan, sobre todo, en un sentimiento de abandono y discriminación por parte del arma de infantería. La infantería ha sido siempre la base de todo ejército, cuando menos de tierra (y sin ejército de tierra no hay invasión que valga), pero en aquel entonces sus mandos se sentían preteridos frente a otras armas, sobre todo la de artillería. Los artilleros llevaban cosa de un siglo desarrollando una especie de moral militar específica dentro del ejército, moral que se basaba en varios principios. De entre ellos, uno muy importante era la política de ascensos. Como es lógico en un arma tradicional, los artilleros querían ascender por escalafón, esto es, primero el que más tiempo lleva esperando el ascenso; por esta razón, desde finales del siglo XIX, en distintas épocas y con distinta intensidad, en el arma de Artillería se fomentó un pacto entre caballeros mediante el cual aquel miembro del arma que recibiese un ascenso distinto del correspondiente por escalafón renunciaría a él, cambiándolo por una condecoración las más de las veces. Esta actitud irritaba a buena parte del resto de los militares, a alguno hasta el punto del enfrentamiento frontal, como le ocurriría al dictador Miguel Primo de Rivera, quien llegó a disolver el arma de Artillería (ahí es nada).
En todo caso, fue la irritación del arma de infantería la que estuvo detrás de la creación de la Junta de Defensa de dicho arma en Barcelona, a la que siguieron otros órganos parecidos, que acabaron, sobre todo en los años previos a la dictadura, por convertirse en un auténtico poder fáctico, que ponía y quitaba ministros, y que, como ya hemos visto, dio golpes de Estado encubiertos.
Con fecha 23 de abril de 1931, es decir apenas diez días después del advenimiento de la República, el Ministerio de la Guerra publica una norma por la que modifica el juramento de fidelidad de los militares, que ahora deberán jurar fidelidad al orden constituido, y asevera que aquéllos que se nieguen a pronunciar dicha promesa causarán baja en el Ejército. En ese momento, lo que hay entre la milicia y la República es una calma tensa. Es obvio que los militares no hicieron nada por contravenir la República, lo cual es valorado por el gobierno; pero subsisten las dudas, porque los militares, en buena proporción, son de filiación claramente monárquica.
El 25 de abril, el ministro Manuel Azaña inicia su reforma militar con un famosísimo decreto que concede el pase a la situación de segunda reserva, con el mismo sueldo que disfrutaban en la escala activa, «a todos los oficiales generales del Estado Mayor general, a los de la Guardia Civil y Carabineros y a los de los Cuerpos de Alabarderos, Jurídico Militar, Intendencia, Intervención y Sanidad», así como a los oficiales de las distintas armas y cuerpos, que así lo solicitasen. Ésta fue la piedra angular de la reforma de Azaña y buscaba, claramente, resolver el problema clave del ejército español, que era la abundancia de jefes para tan poco indio. Una vez iniciado este proceso, Azaña comenzó la reforma del ejército propiamente dicha.
Quedan para la Historia los nombres de quienes asesoraron al ministro en esta labor: comandante de Artillería Juan Fernández Saravia; comandante de Caballería Germán Boaso Román; comandante de Artillería Antonio Vidal Lóriga; comandante de Infantería Andrés Fuentes Pérez; comandante de Estado Mayor Ángel Riaño Herrero; comandante de Ingenieros Enrique Escudero Cisneros; comisario de guerra de segunda José de Armas Chirlanda; capitán de Caballería Juan Ayza Bergoños; capitán de Artillería Pedro Romero Rodríguez; y capitán de Intendencia Elviro Ordiales Oroz.
Estos once hombres no sé si sin piedad (contando Azaña) realizaron una poda en la estructura del ejército español que cabe señalar de espectacular. Su objetivo era modernizar la estructura de las fuerzas armadas y llevarlas a una proporción razonable de aproximadamente un militar por cada cien civiles.
En consecuencia, se dividió el país en ocho divisiones orgánicas y se estableció la dotación que habrían de tener, que en cada caso era:
- 2 brigadas de infantería, formadas cada una por dos regimientos, asimismo formados por dos batallones, y teniendo cada batallón 4 compañías de fusileros, una de ametralladoras y una sección de especialistas.
- 1 escuadrón de caballería, con una sección de armas automáticas y otra de infantería ciclista.
- 1 brigada de artillería ligera.
- 1 batallón de zapadores-minadores.
- 1 grupo de transmisiones.
- 1 sección de iluminación.
- 1 escuadrilla de aviación.
- 1 unidad de aeroestación.
- 1 parque divisionario para municionamiento, armamento y material.
- 1 grupo divisionario de intendencia, con una compañía montada de víveres, una compañía automóvil de panadería y dos compañías de servicios.
- 1 grupo divisionario de sanidad, con una sección de ambulancias, una columna de evacuación y un grupo de desinfección.
- 1 sección móvil de evacuación veterinaria.
Además de esta estructura, por así decirlo, por defecto, había unidades más independientes, como dos brigadas mixtas de infantería de montaña, 2 regimientos de carros ligeros de combate, 7 regimientos más de infantería, 1 división de caballería, 4 regimientos de artillería pesada, 4 regimientos de artillería de costa, 3 grupos mixtos de artillería, 2 grupos de defensa contra aeronaves, 4 parques de artillería de cuerpo de ejército, 1 regimiento de zapadores-minadores, 1 parque central de automovilismo, 1 batallón de pontoneros, 1 regimiento de ferrocarriles, 2 grupos autónomos mixtos de zapadores y telégrafos en Baleares, otros dos en Canarias, sendas compañías de intendencia y sanidad en ambas islas, un regimiento de aeroestación, 3 grupos de información de artillería y 1 depósito de ganado.
Parece mucho y, probablemente, lo es a los ojos de muchas personas que se sientan pacifistas. Y es interesante recordarlo porque, aparte de reivindicarse con ello la verdad, también viene bien porque a veces, dentro de las visiones entre románticas e interesadas de la República, se quiere ver en la reforma de Azaña algo así como un desmantelamiento del ejército, fomentado por presuntas ideas antimilitaristas del ministro que luego sería primer ministro y, después, presidente de la República.
Para disgusto de alguno de sus hagiógrafos y/o admiradores, Azaña estaba muy lejos de ser lo que hoy consideraríamos un pacifista. Era, eso sí, una persona obsesionada con que el presupuesto militar se gastase bien, es decir no importase una peseta más de lo necesario, pero tampoco una peseta menos. Sus palabras donde deben pronunciarse, esto es en la sede parlamentaria, son éstas:
El Ejército en España no es mejor ni peor que la Universidad, o que los ingenieros de caminos, o que el Ateneo, o que cualquier otra institución. Lo que pasa es que dentro del funcionamiento del Estado, la institución militar y, por consiguiente, los gastos que acarrea, o son perfectos o son estériles; no hay término medio. Y es por el carárter contencioso del Ejército. El Ejército, en tiempo de paz, no tiene más misión que instuirse para la guerra; pero cuando llega la guerra, si la organización del Ejército no es todo lo perfecta que cabe en lo humano, no sirve para nada, y todo lo que se ha venido gastando y produciendo y trabajando en los años de paz es absolutamente perdido; esto no pasa en ninguna otra institución del Estado.
No parece que una persona que declara que su deseo es un ejército todo lo perfecto que cabe en lo humano pueda considerarse ni pacifista, ni partidario del desarme, ni enemigo del monopolio legal de la violencia.
Eso sí. La larga lista de unidades que conformaban el ejército de la República no debe esconder el bosque del importante adelgazamiento del mismo. Azaña y sus asesores suprimieron 37 regimientos de infantería, cuatro batallones de montaña, nueve batallones de cazadores, 17 regimientos de caballería, un regimiento de ferrocarriles y dos batallones de ingenieros. Un decreto de 16 de junio reorganiza las áreas militares y suprime las categorías de capitán general y teniente general (que Franco resucitó y, por lo que sé, resucitadas siguen); y luego tomó otra serie de medidas, entre las cuales, quizá, la que más se conoce es la decisión de clausurar la Academia Militar de Zaragoza, que entonces era dirigida por el general Franco.
Los diez militares que hemos citado formaban el llamado Gabinete Militar, conocido en muchos cuartos de banderas de aquella época como Gabinete Negro. Emilio Mola, el general que se alzaría con Franco en el 36 desde Pamplona, es la fuente que más escritos ha dejado por parte de, por así decirlo, la oposición a la reforma. Según esta versión, el Gabinete Negro tuvo como principal función delimitar quién debía ascender y acceder en cada caso al mando en las tropas. Es, ya lo digo, la versión de Mola; pero resulta difícil de creer a la luz de los acontecimientos, a menos que presupongamos a los asesores de Azaña un desconocimiento total de las cojeras ideológicas de los compañeros a los que ascendieron o mantuvieron.
Los autores de los panegíricos franquistas tras la guerra, como Arrarás, hablan sin ambages de mutilación al referirse a las medidas de Azaña. Sin embargo, unos seis meses después de comenzada la reforma, Azaña pudo ir a las Cortes y vanagloriarse de que las oposiciones habían sido nimias; y no mentía. No obstante, no son pocos los indicios de que lo que pasó realmente es que los militares habían quedado, tras la proclamación de la República, en cierto estado de incertidumbre que les impidió organizarse y reaccionar. Lo cierto es que los hechos acabaron por demostrar que no eran pocos de ellos los que estaban radicalmente en contra de la reforma y, de hecho, aquellos pocos militares que además eran diputados (caso de Fernández Castillejo, Joaquín Fanjul o Tomás Peire) combatieron diversos proyectos de Azaña todo lo que pudieron. No fueron los únicos que combatieron la reforma. También lo hicieron las derechas patronales, las cuales rechazaban una de las medidas de la reforma: la creación del Consorcio de Industrias Militares, que consideraban era una competencia desleal contra las industrias privadas. El Consorcio englobaba a la Fábrica Nacional de Toledo, la Fábrica de Artillería de Sevilla, la Fábrica de Pólvoras y Explosivos de Granada, la Fábrica de Pólvora de Murcia, la Fábrica de Armas Portátiles de Oviedo y la Fábrica de Cañones de Trubia. Fue disuelto en 1935, durante el bienio de las derechas.
Si avanzamos en la lectura de quienes opinaron sobre estas reformas, encontramos que no se cuestiona su origen principal. El propio general Mola, por ejemplo, admite que, acabada la guerra de Marruecos (tras el desembarco de Alhucemas que, según cierto periódico, fue realizado por 10.000 españoles de nacionalidad francesa) «no sólo la oficialidad profesional era excesiva, sino también el propio ejército permanente era demasiado aparato bélico para las necesidades de la nación». No obstante, si podemos considerar a Mola portavoz de los militares (o, por lo menos, de ciertos militares, que no eran pocos en los cuartos de banderas) dicha reducción fue excesiva. Mola calculaba en 1933, en este sentido, que en caso de movilización (es decir, si se deshacía la situación de paz) harían falta 4.000 oficiales más de los que había dejado Azaña; y debo decir que en este punto parece que llevaba razón, puesto que, una vez iniciada la guerra civil, es obvio que el ejército republicano quedó huero de oficiales (y los improvisó a partir de los milicianos de partidos políticos y sindicatos); y en el bando franquista, mucho más dotado, aún así hubo que «tirar» de Falange, de los requetés y de cuerpos como los alféreces provisionales. Y esto era así a pesar de que el ejército se había deshecho de entre 10.000 y 12.000 militares.
Otro de los elementos de la reforma de Azaña que fue, a todas luces, imperdonable por parte de los militares que un día serían golpistas, fue la racionalización de los ascensos. Azaña tenía muy claro que el núcleo de la oposición desde el Ejército estaba en las unidades africanas; y si alguna duda le quedaba, en agosto de 1932 la disiparía cuando viese que el general Sanjurjo, héroe de Alhucemas, le montaba un golpe de Estado. Así las cosas, dentro de los dos grandes bandos de las fuerzas armadas españolas, es decir escalafonófilos [esta palabra me la invento yo para no llamarlos chusqueros] y africanos, optó por los primeros y, en palabras de Mola, hizo que los militares que estaban acostumbrados a ascender por méritos de guerra «marcasen el paso en el escalafón per saecula saeculorum».
En el diario de Azaña hay una entrada de 1933 que es muy reveladora del daño que hizo a los africanos esta medida y que es, además, muy sintomática a la luz de los acontecimientos posteriores. Dice Azaña:
He recibido en el Ministerio al general Vera, que manda la Octava División. Me dice que el general Franco está muy enojado conmigo por la revisión de ascensos. De hacer el número uno de los generales de brigada ha pasado a ser el veinticuatro. Es lo menos que ha podido ocurrirle. Yo creí durante algún tiempo que aún descendería más.
Por si fuera poco, esta medida se complementó con una ley, de 9 de marzo de 1932, con la que, en mi opinión, Azaña terminó por firmar su divorcio con los militares.
Merced a esta ley, los miembros del Estado Mayor General del Ejército en activo podían ser puestos en situación de reserva mediante decreto gubernamental si: llevaban más de seis meses en situación de disponible; y durante ese tiempo se hubiese provisto algún destino de los correspondientes a su categoría. ¿Qué significa esto? Pues venía a significar que, tras los pases a la reserva voluntarios de 1931, ahora el gobierno se abrogaba el derecho a pasar a la reserva a los oficiales, pues era dueño de dicho pase y también de las condiciones que lo hacían posible. Es decir: para quitar de en medio a un militar, le bastaba con tenerlo seis meses haciendo pasillos.
En resumen o, cuando menos, mi resumen: en realidad, buena parte de los problemas de la República que se hicieron patentes en el golpe de Estado del 18 de julio de 1936 estaban ahí desde el principio, y aún más allá. El problema militar es uno de ellos. Como la reforma agraria, la reforma militar me parece a mí un ejemplo más de una medida bienintencionada y adecuadamente enfocada (como he escrito, hasta los más acendrados enemigos de Azaña y su reforma no osan cuestionar las bases de ésta) pero errónea en sus plazos. Un ministro de defensa socialista, Narcís Serra, haría, medio siglo después, cosas relativamente parecidas (al menos en lo que se refiere a los pases voluntarios a la reserva), pero midiendo los tiempos considerabilísimamente mejor que don Manuel, a quien muchos tienen por político genial pero yo reputo un poco excesivamente pagado de sí mismo, lo cual equivale a decir que le costaba admitir y admitirse que tal vez estaba equivocado tomando tal o cual medida.
Igual que el orden público, igual que la defección revolucionaria a izquierda y derecha del sistema, el problema militar se mostró prácticamente desde el primer momento de existencia de la República, y ya no le abandonó. La República, merced a las reformas tan profundas que comenzó a realizar apenas una semana después de haberse proclamado, se granjeó la oposición de amplias masas de militares, y ya nunca recuperó plenamente su afecto; de hecho, para disponer de cuerpos armados cercanos, tuvo que improvisar unos cuerpos de seguridad, sobre todo los guardias de asalto, que le fuesen afines.
La reforma militar de Azaña, no obstante, se hizo para construir un ejército moderno. Cuando uno lee las críticas de Mola no puede evitar la sensación de notarlas preñadas de cierto tufo a antiguo y a corporativista. Mola carga contra Azaña por considerarlo sectario y, por mucho que en parte pueda tener razón, al hacerlo obvia el principio fundamental de que un ejército no es una realidad propia que se rige por sus propias reglas, sino una institución al servicio de la legalidad constitucional. En eso el general finalmente golpista, pese a las amargas palabras que le dedica a las juntas de defensa, viene a aplicar precisamente la visión de las cosas que éstas propugnaban: dejad a los militares que resuelvan los asuntos de los militares.
Pero Azaña se equivocó. En esto como en tantas cosas, quiso hervir la rana viva echándola a una olla de agua hirviendo. Y, cuando se trata de gobernar, todo el mundo sabe que la única forma de hervir una rana viva es meterla en una olla de agua fría, poner la olla sobre un fuego muy muy suave, y luego ir subiéndolo muy despacio. El gran defecto de este político imperfecto fue considerar que por llevar la razón ante la Historia, los obstáculos habrían de echarse a un lado. De hecho, es justo al revés: cuanta más razón nos da la Historia, más difícil es llevar a cabo lo que pretendemos.
Azaña, por último, cometió un error más. No él sólo, sino el conjunto de los gobiernos republicanos, casi sin excepción. He dicho antes que la proporción buscada era la lógica para cualquier país, es decir un militar por cada cien civiles. Pero eso es así en países donde los civiles no están armados y/o no están usando esas armas para subvertir el orden. A Emilio Castelar, presidente que fue de la I República española, le preguntaron, poco tiempo después del fracaso de aquel ensayo y la vuelta de la monarquía, si seguía siendo republicano. Y contestó: Sí, República, sí; República, siempre. Pero con más Ejército, con más Marina, con más Guardia Civil.
En el fondo, la racionalización, es decir adelgazamiento, de un ejército monárquico, clasista y acostumbrado a intervenir en política, todo ello sin traumas ni enfrentamientos, sólo habría sido posible si dicho ejército hubiese dado por dominada la subversión. Lejos de ello, la República se mostró débil y tornadiza frente a dicha subversión, tanto de las izquierdas cuando gobernaron éstas, como de las derechas cuando llegaron éstas a a mandar. En la España de 1931 a 1933 y de 1936, la violenta oposición cenetista no fue atacada con todo el peso de la ley; en la España del bienio de las derechas, la ultraderecha floreció exenta de obstáculos, lo cual se puede pensar que encantó a los militares, pero no es así porque colaboró para la radicalizar a los viveros de izquierdistas en las Fuerzas Armadas, concentrados sobre todo en el cuerpo de Asalto. Dicho de una manera muy basta, podemos decir, debemos decir, que la intervención del ejército en los destinos políticos de España fue entonces lo que sería ahora: un hecho deleznable; pero lo que no fue es sorpresivo, porque cualquier ejército golpista encontrará la disculpa perfecta para sacar los tanques a la calle en un país en el que los edificios privados son quemados impunemente por alborotadores sin que las fuerzas del orden muevan un dedo; y eso ocurrió cuando la República no tenía ni un mes de vida.
Y el principal defensor de que así fuese, de que así se no-actuase fue, precisamente, el ministro don Manuel Azaña. Azaña, que tuvo mucho poder en aquellos gobiernos republicanos, derrapó demasiadas veces en la misma curva: en la quema de conventos, en las semanas inmediatamente anteriores a Casas Viejas y en el 36, en la escalada de sucesos que culminaría con el asesinato de Calvo-Sotelo. En esas condiciones, su reforma militar, que sobre el papel cabe calificar, a mí me lo parece, de más que bien tirada, se demostró incapaz para evitar, una vez más, el divorcio entre los militares y el pueblo al que pertenecen.
Fantástica entrada, gracias por seguir ilustrándonos.
ResponderBorrarSólo quisiera aclarar que el asunto de la rana y el agua caliente es mentira (para referencias, véase el artículo "boiling frog" de la wikipedia en inglés): si se tira la rana (o sapo) al agua hirviendo, muere quemada y no puede escapar. Si se calienta poco a poco, escapa sin problemas.
Bienvenida sea la memoria histórica. Y cuidado con las ranas.
ResponderBorrarBuén trabajo.
Otro post muy bueno. Pero claro, ahora se impone uno sobre la reforma militar de Narcís Serra, para poderla comprar con la que intentó hacer Azaña.
ResponderBorrarYa sé que llego un poco tarde (unos 3 años nada más) pero es que estoy releyendo todos tus post de la II república, guerra civil y to p'alante (disfrutando como un enano, eso sí).
ResponderBorrarY dicho esto, el comentario en sí: cuando dices que Mola podía tener razón con eso de que el ejercito se había quedado pequeño porque se demostró que, durante la guerra, tanto en el bando republicano como en el nacional, faltaban oficiales; no me parece una razón suficiente que demuestre que, en verdad, el ejercito se había encogido demasiado. Estamos hablando de un ejercito que se dividió en dos (republicanos y nacionales) por lo cual es normal que faltaran oficiales y militares y todo.
Y esto te lo digo sin conocimiento de causa porque yo de militares no tengo ni idea.
En fin, seguiré leyendo… y perdona si te voy dejando comentarios atrasados de vez en cuando.