Los noticiarios informan hoy de la muerte del profesor Fuentes Quintana.
Cuando el tiempo pasa, apenas queda espacio en las mentes para recordar a los primeros espadas. Así pues, ahora que han pasado ya 30 años desde 1977, un año crucial para la democracia española, quizá, los que recuerden algo, recuerden la figura de Adolfo Suárez, que era el presidente del Gobierno. Y se nos quedará en el tintero, entre otros, el nombre de Enrique Fuentes Quintana.
El recuerdo personal que tengo de Fuentes Quintana es como de hace veintipico de años. Aquel verano fui alumno de un curso de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo de Santander. Cualquiera que haya estado sabe de lo que hablo; una universidad de verano es un foro cultural, pero con sus muchos relajos por razón del lugar y sobre todo la época. Alguien, por cierto, un amigo mío muy metido en política, me presentó en la cafetería del palacio, aquel año, a un joven político de Alianza Popular, un tipo con futuro me aseguró mi amigo, que me dio la mano perfectamente trajeado y con un minúsculo maletín en la otra mano; se llamaba, y se llama, José María Aznar.
A lo que voy. Yo estaba en un curso en el que se producían las conferencias una detrás de otra; los alumnos tomábamos notas, a veces; otras no. Entonces se corrió la voz por todo el palacio de que había un curso de verano... ¡con exámenes! Un curso cuyo profesor encargaba a los alumnos lecturas tras las clases sobre las que hacía preguntas al día siguiente.
Era un curso sobre fiscalidad y su director era Enrique Fuentes Quintana.
El nombre del profesor quedará para los libros de Historia y para las monografías económicas. Y, sin embargo, los españoles le debemos mucho más que ese reconocimiento. Le debemos, a él y a sus compañeros de viaje, incluidos los representantes sindicales y empresariales, una buena parte de nuestra democracia; pues la Historia demuestra, son muchos los ejemplos, que la mejor forma de alejar a un pueblo de la creencia en la libertad y en la democracia es empobrecerlo.
Francisco Franco, caudillo de España, cometió muchos errores. El penúltimo de ellos fue pensar que España, por no se sabe qué unidad de destino en lo universal, podía dar la espalda a lo que estaba pasando en la economía mundial. Un puñado de meses antes de que muriese el dictador, en Oriente Medio ocurrió la guerra del Yon Kippur, que ocasionó la violenta reacción del mundo árabe, el cual decidió castigar a Occidente poniéndole el petróleo a un precio mucho más elevado. Es la llamada crisis del petróleo (o primera crisis del petróleo; hubo otra en los años ochenta, causada por la guerra entre Irán e Irak). Esta crisis fue muy profunda y grave pero, aún así, los ministros económicos de Franco escuchaban, un consejo de ministros detrás de otro, la misma cantinela en respuesta a sus propuestas de política económica: «Lo que usted quiera, pero que no suba la gasolina».
Franco vino a morir, más o menos, en el momento en que esta situación ya no se sostenía, motivo por el cual la economía española, además de entrar en democracia, se sumió en una situación de alta inflación de dos dígitos, más o menos el doble de la europea, e incremento exponencial del desempleo. Para colmo, aquel año 77 se produjo ese enero sangriento que filmó Juan Antonio Bardem, dentro del cual se inscriben los asesinatos de los abogados laboralistas de Atocha. En una situación de muy fuertes enfrentamientos políticos, en año 1977 fue el elegido por los falangistas decididos a la transición democrática (o sea, Suárez, Martín Villa et altera) para comenzar la verdadera normalización democrática del país. Ahora la denostamos; España está llena de gentes que dicen que si la Transición fue incompleta, que si esto, que si lo otro. Y es que de toros, desde la andanada, entiende cualquiera.
Todo ese montaje, todo; todo, incluida la legalización de los partidos políticos, las autonomías, la reforma de las fuerzas de orden público, la normalización militar, todo, repito, estaba en peligro si seguíamos empobreciéndonos, si continuábamos nuestra marcha hacia el colapso económico. Dicho colapso, sin embargo, se impidió, y la herramienta para dicho freno fueron los llamados Pactos de La Moncloa, negociados en el actual domicilio de José Luis Rodríguez Zapatero en el mes de agosto de 1977.
En los Pactos de la Moncloa no ganó absolutamente nadie; salvo todos, claro. Los Pactos de la Moncloa son una cesión por parte de todos, como debe de ser. Cuando un cuerpo está enfermo, muy enfermo, todos los órganos han de colaborar para la curación; no es momento de expresar reivindicaciones egoístas.
Los firmantes de los Pactos, de Santiago Carrillo a Manuel Fraga, observados desde la trastienda por otros negociantes tan importantes como los políticos como eran empresarios y sindicatos, firmaron al pie de un papel que decía muchas cosas. Decía, por ejemplo, que se iniciaría una política monetaria restrictiva para acabar con la inflación, lo cual quería decir restringir el acceso de todos a los recursos monetarios. Decía que las revisiones salariales en la negociación colectiva se harían de acuerdo con inflación prevista y no pasada, lo cual quiere decir que los trabajadores asumirían en sus salarios las desviaciones reales en el crecimiento de precios, que las hubo, y gordísimas, en los años posteriores.
Firmaron la fijación de un cambio más realista de la peseta, a todas luces sobrevaluada en aquellos tiempos lo cual, para un país que importaba buena parte de lo que hacía, fue un sacrificio de la leche; notablemente para las industrias, cuyos bienes de equipo (maquinaria, por ejemplo) eran casi todos importados, y que empezaron a pagar en carísimos dólares.
Firmaron, por último, el inicio de una mayor estabilidad presupuestaria, es decir reducción del gasto público; y el inicio de una flexibilización del mercado laboral, pues aquella España, que laboralmente hablando era la España de Franco o, mejor dicho, de Girón, era una España en la que, como decía José Sazatornil Saza en una película de las de la época, resultaba más fácil divorciarte de tu mujer que de tus obreros (y eso que aún no había divorcio).
En los pactos se sentaron también las bases de la reforma fiscal que culminaría otro político hoy fallecido, Francisco Fernández Ordóñez, Pacordóñez.
Los Pactos de la Moncloa conforman un plan de estabilización a largo plazo de gran acierto que, por lo tanto, debe anotarse en el haber de quienes los firmaron: Adolfo Suárez, Enrique Tierno Galván, Santiago Carrillo, Felipe González, Joan Raventós, Josep María Triginer, Juan Ajuriaguerra, Leopoldo Calvo Sotelo, Manuel Fraga y Miquel Roca i Junyent. Y no me quiero olvidar de Carlos Ferrer Salat, entonces presidente de la Confederación Española de Organizaciones Empresariales, ni de los líderes sindicales Nicolás Redondo Senior (UGT) y Marcelino Camacho (Comisiones Obreras).
Y es lógico que un pacto de contenido económico fuese preparado por el ministro de Economía de aquel gobierno. O sea, Enrique Fuentes Quintana.
Hoy que, insisto, a tantos les parece que la Transición fue una torpeza, estos hechos aparecen como algo extraño, distinto, ajeno a nosotros. En 1977 se dieron unos niveles de consenso político entre enemigos declarados que, desde luego, no tienen ni comparación con estos tiempos presentes nuestros, todo comprensión y diálogo.
Tenía buen ojo tu amigo para la política. Sin embargo sospecho que ni el sabía que Aznar pudiera llegar tan lejos
ResponderBorrarYo asistí a una de sus conferencias cuando era director de un master que realicé en la UNED y fue una delicia escucharle.
ResponderBorrarSaludos
Gracias por la lección.
ResponderBorrarEn la época de los pactos de La Moncloa yo era un niño con una edad de un dígito, que pasó a ser de dos más o menos con la inflación salvaje (un poquito después).
De esos años, entre el 77 y el 85, recuerdo bien lo difícil que le resultaba a mi padre estirar el sueldo para que tuviéramos nuestros pequeños lujos de clase media, el odio que mi padre llegó a sentir por los bancos, la desaparición progresiva de esos pequeños lujos y de montones de cosas no esenciales para la casa y la familia (mi hermano y yo cambiamos de colegio privado a público en 1982/3) y la angustia de que todo aquello, aderezado con unos niveles de delincuencia acojonantes en Madrid, parecía no salir adelante.
Y otra cosa que recuerdo es la ilusión con la que todo el mundo parecía estar pasándolas putas para ver si resultaba que sí, que salíamos adelante y nos convertíamos, como decían los políticos, en un país desarrollado. Siempre que recuerdo aquella ilusión, la sensación de estar construyendo algo entre todos, me sigo emocionando y enorgulleciendo. Y les agradezco a mis padres, y a todos los que por aquella época tenían uso de razón, aquella fuerza bestial de voluntad.
Descanse en paz quien ideó la parte económica de esa ilusión.