Hace no mucho tiempo, la mayor parte del mundo (aunque esta expresión no incluye a la prensa española) se vio conmocionada por un escándalo que se ha conocido como el Climagate. Una mano, que yo sepa, desconocida, filtró, por motivos tampoco bien conocidos, varios centenares de correos que se habían intercambiado durante años una serie de científicos absolutamente partidarios de la teoría del global warming, de soltera cambio climático. Muchos de ellos eran, de hecho, profes de la uni de Anglia del Este, que por lo que se ve es un auténtico stronghold de la teoría de que estamos hirviendo el planeta a fuego lento y tal. En aquellos correos, además de producirse detalles de una bajeza moral bastante deleznable (como celebrar, sin paliativos en el verbo, la muerte de algún científico escéptico), se comprobó que cuando menos algunos de los grandes pilares de la teoría del cambio climático habían sido, como poco, cocinados por científicos que habían antepuesto las necesidades de la conclusión a la voz de las pruebas.