Título: Human Game.
Autor: Simon Reader.
Época: Segunda guerra mundial.
Sobre 10: 8.
Edición española: me temo que no.
Ya estamos a finales de julio y mis apariciones en el blog se van distanciando más, hasta llegar al Gran Distanciamiento Vacacional, afortunadamente cada vez más cercano. Pero antes de desaparecer, os quiero dejar cuando menos la recomendación de una lectura.
La principal virtud de esta lectura es que tiene un muy claro referente visual, que es el film The Great Escape, un film de 1963 firmado por John Sturges y con un larguísimo reparto (como todos los repartos largos, bastante variable en lo que a calidad de actuación se refiere) encabezado por sir Richard Attenborough, James Garner y Steve McQueen, entonces en lo mejor de su carrera.
The Great Escape fue filmada en la memoria de las varias decenas de POWs internados en el conocido como Stalag Luft III que, tras haberse conseguido escapar en una de las operaciones de este tipo más masivas de la segunda guerra mundial, y una vez recapturados, fueron fríamente asesinados por los nazis (aquí sí que cabe hablar de los nazis y no del ejército alemán; la mayoría de los asesinatos fue ejecutada por la Gestapo) sin haber sido regresados al campo de prisioneros.
El Stammlager Luft III, situado en la ciudad polaca de Sagan (Zagan), fue construido bajo las órdenes Hermann Pepepótamo Göring y diseñado para hacer imposible la fuga. Este objetivo, sin embargo, fue desmentido, y de qué manera, por una organización bien engrasada de varias decenas de prisioneros, bajo el mando del Squadron Leader Roger Joyce Bushell, un auténtico grano británico en el culo alemán. Nombrado Big X, o sea el gran organizador de aquella fuga, ordenó la construcción de tres túneles, Tom, Dick y Harry, uno de los cuales habría de servir para que cerca de un centenar de presos lograsen escaparse, tras un año de trabajos, en marzo de 1944, generando con ello un enorme trabajo de localización a los alemanes. La película, cosa extraña en las creaciones estadounidense, es bastante fiel a los hechos reales. Incluso Attenborough exhibe en el film un ojo medio cerrado, y en libro de Reader descubriréis que Bushell, de hecho, lo tenía, a causa de un accidente esquiando. Otros detalles son totalmente verídicos, como la forma con la que los prisioneros «reciclaron» la tierra de sus excavaciones; aunque otras no lo son tanto: leyendo el libro he aprendido, por ejemplo, que el periplo hacia España del prisionero interpretado en la película por James Coburn no fue, en realidad, tan sencillo.
Tras una fuga tan impresionante, se produjo una reunión en las más altas cumbres del poder nazi. En ella estuvieron el propio Adolf Hitler, Heinrich Himmler, Hermann Göring y Ernst Kaltenbrunner. En dicho encuentro, Hitler, como solía tener por costumbre, estalló en cólera. No es de extrañar, sobre todo, teniendo en cuenta que estamos ya en la primavera de 1944, un momento en el que Alemania estaba en una posición crecientemente comprometida; y, en el que, desde luego, Hitler llevaba meses convencido de que dentro de su propio ejército había gente que conspiraba contra él, motivo por el cual había tomado, entre otras, la medida de levantar acta de sus reuniones de Estado Mayor. Aunque Reader no aventure en su libro hipótesis alguna sobre las razones que pudieron mover a Hitler a ser especialmente cruel en sus decisiones, yo opino que estas dos tuvieron mucho que ver: que supiera, como sabía, que la marea de la guerra estaba bajando; y que estuviese personalmente convencido de estar rodeado de una pandilla de hijos de puta. Esto le llevó, siempre según mi opinión, a ser más hijo de puta que nadie y decretar que aquella fuga no debería salirle gratis a sus protagonistas. Ordenó matarlos, y sólo después de una negociación parece se avino a que sólo fuesen la mitad de los presos recuperados los que tuviesen esa suerte.
No parece haber ninguna razón de peso para justificar por qué unos presos fueron devueltos al Stalag Luft III y otros ya sólo volvieron en unas urnas con un cartelito que informaba de dónde y cuándo habían muerto, supuestamente mientras huían de sus captores. Es posible que todo ello se debiese a razones de oportunidad y recursos disponibles. El caso es que decenas de aquellos presos fueron asesinados en cunetas de carreteras. No tanto a mogollón, como relata la película, sino en pequeños grupos de dos, de tres, o de cuatro, según los iban pillando.
Human game comienza su relato precisamente en ese momento; el momento en el que las balas callan, la guerra termina. El momento para el Gobierno británico de honrar la palabra dada por Anthony Eden en la Cámara de los Comunes, cuando se supo lo de las muertes, de investigar, algún día, lo que los aliados consideraron desde el principio viles asesinatos.
Así pues, Simon Reader nos cuenta en su libro la peripecia de varios investigadores, el principal de ellos Frank McKenna, que son enviados a Alemania a localizar, investigar y, finalmente, encausar, a los responsables de aquellos asesinatos. A través de varios de los casos, el autor nos va describiendo la siempre difícil, agotadora, labor de buscar datos, testimonios, comprobar rumores; reconstruir, en una palabra, sucesos ocurridos durante la guerra y de los cuales sus protagonistas, obviamente, no quieren hablar. El libro despliega la labor extraordinariamente meritoria de aquel estrecho grupo de investigadores, que hubo de visitar decenas de campos de internamiento de prisioneros alemanes, viajar por todo el país, y realizar decenas, si no centenares, de horas de interrogatorio; hasta llegar a delimitar quién ordenó, quién facilitó, quién ejecutó cada una de las muertes investigadas.
Hay un producto final: en las últimas páginas del libro, una veintena de personas se verán sentadas ante el tribunal para responder por sus crímenes, y recibirán las más duras condenas. No obstante, en mi opinión lo más interesante de este libro no es la meta, sino el camino.
Es obvio que desconozco cuáles eran los objetivos principales de Simon Reader cuando escribió este libro. Desconozco si lo realmente importante para él era destacar que se logró hacer justicia, o contar el cómo. En realidad, para mí la mayor virtud de su libro está en otra cosa. Está en la descripción, habitualmente hurtada a los lectores o espectadores de cine, de un país, una sociedad, una civilización, hora y media después de terminada una guerra. Una guerra perdida.
Leyendo el libro de Reader se me venían a la memoria escenas de una, para mí, obra maestra del cine de todos los tiempos: Judgement at Nuremberg. Reader transmite en su texto la misma sensación, el mismo panorama: un país destrozado, un país en el que nadie ha pensado todavía en seguir hacia adelante, un país en el que miles y miles de sus ciudadanos están más o menos encarcelados a la espera de responder por sus actos. Un país que no puede explicar lo que acaba de hacer.
La mayoría, si no todas, de las esposas que aparecen en el libro, esposas de alguno de los elementos nazis a los que los investigadores británicos tratan de localizar, no es capaz de dar razón de dónde está su marido. Están separadas de él desde hace tiempo y ahora tratan de vivir su vida. Esta situación, como digo repetida varias veces, es una buena metáfora de la sociedad que los investigadores británicos se encuentran. Una sociedad rota, que ha perdido sus vínculos más estrechos y esenciales. Por lo demás, conforme los interrogatorios de los hombres culpables se van desplegando en las páginas, comenzamos a intuir primero, y a sentir después, algo que ha expresado, mejor que nadie, Hannah Arendt: los monstruos son, en realidad, personajes cotidianos.
El hombre que dirige la partida cuya orden es disparar en la nuca a dos aviadores británicos está inquieto porque esa noche tiene entradas para el teatro, y teme que el encarguito le vaya a dejar sin espectáculo. La inmensa mayoría de los que son localizados por los investigadores y habían conducido los coches, o incluso disparado sus armas, se excusan diciendo que recibieron órdenes, y que no haberlas cumplido les habría supuesto a ellos la condena a muerte. No hay casi, en todo el libro, ejemplos de miembros de la Gestapo que digan: sí, yo los maté, ¿qué pasa? Lo hice porque creo en esto, en esto y en esto, y lo volvería a hacer. La mayoría de los hombres que cometieron esos asesinatos trata de convencer a sus captores de que no hicieron otra cosa distinta que los bombarderos que destruyeron Dresde. No hay, pues, convicciones. No hay religión nazi. Ya no. Sólo hay alemanes normales, tratando de convencer a sus interrogadores de que hicieron lo que tenían que hacer.
Queremos creer que el asesino es un ser abyecto, distinto. Una de las formas de vencer nuestro miedo a él es pensar que, si algún día se sienta a nuestro lado en el autobús, sabremos distinguirlo. Pero la muerte puede ser un oficio más, sobre todo en la guerra. Ya nos hemos sentado en el autobús al lado del asesino; lo que pasa es que no lo sabemos.
Feliz lectura.