Bueno, ya se murió don Santiago. El último mohicano de la última guerra entre los indios y el Séptimo de Caballería, al menos de momento. Tengo por mí que ha tenido mala suerte Carrillo. A pesar de lo mucho que puso de su parte, fumando como un carretero, para morirse en tiempo y forma adecuados para recibir el homenaje de la sociedad española que tal vez merece, ha seguido vivo unos veinte años, distancia que convierte su óbito en algo más de andar por casa de lo que podría haber sido. Adolfo Suárez acabará siendo otra víctima del mismo síndrome.
A mí, Carrillo no es un personaje que me haya caído especialmente gordo o simpático, aunque creo que las alabanzas que está recibiendo en estas horas por parte de sus compañeros de clase política (muchos de los cuales dan la impresión, en la mirada, de saber apenas de quién están hablando) son en parte ciertas. Aunque también es verdad que, quizá, sobrevaloradas.
El gran activo histórico de Santiago Carrillo consiste en haber integrado al Partido Comunista en los engranajes de la Transición Política y, entre otras cosas, haber colocado a la izquierda española más de izquierdas (por decirlo de alguna manera) bajo la bandera constitucional. Carrillo, eso es verdad, enterró durante treinta años la tricolor republicana, que pasó a ser un exotismo de salón de militante del Movimiento Comunista. Aunque conforme pasen las décadas, si los futuros historiadores estudian algo de Filosofía y de moral y tratan de tener un mínimo compromiso con su verdad, es posible que estas afirmaciones comiencen a matizarse. Porque cuando se murió Franco, cierto, daba la impresión de que la verdadera oposición de izquierdas en España era el Partido Comunista. Pero que tengamos la impresión de una cosa no quiere decir que esa cosa sea. La historiografía actual huye como de la vacuna del tétanos de la idea perversa de que la oposición al franquismo, existir, existir, lo que se dice existir, no existió. Que desde 1956, y sobre todo desde 1962, el franquismo sufrió el embate de las reivindicaciones obreras, es un hecho. Que la universidad también se calentó y hubo más que hostias, también. Pero de ahí a decir que el anciano que en 1974 pilló una tromboflebitis porque casi no se levantó en un mes porque quería ver el Mundial de fútbol se sentía amenazado o se sentía en peligro, hay un trecho jodidamente largo. El general Franco, nos guste o no, estaba, a doce meses de su muerte, absolutamente encantado de haberse conocido.
Llegada la Transición, el Partido Comunista intentó el trile que en el 36 y ss le salió bien: dar la sensación de que ellos lo eran todo en el ámbito que pisaban. Y les podría haber salido bien si el PSOE no hubiese, años antes, reseteado su médula espinal para sacudirse la leucemia de sus adherencias republicanas (no del régimen republicano, sino de la época republicana). Los socialistas emboscados en la caverna del pasado, que los había, habrían llegado a una entente con los comunistas más o menos estrecha, comprometiendo su capacidad de ser la primera fuerza política de España. Los socialistas al mando del PSOE, sin embargo, como tenían el libro de instrucciones de la Playstation socialdemócrata, regalo de Willy Brandt, sabían que, a la larga, era mucho mejor dejar hacer a los rojos (sic) y esperar a que la sociedad española los encerrase en una pista de squash para que se diesen pelotazos, unos a otros, en los cojones, mientras España miraba. Que fue, exactamente, lo que pasó.
Así pues Carrillo, ciertamente, pacificó a la izquierda de España. Pero lo hizo, probablemente, porque no tenía más remedio. El día que Ladislao Azcona anunció inopinadamente, en los informativos públicos, que fuentes dignas de todo crédito (la Conferencia Episcopal) confirmaban la legalización del Partido Comunista (hecho que casi coincidió, detalle que se cuenta poco, con que Emilio Botín Sénior se hiciese entrevistar por El País para lanzar el mensaje de los banqueros de que otorgaban el nihil obstat a la citada legalización); el día que eso pasó sin que los falangistas convirtiesen España en una acromegálica cumbre de Montejurra, a tiro limpio con la peña, Santiago Carrillo, que no estaba exento de inteligencia, probablemente comprendió que su tiempo, mutatis mutandis, se había acabado. Porque aquel comunismo antifranquista era como Pepita la del tercero, que cuando echarle un polvo está prohibido no te puedes aguantar, pero cuando vas y te casas con ella y puedes consumar el himeneo cada noche, descubres que no te gusta. De la misma manera, cuando al comunismo se lo pudo votar libremente, la magia de la relación se fue a tomar por culo.
A don Santiago, además, siempre le perseguirá la cuestión de Paracuellos. Tema en el cual, lo digo sinceramente, creo que las personas y los historiadores (los distingo porque un historiador es una persona con Una Misión) de derechas se ceban demasiado con él. Carrillo siempre sostuvo, más o menos, que, lejos de ordenar las sacas de las cárceles de donde salieron los voluntarios forzados del paredón, el Comité de Defensa incluso discutió trasladarlos por su propia seguridad. Yo esto, la verdad, no me lo creo; pero tampoco me creo que tuviese Carrillo un papel fundamental en los fusilamientos.
Tristemente, a mí me parece que la verdad es más jodida aun.
Ayer, mientras jugaba el Madrid (hay que ver lo que me aburre el fútbol), en la 2 hablaban de la guerra civil, no sé en qué programa porque lo pillé empezado (y lo dejé pronto), y escuché a Paul Preston, importante marmolillo de la Iglesia de la Verdad Histórica Absoluta, hablando de la cosa. Y decía, cosa que no es en modo alguno incierta: todo el mundo, cuando habla de los enemigos internacionales de la República, cita a Alemania e Italia. Pero el verdadero enemigo internacional de la República fue Gran Bretaña, que con su política de no intervención impidió que se armase la República y bla, bla, bla (pongo estos blas porque la tesis, por ser más antigua que orinar las tapias, la supongo básicamente conocida por el lector).
Esta tesis, como digo, ya era sostenida seis minutos y medio después de haber emitido Franco el último parte de la guerra. Para que sea cierta, es necesario, entre otras cosas, que Carrillo ordenase los fusilamientos de Paracuellos. Y porque no lo hizo, o por lo menos yo creo que no lo hizo, es por lo que la tesis no es cierta, y la realidad mucho más jodida.
La jodida realidad es que ni Santiago Carrillo ni nadie que tuviese una escarapela de mando público mandaba una mierda en el Madrid de la segunda mitad del 36. La jodida realidad es que ni Comités, ni Oficinas, ni Ministerios, importaban nada en aquella España que estaba segura de una victoria rápida contra la reacción, pues consideraba el golpe de Estado fracasado (y es que, efectivamente, fracasó) y donde las personas, organizadas en patotas, adquirieron todo el protagonismo. Un Estado organizado y al mando podría haber justificado Paracuellos informando de la filiación de los fusilados y hablando de necesidades bélicas, y tal. Pero la República, por no estar, ni siquiera estaba en guerra; su orden era derogar las declaraciones de tal estado hechas por los golpistas.
A los fusilados de Paracuellos los mataron grupos de matones y lo triste, para la Historia de la Guerra Civil, es que en Madrid, en el otoño del 36, veinte matones podían pasearse por Madrid con un autobús lleno de gentes a las que iban a matar, sin que nadie se lo pudiera impedir. Los mataron tipos hartos de barrer para el jefe, o de pagar alquileres al casero, o de tener que reír los chistes sin gracia de don Arturo María. Y el problema de la República fue permitir que aquellos tipos se enseñorearan de las calles, de las cárceles, y de los paredones. Carrillo tenía razón. A los fusilados de Paracuellos, o cuando menos a muchos de ellos, les habría ido mejor si el viejo, entonces joven, dirigente comunista hubiese tenido mando en plaza. Pero no lo tenía. Por eso Preston, y todos los prestonianos, sueñan sueños de colores cuando dicen lo que dicen, tratando de traslucir que Gran Bretaña podría haber hecho otra cosa de la que hizo (o sea, de la que no hizo). Cosa que no es cierta, a mi modo de ver, porque Gran Bretaña nunca habría alimentado la fuerza de las armas de un régimen bajo el cual cualquier troll de internet podía ponerse a buscar a su bloguero preferido para meterle dos tiros, enterrarlo en una checa o simplemente pisarle la cabeza, con la excusa de que era un fachista (como entonces llamaban a los fascistas).
Tristemente para la II República española, los asesinos de Paracuellos no tienen nombre. Es más: es que es posible que, si rascamos y rascamos en el mito de Carrillo/Paracuellos, que es bien antiguo, encontremos que su construcción y subida a los altares, labor del franquismo, se encontró con la colaboración, o cuando menos con la omisión interesada, de los republicanos no comunistas. Lo realmente triste para la República sería reconocer que Carrillo no necesariamente tuvo que ver con aquellos asesinatos, porque eso equivale a reconocer que aquellos asesinatos eran posibles aun perpetrados por una tropa de mediopensionistas sin oficio ni beneficio.
A mi modo de ver, es otro el episodio de la República que Carrillo se ha ido a la tumba sin describir con todo el nivel de detalle que a mí me habría gustado. Me refiero al proceso de la izquierda tras la mal llamada Revolución de Asturias de 1934 (Golpe de Estado Revolucionario se adapta más a la realidad), que culminó con la fagocitación de las Juventudes Socialistas por parte de los comunistas. Es un proceso muy interesante que, como digo, nadie ha contado a fondo. Podrían haberlo contado dos personas, que son Largo Caballero y Carrillo; pero tengo por mí que una no la contó por vergüenza, y la otra por interés. Largo, por no tener que reconocer que le hicieron una llave de judo (hace años me enseñaron que el judo consiste en derribar a tu contrario usando para ello la fuerza con la que te ataca) y le hicieron zozobrar en sus propias ilusiones de liderazgo. Y Carrillo, porque durante años no podía contarlo (no, cuando menos, hasta la muerte de Stalin) y luego, llegado un tiempo, quizá pensó: para qué...
Elementos socialistas de aquellas juventudes, y estoy pensando ahora en Ángel Merino (Mi guerra empezó antes) han escrito, con notable resquemor, que no eran las bases de las JS las que justificaban dicha fusión. Si hemos de creer a estas fuentes, no había, entre los jóvenes socialistas, necesidad de concordar con los comunistas. Si esto es cierto, entonces la creación de las Juventudes Socialistas Unificadas, sin la cual los turbulentos primeros seis meses del 36 se entienden malamente, es el fruto de una confluencia: la confluencia de las ambiciones de Largo, que aspira al liderazgo total de la izquierda; y las de Stalin, que por aquel entonces está sacando a pesar todo aquello del socialismo por la base y los frentes populares y tal, que viene a ser algo así como: dado que no voy a ningún lado con mi minicoche de 45 km/h de velocidad máxima, voy a formar un Frente Popular con Fernando Alonso y su Ferrari, que ya llegará el tiempo de darle un papirotazo y coger yo el volante...
Santiago Carrillo, Federico Melchor y José Cazorla, los tres dirigentes comunistas, viajaron a Moscú en aquellos primeros albores del 36. A su regreso, se crearon las JSU. Y Merino, que era militante de las JS, escribe: "de la noche a la mañana, la dirección de las Juventudes Socialistas desechó todo el pensamiento político que hasta la fecha había defendido y propagado, y se alineó al lado de los comunistas". Hubo, pues, un giro copernicano en la estrategia socialista, y se creó, conscientemente, el primer mojón de una re-fusión de comunistas y socialistas.
Este hecho tiene una importancia capital para lo que pasó después. Al albur de aquella fusión, más la extremada generosidad del Frente Popular al otorgar a los comunistas puestos en las listas de las elecciones del 36, pudo el Partido Comunista tener una fuerza de la que hasta aquel momento carecía; lo cual quiere decir introducir un matiz de gran importancia en la política interior: a eso que podríamos llamar la "revolución española" se le une y mezcla, ahora, la revolución soviética en España. Que no eran la misma cosa pero, para desesperación de los anarquistas y crujir de dientes del exilio republicano tras la guerra, acabarán siéndolo.
Hubiera sido interesante que Carrillo se hubiese explayado un poco más sobre este proceso. Pero qué le vamos a hacer, así es la Historia, y así son quienes la protagonizan.
miércoles, septiembre 19, 2012
lunes, septiembre 17, 2012
Fra Girolamo (10)
No te olvides de que esta serie ya ha tenido un primer, segundo, tercer, cuarto, quinto, sexto, séptimo, octavo y noveno capítulo.
Como veremos pronto, de todos los puntos del gobierno
temporal de los hombres en los que un hombre de Dios como Girolamo Savonarola
iba a tropezar, la política exterior era el más gordo de todos. En medio de
toda la reforma revolucionaria de la gobernación de Florencia, la ciudad hubo
de implicarse en una especie de guerra de baja intensidad con Pisa, ciudad
teóricamente tributaria de la capital toscana. Florencia quería el total
regreso de Pisa a su dependencia, pero el hecho de que los franceses hubiesen
dejado allí un fuerte alimentaba en los pisanos deseos en la dirección
contraria. Falto de dinero para pagar una milicia que resolviese el problema a
hostias, Florencia intentó que fuera un pacto con Carlos VIII la solución al
conflicto. Así, envió docenas de despachos a Nápoles, donde estaba el rey
francés, solicitándole concordia con su posición.
La respuesta del francés es la acostumbrada en los galos; de
razón nada y, además, quiero mi dinero. En efecto, Carlos envió al cardenal de
Saint Malo a Florencia, a reclamar los pagos de la indemnización que según los
acuerdos alcanzados con la Signoria, se le debía. De hecho, el buen cardenal
ofreció entregar Pisa a los florentinos a cambio de 30.000 florines, pero
apenas consiguió volver a Nápoles con 10.000. Este default parcial enfureció a Carlos VIII. Malas noticias para el
Partido Popular, que había animado en Florencia grandes celebraciones cada vez
que los franceses obtenían una victoria. Los arrabbiati, de hecho, no paraban de culpar de la situación, muy
específicamente, al líder intelectual del gobierno, es decir Savonarola.
En medio de aquella polémica, el milanés Ludovico Sforza
movió ficha. Harto de la ineficacia del rey francés, formó una coalición
antigabacha, a la que logró apuntar al Papa, Venecia, Génova, España y el
Emperador. E invitó a Florencia a unirse a ella.
Éste es el punto en el que la falta de cintura política de
alguien como Savonarola se hace plenamente evidente. Cualquier persona en sus
cabales se habría dado cuenta de que la liga antifrancesa era de tal magnitud
que no tenía lógica estar en otra trinchera que no fuera esa. Pero Savonarola,
como ya hemos leído, creía que Carlos VIII era un instrumento de Dios para
implantar en Florencia el auténtico gobierno bajo reglas divinas; e,
increíblemente, a pesar de los muchos renuncios, resistencias, mentiras y
amenazas del rey francés, lo seguía pensando. El partido aristócrata florentino
abrazó rápidamente la bandera de la liga, lo cual acabó de decantar, con todo
su peso sermonal, a Savonarola del otro lado. A cambio de la recuperación, más
formal que real, de Pisa, Florencia se había quedado sola en Italia; ni Dios
(nunca mejor dicho, teniendo en cuenta la actitud del Papa) se colocó en su
misma trinchera. Para colmo, la ciudad pronto tuvo noticia de que el rey francés
volvía a su país, desde Nápoles, sembrando muerte y destrucción a su paso, sin
hacer demasiadas distinciones entre amigos y enemigos… y acompañado por Piero
de Medici. En otras palabras, Florencia había quedado: en peligro de ser
atacada por la liga antifrancesa, por ponerse del lado de Francia; y en peligro
de ser atacada por Francia, que ahora parecía escuchar al jefe de la familia
otrora gobernante de la ciudad.
Savonarola, que para entonces se movía por la ciudad rodeado
por una fuerte escolta, intentó de diversas formas alcanzar, cuando menos, un
pacto con Carlos VIII. Tras muchos dimes y diretes, consiguió reunirse con él
en Poggibonsi. Le arrancó la promesa de no pasar por Florencia, pero el tozudo
rey francés le siguió negando el poder real sobre Pisa. Lo cual no evitó que los florentinos aclamasen al fraile por haber conseguido evitar el saco de la ciudad.
La decisión de Carlos VIII de no pasar por Florencia provocó
el cambio de chaqueta de Piero de Medici, quien se apuntó a la liga
antifrancesa. Aquel movimiento colocó en muy mala situación a los arrabbiati, que inmediatamente quedaban
en peligro de ser atacados por hacer causa con el odiado Medici, razón por el
cual cesaron en sus ataques a los frateschi,
como se conocía a los partidarios de Savonarola. Pero sólo era un movimiento táctico.
En lo más gordo y seboso de la revolución florentina, a la
ciudad había llegado de Roma una orden vaticana decretando el traslado de
Savonarola a Lucca. El gobierno de la ciudad había reaccionado fuertemente, y
conseguido que la medida quedase aplazada. Si a eso se añade que, ahora, la
única forma eficiente de neutralizar a Piero de Medici era apuntar a Florencia
a la misma liga donde él estaba, medida que chocaba con el obstáculo del
fraile, queda bastante claro que sus enemigos decidieron revivir aquella
medida. A partir de ahí, una fina línea que comienza en Somenzi, el agente de
Sforza en Florencia, y sigue en el cardenal Ascanio, miembro de la curia, para
terminar en el propio Papa, trabajó en esa dirección.
Aquel verano de 1494, en plena canícula juliana, una carta
papal llegó a San Marcos. El Padre Santo (decía ya Mariano de Cavia, hace cien
años, que llamar al Papa Santo Padre no es cosa lingüísticamente bien armada)
se dirigía a su “hijo amado” para decirle, básicamente: “Hemos oído que afirmas
que tus predicciones no vienen de ti, sino de Dios. Y deseamos, pues tal es la
obligación de nuestra misión pastoral, conversar contigo para, una vez bien
informados por ti de los deseos de Dios, poder cumplirlos”.
La carta del Papa a Savonarola es, en sí misma, una tesis
doctoral de diplomacia vaticana. El Papa, renovando ese voto cristiano de que
el Cristo (y el Papa no es sino su vicario) sea el último de los últimos, el
humilde entre los humildes, se postra ante el fraile que en sus sermones dice que cuenta lo que Dios quiere. Y,
arropado por esa humildad, decreta que “en virtud de la obediencia divina, te
conmino a que vengas a Nuestra presencia a la mayor brevedad”.
De seguro, Savonarola entendió hasta la última coma de aquella
carta. Y lo que entendió, no le pudo gustar.