He pasado un rato divertido esta tarde leyendo alguna vieja antología de letrillas anticlericales. Es éste un subgénero de la literatura satírica española que poco, o nada, tiene que envidiarle a un Aretino. Y, bueno, como tenía abierto el ordenata, se me ha ocurrido dejaros aquí una serie de poemillas con reto; el reto, obviamente, es adivinar la palabra que falta.
Insisto: todos los poemas son anticlericales, en su mayor parte glosando la figura del canónigo, personaje central de la sociedad española durante muchos siglos, tildado de nepótico, vago, egoísta e ignorante. El más alto personaje de la literatura española (en mi modesta opinión, que sé bien que no muchos comparten) es, de hecho, un canónigo magistral: don Fermín de Pas.
Empecemos por uno fácil. Pero es que la letrilla fue famosísima en su época, así pues, todos aquéllos de mis lectores que pasen de los 180 años o así no tendrán problema en rememorarla:
Riñas, odios y rencores
fomenta entre si mayores
la familia __________
que la gente mundanal.
Fácil, ¿no? Prueba ahora con éste:
Canon, regla significa;
de ahí canónigo se fiça,
ya que bajo juramento
ha de estar todo momento.
De Dios consagrado a la gloria,
pompa y cargo, ¡palmatoria!
Más que correr hacia el _____ [pista: se refiere a la teórica obligación de todo canónigo]
eligen paseo y oro
y las ropas militares
prefieren a las talares.
Rara vez se ocupan de algo
que debamos celebrarlo.
Son de corazón ______,
no prestan al pobre amparo;
ni dan a Dios lo que sobra
aunque de la Iglesia cobran.
Los canónigos, para serlo, pasaban unas oposiciones. A ello se refiere este poemilla. Piénsese en quién podía tener poder para manipular el resultado de los exámenes, y que rime bien.
Si quiere la canongía
cuando llegue la oposición
ofrezca algún doblón
a los de la __________
En el mismo tema abunda éste:
Si alguno a un tomista imita
con doblones ande diestro:
venda al punto a su maestro
y dé el voto al __________.
¿Y una vez conseguida la canongía? ¿Cuál será el siguiente escalón? Dice la letrilla:
Será el principal cuidado
de un canónigo actual
aunque falte a lo esencial
pretender un ___________.
... bueno, y os dejo algunos fuera de concurso, por ser de mi apreciación.
Éste, por ejemplo, sobre el nepotismo de los canónigos.
El que este oficio ha de usar
ha de tomar providencia
de dexarse la conciencia
donde no pueda acusar.
Después ha de procurar
hacer por varios caminos
canónigos a sus sobrinos
y después a sus sobrinas.
Pues también cabrán pollinas
donde han cabido pollinos.
O esta letrilla, dedicada a un tal Francisco Ribera, que opositó para ser canónigo de la catedral de Toledo siendo, según las crónicas, un cabestro en asuntos teologales y aun mundanos. Los versos no tienen desperdicio:
De Badajoz vino aquí
un canónigo de sayo
con nariz de papagayo
y voz de quiquiriquí.
En toda mi vida vi
ciencia más despilfarrada
que parece vendimiada
que no lo fue ni en la voz.
¿Qué vino de Badajoz
sino una badajada?
Disculpas a los extremeños, obviously.
miércoles, febrero 22, 2012
Un escalón en la creación de España
Durante lo que habitualmente conocemos como Baja Edad Media, Europa dilata. Cada vez en periodos más cortos y de forma más violenta. Finalmente, se produce el alumbramiento; un alumbramiento enormemente doloroso y en el que se acumulan toneladas de sangre y que, desde mediados del siglo XIX, conocemos como Guerra de los Cien Años, la primera auténtica guerra europea que registra nuestra Historia. La Guerra de los Cien Años es un enfrentamiento bélico intermitente cuyos principales protagonistas son Inglaterra y Francia; sin embargo, de una forma o de otra, implica a todos los países de Europa y, además, como fenómeno que es de madurez de las monarquías frente al poder feudal que identifica los tiempos medievales, en realidad es el proceso más, por así decirlo, visible, de una serie de procesos en todos los países que avanzan en una dirección parecida.
España no es una excepción. El tiempo de la Guerra de los Cien Años viene a coincidir con nuestro propio tiempo bélico; una guerra en la que se ventilará, en buena medida, la relación de fuerzas entre las coronas de Castilla y Aragón que acabará decretando, pocas décadas después, cierta dependencia de ésta respecto de aquélla, comenzando con ello el proyecto de la nación española. Pero esta dinámica no es ni fácil ni incruenta. Es, como casi siempre, una guerra. La guerra entre los dos Pedros: el Cruel, en Castilla; y el Ceremonioso, en Aragón.
Alfonso IV, rey de Aragón, conocido como El Benigno, casó en segundas nupcias con Leonor de Castilla, que aportaba al matrimonio, como en la serie Los Serrano, hijos ya bastante maduros. Leonor ambicionaba para sus vástagos un papel de árbitros en la política peninsular, razón por la cual, a base de presiones y zalamerías sabiamente administradas, fue arrancando de su marido sabrosas donaciones para ellos, especialmente para el mayor, Fernando. De hecho, el rey Alfonso convirtió a Fernando en poco más que una especie de rey de Valencia, si tal cosa existiese, pues le cedió terrenos amplísimos en dicha demarcación. Lo que no sabemos, a día de hoy, es si Fernando se pagaba sus trajes.
La hostilidad de Pedro, el heredero de la corona maña, hacia los apliques entre su padre y su madrastra, debía ser bastante obvio, porque Leonor y su prole, nada más enfermar el rey, se refugiaron ipso facto en Castilla. El rey castellano Pedro I los recibió con los brazos abiertos, aunque ni los respetaba ni en realidad tenía planes para ellos; en su mente, el infante Fernando traía consigo tierras que él ambicionaba, tales como Alicante, Orihuela o Játiva.
Pedro I había llegado a rey con 16 años, tras la muerte de su padre Alfonso XI. Todo nos hace indicar que era persona de escaso miedo y bastante falta de escrúpulos; condiciones que le vinieron muy bien para ser rey de una nación en la que las revueltas nobiliarias eran frecuentes y, además, existían alternativas a su persona en la de los hermanastros bastardos del rey, sobre todo Enrique de Trastámara. Prueba inequívoca de esa propensión a hacer lo que le daba la gana es el famoso episodio en el que el rey, apenas a los dos días de su boda con Blanca de Borbón, se empalma dubidú al ver a María de Padilla, y se va con ella.
El conflicto entre Castilla y Aragón tuvo desde el principio una importante implicación internacional, pues fue por proteger a un aliado histórico como Génova que Castilla inició las hostilidades. El navegante catalán Françesc de Perelló atacó dos embarcaciones aliadas de Génova en Sanlúcar de Barrameda; gesto que fue contestado por el rey castellano con el embargo de los bienes de todos los comerciantes catalanes residentes en Castilla (a tomar por culo el consumo de cava en las behetrías). En agosto de 1356, aduciendo este episodio y la huida de Leonor de Castilla entre otros temas, Pedro I le escribe a su homólogo aragonés una carta que termina d’aquí adelant no nos haiades por amigo. Pedro reunió a sus asesores y, tras largas discusiones, decidió aceptar el desafío y declarar, por su parte, la guerra.
La guerra entre Castilla y Aragón fue desde el principio una guerra sucia, pues ambas partes hicieron todo lo posible por atizar los problemas en el seno de su enemigo. El más hábil en este punto fue Pedro el Ceremonioso, quien rápidamente atrajo hacia su zona de influencia a Enrique de Trastámara y al infante Fernando. A finales de 1356, Enrique pasó a Aragón con sus mesnadas, que eran numerosas, atraído por una serie de promesas territoriales en varios puntos de la corona aragonesa. Asimismo, Pedro inició acercamientos hacia Fabrique y Tello, los dos hermanos de Enrique; y tramó un alianza secreta con nobles castellanos para apoyarlos en una rebelión en Andalucía a cambio de la cual Aragón recibiría Sevilla, Algeciras, Cádiz, Jaén y Tarifa; casi nada. El Ceremonioso, por lo tanto, tenía todo un plan para penetrar en el poder castellano por su trastienda. La movida, sin embargo, fracasó. Pedro I, además, incitó al infante Fernando, cabreado por la preferencia aragonesa por Enrique, a montar bulla dentro del reino enemigo.
En marzo de 1357, los ejércitos castellanos toman Tarazona, en medio de los intentos de Guillermo de la Jugue, legado pontificio, para negociar una paz. El rey aragonés presentó batalla en Magallón, pero el Cruel la rechazó. Finalmente, el papado forzó una tregua, que se hizo efectiva en mayo de aquel mismo año, por la cual los territorios invadidos por Castilla quedaban bajo custodia pontifical.
La tregua fue usada por ambos bandos para buscar aliados. Castilla buscó la amistad, fundamentalmente, de Inglaterra, mientras que Aragón consolidaba su relación con Navarra y alguno de los reinos musulmanes de la península. Sin embargo, la principal alianza fue la alcanzada entre El Ceremonioso y el infante Don Fernando, quien aceptó pasarse a Aragón para hacerle la guerra al castellano. Pedro I reaccionó muy violentamente, temeroso de que la defección de Fernando le crease una oposición interior. Puso en marcha la rueda de reprimir y se apioló a los críticos a cientos; entre ellos, a Fabrique, hermano de Enrique de Trastámara; y a Juan, hermano de Fernando. Al tercer Trastámara, Tello, lo buscó pero no lo encontró. Algo más tarde, fue Leonor de Castilla la asesinada, convirtiéndose con ello en una de las escasas mujeres de estirpe real (pregunta a mis lectores: ¿acaso la única?) muertas violentamente en nuestra Historia.
Los castellanos rebeldes realizaron una operación semi-coordinada de pinza. Enrique atacó por Soria y Fernando por Murcia. Pedro, mientras tanto, siguiendo su táctica habitual de rehuir en lo posible el combate ofrecido por el contrario, decidió cambiar el teatro del enfrentamiento. Así, aprovechando la condición de potencia naval de su aliado portugués, organizó una expedición por mar para pillar a los aragoneses por su culo. Lo intentó en Guardamar, sin suerte, pero con el tiempo la flota se consolidó, de modo que en junio de 1359 tenemos a la armada castellana en la bocana del puerto de Barcelona. Ciertamente, la expedición fracasó en el ataque a la ciudad y, tras diversas vicisitudes, acabó licenciando a los marinos en Cartagena; pero para los catalanes fue una mala noticia, pues les demostraba que Castilla, cosa que ellos no habían esperado, estaba en condiciones de hablarles de tú a tú en el Mare Nostrum.
En septiembre de ese mismo año, los castellanos son derrotados por Enrique de Trastámara cerca de Moncayo, en Araviana. Esta derrota enervó a Pedro I de tal manera que intensificó la represión de los elementos contrarios a él en Castilla, con asesinatos masivos que están en la base del sobrenombre con el que ha pasado a la Historia. Sin embargo, esta represión consiguió taponar la rebelión de la nobleza enriquista que se estaba preparando y, de hecho, hizo zozobrar la invasión de Castilla que éste preparaba. En abril de 1356, Pedro I había recuperado el resuello y derrotó a las tropas de Enrique en Nájera.
Una vez más cambian las tornas, y de tal forma que Pedro el Ceremonioso de repente pierde el culo por firmar una paz. Ya está a punto de hacerlo cuando una novedad le detiene: en el reino de Granada (que entonces abarca todo el sur y parte del centro de Andalucía), Mohamed VI, El Rey Bermejo, aragonesista hasta las cachas, le arrebata el poder a Mohamed V, aliado de los castellanos. Este cambio debilita notablemente la posición de Castilla, que es ahora la que corre para lograr una paz, que de hecho se firma en Deza-Terrer (mayo de 1361). Bajo los eternos auspicios del inevitable legado papal (en este caso, Guido de Bolonia), ambas partes se devuelven terrenos conquistados y prisioneros y se prometen amigos para siempre will you always be my friend. No obstante, Pedro I, como Vito Corleone, sólo estaba firmando una paz falsa y, de hecho, mientras abrazaba a sus hermanos castellanos y aragoneses, pensaba en la venganza; pocos meses después, Mohamed V recupera el poder en Granada con apoyo castellano, y es el propio Pedro I quien traspasa con su lanza, cual pincho moruno (broma cruel), al Rey Bermejo, en Tablada.
Cubiertas las espaldas, Pedro I invade Aragón, llegando hasta Calatayud, que sitia con éxito (por lo que se ve, de aquélla los calagurritanos todavía no eran lo suficientemente tercos…) Este movimiento pilló a Pedro el Ceremonioso sin pasta y sin tropas, pues las había licenciado. Es por ello que llama a Enrique de Trastámara y se echa en sus brazos. En las Cortes de Monzón, el hasta ahora resistente se ha convertido, sin ambages, en candidato al trono de Castilla, por encima de todos los demás. El Trastámara, pues, ganó la preminencia en el trono castellano gracias a su tropa de marines.
En 1363, Pedro I realiza una nueva campaña en Aragón que llega a amenazar Zaragoza; aunque luego vira hacia Levante, donde llega incluso a asediar Valencia. En lugar de presentar batalla a la oposición castellana que apoyaba a los aragoneses, se refugió en Murviedro donde, tras semanas de gestiones y cartas, se llegó a la paz de tal nombre, que establecía la entrega a Castilla de Calatayud, Tarazona y Teruel; condiciones que, de todas formas, nunca se cumplieron.
En el bando aragonés, aquella paz humillante afectó sobre todo a los castellanos que se habían refugiado en el Este de España por ser opositores a la política de Pedro I. La mayoría de esos castellanos en guerra con Castilla eran partidarios del infante Fernando, al que consideraban con más sólidas credenciales para ser rey de Castilla; y el apoyo decidido de Pedro el Ceremonioso a Enrique Trastámara les jodía. La bomba estalló cuando Fernando anunció su marcha a Francia con sus tropas. El rey aragonés trató de retenerlo y, cuando vio que no podía, solucionó el problema de forma categórica: lo hizo asesinar.
Hecho esto, Enrique de Trastámara tenía las manos desatadas para convertirse en el líder de la oposición castellana; y contaba, además, con la ventaja de que Aragón seguía necesitando sus tropas. Por ello, el bastardo inició una operación de limpieza de los partidarios de la paz con Castilla, especialmente el consejero del rey Bernat de Cabrera; quien primero fue convertido en súbdito de Navarra en el pacto entre dicha corona y Aragón (Tratado de Uncastillo, agosto de 1363): y después, tras un proceso por traición, ejecutado en Zaragoza.
A finales del mismo año de 1363, Castilla realizó una nueva campaña de invasión en tierras aragonesas, de modo que a principios de 1364 estaba de nuevo sitiando Valencia. El Ceremonioso contraatacó, obligando a los castellanos a abandonar el sitio y, posteriormente, comenzó a recuperar ciudades, mientras Pedro I se refugiaba en Murviedro.
Más o menos por aquel tiempo se produjo el hecho que habría de desequilibrar definitivamente la balanza de aquella guerra tan compleja: la entrada en Aragón de las llamadas compañías blancas, tropas mercenarias francas a la orden de Bertrán de Duguesclin. La implicación de Francia con infantería propia obligó a Pedro I a volver grupas hacia Castilla.
La entrada de Duglesclin, que se venía a combinar con la presencia en el ejército castellano del llamado Príncipe Negro (el delfín de la corona inglesa, llamado así por la color de su armadura), despeja toda duda que pudiera caber frente a quienes dudasen de que el episodio de la guerra entre los pedros fue, en realidad, uno más de los escenarios de lo que conocemos, desde mediados del siglo XIX, como Guerra de los Cien Años. Y también fue el punto culminante de la guerra civil castellana, pues lo que aquí hemos llamado guerra de los pedros es, en realidad, dos guerras: una, la de Castilla y Aragón, en la que se ventila la dominación en la península; y otra, entre Pedro I y el Trastámara, en la que se ventila el poder en Castilla.
Para entender la dedicación con que los franceses se aplicaron en apoyo de los aragoneses debemos de tener en cuenta que la primera mitad del siglo XIV, o sea los primeros actos de la Guerra de los Cien Años, no son sino un rosario de victorias inglesas, que varias veces provocaron el colapso de la caballería franca, que aún vivía en el pasado, bajo las flechas de sus compañías de arqueros. Todo eso había cristalizado en la paz de Brétigny, en la que Francia tuvo que aceptarlo todo menos que su rey tuviese que lamerle el culo al inglés cada mañana antes del desayuno.
Pero, más allá de la implicación internacional, lo que se produce en Castilla desde 1366 es una situación típica de guerra civil, es decir dos Españas, o mejor dos Castillas, enfrentadas frente a frente. Pedro I es el Ricardo II español (aunque no tuvo un Shakespeare que lo cantase en términos, la verdad, bastante poco históricos). Igual que el malhadado rey inglés poco tiempo después del que relatamos, Pedro es un rey que quiere serlo, que reclama para sí el poder absoluto que tendrán sus sucesores en el trono algunos siglos después, y que por lo tanto se cree con derecho para gobernar el país con la colaboración de su estrecha camarilla de amiguetes. Enrique de Trastámara, por su parte, acepta la jefatura del partido de los nobles de toda la vida, que quieren recuperar los tiempos pasados y probablemente por eso elijen a un descendiente de Alfonso XI. Facción enriqueña y nobiliaria le llama al partido Trastámara el medievalista Sánchez Albornoz.
A finales de 1365, notablemente reforzado con ese ejército de desharrapados y soldados de fortuna que se han quedado sin trabajo tras Brétigny, Enrique de Trastámara decide invadir Castilla. Entra por Cataluña, dejando tras de sí los relatos de los rosarios de violaciones, robos y destrozos causados por los franceses, que de toda la vida se han llevado con los catalanes como los catalanes creen que se llevan con ellos los españoles. Llegada la armada a Calahorra, y por presión de los capitanes extranjeros, Enrique se proclama rey de Castilla con el nombre de Enrique II. Fue coronado de nuevo semanas después, en Las Huelgas, tras el arrollador avance de norte a sur de sus tropas y la toma de Burgos. En mayo entra en Toledo y en junio en Sevilla, forzando la huida del rey Pedro a Portugal.
Pedro I, huido, se llegó a Bayona, entonces dominada por los ingleses. Allí le recibió el senescal de Aquitania, Thomas Felton, en nombre del Príncipe Negro. En septiembre de 1367, Pedro firma con Inglaterra el tratado de Libourne, en virtud del cual Londres le prestaba a Castilla los marines a cambio de que Castilla se deshiciese de Vizcaya y la villa de Castro Urdiales… ¿alguien se imagina a Bildu yendo a montarla a Westminster con pancartas de We are Basque, not British? Guipúzcoa, Treviño y Vitoria serían para el tercer firmante del acuerdo: Navarra.
Mientras el Príncipe Negro reclutaba unos 10.000 combatientes en Aquitania, en España, una parte relevante de las Compañías Blancas era licenciada, básicamente por los desafueros que seguían cometiendo allí donde iban. En enero de 1367, las tropas inglesas cruzaron la frontera navarra hasta San Juan de Pie de Puerto. Entraron en Álava en marzo. El 3 de abril, en Nájera, las tropas de ambos bandos castellanos se enfrentaron. Fue una victoria sin paliativos de los ingleses, que casi lograron capturar a Enrique de Trastámara, quien hubo de huir a Francia a uña de caballo.
Dado que Pedro I, su sobrenombre lo deja claro, era propenso a la brutalidad, no le importó que las tropas anglo-gasconas que le habían dado la victoria en Nájera se desempeñasen en tierras de la actual comunidad autónoma riojana con una violencia similar a las compañías blancas. Lo cual no le ayudó precisamente a allegar partidarios en la guerra civil castellana.
En Francia, el huido Enrique estrecha lazos con los francos. En el tratado de Aigües-Mortes, agosto de 1367, el bastardo consigue una nueva ayuda militar. En paralelo, en el otro bando las cosas se ponen chungas pues, cuando el inglés se quita la armadura negra y reclama su soberanía sobre los vizcaínos, Pedro va y dice que va a ser que no, que es que se pasó de frenada, que si tal, que si pascual. El mismo mes de agosto que el Trastámara estaba reclutando los soldados franceses, el Príncipe Negro abandona Castilla. En septiembre, tras la entrada de Enrique en tierras castellanas por Calahorra, el Cruel se da cuenta de la capullada que ha hecho tangando al heredero de la corona inglesa, y trata de atraerlo de nuevo para su causa. Pero el Príncipe Negro no era persona a la que se pudiese sacar dos veces a la pista a bailar el mismo vals. Como resultado de la situación, Enrique barre las tierras castellanas de norte a sur, y en abril de 1368 está echando lapos en las murallas de Toledo. Pedro I se refugió en Andalucía, al calor del califato nazarí, desde donde intentará liberar Toledo a principios de 1369.
En el campo de Montiel, las tropas de Pedro y Enrique se encuentran, y del enfrentamiento se produce una victoria sin paliativos del Trastámara. Pedro se refugia en el castillo de Montiel y envía a uno de sus hombres a contactar con el francés De Duglescin, al que ofrece el oro y el moro por pasarse a su bando. El taimado gabacho hace como que acepta y cita en su tienda al rey castellano para sellar el pacto. Pero es una celada. En la noche del 22 al 23 de marzo de 1369, entrando Pedro I en la tienda del francés, allí le está esperando Enrique de Trastámara quien, tras una pelea de cine, acaba con la vida de su hermanastro.
Hay que ser muy cuidadosos a la hora de valorar las consecuencias de la guerra castellano-aragonesa. Digo esto porque lo que os acabo de relatar es un caso muy curioso de la Historia en el que quien pierde, gana. Porque, increíblemente, para mí no hay duda de que el gran ganador de aquella guerra entre Castilla y Aragón sería la primera; que, formalmente, la perdió.
Las razones son varias.
Pocas décadas después de la celada de Montiel, Castilla, por obra y gracia de su reina Isabel, ejercería la fusión por absorción de la corona de Aragón, con la aquiescencia de la dinastía reinante en dicho reino, que sabía lo suficiente de geopolítica como para entender que su futuro estaba en la asociación con el gigante castellano. ¿Cómo pudo ser esto, pues, si Pedro el Ceremonioso había terminado por ganar la guerra pretérita entre los dos pedros?
Pues por la sencilla razón de que Aragón, en el objetivo de vencer sobre los castellanos, primero; y apoyar el partido del bastardo golpista, después, se dejó su capacidad de tener algún día soberanía económica suficiente como para ser independiente. Un problema que comenzó a sufrir Aragón en los albores del siglo XIV y que permanece vivo en los discursos del actual molt honorable president de la Generalitat catalana.
Aragón salió de la guerra literalmente drenado de todo recurso importante. Hay que decir, en todo caso, que las raíces de este problema ya existían antes del conflicto. Un aspecto que sería interesantísimo estudiar (de hecho, si me tocara el Euromillones, es, probablemente, a lo que yo me dedicaría) y del que, cuando menos en mis lecturas, se habla poco, es de la prevalencia de Castilla sobre Aragón por razones fiscales. En mi opinión, uno de los factores principales que fortalece a Castilla en el siglo XV es el hecho de que se trata de una nación con un sistema tributario mucho más eficiente que su vecino aragonés. Las muy queridas libertades territoriales de los catalanes, valencianos, aragoneses y baleáricos fueron un lastre para su nacimiento como nación fuerte, porque el sistema constitucional aragonés tendía a la confederación y, como demuestra muy bien la guerra civil estadounidense, cuando una coalición está confederada, es muy difícil coordinar adecuadamente los recursos. Castilla, en cambio, tenía un sistema fiscal mucho más eficiente, centralizado, que le garantizó, durante toda la tardo Edad Media, un flujo de recursos adecuado para construir su poder.
Castilla salió de la guerra con Aragón razonablemente bien desde el punto de vista económico, a pesar del tristísimo espectáculo que debían ofrecer las plazas mayores de sus villas, petadas de hombres ociosos, con los pies o las manos cortadas tras las numerosas represiones masivas dictadas por el rey cruel. En cambio, Aragón ingresó en la incapacidad de financiarse y, en esas circunstancias, su asociación a una potencia mayor era sólo cuestión de tiempo.
Para colmo, esta situación situó a los aragoneses ante una disyuntiva fatal que explica una parte importante de la geopatía del nacionalismo catalán: castellanos, o franceses. No por casualidad decía Françesc Cambó que Francia es la principal razón de que los catalanes no deban coquetear con dejar de ser españoles. La política de alianzas de Enrique de Trastámara (que tampoco es reprochable; se alió, literalmente, con el que quedaba en el marco de un enfrentamiento europeo) hizo que Aragón entrase en la órbita francesa; en una órbita que, la Historia lo demuestra, no admite hermandades ni colegueos; cuando se está con el francés, se le rinde pleitesía, y punto.
El final de la guerra con Castilla colocó a Aragón en una vía de sentido único cuya estación terminal era acabar en los brazos (literalmente) de aquél a quien había combatido.
Castilla, en cambio, se encontraba en la típica situación de quien ha resuelto una guerra civil con la derrota de una de las partes, dispuesta a mirar hacia adelante, sin grandes obstáculos interiores. Es cierto que tenía compromisos con Francia, y de hecho los cumplió en la batalla naval de La Rochela y probablemente, por esa causa, perdería Portugal, otro predio que naturalmente le debiera haber pertenecido, por cuanto cuando Juan I se quiso ceñir la corona lusa, con rapidez llegaron en ayuda de los locales las tropas inglesas, que dieron su medida en la mítica batalla de Aljubarrota y comenzaron, con ello, la secular alianza entre británicos y portugueses.
La guerra de los pedros, y la guerra civil castellana que le siguió o más bien se confundió con ella, es, por todo ello, un episodio fundamental en el nacimiento de esa cosa que llamamos España.
lunes, febrero 20, 2012
Heráclito Basileus
Siempre he sentido cierta debilidad por la Historia de Bizancio. Por razones lógicas, no es algo que en España se pretenda enseñar ni medio bien y, sin embargo, en mi opinión es un periodo histórico de gran interés, repleto, además, de anécdotas y hechos casi irrepetibles. Creo, además, que demasiado habitualmente Bizancio es pasto de ignorantes. Prácticamente lo que todo el mundo sabe del imperio constantinopolitano es que es una época de la Historia cuyos protagonistas se pasaban el tiempo discutiendo polladas religiosas, como, por ejemplo, el sexo de los ángeles. Esta es una idea que desconoce la gran importancia que tiene para Bizancio la discusión religiosa, pero no en sí, sino como expresión, digamos, metafórica, del gran enfrentamiento existente alrededor de la ciudad de Constantinopla; que no es otro que la construcción de una auténtica alternativa, greco-ortodoxa, a la dominación romana.
Bizancio es el resultado de la inevitable decadencia de Roma. Romanos se hacen llamar los bizantinos cientos de años después de haber abandonado Roma; romano se hace llamar el general Belisario, el último gran general de Constantinopla, así como su ejército. Romanos en su raíz son el Senado y el Consulado bizantinos, hasta que finalmente sean sustituidos por una telaraña, tan meticulosa como intrincada, de cargos griegos. Los emperadores bizantinos, especialmente los primeros, sienten una gran nostalgia de Roma y sufren por su dominación bárbara; es ese sufrimiento el que obligará al mayor de los emperadores del Este, Justiniano I, a intentar reconquistar la península italiana; intentar, con ello, acopiar un pálido reflejo de lo que un día fue el Imperio Romano.
La Historia, sin embargo, nos procura estos fenómenos inversos y extraños. Los españoles rebeldes, acopiando fuerzas y unidad para responder ante el francés invasor que es hijo de la Revolución Francesa, acaban, paradójicamente, adoptando muchos de los principios revolucionarios. Y Constantinopla, ganando fuerza, riqueza e influencia para mantener la luz del imperio romano, acaba siendo un poder distinto, distante y competidor de la propia Roma.
Ambas puertas friccionarán en la bisagra que las une, que es el cristianismo. Las polémicas entre arrianos y cristianos, primero; pero, sobre todo, entre nestorianos y monosifistas, son muchísimo más que una sutil discusión teológica sobre las naturalezas de Jesucristo; discusión que, aún hoy, hace a los católicos occidentales repetir, cada domingo, aquello de engendrado y no creado, de la misma naturaleza que el Padre… Las trifulcas religiosas del siglo VII y siguientes expresan el conflicto entre Constantinopla y Roma; y entre aquélla y Alejandría.
Algún día hablaremos de Justiniano, el más grande de los emperadores bizantinos; que tuvo la suerte de asociarse con una de las mayores inteligencias políticas de la Historia de la Humanidad, su mujer Teodora. Hoy, sin embargo, nos toca situarnos precisamente en su muerte, para poder llegar, poco a poco, a la figura de un emperador tristemente olvidado, a pesar de lo hercúleo de su labor. Me refiero a Heráclito.
Heráclito será emperador de Oriente, sin embargo, aproximadamente medio siglo después de la muerte de Justiniano. Antes que él, la situación se cocerá lentamente para la aceptación de un emperador de grandes poderes, como siempre se cuecen estas cosas, esto es mediante el caos.
En el año 565, Justino II hereda de Justiniano un imperio enorme y arruinado. Los historiadores suelen decir del nuevo emperador que traía ideas muy buenas pero que, en cualquier caso, no pudo llevarlas a cabo por la situación en la que estaban las finanzas públicas. Otra característica de Justino es que había heredado el tremendo orgullo imperial, más que de Justiniano, de Teodora, lo cual le llevó a tomar una decisión poco acertada. Tras unos años de vacilaciones, finalmente decidió denunciar el acuerdo de paz que Justiniano había firmado con los persas, que pasaba por el pago desde Constantinopla de un importante impuesto. Justino consideraba esto humillante y, como digo, dejó de pagar. Esto dio pábulo a los persas para iniciar de nuevo la guerra, guerra que colocó pronto a Justino en un estado que cabría calificar de sicopatía, en el que pasaba, casi sin solución de continuidad, de periodos de cólera desatada a otros de abulia tan profunda que, de hecho, desde el año 573 no será él, sino su mujer Sofía, quien reine en el Imperio.
Sofía, no sabemos si por respeto intelectual u otro tipo de querencias, se apoya en un alto funcionario palaciego, llamado Tiberio, para el que poco a poco irá requiriendo títulos y prebendas (lo cual da que pensar que algún tipo de frote habría) hasta verlo recibir, en 574, el título de César que lo asociaba al trono.
Tiberio reinará del 578 al 582, apenas cuatro años. Un emperador apenas interesante para la Historia del que nadie o casi nadie habla pero que, sin embargo, fue enterrado y llorado por los bizantinos como si hubiese muerto Montoya la Polla. La razón, sencilla: en los cuatro años que reinó, Tiberio se dedicó, básicamente, a pulirse el Tesoro imperial reconstruido por Justino, tacita a tacita, dándole a la gente lo que quería, bajando los impuestos, y todo eso. Aquéllos de mis lectores con el colmillo más retorcido musitarán: negando la crisis...
Mauricio, que sucede a Tiberio en el 582, había sido nombrado César por éste tras dar el braguetazo con su hija Constantina. Afortunadamente para Constantinopla, era todo lo que no era su suegro. Cutre hasta la médula, al parecer los miembros de su corte se desesperaban con su incapacidad de gastar un mango en cualquier cosa. Cualquier cosa que no fuese el ejército pues Mauricio, que por encima de todo era un soldado, soñaba con reconstruir las legiones romanas y volver a poner el Mediterráneo de rodillas a sus pies.
Mauricio aprovechó la feliz (para él) circunstancia histórica de que la corona persa entró por entonces en un proceso de primarias cainitas; momento que es aprovechado por el emperador para atacar y forzar una negociación. En la dicha negociación, conseguirá Mauricio la devolución de la ciudad fronteriza de Daras (cuya pérdida había causado que Justino II se volviese tolili), amén de zonas de Armenia y Mesopotamia. El esfuerzo en Oriente, sin embargo, coloca en grave situación los intereses bizantinos en Occidente, donde, desde el 568, Italia se está viendo invadida por el norte por una raza de germánicos, los lombardos, que de hecho darán su nombre a dicho área; aparte de a una verdura de dudoso gusto, que algunos españoles con mala suerte hubieron de consumir, forzosamente, durante todas las navidades de su infancia.
Asimismo, el problema fronterizo se agravará en los Balcanes, donde ávaros y eslavos presionan, desde el año 580, en Iliria y Tracia, cometiendo crímenes masivos en la persona de los bizantinos. En el 591, Mauricio firma la paz con los persas, lo cual le da la oportunidad de volver grupas hacia el Oeste y comenzar a arrear de capones a los eslavos.
La guerra, sin embargo, viene durando demasiado tiempo, y costando demasiados impuestos. Mauricio, que como todas las personas de espíritu militar es incapaz de entender que haya gente a la que la vida de campamento e instrucción le pese, ha ordenado que sus tropas estén acampadas, en régimen semipermanente, en la orilla exterior (exterior según se mira desde Constantinopla) del Danubio, para así impedir las penetraciones eslavas. Los eslavos no penetran, efectivamente; pero a costa de que los soldados estén demasiado lejos de casa. La cosa se va encendiendo a base de borracheras inocentes que se convierten en conciliábulos más o menos organizados que terminan en golpe de Estado. Un centurión de las tropas bizantinas, que lleva el poco elegante nombre de Phocas, o sea Focas, se alza en jefe de los conjurados, levanta el campamento y se dirige a Constantinopla. Las noticias de su llegada despiertan simpatías dentro de la ciudad entre los que están hasta los huevos, y son muchos, de que les suban el IVA cada día por la tarde para así pagar la guerra.
Tan rarito es el ambiente de Constantinopla que Mauricio le envía a Focas una embajada de negociadores, que lo tratan con honores de jefe de Estado; Focas, sin embargo, los despacha sin atenderlos. Muy seguro se siente el centurión de su fuerza; pero lo cierto es que es la suya una zapaterina seguridad, que tiene sus agujeros. Entre los propios conspiradores hay muchas gentes que se imaginan (y ya veremos que no se equivocarán) que Focas de Basileo sería un desastre; por ello, envían mensajeros al hijo de Mauricio, Teodosio, ofreciéndole a él la corona y a su padrino, Germano, el consulado.
Cuando Mauricio se cosca de todo esto, se coge un globo de la hostia. Hace comparecer a Germano ante él, lo más flojo que le dice es hijoputa, y ordena su ejecución. Germano sale del palacio imperial echando leches y se refugia en la iglesia de la Virgen, donde, a pesar de estar en sagrado, las tropas van a entrar para cargárselo. Pero el pueblo, en un movimiento espontáneo, rodea el templo para impedir la entrada de los milicos. Mauricio, visto que no puede alcanzar a Germano, le da una mano de hostias, con un bastón, a su hijo Teodosio.
El detalle desata la revolución en la ciudad. Las calles son de las turbas, que arramblan con todo. Queman la casa de Constantino, el valido de Mauricio. El visir y el emperador, disfrazados de gente común, escapan en un pequeño esquife con el que ganan, por mar, la iglesia de San Autónomos Mártir.
Focas entra en Constantinopla con sus tropas y, por la fuerza de las armas, se hace coronar emperador en la iglesia de San Juan Bautista; y corona emperatriz a Leoncia, su churri. Nada más salir de la iglesia, montado en un caballo blanco, comienza a diseñar en su cabeza el que será su reinado, todo moderación y concordia.
Lo primero que hace Focas es enviar una partida de soldados a la iglesia donde Mauricio se encuentra bloqueado con cinco de sus hijos. Siguiendo sus órdenes, los soldados decapitan a los infantes delante de su padre antes de cargárselo a él. Fue, eso sí, clemente tanto con la mujer como con las hijas, a las que encerró en un convento de por vida, tal vez para ahorrarles el espectáculo de ver las cabezas de su padre y marido, y de los hermanos e hijos, expuestas, durante largo tiempo, en el Campo de Marte. A partir de ahí, se sique una represión en la ciudad en la cual fueron separadas cabezas de cuerpos de todos aquéllos que alguna vez le dieron la hora a Mauricio; incluso su único hijo superviviente, Teodosio, que es masacrado en la iglesia donde había conseguido refugiarse.
Aquellos militares que no terminaban de fiarse de Focas en el poder tenían sus razones. El reinado del centurión es un puto caos, tanto que, rápidamente, el rey Chosroes II de Persia lo huele, y comienza a pensar en volver a declarar la guerra. El pistoletazo de salida, en el 604, es la defección del único buen general bizantino, Narses o Narsés, quien, harto de las polladas del emperador ex chusquero de mierda, directamente abandona el servicio. A partir de ahí, se librará una guerra de cinco años en la que Bizancio no ganará ni una escaramuza y en la que perderá Siria, Palestina, Mesopotamia, Asia Menor, Calcedonia, y terminará por ver a los persas casi meando contra los muros de la capital.
Focas acabará matando a Constantina, viuda de Mauricio; y también a Germano, a quien acusa de complotar contra él. Pero para entonces, el emperador ni siquiera puede acudir a los espectáculos del hipódromo, pues allí la gente le hace lo que a Zapatero en el desfile del 12 de octubre, sólo que al cuadrado. Cuanto más miedo tiene, más gente ejecuta Focas. Y cuanto más ejecuta, más gente se pone contra él.
Puesto que la anterior familia real ha sido laminada, será finalmente un exarca del norte de África, Heraclio, quien decida ponerse al frente de los golpistas; acción para la cual el propio Senado constantinopolitano se lo pide de rodillas. Heraclio pone a su hijo del mismo nombre (Heraclín, pues), al mando de una flota, y a su sobrino Niketas al de las tropas de tierra, que envía a Egipto. El 3 de octubre del 610, el padre ya situado en Alejandría, el hijo coloca los barcos frente a Constantinopla. Potio, un cortesano muy cercano a Focas que lo ha traicionado, pide el derecho de detenerlo, mientras la ciudad entera aclama a los barcos. Entra en el palacio con una pequeña fuerza y, efectivamente, encuentra al emperador, lo despoja de sus ropajes, y lo lleva frente a Heraclín con las manos atadas a la espalda. Tras hacerlo decapitar, el hijo de Heraclio ordena que se mutile el cadáver y, con dos lanzas, en una de las cuales ha clavado una mano y en otra un trozo del cuerpo del ex emperador, organiza una macabra manifestación por las calles de la ciudad, que los parientes de Focas ya no verán, porque en el momento que se produce están sufriendo el mismo destino que su otrora protector.
Heraclio fue un emperador, desde el principio, sorprendente. Para los bizantinos, acostumbrados a figuras hiperprotocolarias que parecían vivir una vida aparte del resto de los mortales, su capacidad de implicarse en los asuntos de la gente es sorprendente. En tonos laudatorios refiere el historiador Nicéforo el caso del terrateniente Vitilinos que, teniendo un litigio de lindes con una viuda, ordenó a sus criados matar a uno de sus hijos. La mujer fue a Constantinopla, reclamó justicia ante el emperador, y éste hizo llevar a Vitilinos al hipódromo donde, frente al pueblo, lo entregó a los hermanos del muerto para que acabasen con él.
Del 610 al 620, Heraclio se centra en la reforma de la administración bizantina y, sobre todo, la reorganización del ejército, ineficiente e incapaz. En el 619, no parece estar claro por qué causas, el emperador, en un gesto también poco común en la Historia, considera su labor realizada y amaga con volverse al norte de África de donde vino. El pueblo de Constantinopla alucina y, a través de Sergio, el patriarca de la plaza, le ruega que se quede.
En realidad, más que probablemente Heraclio quiere huir de la derrota. En los últimos años, los persas no han hecho sino avanzar en la Capadocia, Armenia y Siria; en 614, toman Jerusalén. El sitio de la ciudad santa de los cristianos (que no tardará en serlo también de los musulmanes) dura veinte días. La ciudad cae finalmente, entre otras cosas, porque sus defensores tienen entre ellos una numerosa quinta columna: los judíos que, por odio a los cristianos, se alían con los invasores. Lo que sigue tras caer la ciudad es una matanza de cristianos y una destrucción masiva de iglesias. La del Santo Sepulcro, kilómetro cero del cristianismo, es incendiada. La más querida reliquia de la ciudad, la cruz en la que murió Jesucristo, es robada por los persas, que se la llevan a la ciudad de Ctesifón.
La presencia de los persas en lo que hoy conocemos como Oriente Medio es mucho más que una conquista militar; es un órdago a la grande al imperio bizantino, de todos sus enemigos. Ya hemos visto a los judíos aliarse a los persas en la toma de Jerusalén. Pero, más allá, a todo lo largo y ancho de Palestina, los nestorianos, que se sienten ninguneados por el monosifismo calcedonita, se apresuran a pactar con los persas el respeto a sus creencias a cambio de volverse, ellos también, contra los que, al fin y a la postre, creen en el mismo Dios padre que ellos. Es en gran parte por la inquina nestoriana por lo que cae la provincia de Egipto; Alejandría es tomada en el 618.
Por si esto fuera poco, en el 617 tropas ávaras y de otras tribus eslavas penetran en Tracia, Tesalia y el Épiro, amenazando Tesalónica en una batalla de la que Heraclio sale vivo de milagro; tras una celada del kagán ávaro, avisado en el último momento, el emperador huye disfrazado de gentil, con la corona escondida bajo el sobaco (y no es una forma de hablar).
Pasado este trago, sin embargo, la toma de Jerusalén, y el robo de la reliquia de la Santa Cruz, juega a favor de Heraclio. Para los, por así llamarlos, europeos, la cosa ya consiste en algo muy parecido a la guerra santa, motivo por el cual el emperador acaba por firmar una alianza con sus hasta ahora enemigos eslavos, y puede iniciar (622) una larga campaña de seis años contra los persas. Campaña en la explotará, hasta la saciedad, el carácter de la guerras como guerra entre creyentes.
En el 626, no obstante, los ávaros, a pesar del chute de pasta (200.000 piezas de oro) que les ha supuesto la alianza con los bizantinos, viendo Constantinopla débilmente defendida, la sitian para tomarla. Heraclio no llegará a tiempo para defenderla, pero, aun así, la ciudad no caerá, merced a las arengas sin descanso del patriarca Sergio. El 10 de julio, el kagán ordena un asalto por mar y tierra, y la flota eslava es destrozada por los bizantinos. Altamente supersticiosos, los ávaros y su kagán, que esta vez más debería llamarse kagón, creen, tras esta derrota, las soflamas de Sergio, según las cuales la Teótokos, o sea la Virgen María soi-meme, combatía al frente de las tropas de los sitiados. Pronto, muchos eslavos supervivientes comienzan a contar la coña de que si vieron a una extraña mujer en esa almena o en aquel barco, y tal. El corolario de todo aquello es que los sitiadores levantan campamento y se van, voluntariamente, a tomar por culo Danubio arriba. Sergio compuso un himno en honor de la Virgen combatiente que aun se canta hoy en las iglesias ortodoxas durante la celebración de este día de salvación de Constantinopla.
En el 627 los jázaros, aliados del imperio, penetran en Albania y luego de ahí al imperio persa, llegando a sitiar Tiflis. Por su parte, Heraclio avanza por Media y Asiria, superando las difíciles zonas montañosas como antes lo hizo Alejandro, y se llega hasta Nínive, en la que no deja enteros ni los llaveros. De ahí enfila cagando melodías hacia Ctesifón, donde recupera parte del botín que los persas habían hecho. Tras retirarse a Genzaca, es informado allí de que Siroés, noble de la corte de Chosroes II, se ha rebelado contra él por su incapacidad de ganar la guerra. Finalmente, tras el éxito del golpe de Estado, el nuevo rey de los persas encierra al antiguo en una habitación llena de oro y piedras preciosas. «Disfruta de lo que has preferido sobre todas las cosas», le dice, antes de cerrar la puerta para siempre. Así pues, probablemente, Chosroes es el único hombre en la Historia que murió, de hambre y de sed, rodeado de cosas con las que podía haber comprado restaurantes enteros.
Siroés pide la paz, y Heraclio la acepta. Pero a cambio, por supuesto, de la devolución de la Santa Cruz y, además, Siria, Palestina y Egipto. En marzo del 630, en medio de una gran procesión triunfal, el emperador resitúa la reliquia en la iglesia de Jerusalén.
Pocas veces en la Historia de la Humanidad un rey consiguió tanto con tan poco. Heraclio fue el gran heredero del sueño de Justiniano, quien quiso rememorar el imperio romano conquistando Europa y el norte de África para Constantinopla y, con ello, creó un imperio de pies de barro que era incapaz de defenderse; Bizancio no será grande en la Historia, en la cultura y en el pensamiento, hasta que no sea pequeña, esto es, hasta que no pierda aquellas partes de su territorio que no podía conservar.
Una parte importante de estos territorios, sin embargo, siguieron siendo bizantinos bajo Heraclio porque él, que era un hombre de guerra a quien llamaron a ser emperador por el caos que suponía su predecesor, lo que quería era guerrear. Y en su afán por ganar batallas imposibles, acabó inventando un elemento estratégico de primer orden que daría, y sigue dando, mucho juego: la guerra santa.
Sin el sentimiento de recuperación y venganza vinculado a la recuperación de la reliquia de la Santa Cruz, Bizancio difícilmente habría ganado la partida contra los persas. Así pues, fue este emperador bizantino el que enseñaría un camino que más adelante sería hollado por muchos otros. Lo cual, nos guste o no, tiene su mérito.
Tras el periodo de los heráclidas, que bien podría ser llamado de los pollas, Bizancio, al calor de los emperadores macedonios y lo que vino detrás, fue grande. Muy grande. Se convirtió en un experimento duradero que ejercería la función de centinela de la Europa cristiana. Pero eso sólo fue posible gracias a que la integridad del Estado constantinopolitano se salvó por la espada de Heraclio, el emperador que, a juzgar por sus gestos, curiosamente, no tenía demasiadas ganas de serlo.