viernes, noviembre 25, 2011
¿Quién?
jueves, noviembre 24, 2011
La segunda guerra mundial empezó en Menorca
Nunca en mi vida he estado en Menorca, pero amigos y conocidos tengo que dicen que es una isla muy atrayente, a pesar de su capitidisminuyente nombre. Es uno de esos territorios en cuya existencia tienes que estar bastante interesado, porque es bastante fácil que se te pase reparar en él, por lo chiquito. Creo recordar, incluso, que en mis infantes días colegiales alguna que otra vez se me olvidó dibujarlo en los trabajos de geografía, lo cual seguro me supondría algún que otro embroque de mi cara con la mano diestra del profesor.
Menorca, por lo tanto, es poca cosa. Como en este blog tenemos la costumbre de hablar de cosas grandes, desde Dios hasta la China, puede haber, quizá, quien piense que nunca le dedicaríamos un espacio a Menorca. Más no es el caso. Esta pequeña isla es sede de un episodio de nuestra guerra civil (el último para la isla, de hecho) que no está exento de enigmáticas dudas. Una de esas cosas de las que, al menos yo, puedo escribir en mucha mayor medida contando lo que no sé, que lo que sé. O sea, me pone. Y por eso lo escribo.
De todos es sabido que las Baleares son un territorio que, en la guerra civil, cayó pronto en manos de Franco, y así se quedó durante toda la conflagración; por mucho que los republicanos intentasen una recuperación que también es un episodio interesante de contar otro día. Pero esta afirmación no vale para Menorca. La isla de Menorca, relativamente fácil de defender, permanecía, a principios de 1939, incluso después de que Franco se pasease por Cataluña como Messi por el área del Sentmenat F.C., en manos republicanas. Mala cosa para ellos, porque, tras la caída de Cataluña, y sobre todo teniendo en cuenta que para entonces la flota republicana estaba surta en Cartagena, con el culo contra la pared y atocinada en tablas, es decir que el Mediterráneo era de Franco; tras todo eso, digo, Menorca se quedaba, literalmente, tras las líneas enemigas.
Sólo era cuestión de tiempo que cayese. Sólo era cuestión, de hecho, que desde la Barcelona tomada por Franco se enviasen buques con tropas a certificar la caída de la isla.
Antes de que el ejército invasor de Cataluña diese ese paso, sin embargo, las fuerzas nacionales situadas en Palma y Mallorca en general, fundamentalmente aéreas y con fuerte presencia italiana (anótese el dato: Mussolini ambicionaba encontrar el momento de anexionarse las islas), ya pensaron en el asunto. Si hemos de creer a Martínez Bande, ejemplo de historiador franquista muy bien documentado y razonablemente equilibrado en sus juicios, fue el teniente coronel Fernando Sartorius, jefe de la Región Aérea de Baleares, quien tomó la iniciativa.
¿Era este Sartorius algo del célebre político comunista de la Transición Nicolás Sartorius? Pues tengo yo por mí que sí, porque don Fernando era conde de San Luis, es decir ostentaba el título nobiliario de los Sartorius de toda la vida; y, si no me equivoco, don Nico, y quizá por eso era hace años tan atractivo su comunismo, procedía de la noble estirpe. Eso sí, Bande lo llama Fernando mientras que el diccionario de militares de la guerra civil de Couceiro incluye sólo una entrada a nombre de Carlos Sartorius Díaz de Mendoza.
Uno u otro Sartorius habrían sido los padres de la idea, propuesta al jefe de la fuerza aérea, general Kindelán; el cual, el día 28 de enero del 39, habría obtenido el nihil obstat de Franco. Algo se movió porque el día 3 de febrero, aviones nacionales comenzaron a lanzar sobre Menorca octavillas invitando a la rendición.
Mientras tanto, los republicanos habían hecho cambios también en la isla, nombrando gobernador militar a un marino, Luis González Ubieta, quien al parecer era masón. Este dato ha sido usado a veces por los historiadores para interpretar que los mandos militares republicanos (que para entonces estaban pensando más en la rendición que en otra cosa) colocaron a un militar que se pudiera «entender» con los nacionales.
Aquí, sin embargo, es donde los hechos comienzan a dar un giro inesperado. Sartorius se entrevista el 4 de febrero con el cónsul inglés en Mallorca, el capitán Allan Hillgarth, del que solicita, y obtiene, la puesta a disposición de un barco, el crucero Devonshire. Esto es, para cualquiera que sepa dos palabras de diplomacia, algo, como poco, irregular. Hablamos de un gobierno soberano inmiscuyéndose en una negociación bélica. No es algo que el cónsul pudiera hacer por decisión propia, de donde cabe concluir que, de una forma o de otra, el gobierno inglés tuvo que estar informado y, con mayor o menor renuencia, tuvo que dar su conformidad.
El 7 de febrero, el Devonshire llegó al puerto de Mahón. Allí se presentó González Ubieta, quien se entrevistó primero a solas con Muirheard-Gould, capitán del barco, para pasar a parlamentar, acto seguido, con Sartorius. Una vez más, nos encontramos con algo altamente irregular, como es la presencia prelativa de los ingleses en las negociaciones.
Dichas negociaciones se desarrollaron bajo las premisas siguientes: Sartorius exigía la rendición incondicional de la isla, bajo amenaza de bombardearla si resistía. A cambio, todo aquél que quisiese abandonarla podría hacerlo con la garantía del capitán inglés.
Ubieta estaba en una posición bastante incómoda. Para rendirse, necesitaba consultar, como poco, con su Alto Estado Mayor, si no con el ministro de Defensa, si no con el primer ministro. Pero el gobierno republicano, si de alguna manera lo hemos de llamar, se encontraba en esas fechas en algún lugar entre La Agullana y La Bajol, esquivando las bombas de Franco, tratando de coordinar la huida en desbandada de centenares de miles de soldados y civiles y, desde luego, sin teléfono móvil ni fijo que atender. Ubieta no podía obtener la autorización del gobierno la cual, al parecer, intentó sustituir mediante reuniones con los principales representantes del Frente Popular en la isla.
La situación, además, se tuerce más al día siguiente. Al comenzar la segunda jornada de negociaciones, Ubieta es informado de que tres batallones se han sublevado en las localidades de Ciudadela, Ferrerías y San Cristóbal, al Oeste de la isla. Dos hidroaviones de la base de Pollensa despegan para apoyar a los sublevados, a los que se une, pocas horas después, un pequeño destacamento de dos lanchas torpederas con medio centenar de soldados de aviación. A pesar de la desidia general que atora por entonces a las fuerzas republicanas, algunas unidades menorquinas se movilizan para sofocar la revuelta.
Y es en ese momento cuando los italianos (tres aviones Savoia) bombardean Mahón, causando tres muertos, diez heridos y considerables destrozos.
Como digo, el episodio de Menorca es bastante enigmático, y este detalle es, tal vez, el más enigmático de todos. ¿Quién, y por qué, da la orden de movilizar aviones para bombardear Mahón? El jefe de la fuerza aérea no puede ser, porque está en el mismo Mahón negociando la rendición con autorización de Franco para hacerlo. Tampoco tiene sentido que lo hagan otros mandos (por ejemplo, el comandante militar de Palma, general Cánovas), porque estaban preparando la «invasión» de la punta Oeste de la isla, donde tres batallones les hacen ya de cabeza de puente. No sabemos a ciencia cierta quién ordena el bombardeo, pero lo que sí sabemos es que está a punto de dar al traste con las negociaciones. El capitán del Devonshire, que había partido de Mallorca con la garantía de que no habría acciones aéreas mientras el barco estuviese en Mahón, amaga con pirarse. Y, sin barco que se pueda llevar a los que teman ser fusilados por Franco, el acuerdo deviene imposible.
Las negociaciones, sin embargo, continuaron. Se acordó que un coronel retirado, apellidado Useletti y del que, honradamente, no tengo más datos, se pusiese al mando de la isla, mientras en Ciudadela se colocaba al frente, llegado desde Pollensa, el comandante nacional Noreña; que ignoro si era pariente del teniente coronel Carlos Noreña Echevarría, que en tiempos de Franco (ahora supongo que ya no será así) encabezaba, a título honorífico, el escalafón de la escala de Estado Mayor, tras haber muerto fusilado en Madrid por haberse negado a formar parte del Estado Mayor republicano y afirmar, durante su juicio popular, su total identificación con el bando nacional.
En la noche del 8 al 9 de febrero, finalmente, el Devonshire zarpó de Mahón. En el barco viajaban Urbieta, el delegado gubernativo, militares y civiles republicanos sin que, que yo sepa, se haya aclarado nunca en qué magnitud.
¿Por qué es tan importante el suceso de Menorca? O, dicho de otra forma, ¿por qué este humilde posteador ha titulado a su artículo, ampulosamente desde luego, afirmando que la segunda guerra mundial comenzó allí? Pues, básicamente, porque Menorca supone, antes que cualquier otra cosa, un extraño caso de implicación británica en la guerra civil española.
Cualquiera que se haya leído las excelentes novelas de la serie Master & Commander sabrá que Mahón fue, durante mucho tiempo, un hub marítimo de gran importancia para el no menos importante poderío naval británico. Que UK le ha encontrado de toda la vida una utilidad estratégica de la hostia a las Baleares está fuera de toda duda; combinada con su presencia en Gibraltar, viene a garantizar una posición preeminente en el Mediterráneo casi sin competencia. Así las cosas, no es extraño que Baleares fuese el lugar donde los británicos más claramente decidiesen, sobre todo aprovechando que en la guerra todo el pescado estaba ya vendido, dar un paso al frente e implicarse. La moderna historiografía británica asevera que la operación del Devonshire fue conocida a la vez, y aprobada, por Franco y el Foreign Office. Si esta afirmación es cierta, que puede, esto vendría a darle la razón a los alemanes cuando desconfiaban del ferrolano. Los papeles internos de la diplomacia alemana, publicados hace décadas, más que sugieren que el embajador alemán en Burgos, Von Stohrer, no tenía ni puta idea de lo que se estaba cociendo en Menorca aquellos días. Según dichos telegramas, el ministerio alemán de Exteriores se enteró de la operación en la mañana del 9, leyendo la prensa inglesa. Von Stohrer contesta el 10 un tanto sonado, dando informaciones epidérmicas y desenfocadas de lo que está pasando en Menorca (por ejemplo: en fecha tan avanzada, no cita la sublevación de Ciudadela, y asevera que todos los traslados se han realizado en buques españoles).
Los alemanes, por lo tanto, estaban a por uvas. Pero no así los italianos, que eran, con mucho, los aliados de Franco más interesados por las Baleares (a pesar de que, al fin y a la postre, como bien sabemos, han sido los otros aliados los que se las han quedado). No de otra manera cabe interpretar el sospechosísimo episodio de los Savoias, un bombardeo que nadie ordenó, que no formaba parte del operativo aprobado por Franco y cuya consecuencia fue el amago inglés de abortar la operación.
Tengo por mí que ese bombardeo es la demostración que de Mussolini algo sabía; lo cual no es difícil, porque Palma le pertenecía en ese momento. Algo supo. Lo que supo no le gustó y decidió, lisa y llanamente, hacerlo zozobrar. De alguna manera, en Menorca tropas italianas bombardearon intereses británicos; de ahí la metaforilla de que ese día comenzó la segunda guerra mundial.
Con todo, el episodio de Menorca tiene otro significado, difícil de medir en sus dimensiones exactas, pero de gran importancia. Como ya os he descrito, la rendición de Menorca provino de una negociación friendly entre militares republicanos que no tenían nada que ofrecer y mandos nacionales que se mostraron comprensivos. Fue una rendición de la que escaparon muchos de los que quisieron escapar, aunque algunos, con las prisas, quedasen finalmente atrapados.
La negociación de Ubieta levantó en los militares republicanos la ilusión de un armisticio con Franco. De una especie de entente entre profesionales de la milicia, por la cual el general ferrolano comprendería que los uniformados no hicieron otra cosa que cumplir con su deber. Algunos de los jefes militares profesionales de la República, de hecho, soñaban con conservar sus rangos como si tal cosa; Casado, sin ir más lejos, así lo esperaba. La rendición de Menorca dio alas a quienes pensaban, en el bando republicano, que una tal transacción era posible. Así pues, de alguna manera, el episodio alimentó el golpismo contra el gobierno de Negrín que acabaría desencadenando el final de la guerra.
Eso sí, se equivocaron al valorar a Franco y sus posibilidades de pactar un acuerdo. De medio a medio.
martes, noviembre 22, 2011
El mandarín está vestido
Bueno, aquí está el texto que hoy se publica también en el blog de Tiburcio, en lógica devolución de la visita que nos hizo la semana pasada.
El mandarín está vestido. By JdJ
A principios del siglo XX, la revolución rusa levantó una ola de ilusión en todos aquellos que, en el mundo, creían tanto en la necesidad como en la posibilidad de un cambio radical del mismo hacia la justicia y la felicidad social. A pesar de los muchos y exitosos intentos del régimen soviético para mantener viva esa llama, pasadas las décadas, y sobre todo tras el estallido de la guerra fría y el consecuente enfriamiento de las posibilidades del comunismo en los grandes países europeos, la URSS fue decepcionando. Esto, sin embargo, no significó, en modo alguno, que los buscadores de utopías detuviesen sus explotaciones mineras entre los seguidores de Carlos Marx. En realidad, el fracaso de la URSS como potencia democrática (a pesar de haber inventado para sí misma el extraño fistro de democracia popular) impulsó todavía más la asunción acrítica del concepto de que los regímenes marxistas eran democráticos, progresistas y avanzados. La creencia, simplemente, se desplazó al que fue, durante la segunda mitad del siglo XX , el gran elemento reivindicador del progresismo: el Tercer Mundo.
El Tercer Mundo, en proceso de descolonización en muchos casos es, en efecto, un poco el ecologismo del último tranco del siglo XX. Una idea asumida por muchos de una forma bastante automática. El Tercer Mundo, según esta idea, se convierte en un territorio que es objeto de una agresión, la del mundo desarrollado, lo que le convierte en inocente ante cualquiera de sus problemas. Varias decenas de dictadores, algunos de ellos justamente colocados en el hall of fame de la atrocidad inhumana en la Historia de la Humanidad, han vivido de coña gracias a que Londres, en París o Nueva York estuviesen petados de escritores, directores de cine, tornero-fresadores, periodistas, biólogos, intelectuales en general y algún que otro mediopensionista firmador de manifiestos, que no estaban dispuestos a admitir que los problemas de los países en desarrollo tuviesen otro origen que la secretaría de Estado USA y elementos similares.
En medio de este proceso se cuela el comunismo chino de Mao Zedong. Que es un comunismo distinto a otros comunismos, sólo comparable al titismo yugoslavo; que, sin embargo, era una ideología en buena parte inexportable. El maoísmo, pese a llevarse bien con la URSS en sus principios, acaba pronto enfrentado con él, en parte por diferencias ideológicas; en parte por diferencias estratégicas; en parte por la voluntad de liderazgo mundial de Mao; y en parte, ya en los últimos tiempos de este dictador que jamás se lavó los dientes, porque los EEUU vieron el hueco entre los socios comunistas, e ipso pacto se personaron en Pekín, a dar por culo.
El maoísmo tenía elementos que lo hacían más atractivo a los ojos de la progresía intelectual de los años sesenta y siguientes, por ser un comunismo tercermundista, que volvía a las raíces leninistas (del origen del leninismo) que veían en los campesinos la clave de la revolución. Si toda revolución comunista tiende a liberar a una clase social, la revolución maoísta, además, ofrecía la liberación no sólo del hombre pobre, sino del país pobre, de la mitad pobre del mundo.
Una oferta atractiva. Tan atractiva como para mantener a miles y miles de ciudadanos cultivados del mundo occidental cautivados y ciegos durante años en los cuales Mao aprovechó su ceguera para matar a 70 millones de chinos; convirtiéndose con ello, de largo, en el mayor genocida de la Historia.
La historia de cómo tanta gente pudo estar tan ciega es, a mi modo de ver, la historia de una gran vergüenza.
En 1949, cuando en Europa y América se empieza a hablar de China, todavía vive Josif Stalin, y los regímenes soviéticos y chino dan toda la impresión de ser tan hermanos como lo pudieron parecer, hace ahora treinta años, Ronald Reagan y Margaret Thatcher. Ambos eran arietes en la lucha contra el imperialismo. Y permanecerían así hasta, más o menos, diez años después, cuando los problemas fronterizos comenzaron a cambiar las cosas hasta alimentar un enfrentamiento que terminó por ser cainita.
Antes de eso, en 1955, el peregrinaje de intelectuales occidentales comenzó en dirección a China, ahora que no había más remedio que contar malas cosas si el viaje era a Moscú. Este primer viaje lo hizo una miembra conspicua de la intelectualidad parisina, Simone de Beauvoir, compañera en la vida, y en la miopía, de ese gran adalid de la coherencia democrática que se llamaba Jean Paul Sartre. Simona fue a China y volvió orgasmando por las esquinas.
La justificación de las miopías suele ser, principalmente, la falta de información: yo no veía mal; simplemente, estaba mal informado. En el caso de China, sin embargo, esta disculpa es poco creíble. Desde muy pronto, analistas como David Rosenthal estaban denunciando lo que estaba pasando en China en forma de eliminación masiva de personas. Sin embargo, a la Beauvoir aquello no le impresionó demasiado. Chou en Lai, primer ministro entonces, le confesó en su viaje, fríamente, que 830.000 enemigos del pueblo habían sido «destruidos»; pero no debió de parecerle inhumano. Habremos de suponer que pensó que se lo merecían. Además, a su vuelta a París, declaró su convencimiento de que en China los ciudadanos sólo eran arrestados bajo sospecha de sabotaje o conspiración contra el Estado. En la misma frase, confesó que no había ninguna manera de comprobar la cifra facilitaba por ella de que los juicios políticos habían afectado «sólo» a 600.000 personas (comparación: Franco encarceló, se dice, a unas 300.000 personas) y que todos los juicios habían sido legales y respetando los derechos de los imputados. Nunca explicó cómo sabía tanto de unos juicios que ni había visto ni sabía cuántos eran. Más aún, sentenció: «Ningún ciudadano chino es molestado por sus opiniones». Comenzaba la monumental mascarada «Mao mola».
El mayor propagandista del maoísmo fue, sin ningún lugar a dudas, Edgar Snow. Además de contar mil maravillas de la China que conoció, fue durante toda su vida y producción articulística un gran proveedor de argumentos de comprensión hacia el maoísmo. Sin ir más lejos, confesó que eso de «destruir» a 830.000 sonaba mal; pero que, bueno, es que hay que saber chino. En chino, según él, el verbo «destruir» no implica desaparición física. Con los años se ha sabido que Mao, en aquel entonces, estaba incluso enterrando a gente viva. Debe de ser que no sabía mucha semántica. Más allá, otra de las proezas de Snow fue afirmar sin sombra de duda, a pesar de no tener ni una estadística ni prueba fehaciente de ello, que la pena de muerte sólo se aplicaba en China en la persona de quienes habían causado la muerte de otros.
Edgar Snow había sido primero un admirador de Chang Kai Chek, pero en Pekín leyó las obras políticas de Bernard Shaw, y cambió de mito. En 1936 consiguió tomar contacto con el Ejército Rojo, lo que le permitió conocer y entrevistar a militares que habían participado en la Larga Marcha, convirtiéndose con ello en el primer occidental que hablaba de la revolución china.
Con todo, los buscadores de explicaciones más o menos exóticas de lo que veían son legión. Es muy interesante, por ejemplo, la historia de Agnes Smedley, una periodista norteamericana que quizá fue la que vivió más de cerca la auténtica vida de los revolucionarios chinos. Durante la revolución, estando con las tropas, se cayó de su caballo y quedó medio inválida. Aun así, siguió con las tropas, sufriendo todas sus privaciones. En 1937 pudo visitar personalmente a Lin Piao. De vuelta a Estados Unidos, cuando estalló la guerra fría, y después la de Corea, EEUU le negó la visa para volver a China, cosa que no pudo hacer hasta 1960. Lo que contó de esta visita es enternecedor. Coincidió con un periodo de elecciones, por supuesto de partido único. En un salto mortal acojonante, reconoció que, efectivamente, las elecciones sólo tenían candidatos únicos (a ver cómo podía haber dicho lo contrario); pero, argumentó, ¡el proceso estaba diseñado para fomentar la «involucración psicológica masiva» del pueblo chino! Una interpretación muy parecida a la del propio Snow: en China no había elecciones libres porque el campesino chino había tomado la libre decisión de delegar el poder en otros (de por vida, por lo que se ve).
El escritor Basil Davidson, de visita en China al final de la guerra de Corea, con todos los gastos pagados por la Britain-China Friendship Association, escribió a su vuelta que China no era, desde luego, un régimen parlamentario democrático, pero que «la dictadura china no tiene nada en común con la de Hitler o Mussolini». Es probable que no lo dijera porque Mao acabase matando a no menos de 15 chinos por cada judío que mató Hitler. Davidson aceptó, además, un criterio propio del leninismo, que sería multirrepetido durante años en Occidente: China era una dictadura sólo ante quienes no eran obreros ni campesinos.
Davidson insistió en sus artículos en que si no existía el derecho de huelga en China era porque la armonía social lo hacía innecesario. Estaba reproduciendo sin saberlo, en los años cincuenta del siglo pasado, los mismos argumentos, pero calcaditos, que en ese mismo momento se estaban manejando en el régimen de Franco en España para no dotar a los trabajadores de ese mismo derecho.
Simona La Estrábica, en una de sus visitas, fue llevada por los jerifaltes chinos a visitar una prisión. La llevaron a ver la denominada Prisión Uno, es decir una especie de cárcel-estudio de cine que los chinos habían levantado para las visitas extranjeras, con presos de coña, flores por todas partes, puertas abiertas sin cerrojos, programas de estudio y un hospital de la pitri mitri. Beauvoir asumió, a la luz de lo que vio, que todas las prisiones en China eran iguales, y así lo dejó escrito. Nunca explicó, sin embargo, cómo se había cerciorado de que aquel lugar no era singular.
En general, los viajeros occidentales a China no parecen haberse planteado con medio espíritu crítico la verdad de lo que veían. Anna Louise Strong, tal vez la más dedicada propagandista soviética en el mundo sajón, vivió en China, en un apartamento propio y disfrutando de secretaria, coche, chófer, comida y señora de la limpieza. No hay constancia de que se plantease seriamente si el chino medio, tal vez, no vivía así.
En 1955, a la Simona le siguió el Juan Pablo, su costillo. Sartre desplegó en su viaje toda su amplia capacidad de inventarse sus pensamientos y valoraciones, y creérselos. Hizo un vaticinio que podríamos considerar histórico: China, aprendiendo de la experiencia de la URSS (que, ahora que le había insultado apelándolo en el congreso de Wrocklaw de hiena dactilográfica, ya no le molaba tanto), no realizaría ninguna colectivización agraria, sino que aplicaría el socialismo voluntario. Pues sí; tres añitos más tarde llegó el Gran Salto Adelante, experimento colectivizador que dejó la experiencia de la URSS en un juego de teletubbies.
Este proceso, el Gran Salto Adelante, supuso, en la práctica, colectivizar y esclavizar un país entero, del tamaño de un continente, a la mayor gloria de unos objetivos de desarrollo económico que habían de convertir China en un líder mundial. Mao dejó bien claro que lo que quería era que los chinos produjesen y que, si para producir tenían que dejar de comer, por él, de puta madre. Será por eso que en aquellos años millones de chinos murieron literalmente de hambre mientras fabricaban en sus hornos caseros acero como posesos porque Mao quería ser el líder mundial en la producción de la tal cosa.
A la intelectualidad occidental, sin embargo, el Gran Salto Adelante le pareció lo más de lo más, Mari Loli. El doctor Joshua Horn, médico británico afincado en Pekín, bramaba feliz que la colectivización del campo era el resultado de la libre decisión de los campesinos (que estaban siendo colectivizados a hostias a pocos kilómetros de su casa). En 1959, el diácono de Canterbury, peripatético personaje del propagandismo procomunista occidental como se vieron pocos, estuvo en el país y declaró que de no haber sido por la colectivización, millones de personas habrían muerto; hemos de suponer que en lugar de los que ya estaban muriendo, de los que, sin embargo, no dijo nada. El escritor Felix Green dijo, incluso, que el proceso de colectivización había sido tan espontáneo que el gobierno había sido pillado por sorpresa.
En realidad, en 1955 Mao había dado la orden de que se creasen casi un millón y medio de comunas en toda China que incluyesen, al menos, a la mitad de la población campesina. El sistema funcionó mal y causó una terrible hambruna (que, como hemos dicho, monseñor de Canterbury no fue capaz de ver, quizá porque pensase que los chinos son genéticamente delgados). Edgar Snow acudió en auxilio del régimen echándole la culpa a la sequía; eso sí, a principios de los sesenta, cuando el PC Chino dio carpetazo a la yenka maoísta, con toda naturalidad admitió que la precipitación de la colectivización había causado los problemas, y a otra cosa, mariposa.
En mayo y junio de 1957 se produjo la llamada de las Cien Flores por parte de Mao. Fue una especie de proyecto para que, durante aquel tiempo, floreciesen en China (de ahí el nombre cursi) las ideas y los proyectos. Simone de Beauvoir se aprestó a declarar que aquella iniciativa llevaba las libertades más lejos de lo que nunca habían ido en una democracia. Las Cien Flores, de hecho, brotaron. Animados por la invitación, pensadores chinos se adelantaron a criticar el excesivo imperialismo de Mao, así como la brutalidad de su Justicia, que por entonces decía ya estar en cerca del millón de apiolados. El Partido se acojonó, llamó a Mao a capítulo, y éste dio marcha atrás. El régimen hizo uso de una herramienta que le era muy querida: la pública humillación y confesión de los errores, forzada en la persona, por ejemplo, de Lo Lung Chi, vicepresidente de la Liga China por la Democracia. Los mismos intelectuales que habían recibido con entusiasmo democrático las florecitas permanecieron, ahora, básicamente callados.
Como es lógico, la intelectualidad europea recibió, en términos generales, la implicación de China en la guerra de Corea como una acción defensiva, plenamente justificable. Sin embargo, hasta hace bien poco tiempo han estado poco interesados en referirse a la intervención en Tibet, que poco de autodefensiva puede tener; las cositas del Dalai Lama, efectivamente, rara vez aparecen en los escritos de los sinólogos de salón de la mejor época de la gauche divine. Más aún, el régimen chino contó con excelentes voceros, como la inevitable Simone, que, sin haber puesto un pie en el Tibet, escribió en Occidente informes interesantísimos sobre el elevado desarrollo de sus escuelas, autopistas, créditos sin intereses, y otras milongas. ¿Problemas? Hombre, sí, los había. Pero se debían a «el empeño de las tribus nómadas de volver a su anárquico modo de vida». Para la De Beauvoir, por lo visto, alguien que quiere llevar un modo de vida anárquico (y eso admitiendo la certitud del diagnóstico) no tiene derecho a hacerlo. Más revolucionariamente coherente fue la explicación ofrecida por Felix Green: la resistencia tibetana se circunscribía a 20.000 terratenientes y tibetanos reaccionarios; a los cuales, según el catón marxista, es lícito negarles el derecho a la vida.
A mediados de los años sesenta, el régimen chino experimentó una vuelta de tuerca más con la revolución cultural, fruto del pacto tácito entre Mao y Lin Piao.
Mao había quedado tocado por el fracaso del Gran Salto Adelante, que se había convertido en el Gran Hostión contra el Suelo. La facción más moderada del Partido, bajo el liderazgo del Presidente chino Liu Shao Chi, comenzó a tocarle las bowlings. En 1959, Peng Te Huai, ministro de Defensa, había visitado la URSS y allí había reclamado un ejército chino mejor organizado y había criticado el Gran Salto Adelante. Mao, enfurecido, exigió su cabeza. Sin embargo, debilitado por sus fracasos económicos, hubo de claudicar. A principios de los sesenta, China tuvo que imponer su propia versión de la NEP leninista, permitiendo la pequeña propiedad privada y el funcionamiento de mercados libres. Mao perdió después el control sobre el mundo cultural y la prensa del Partido.
A partir de ahí, contraatacó; y lo hizo, como hemos dicho, aliado con Lin Piao, que controlaba la Guardia Roja; institución que fue utilizada como pandilla de matones que, de facto, dio un golpe de Estado dentro del Estado, tomando el control total del país, iniciando el culto cuasidivino a la personalidad de Mao, y eliminando a los enemigos; antiméritos todos éstos que, sin embargo, no impidieron que esta institución tan democrática fuese emulada en los países occidentales, España incluida, a través de la Joven Guardia Roja. Párese el lector a pensar qué dirían los firmadores de manifiestos si alguien hubiese creado en España, en los años setenta, las Nuevas Juventudes Hitlerianas.
Controlado el país, en 1966 Mao lanzó su gran eslogan: todo el país tenía que tomar ejemplo de su ejército; de nuevo, el líder comunista chino se mostraba como un acendrado franquista. Esta idea se vino a combinar con la demanda de que todo lo que no tuviese raíz revolucionaria fuese destruido; así, en abril comenzaron, en la prensa de nuevo controlada por el líder, los ataques contra la literatura clásica. En junio de aquel mismo año comenzaron las purgas, especialmente extensas en el ámbito cultural. Escuelas y universidades fueron cerradas, y para cuando se reabrieron, los alumnos encontraron al frente de las aulas a miembros de la Guardia Roja. De julio data la famosísima foto de Mao nadando en el Yang Tse. En agosto, una vez que logró controlar totalmente el Comité Central del Partido, Mao lo convocó y le hizo decretar algo así como el recomienzo de la revolución contra la burguesía; aunque esta vez, en la lista de enemigos, figuraban también los cargos elitistas del propio partido. Millones de guardias rojos desfilaron en Pekín durante ocho días, mostrándole a todo el mundo que al que se moviese, le cortarían los cojones.
Rápidamente, Liu Shao Chi y otro moderado que acabaría sobreviviendo a la experiencia, Deng Xiao Ping, fueron colocados bajo arresto domiciliario. La mujer de Liu fue llevada ante una especie de corte judicial de desviacionistas, ridículamente disfrazada, para público escarnio. Peng Te Huai, el otrora ministro de defensa, fue llevado ante diez mil personas, cargado de collares con paneles de madera que señalaban sus faltas, en un espectáculo intolerable que, curiosamente, no se sabe de muchos teóricos de la Leyenda Negra que lo criticasen con pasión, igual de escandalizados porque 400 años antes se hiciese, por decisión inquisitorial, algo parecido con los conversos.
Lo que los intelectuales occidentales prochinos hicieron fue de traca. Lejos de criticar a Mao por tanta crueldad, le alabaron la capacidad de clemencia por no estar dando audiencia al clamor que había en la calle para que matase a todos aquellos revisionistas. Pocas, poquísimas noticias tenemos en sus libros de los centenares de miles, sino millones, de chinos cultivados que, en el entorno de la revolución cultural, fueron arrebatados de sus lugares de residencia para ser llevados a trabajar en condiciones infrahumanas en granjas que eran en realidad campos de concentración disfrazados de pitufo. Aún a día de hoy, de hecho, y a pesar de los muchos libros, de ficción y de no ficción, publicados sobre el tema, la revolución cultural, como le ocurre también a los campos siberianos de Stalin, sigue sin figurar en el puesto que en justicia le corresponde en la lista de los genocidios planificados del siglo XX. A los ojos de un montón de gente, el único genocida del siglo XX fue Hitler (bueno, y Franco; aunque Franco, al lado de Mao, era Rita Irasema).
En realidad, en los años 67 y siguientes, incluso después de la defenestración final de Liu (octubre del 68), la revolución cultural provocó una enorme guerra interna. En Shangai y Pekín, cuando las ciudades fueron tomadas por facciones radicales de la Guardia Roja, hubo unas hostias como panes en las calles. De hecho, la propia Guardia comenzó a romperse en facciones que se mataban entre sí. Los divinos scholars sinólogos, sin embargo, seguían visitando el país, y hablando del mundo como cascada de colores a su vuelta. Lin Piao mató a 90.000 personas en Shezuan, 40.000 en Kwantung. Nada de esto, sin embargo, lo vieron los que decían describir la «verdadera China». Especialmente recomendable encuentro un libro llamado Report from a Chinese village, obra del impagable intelectual sueco Gunnar Myrdal, quien visitó un pueblo chino en todo el centro de la Revolución Cultural (1967). En sus páginas, Myrdal acusa a Moscú, Washington, Tokio y Taipei (curiosa coalición) de tender un velo de desconocimiento sobre la RC, y asevera cosas como que todos los chinos usaban radios de transistor y acudían a asambleas locales donde los temas de gobierno eran discutidos. Se ignora, sinceramente, el país que visitó. El capítulo en el que describe a los guardias rojos llegando a la aldea tiene los tintes idílicos de una imaginaria entrevista entre Pocoyó y Winnie de Pooh.
Felix Green describió la RC como un ejercicio nacional de autoanálisis, necesario para sacudirse los vicios burgueses. Joan Robinson, profesora de Economía en la universidad de Cambridge (shit you, little parrot), la describió como «un movimiento desde abajo, con escaso control desde arriba» dirigido por la voluntad «del público de re-educar al Partido». Por su parte, María Antonietta Macciochi, diputada italiana del PCI que visitó China en 1970, sentenció tras su visita que «no hay ni rastro de alienación en China». Sacó esa conclusión tras ser recibida a su llegada al aeropuerto por dos filas de niñas cantantes. Lo curioso es que Macciochi, en un ejercicio increíble de transparencia por parte de los chinos, fue informada en la universidad de Tsinghua del enfrentamiento que la misma había vivido entre dos facciones de la Guardia Roja, que había terminado con tres mil pollos matándose por las esquinas del campus; y, aun así, ello no le impidió escribir que el régimen chino era «compacto e integrado». Además, escribió de China que era un país «absolutamente egalitario, en el que todas las distinciones de rango han sido abolidas».
En 1968, un grupo de profesores de universidad americanos fundaron el Comité de Investigadores Asiáticos, conocido por sus siglas CCAS. Este comité se fundó para oponerse a la guerra de Vietnam pero, entre sus actividades, y honradamente no sé con qué financiación, preparó un viaje de quince de sus miembros que pasaron 31 días en China.
Este CCAS hizo visitas realmente curiosas. Salieron encantados, por ejemplo, de un campo de entrenamiento de milicias voluntarias en Nanking… a pesar de que los chinos no se cortaron un pelo de enseñarles a niños de diez y doce años disparando fusiles y morteros. Aquello, por lo que se ve, les pareció de lo más normal. Los herederos de sus cátedras, por supuesto, estaban treinta años después rasgándose las vestiduras por la existencia en África de niños-soldado.
Y es que hay quien dice lo que piensa, y quien dice, simple y llanamente, lo que está de moda pensar en cada momento.
La operación, espontánea o diseñada, bien o malintencionada, de disfraz de la realidad de la china maoísta, del maoísmo en sí, es una de las mayores operaciones de manipulación que recuerda la Historia reciente de la Humanidad. China, como el resto de los regímenes comunistas del presente y del pasado, se ha beneficiado de ese extraño fenómeno por el cual los Michael Moore que le toca vivir, en lugar de criticarlos, se ponen de su parte. Centenares de intelectuales franceses, alemanes, estadounidenses, británicos, españoles, son responsables de esta mentira o, como poco, de contar verdades como puños de las que en realidad no sabían nada, por un simple prurito ideológico.
Sorprende, sinceramente, comprobar cómo tanta gente, que se supone que está por encima del normal de la gente a la hora de pensar, pudo pensar tan poco, y convencerse con tanta pasión de que el rey, el mandarín en este caso, estaba vestido.
lunes, noviembre 21, 2011
¿Y los indignados?
Como bien reza su título, el gráfico que aquí os pongo reproduce la evolución histórica de lo que podríamos denominar las tres «tasas indignadas», o sea los tres viveros donde puede estar el no-voto indignado: la abstención, el voto en blanco y el voto nulo.
Realmente, colegir que todos quienes toman la opción de no votar, votar el blanco o votar nulo son supporters del movimiento 15-M es hacer una generalización bastante bestial, sobre todo en lo que se refiere a la abstención. Abstenerse, la gente se abstiene por muchas razones que no necesariamente se identifican con una postura activa en pro de un sistema diferente y cualesquiera que sean las cosas que defienda este movimiento (que ése es su gran problema, por otra parte; saber de qué va). Pero, bueno, aceptando barco como animal acuático, lo que nos enseña este gráfico es que en el 2011 no se ha producido un rebrote bestial, significativo de este fenómeno. Pero la cosa tiene sus matices.
Porque rebrote ha habido; eso sí, no es el mayor de la historia. Si en el 2008 y el 2011 hubiesen votado las mismas personas (que es como yo creo que hay que hacer la comparación, para evitar efectos demográficos), en torno a un millón de personas más se habrían abstenido y votado en blanco/nulo. Sin embargo, si hacemos el mismo ejercicio con el 2000, encontraremos que entonces hubo 600.000 teóricos indignados más que en estas elecciones (siempre y cuando entonces hubiese votado el mismo número de ciudadanos que ayer). La cifra es, también, inferior a las elecciones de 1989, 1986 y 1979.
Sin embargo, también es cierto que el voto nulo supera los 300.000 sobres por primera vez en 25 años, algo que también le pasa al voto en blanco. Pero, aún así, cabe recordar que entre los dos no llegan al 3% del electorado. Un conjunto de votos que está en torno a un 40% por debajo de los conseguidos por una formación como, por ejemplo, UPyD.
A este indignado movimiento siempre le quedará el terreno para la especulación sobre qué porción del pastel de la abstención le corresponde. Formas de cálculo, hay muchas.
El ejercicio que yo he hecho es el siguiente: % de abs/nulo/blanco sobre el promedio de porcentajes históricos. Es decir: en qué medida ha habido ayer más de cualquiera de las tres cosas respecto de lo que la historia nos dice podría ser el el abstencionismo y la votación nula o blanca «estructural».
Haciendo este cálculo, resultaría que de la abstención de ayer 2,2 puntos porcentuales (546.156 votantes) serían imputables al 15-M; 0,53 puntos de votos en blanco (131.067) y 0,24 de votos nulos (58.279) serían también imputables al movimiento. En total, en torno a 725.000 oersonas o, si se prefiere, el 8% de la abstención, el 39% del voto en blanco, y el 18% de los votos nulos producidos ayer. Una vez más, las cifras son discutibles, porque siempre quedará la duda sobre cuántos electores que ya eran abstencionistas, que ya votaban en blanco o nulo, se han unido al movimiento, que, es de suponer, no serán pocos.
Los resultados, así calculados, no son, en modo alguno, malos. Revelan un rebrote en buena parte escondido, porque se entrevera en cifras a mi modo de ver difíciles de interpretar. Sin embargo, hay un par de cosas que tener en cuenta. Pescar, han pescado. Pero:
a) No han pescado, ni de lejos, lo suficiente como para poder decir que comprometen el sistema electoral, le «sacan los colores». La gente ha votado; no ha votado mucho menos que en el pasado ni reciente ni más remoto, y no les ha otorgado un nivel de apoyo que se pueda considerar material o significativo frente a los resultados de los propios partidos.
b) Lo que, desde mi punto de vista, es peor para los estrategas (si es que los tiene) del movimiento: lo que ha pescado, lo ha pescado entre los que ya le eran proclives antes incluso de que la indignación existiese, pudiéndose estimar que ha movilizado a unas 725.000 personas que se podría pensar hace tiempo no eran cercanas a sus postulados.
Se puede argumentar, desde luego, que 725.000 almas no es moco de pavo; es una cifra bastante equivalente, por ejemplo, al crecimiento de votos del Partido Popular, que ha ganado por goleada. Pero es que la prioridad del movimiento 15-M no está en el crecimiento del PP, sino en la sangría del PSOE. El PSOE ha perdido 4.300.000 votos en números redondos, y éste es, claramente, el nogal bajo el cual está el 15-M esperando la caída de los frutos para recogerlos. Y el movimiento, como mucho, se ha llevado uno de cada seis votantes desengañados del PSOE. Su cosecha ha sido muy parecida a la que se ha llevado IU, es decir la otra alternativa que yo veo cercana a los indignados; IU y el 15-M han competido en el mismo «mercado» y, básicamente, han empatado. Pero su empate deja encima de la mesa la pequeña duda de dónde están los 3 millones de votos que aún sobran, y por qué ni una ni el otro han sido capaces de captarlos. En el ámbito de la izquierda, por lo tanto, el PSOE retiene, impulota, la posibilidad de aplastar a ambos (enviando uno al olvido y otro a la representación testimonial en el Congreso) en el momento en que consiga que sus votantes vuelvan. A menos, quizá, que indignados e IU se uniesen; pero, teniendo en cuenta las características del movimiento 15-M, ¿cuántos miembros-barra-simpatizantes perdería si se identificase con una opción política concreta?
En suma, quienes crean en este movimiento multiforme e indefinido tienen terreno para el optimismo. Pero, en mi opinión, al mismo tiempo cometerían un grave error si cayeran en él.