El último día de abril de 1938, el presidente de la República Española, Juan Negrín, decidió dar un paso hacia la paz. Tal vez le costó mucho convencer a los comunistas, entonces todavía férreos partidarios de la continuidad de la guerra; es posible que, a esas alturas, sólo los cojonudamente informados de entre dichos comunistas supieran o pudieran barruntarse que su líder Stalin estaba a punto de cambiar su stance y dejar caer la República. O tal vez es que lo que estaba Negrín era suficientemente bien informado como para saber que la tal cosa iba a ocurrir.
Negrín sabía que había perdido la guerra. Que el jugador que, en el monopoly de la conflagración civil, logra juntar en sus manos Andalucía, Castilla y el Norte del país dispone de un barrio imbatible donde las fichas del enemigo van a caer una vez y otra. Con esos tres activos territoriales, Franco controlaba despensas y fábricas suficientes como para llevarse por delante casi lo que fuese.
Negrín sabía, también, que la apuesta hecha en su día por la República, muy al estilo soviético, de formar un ejército ideológico que pelease con algo más que con las balas, había desaparecido. En la primavera del 38, el ejército republicano era dos pizquitas de creencia ideológica y una montaña de amarga sal pasota, formada por quintos atrapados en el sumidero de las levas obligatorias, que luchaban acá como lo mismo habrían luchado acullá. El tipo de cannon fodder que, menos de un año después, en Cartagena, llegaría un día, se diría: estoy hasta los cojones de bombardeos, encendería los motores de los barcos donde servía, los pondría proa a África, y se largaría sin un ay. Incluso las famosísimas, míticas incluso, Brigadas Internacionales, estaban formadas para entonces, en más de un 70%, por soldados de quinta de Tomelloso, de Alpedrete, de Utiel-Requena, de Albacete. Sólo los mandos eran ya alemanes, franceses o checos. El sueño del ejército popular se había acabado por convertir, por consunción, en una armada más de muchas, mal pertrechada, desmoralizada, sin fe en la victoria y mucha menos fe todavía en la revolución.
Como acertadamente ha destacado Martínez-Bande, entre otros, ya en 1938 la imaginería pasquinera en las ciudades republicanas, así como los discursos de sus dirigentes, ha eliminado los conceptos de revolución social, poder del pueblo, justicia proletaria, etc., para cambiarlo por el concepto de España, el futuro de España, la integridad de España, y similares. El discurso ha cambiado porque las trincheras ya no se alimentan de la ilusión de construir la España revolucionaria. Se alimentan, según la creencia de los dirigentes, del deseo de salvar a España de la debacle. Aunque, en realidad, alimentarse, alimentarse, lo que se dice alimentarse, de lo que se alimentan básicamente las trincheras es del deseo de que la guerra se termine de una puta vez.
Cuando Negrín se dio cuenta de que no podría obtener de sus soldados siquiera una resistencia como es debido y/o le informaron de que la mamá que lo sostenía por la barriga para que no se hundiese iba a abandonar la piscina, se dio cuenta de que tenía que terminar la guerra. Hay quien dice que lo que quiso fue ganar tiempo para lanzar la ofensiva del Ebro, y así mejorar la probabilidad de que estallase la segunda guerra mundial. Yo no creo en esa teoría. La ofensiva del Ebro, lejos de ser una gran operación bélica en cuyos resultados positivos podían creer los mandos de la República, no dejó de ser una maniobra desesperada que buscaba, en el mejor de los casos, enquistar el frente de Cataluña sin que cayera ésta y, más tarde, retardar el avance nacional para permitir la huida por la puerta de atrás. No creo que nadie con dos dedos de frente creyese que esa ofensiva iba a cambiar el signo de la guerra. Gentes como Líster o Modesto pudieron creerlo, ciertamente; pero no eran militares propiamente dichos. Cualquier militar con tres minutos de clase en una escuela de Estado Mayor tenía que saber que el potente ejército republicano que se reunió en el Ebro sería capaz de avanzar, pero no de consolidar lo avanzado.
Con sus trece puntos, tal es mi teoría, Negrín no quiso prolongar la guerra, sino terminarla. El documento de los trece puntos no fue redactado para que lo leyese Franco. Fue redactado para que lo leyesen París y Londres, lo creyesen, y acto seguido fuesen al Comité de No Intervención a presionar a Hitler y Mussolini para que asimismo forzasen a Franco a aceptar unas negociaciones de paz. Todo, o casi todo, lo que hace Negrín durante el 38, está encaminado a aparecer ante las dos grandes potencias democráticas europeas como una excelente alternativa al reconocimiento diplomático del gobierno de Burgos, que sabe que está al caer. Las negociaciones, más o menos soterradas, con el Vaticano. La progresiva apertura de mano del férreo control revolucionario en zona republicana, que comienza, durante todo el 38, con la progresiva dilatación de procesos contra traidores contrarrevolucionarios hasta culminar, en diciembre, con un decreto que rehabilita de un plumazo a los funcionarios condenados o sancionados por tal motivo. Sobre todo, el gesto, pues en realidad es un gesto para la galería, de despedir en Barcelona a las Brigadas Internacionales, para poder decir que la República ya no hace uso de fuerzas armadas extranjeras (por lo visto, Stepanov era, como Fraga, de Villalba, provincia de Lugo; a Togliatti casi no se le entendía de lo cerrado que tenía el acento de Cai; y Clodovilla era del mismo Bilbao).
Todos estos movimientos estaban destinados a dar fuerza moral al discurso negrinista de finalizar la guerra, y los 13 puntos una formulación que, en su concepción, las potencias europeas no podrían rechazar. Sucintamente, los 13 puntos lo que dicen es que la guerra se termina, se consulta a los españoles democráticamente como cómo quieren organizarse, y sobre los crímenes cometidos en la guerra, se decreta una generosa amnistía.
Con todo, los 13 puntos no son tan equidistantes entre ambos bandos como pretendía Negrín. En primer lugar, se vedaba la solución monárquica, estableciendo como pie forzado que España sería una República. Así, se hace difícil de entender el crucial punto 4: «Plebiscito para determinar la estructuración jurídica y social de la República Española». ¿Cómo se puede determinar la estructura jurídica de una república si, un suponer, la mayoría quiere que sea una monarquía? Bueno, parece difícil, pero algunos pensarán que ése, y no otro, es el proyecto de la Transición...
El manifiesto, por lo demás, adolece de esos tufos seriamente intervencionistas propios del socialismo comunista avant la lettre que practicaba Jack Little Black en aquella época. Sustantivamente intervencionista, de hecho, es esperar que se puede decidir por referendo «la estructuración social» de un país. ¿Acaso la existencia de la clase media es algo que deba ser aprobado plebiscitariamente? Bien pensado, es lógico que alguien que admiraba a un régimen como el soviético, que suprimió la existencia de la burguesía o la clase propietaria rural por decreto, lo creyese.
Otro punto impagable es el sexto: «conciencia ciudadana garantizada por el Estado». hay dos frases cuyo significado nunca he entendido: uno de los versos del Credo («engendrado y no creado de la misma naturaleza del Padre») y el sexto punto de Negrín. No sé muy bien qué es la conciencia ciudadana, y menos aún cómo puede el Estado garantizarla. Pero creo innegable que la frase huele a intervencionismo que tira para atrás.
El documento, por lo demás, es un sí es no es, una plataforma estratégica a la galaica forma, que ora sube, ora baja, claramente diseñada para gustar a dos lectores tan distintos como los comunistas emplazados en la médula espinal de la República y los puntos de vista socialdemócratas, cuando no liberales, imperantes fuera de nuestras fronteras. Así, se utilizan algunos de los viejos mantras del discurso revolucionario (como «democracia campesina», que no se entiende muy bien lo que es o, más bien, se entiende muy bien que es un fistro inventado para no tener que escribir «reforma agraria»); pero al tiempo se acepta el punto de vista socialdemócrata de la lucha del proletariado (al que ahora, lejos de ofrecérsele la revolución, se le ofrece, en el punto 9, un reformismo jurídico); y, sobre todo, se santifica (punto 7) la propiedad privada, bien que poniéndole el calificativo de «legítima», cosa que, de haberse aplicado algún día estos trece puntos, habría dado para conflictos mil.
Los 13 puntos de Negrín, por lo tanto, son un documento redactado por alguien que sabe que la revolución se ha ido a la mierda, pero sin embargo ni quiere ni puede permitirse el lujo de desalentar a los revolucionarios o ponérselos en su contra. Así las cosas, fía la solución de los problemas a la generosidad del enemigo, al cual le exige: primero, que yendo como va ganando, teniendo como tiene el jaque mate en seis o siete movimientos, firme tablas; segundo, que además acepte que esas tablas vengan regidas por esos 13 puntos que, en la práctica, suponen que los mismos contra los que está luchando cuando menos optarán por dominar el régimen republicano; tercero, que acepte que todo ello es a cambio de una retribución etérea y dudosa de sus principales puntos reivindicativos.
Franco fue un cabrón por no aceptar los 13 puntos. Pero, la verdad, tenía razones de peso para rechazarlos; la primera de ellas, que iba a ganar.
Estos días me acuerdo mucho de este documento de Negrín porque cada vez que leo el denominado acuerdo de Gernika me da que pensar que son unos 13 puntos redivivos. Obviamente, el contenido de ambos documentos es distinto, como distinto es el fondo de lo que tratan. Pero sus espíritus se parecen bastante.
Ambos documentos orillan el problema de declarar un vencedor y un vencido. Negrín nada dice en sus trece puntos de negociaciones de paz y, en realidad, sólo se refiere a la guerra en su punto 12, de corte wilsoniano (renuncia a la guerra como instrumento de resolución de conflictos). Guernika, por su parte, aboga por «la declaración de ETA de un alto el fuego permanente, unilateral y verificable por la comunidad internacional como expresión de voluntad para un definitivo abandono de su actividad armada».
Esto es, apuesta por un gesto que podría querer decir que alguna vez, en el hipotético futuro, llegase la paz en forma de desarme de la organización terrorista. Este punto ha sido mayoritariamente interpretado por Prensa y voceros como una llamada de la izquierda abertzale para que ETA deje las armas. Yo no lo veo así. La llamada es, como digo, a que ETA haga un gesto [un alto el fuego con voluntad de permanencia] que signifique que algún día podría dejar las armas, lo cual no es lo mismo. Un mecanismo, como digo, muy parecido al de los 13 puntos, que parece pretendían que ambos contendientes se sentasen a negociar el futuro de España sin dejar de ser, en puridad, contendientes. Sin dejar de estar en guerra.
A partir de ahí, el acuerdo de Gernika establece una serie de puntos que, básicamente, lo que pretenden es generar una situación de partida para la negociación que favorezca a uno de los negociadores que firman dicho acuerdo; o sea, lo mismo que pretendía Negrín en sus 13 puntos. Teóricamente, se pone el contador a cero; aunque, en realidad, se pone a 0,5, es decir más cerca del autor de los puntos que de su contendiente.
Se aboga por una neutralidad estricta que otorgue derechos a todas las formas de pensar. La asunción de este principio supone legalizar automáticamente incluso a las formas de pensar que jamás han asumido el terrorismo como una estrategia intolerable. La pregunta es: si un partido politico español hubiese formado unas milicias privadas que una tarde de 1985 hubiesen realizado una matanza de centenares de vascos durante una celebración nacionalista: formación que, además, a día de hoy, lejos de renegar de aquel delito se mostrase orgullosa del mismo y exhibiese los retratos de los asesinos como si fueran estampitas de fray Leopoldo de Alpandeire, ¿la aceptaría la izquierda abertzale en una mesa de negociación del «conflicto vasco»? Mucho lo dudo, teniendo en cuenta que la izquierda abertzale ni siquiera es capaz de ir a un cóctel porque va el príncipe de Galicia Oriental (¡Puxa!).
Otro elemento importante del acuerdo de Gernika, coherente con ese intento de colocar el contador a 0,5 en lugar de a 0, es el tratamiento de los presos. En la práctica, las cláusulas del acuerdo establecen que la mayor parte de los presos etarras salen a la calle, quedando únicamente los muy sanguinarios, o muy relapsos y renuentes a cumplir con las normas carcelarias, dentro del maco. Dicho de otra forma, se pretende que, en el momento de negociar la paz, el negociador frente a los abertzales no cuente con los presos como elemento de presión para el acuerdo. Extrañamente, los 13 puntos de Negrín nada dicen de los POW que uno y otro bando poseen, en coherencia con su objetivo primario de hacer como que la guerra civil no existía; pero, en la práctica, aplicando el punto 13, o sea barra libre amnitiera para todos, cabe asumir que llega a la misma conclusión que el acuerdo de Gernika: todos a la calle, a lanzar perfume, y aquí no ha pasado nada. En efecto, los 13 puntos sólo le exigen a los criminales de la guerra que se muestren dispuestos a «reconstruir y engrandecer España» para poder acceder a una amnistía de todos sus delitos. Curioso sistema éste en el que la amnistía se merece por causa de lo que se está dispuesto a hacer después de ser amnistiado. Normalmente, las amnistías encuentran su razón de ser en que haya algo que la justifique en lo hecho antes de ser amnistiado.
Con todo, en mi opinión lo que más identifica a los 13 puntos de Negrín con el acuerdo de Gernika es la situación. Es mi convicción de que, en ambos casos, de haber tenido los redactores de ambos documentos la más mínima esperanza de poder ganar su guerra, jamás los habrían redactado. Negrín, si al día siguiente de redactar sus 13 puntos hubiese descubierto que el embargo efectivo de armas para la República desaparecía, y que Stalin le enviaba 27 divisiones acorazadas en taxi, habría cogido su propio manifiesto y, a la primera ocasión que se le soltase el vientre, lo habría tramitado en fase limpiadora comme il faut. Por lo que se refiere a ETA, si mañana Sarkozy perdiese las elecciones en Francia en favor de un candidato radicalillo que reinaugurase el santuario francés para los etarras, daría orden inmediata de tirar el acuerdo de Gernika, atado a un pedrolo, por la fosa de las Marianas.
Ambos documentos se identifican con la actitud del chaval de recreo que, después de haber retado al matón del patio y haber comprobado, a la primera hostia, que sus posibilidades de salir indemne son inexistentes, va y sale con que no puede haber pelea porque lleva gafas.
Negrín sabía que iba a perder, y ETA tiene, probablemente, la sensación de haber perdido. Probablemente, el terrorismo vasco nunca pensó que en España habría una ley de partidos que cercenase las terminales nerviosas abertzales en las instituciones democráticas y, por mucho que luego se haya colado el aire por los agujeros, desde el primer día de vigencia de esa ley sabe que tiene una espada sobre su cabeza. Por eso quiere negociar, y por eso ha decretado treguas, en el pasado y en el presente.
Ningún historiador serio se toma en ídem los puntos de Negrín. Ningún historiador con algo entre las orejas se atreve a sostener que el 30 de abril de 1938 el final de la guerra civil estuvo siquiera mínimamente más cerca que el día anterior. Todos, o casi todos los libros de Historia admiten y entienden que Franco, tal y como iba la guerra, ni quería ni podía aceptar aquel documento, como tampoco lo abrazaron las cancillerías a las que iba dirigido. Cuando uno ha perdido la pelea, su única salida es rendirse. Uno puede engañar a alguien que todavía tiene miedo; pero a alguien que va sobrado y sabe que la victoria sólo es cuestión de tiempo, no hay manera de tangarlo con subterfugios.
O sí.
lunes, septiembre 26, 2011
domingo, septiembre 25, 2011
Aquella paz tan desastrosa
Tengo mis dudas de comentar mis lecturas en este blog, aunque a veces me lo piden o me lo insinúan, a causa de la puñetera manía que tengo de leer libros que, muy habitualmente, están descatalogados. Es, me temo, el caso de este libro, así pues no sé si no debería escribir este post.
Según el ISBN (tecleando Sisson en el el campo del autor), este libro, Cien días rojos, ni siquiera ha sido traducido al español. La búsqueda en páginas sajonas de la edición original tampoco da muchos resultados. Así pues, es un libro difícil de encontrar pero, ésta es mi opinión, de cierto interés para la lectura.
Cien días rojos tiene la virtud de ser un libro escrito en primera persona, relatando vivencias propias e incluyendo incluso cuatro fotos que intuimos fueron sacadas por el propio autor, que abarca un periodo de gran intensidad e interés. Edgar Sisson (Edgar Grant Sisson, como podéis ver en la imagen que corrige a lápiz el bibliotecario de la Biblioteca de Hartford, de donde procede mi volumen) fue, por lo que él mismo nos cuenta, un publicista americano muy cercano a la administración del presidente Wilson, que fue enviado por éste en la segunda mitad de 1917 a Rusia para realizar, en el entorno del nuevo régimen, labores de propaganda a favor de los Estados Unidos y su condición de aliado del país. El libro cuenta esta visita y abarca desde finales de noviembre de 1917 hasta marzo de 1918; por lo tanto, es una crónica que va desde los días inmediatamente seguidores de la salida y encarcelamiento de Kerensky por los bolcheviques, hasta la definitiva instalación de los mismos en el poder, tras la disolución de la Asamblea.
Existen otros recuerdos de estos tiempos, como los de John Reed (citado con, todo hay que decirlo, displicencia por Sisson) o Rhys-Jones, los más famosos yanquis prosoviéticos. Éste es de un entorno distinto e ideológicamente distante. Sin caer en el tono panfletario, en este caso antisoviético, el autor no esconde sus querencias, que no son tanto en contra del régimen soviético como a favor del wilsonismo; lo que pasa es que, en el punto y hora en que tiende a pensar que Wilson fue de alguna forma tradicionado por Lenin y Trotsky, sus lecturas de la realidad se dejan llevar un poco. Pero, la verdad, bastante más se dejan llevar las de Reed, y no por ello han dejado de haber sido consideradas durante décadas y por sedicentes intelectuales la verdad verdadera, sin mácula de mentira.
El libro se llama cien días rojos, pero mejor habría hecho en llamarse: Rusia antes, durante y después de la Paz. Porque la paz, la llamada paz de Brest-Litovsk, es la verdadera protagonista del libro. Teóricamente, lo que Sissons debería contarnos en su díario deberían haber sido sus labores imprimiendo pasquines con la traducción de los puntos de Wilson, o tratando que la prensa local se hiciese eco de tal o cual enfoque americano (entiéndase; entonces, el Izvestia y el Pravda eran sólo dos periódicos más, aunque los otros ya empezaban a ser suspendidos y perseguidos por razones varias...). Sin embargo, aunque todo esto nos lo cuenta (incluso con excesivo lujo de detalles, lo cual hace partes del libro algo coñazo), claramente el percorrer de los acontecimientos le supera, y se ve obligado a referirlo.
El hilo argumental, como digo, es la mal llamada paz de Brest-Litovsk, pues más debería llamarse capitulación soviética a la remanguillé. Cualquier persona interesada en este momento histórico concreto debe hacerse con este libro, leerlo y anotarlo en decenas de fichas, porque en él va a encontrar el puntilloso relato de cómo se vivió la paz con alemanes, austriacos, búlgaros, rumanos y turcos (o sea, con los alemanes) firmada por el Comisario del Pueblo de Asuntos Externos, Leon Davidovitch, alias Trotsky, en la ciudad de Petrogrado, principal centro del país en ese momento.
Sisson escribe su libro en 1931, cuando gran parte de la campaña internacional contra Trotsky, lanzada por Stalin y sus palmeros de Palacagüina en Europa Occidental, todavía no he tenido lugar; en realidad, casi no habla de Stalin en todo el libro. Y, sin embargo, para Trotsky ya reserva un juicio bastante poco positivo. El anuncio de que la URSS va a iniciar unas negociaciones bilaterales para firmar la paz con los beligerantes contra el zar dispara las alarmas en las cancillerías aliadas (algo que Sissons vive en lógica primera persona), que exigen, de inmediato, al partido bolchevique que garantice que nunca firmará una paz en la que se permita liberar tropas del frente de Este para trasladarlas al Oeste; es decir, una paz que refuerce a Alemania para proseguir la guerra contra Francia, Inglaterra y Estados Unidos. La URSS, o mejor dicho Trotsky, asegura que así lo hará, pero en la práctica no lo cumple. La cláusula final se referirá a los movimientos de tropas no ordenados con anterioridad a la firma del documento, lo cual dio a austriacos y alemanes un tiempo precioso.
Por otro lado, Trotsky se despliega a lo largo de decenas de páginas como un estratega bastante torpe que, con una mano, asegura que quiere que la de Brest sea una conferencia multilateral en la que se firme una paz definitiva entre todos los beligerantes; y con otra lanza propagandas dirigidas a los soldados y obreros de todos esos ejércitos, incluidos sus teóricos aliados, llamándolos a rebelarse contra sus jefes y gobernantes capitalistas. Sisson es de la opinión, en que la que han creído muchos historiadores, de que el verdadero muñidor de esta estrategia de mierda fue Lenin, quien no contaba tanto con la paz de Brest como con una rebelión comunista en Alemania que le restase presión.
Al final de la Historia, Trotsky se descolgará con una de esas chorradas infames que pasan a la Historia como tales, aquello de "Ni paz, ni guerra", que venía a significar que Rusia no firmaba la paz pero al mismo tiempo retiraba su ejército de los frentes; más que nada porque Lenin, en ese momento, lo estaba disolviendo para crear la Guardia Roja, o sea un ejército a su pleno servicio que luego le haría tantos servicios a Stalin (porque es que Stalin, se pongan los leninistas debubito supino o decubito prono, está en Lenin).
La idiotez de Trotsky, muy probablemente concelebrada con el propio Lenin, provocó la ofensiva alemana en Rusia, la llegada incluso a Riga y la firma acelerada de la paz de Brest por los rusos, en lo que fue, en realidad, la firma de una capitulación, puesto que los alemanes, cuando los rusos les dijeron que firmaban las condiciones iniciales, respondieron aquello de: "las cosas han cambiado, muñeca", y se apiolaron parte de Polonia, los países bálticos y Ucrania.
Ucrania, por cierto, es un elemento importantísimo en las negociaciones de paz, y leyendo las páginas de Sissons, en este punto bastante neutrales, uno se acaba por dar cuenta del porqué de que los ucranianos odien tanto a los rusos; por qué, digo, además de pequeños detallitos como que éstos matasen a aquéllos de hambre.
La Rada ucraniana no quería ni la guerra ni el bolchevismo. Ambos los rechazó y, de hecho, los representantes no comunistas del parlamento ucraniano llegaron a firmar bilateralmente con Alemania una paz que, sin embargo, no tuvo en su momento aplicación alguna, porque para cuando firmaron, los bolcheviques habían entrado en el país a sangre y fuego, aunque, en realidad, como las comunicaciones eran muy malas, aún no lo sabían con certeza. Los telegramas literales entre Stalin, en Moscú, y los jefes de la delegación de Brest sobre el tema, que Sissons reproduce en su libro, suenan a la guerra de Gila.
Así pues, los creyentes del centralismo democrático, vulgo leninistas, demostraron en las primeras semanas del 18 que eran muy centralistas, pero poco democrátricos; Ucrania tuvo que aceptar, siquiera momentáneamente, el bolchevismo, sí o sí, o por fuerza de las armas y de la represión.
El bolchevismo, de hecho, es el segundo gran protagonista del libro. Dos elementos fundamentales señalaría yo aquí. En primer lugar, la crónica que hace Sisson de sus visitas a viejos revolucionarios no bolcheviques, la mayoría en situación de semidetención, y sus opiniones depresivas sobre la realidad y el futuro; ellos, revolucionarios al fin y al cabo, saben bien de qué palo va Lenin, y por eso lo temen. Especialmente emotiva, diría yo, es la visita al príncipe Kropotkin.
En segundo lugar, Sisson estuvo presente en el Palacio Tauride durante la última sesión de la Asamblea rusa, tras la cual la democracia se apagaría en la URSS durante siete décadas, o sea dos franquismos completos. Su descripción de los marinos que formaban parte del cuerpo de seguridad de la Asamblea apuntando con sus armas a los mencheviques cuando hacían uso de la palabra pone los pelos de punta. Es puntillosa su descripción de cómo los bolcheviques, minoritarios, van llevando la asamblea a ebullición hasta que la hacen saltar por los aires. Una crónica tensa, casi telegráfica, de cómo se entierra una democracia, incluso algo que ya sólo se lo parece, como aquella Asamblea.
Al final de su estancia en Petrogrado, y aprovechando que los siempre valientes dirigentes bolcheviques abandonaban la ciudad en fila de a siete por la llegada de los alemanes, Sisson se las arregló para robar una maleta entera de cables soviéticos originales. Quizá por eso podríamos considerarlo el primer inventor de Wikileaks. Llevaba copiándolos un tiempo, con ayuda de algunos amigos en el interior de la Escuela Smolny, donde estaba la cúpula bolchevique, pero ahora que se iban, fue más allá y los robó. Se los llevó a Estados Unidos, donde los publicó, algunos años más tarde, en un folleto destinado a demostrar que Lenin era un agente alemán (sic); y los reproduce en el anexo de este libro. Resultan una traca final bastante divertida y entretenida. No revelan, eso sí, que Lenin fuese un agente alemán. Lo que revelan, en realidad, es que la negociación de la paz fue, por parte soviética, tan torpe, tan amateur, tan falsamente sobrada, y tan influida por aspectos interiores (necesidad de acordar la paz para perfeccionar la eliminación de oposición interior; necesidad de la paz para poder licenciar el ejército; asunto ucraniano; etc.); las cosas, digo, se hicieron tan mal, que al final a Lenin no le quedó más remedio que bajarse los pantalones, y resignarse a no morir con el ano incólume.
Lectura, pues, recomendable; especialmente, para amantes de la Historia de la diplomacia.