sábado, agosto 07, 2010

Folletín de verano (9)

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A la mañana siguiente comenzó el mes de julio y comenzó el verano. Hasta entonces, el calor había sido agobiante, pero no tórrido. Sin embargo, esa mañana el sol comenzó a castigar las calles de Madrid, éstas comenzaron a acumular temperatura y el aire se paró. Los subinspectores Luján y Azpíriz condujeron parsimoniosamente hacia Vicálvaro, acompañados de un furgón policial donde iban los uniformados que les ayudarían en el registro del domicilio de Anselmo López Trujillo, autorizado por el juez instructor de la causa de su asesinato. Condujeron con las ventajas bajadas y recibiendo bocanadas de aire ardiente dentro del cubículo del auto, hirviendo él mismo bajo el sol por ser de color negro.


Al llegar a la casa, la policía se desplegó con presteza. La casa de Anselmo López estaba, como se les había descrito, dentro de una colonia de casas bajas, edificios de apenas dos o tres pisos con largos pasillos exteriores que conectaban, en cada planta, unas viviendas con otras. Modernas corralas obreras. Nadie salió a curiosear. Llevaban los policías minutos dentro del domicilio designado y en la calle, pocos metros más abajo pues López vivía en un primer piso que era casi una entreplanta, apenas había curiosos, y la mayoría de ellos eran niños. Ya les habían dicho que en aquella zona paraban un montón de gitanos y esperaban su huida, como poco su indiferencia. Luján dio orden de llamar a las puertas y pedir razón del hombre asesinado. Ocurrió lo que los policías, casi todos ellos maduros funcionarios experimentados en lugares así, le anunciaron con susurros: nadie sabía de él, nadie había hablado con él. Nadie lo había echado de menos. Nadie sabía si dormía todas las noches en su casa o faltaba temporadas. Nadie sabía si le faltaba la cabeza o le colgaba un tercer brazo de la espalda. Incluso preguntaron a los sucios niños semidesnudos de la calle. Pero también ellos habían aprendido a callar tan jovencitos.


-No conseguiremos nada sentenció uno de los policías más veteranos, mientras se acercaba a los subinspectores encendiendo un cigarrillo para darse un asueto-. Puede usted creerles, señor subinspector. Cuando dicen que no lo conocían, no mienten. Esta gente bastante tiene con tener para sobrevivir como para hacer vida social.


-Entremos en la casa ordenó, con rabia, Carlos Luján.


La casa tenía tres piezas. Tras la puerta de la calle, un salón donde había un sofá desvencijado y un sillón maloliente, a todas luces rescatados de la basura. Un centro de mesa donde todavía reposaba un cenicero repleto de colillas fumadas hasta la última hebra. Algunas eran picadura, otras eran cigarrillos liados; por ese detalle, Luján y Azpíriz concluyeron que Anselmo López fumaba lo que otros tiraban al suelo. En un extremo de la pieza, a la izquierda según se entraba, había el recuerdo de una cocina de carbón, mugrienta pero con trazas de haber sido usada recientemente. En ese mismo lado izquierdo del salón, al final de él, estaba la puerta que parecía conducir a un armario pero, en realidad, llevaba a un excusado. Una letrina turca en la que López hacía sus necesidades y, a juzgar por un cubo colgado de la pared de la pequeña estancia, también se lavaba. La casa la completaba el dormitorio, o así llamaron a la pequeña estancia que terminaba la casa, con una pequeña ventana que daba a un secarral tras las viviendas, donde había un camastro, un armario de reducidas dimensiones (parecía el ropero de un enano) y un escritorio con costurones de barniz que le quedaban, también rescatado de la basura.


Los tesoros de Anselmo López aparecieron todos en este último mueble, que tenía dos cajones medio atascados. Eran, por orden de extracción: su medalla al valor, excelentemente bien conservada: en aquella casa nada merecía ser limpiado, pero a todas luces su dueño pulía la medalla muy habitualmente; una foto en la que se veía a un hombre joven, bien vestido con un terno inglés y corbata ancha, posando junto a otro de mayor edad, con levita y chistera y unas luengas barbas negras, ambos con el inicio de la Gran Vía al fondo, foto que tenía en el envés un garabato que parecía ser una firma; y un papel con una anotación a lápiz: RiP 203.


Luján y Azpíriz invirtieron un tiempo especial en el análisis de la foto. El hombre joven podía ser cualquiera; pero la levita y la chistera eran, a todas luces, vestimentas de postín y de ocasión: el hombre barbado de la derecha de la foto tenía que ser alguien que, en el momento de la instantánea, fuese o viniese de algún lugar de cierta importancia. De hecho, en los siguientes cuarenta años Carlos Luján conservaría esa foto y la analizaría muy a menudo, incluso tratando de cotejarla con retratos de diferentes épocas aparecidos en la prensa, pero muy especialmente los años treinta. La razón de ello reside en que los forenses apostaban por que Anselmo López había muerto teniendo una edad mediana, y tanto Luján como Azpíriz estuvieron de acuerdo, desde el primer momento, en considerar que el hombre joven de la foto tenía que ser él; de otro modo, no tenía explicación que la conservase.


Si Anselmo López tenía en 1948 unos cuarenta años de edad y el hombre de la foto parecía tener unos veintipocos, entonces esa foto, con mayor probabilidad, estaba hecha entre 1930 y 1935. La imagen, por otra parte, estaba tan sobada y gastada que resultaba difícil, cuando no imposible, sacar conclusiones más precisas de edificios o vehículos incluidos en el foco del fotógrafo quien, en cualquier caso, probablemente estaba situado justo frente a la entrada del Palacio de Correos. La única vía de investigación, pues, era el hombre de las barbas. Tratar de reconocerlo.


In Bello Amicitia, es decir la afición por el latín que parecía demostrar la persona o personas implicadas en aquel asunto, les llevó directamente a Requiescat in Pace, Descanse en Paz. O sea: Descanse en Paz, 203. El muerto 203. Aquello sí que era una referencia más concreta.


-¡Joder! exclamó Luján, tras estudiar el papel- ¡Esto es una referencia en clave! ¿Lo ves, Azpíriz? Aquí hay algo más que el asesinato de un Don Nadie.


-No creo que sea suficiente para Rebollo contestó Azpíriz, con voz desanimada.


-Puede. Pero tenemos un hilo de qué tirar. Si esta gente ayudase un poco, aunque sólo fuese un poco…


Dos días. Una tesis. Luján recordó. Se dijo: no se trata de que sea mi primer caso, mi responsabilidad. Se trata de que aquí hay algo. Un muerto que recibe un tiro en la garganta y le cortan las manos. Ahora sabemos que ese muerto no tiene nada en su casa de su pasado. Apenas una foto, una medalla y una extraña anotación. Ni una carta, ni una foto. Ni una partida de nacimiento, ni una imagen de su pueblo, ni un objeto querido. Un tipo decidido a desaparecer del mundo, a llevar una existencia rastrera y subterránea… ¿por qué? La respuesta es de RiP 203, del muerto 203.


Una confraternidad extraña, un hombre sin pasado. Y un muerto muy especial.


Pero sólo dos días para poder sostener una tesis.


Luján bufó, ahuyentando sus pensamientos, y salió abruptamente de la vivienda. Parpadeó cuando el sol lo abrumó en la terraza corrida más allá de la puerta. Se dirigió al uniformado más cercano, señalando la puerta contigua.


- Tú, ¿hemos preguntado ahí?


-Por supuesto, subinspector. Un matrimonio y un niño.


-¿Gitanos?


-No sabría decirle. Sucios.


-Llama otra vez.


-No creo…


- ¡Que llames otra vez, me cago en Dios!


El policía obedeció. La puerta se abrió enseguida: probablemente, el atemorizado matrimonio estaba escuchando tras de la puerta. Antes de terminar de abrir la hoja de la puerta, el niño, apenas de tres o cuatro años, ya estaba llorando, mirando a los policías apenas con un calzoncillo puesto, con un abundante y sucio pelo rizado que parecía gris.


-Sal afuera le ordenó Luján al marido, que se había puesto una especie de pantalones rajados y llevaba una camiseta de tirantes.


-Señor policía, yo…


-¡Que salgas fuera, coño!


El hombre miró a su mujer, como si pudiera leer en el rostro de ella alguna lógica para lo que estaba ocurriendo. Luego se limpió las manos en los laterales del pantalón, como si fuera a estrechárselas a alguien, y salió a la luz. Nada más pararse delante del subinspector, éste le dio un bofetón. Luego dejó la mano donde había terminado y esperó a que el hombre comenzase a incorporarse para lanzar otro latigazo en sentido contrario; notó el envés de su mano chocando con su pómulo.


La mujer ahogó un grito. En niño gritó algo que quizá quería decir ¡Papá!, y gritó todavía más.


-¿Quieres también que te dé una patada, eh? ¿Quieres una patada, cabrón?


Con el rabillo del ojo, Luján sintió a Azpíriz acercarse a él. Se volvió hacia ese lado y se enfrentó con el rostro asombrado de su compañero.


-Oye, Luján, ¿tú sabes…?


-¡Que te calles, tú también! se volvió de nuevo hacia el hombre-. Te he preguntado que si quieres una patada.


El hombre estaba ya arrobado por las lágrimas. Con las manos y el rostro bajos, espió medio segundo a su hijo, que lloraba como si le estuviesen quemando las plantas de los pies, y negó con la cabeza.


Luján le acertó en medio del estómago.


-¡Pues habla, hijo de puta! ¡Habla, me cago en Dios!


-¡No sabe nada, señor Policía, no sabe nada! La mujer se había adelantado, entre llantos y suspiros, y se había tirado de rodillas frente a Luján.


El subinspector le cruzó la cara dos veces, de dos precisas bofetadas. El hombre empezó a llorar sin disimulo.


-¿No sabéis nada? ¿Nada? ¿Vivís al lado de un tipo y ni siquiera sabéis a qué hora llega a casa, a qué hora se va? ¿No sabéis si siempre está solo, si alguna vez lo visita alguien?


Dio tres pasos hacia delante. El primero fue más bien una patada, para apartar al hombre que estaba arrodillado en el suelo, tratando de proteger a su mujer.


-¡Esto es lo que os espera a todos! ¡A todos! Le gritó a la mañana-. Un registro a fondo, casa por casa, y una mano de hostias para el que no tenga memoria. Y al que le encuentre algo, al que le encuentre cualquier cosa con pinta de ser robada o algo que me haga pensar que es un ladrón, un rojo o las dos cosas, me lo llevo gratis al hotel de la Puerta del Sol1 a que le hagan una cara nueva, y después a Carabanchel. Y las mujeres, y los niños, no le volvéis a ver en la puta vida, ¿estamos?


Regresó de dos zancadas junto al hombre y la mujer arrodillados y sollozantes. Pedían perdón, angustiados. Lo vieron llegar y juntaron las manos, como rezando, y le pedían perdón, señor policía, perdón.


Él agarró al hombre de los pelos. El tipo gritó, sabiendo lo que venía. Un chillido infantil partió la mañana.


Todo el mundo habló de la misma persona. La Luci. Una inquilina de la casa. Todas las mañanas caminaba un par de kilómetros para tomar una camioneta que la llevaba a Madrid; es lo que hacían casi todos los que tenían trabajo. Pero Luci tenía unos horarios muy raros. Lo mismo salía con los demás, en la mañana, que pasaba la mañana durmiendo y se marchaba por la tarde, o incluso por la noche, antes de cenar. Esa mañana no estaba allí. Pero lo que todo el mundo coincidió en decir es en que era lo más parecido a una amiga que tenía Anselmo López. En las noches de verano, cuando las gentes sacaban sus sillas a la calle y pasaban las horas hasta la madrugada charlando, ellos colocaban las suyas en el campo de atrás de las viviendas, como tratando de distinguirse o alejarse de los demás. Por lo demás, entre ambos existía cierta corriente de solidaridad. No pocas veces que los parroquianos habían visto llegar a uno, le habían observado desplazarse a la vivienda del otro y recibir en la puerta algo de comer. De alguna forma, ambos se ayudaban. Sin embargo, la mayoría de los interrogados, excepto tres o cuatro especialmente temerosos de las palizas, dijeron no creer que fuesen pareja.


Luján dejó a un funcionario allí, con orden de esperar a que apareciese aquella mujer y llevársela a la comisaría, y decidió volver a Madrid.





1 Se refiere a la Dirección General de Seguridad, entonces alojada en el actual palacio de la Comunidad de Madrid.

viernes, agosto 06, 2010

Folletín de verano (8)

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Nada más llegar a la comisaría, Luján telefoneó al mesón de Pozas.

-Su compañero Galán ha reconocido el anillo –le informó‑. Al parecer, pertenecía a una especie de hermandad comandada por uno de los soldados de su escuadra. Castilla, o Calleja.

-Cendoya –informó Pozas, al otro lado del hilo‑. Julio Cendoya, El Choto. Ahora lo recuerdo. Había olvidado lo de los anillos. Pero es verdad. Eran varios camaradas, muy amigos. Cendoya era el más, no sé…

Luján esperó, mientras la línea telefónica crepitaba ligeramente.

-… el más radical, no sé si me entiende.

-Perfectamente. ¿Qué fue de ellos?

-Murieron en el lago. Cendoya fue el último. Participó en una avanzadilla de un intento fallido de tomar una colina. Yo participé en la cobertura. Ya no regresó. Lo condecoraron por eso.

-Debo confesar que no lo entiendo -reflexionó Luján en voz alta-. Tenemos a un grupo muy cohesionado de camaradas, cohesionado ideológicamente. Se hacen fabricar unos anillos. Esos camaradas mueren a lo largo de los días en una acción bélica especialmente sangrienta. En medio de todo ello, un miembro de su misma escuadra, con pocas trazas de sentirse identificado con ellos, sobrevive a esas acciones, es herido y repatriado. Esto ocurre en el invierno de 1941. En la primavera de 1948, esa persona que resultó herida y repatriada es asesinada en Madrid en extrañas circunstancias. Le cortan las manos para evitar su identificación, pero él se las arregla para meterse en los calzoncillos uno de esos anillos. Pero se supone que esos anillos están todos en el fondo del lago Ilmen, en Rusia. ¿Señor Pozas?

-¡Sí, si, estoy aquí!

-No tiene lógica. ¿O sí?

Siguió medio minuto de silencio. Finalmente, Pozas habló quedo, como si estuviese refiriendo un secreto.

-No sé, subinspector. Me cuesta pensar. Son siete años…

-Lo comprendo –concedió Luján‑. Además, ya ha sido usted de gran ayuda.

-Haré cualquier cosa para aclarar el asesinato de uno de mis hombres.

Luján colgó el teléfono pensando en el tono de desamparo con que el cabo Pozas se había despedido, cuando vio entrar a Azpíriz, sudoroso y casi eléctrico, todavía con su libreta de notas en la mano.

-¡Lo he encontrado! ¡He encontrado el domicilio de Anselmo López!





En los últimos treinta años Madrid se expandía. Lenta, parsimoniosamente. A principios de siglo, las emigraciones hacia la capital habían empezado a ser verdaderamente masivas y ya justo antes de comenzar la guerra, la vieja ciudad caótica y provinciana se había empezado a mostrar incapaz de absorber tanta gente sin empezar a cambiar su rostro. De tiempo atrás, en cualquier caso, Madrid estaba rodeado de pequeños pueblos, aldeas y granjas. Como una araña perezosa, casi de forma imperceptible, Madrid se expandía y digería esos pequeños pueblos lentamente, haciéndolos suyos. Lo que una vez estaba muy lejos, diez años después prácticamente formaba parte del espectáculo de la ciudad. Esos recuerdos de aldeas eran los lugares preferidos por los emigrantes para establecerse. Personas de escasos recursos invadían casas rurales carentes de las comodidades que los pisos urbanos adquirían cada vez más, acentuando la pobreza de sus moradores. En una de esas pedanías, por el camino de Vicálvaro, era donde al parecer vivía Anselmo López. Según testimonios recogidos por Azpíriz, todo el empleo que tenía parecía ser la limpieza de establos en vaquerías cercanas.

-Manos de mujer, limpiando establos –se dijo para sí Luján, cuando Azpíriz se lo contó.

-¿Cómo dices?

-Nada, nada. ¿Qué más?

-Un tipo desconfiado, López. ¿Sabías que todas las cartas y los envíos del hospital y del Ministerio llegaban a una de las vaquerías donde servía? Al principio, el dueño no me lo quiso decir, pero me puse un poco serio y hablé de tirar de la manta, y se achantó. Al parecer, López se lo pidió como un favor.

-Esto no tiene sentido.

-¿El qué?

-¡Todo, coño, todo! Un falangista modélico, un tipo que es todo un camarada, tiene miedo de que el Ministerio sepa dónde viva. Se alista dando una dirección falsa y se las arregla para que los envíos sanitarios, que le son necesarios, lleguen a otra dirección. ¿A qué te huele todo esto?

-A clandestino –respondió Azpíriz.

-A clandestino –repitió como un eco Luján‑. Un rojo infiltrado. Y que probablemente no actúa sólo.

Azpíriz enarcó las cejas.

-Sí, no me mires así. ¿Qué me dices de Cendoya, el radical, y sus compañeros?

-¿Quién narices es Cendoya, el radical?

-Joder, perdona. Tú me estás informando y yo todavía no lo he hecho. Luego te lo cuento. Sigue.

Azpíriz se enfrascó en sus notas de nuevo.

-A ver. El dueño de una de las vaquerías me contó que un día, hará cosa de dos años, López se indispuso. Algo que luego no fue demasiado serio. Llamaron al hospital, vino una ambulancia, lo reconoció el médico y le recomendó reposo, pero en su casa. Como López estaba más allí que aquí, el tipo tuvo que meterse en la ambulancia y acompañarle. Es por eso que pudo decirme dónde está la casa.

-Muy bien, y, ¿dónde está?

-En la carretera de Vicálvaro. Unas viviendas bajas, una especie de antigua colonia, probablemente para trabajadores de la construcción, o ferroviarios.

-Esto es un lío. Vamos a hablar con Rebollo, y mañana será otro día.

Caminaron la sala entera hasta llegar a la mesa de Rebollo. Tras indicárselo él, acercaron dos sillas y le contaron, por turno, sus gestiones. El inspector les escuchó tranquilo, sin mostrar emoción alguna. Al terminar, les señaló con la barbilla y sentenció:

-Mañana ustedes siguen con esto yendo al domicilio de López. En dos días quiero una tesis.

-¿Una tesis?

-Una tesis. Un informe de su puño y letra en el que me digan qué es lo que creen que pasó. No sé si se dan cuenta, pero este caso, tal y como está, está a punto de cerrarse.

-Señor, con todos los respetos…

-Luján, ya sé. Ya sé que su impulso, perdone que se lo diga, de novato, le dicta otras cosas. Entra usted en la Brigada y la primera noche le envían a levantar un cadáver. Créame que lo entiendo: es su caso. Pasarán los años y usted olvidará muchos de los casos que resuelva, pero éste no, porque es el primero. Probablemente, se siente obligado a resolverlo.

-No es eso señor. Es sólo que…

-Es sólo que crees ver una conspiración de altos vuelos -el inspector cambió al tuteo con toda naturalidad-. Ahora ves a un extraño grupo, In Bello Amicitia –recitó el lema en latín con voz exageradamente campanuda‑ del que López formaría parte, aunque no sabes cuándo, ni cómo, ni por qué se unió a ellos. Al fin y al cabo, deberías confiar un poco más en nosotros.

-¿Nosotros?

-Nosotros, sí. El Estado. La Patria. La Falange. Partes de la base de que, no uno, varios criminales rojos pueden apuntarse a la División Azul sin que nadie se entere. Pero, claro, ésa es mi parte del trabajo. Ya os dije que haría llamadas.

Se volvió hacia su mesa y abrió una carpeta, repasando un par de papeles antes de volver a hablar.

-De Anselmo López Trujillo no figura en los archivos una sola referencia, ni nuestra ni de nadie, durante la Cruzada. Nadie le dio una medalla; en ninguno de los lados. Nadie, en la documentación que se conserva, le ha dado ni un puto permiso de mierda. Nadie…

-Había milicias sin tanta organización –interrumpió Luján; se sintió compungido al ver el rostro endurecido de Rebollo, pero no se amilanó‑. Anarquistas, comunistas. Eso no demuestra…

-Todo es posible –concedió Rebollo‑. Pero estarás de acuerdo conmigo en que hundirse de esa manera bajo la basura del peor Madrid, esconderse tras de toneladas de estiércol, eso no es algo que haga alguien porque una vez llamó hijoputa a un alférez provisional. Esas cosas las hace quien ha matado mucho, quien ha hecho algo realmente gordo. Y, por cierto, los grandes asesinos rojos no suelen tener manos de mujer, manos de intelectual. ¿Me sigues?

Luján tragó saliva. Azpíriz dijo con decisión:

-Le seguimos, inspector.

Rebollo asintió en silencio, sin sonreír.

-Lo que sabemos de la Escuadra Alcubierre es intachable. El cabo Pozas no puede ser más falangista. No creo que penséis que Franco va a dejar así como así que un masón o un comunista sirva vinos en su patio trasero…

Ni Luján ni Azpíriz mostraron ánimos para decir algo.

-Por otra parte, ¿qué decir del camarada Dositeo Galán? Si acaso, su pecado podrá ser empeñarse en ser demasiado fascista para los tiempos que corren. Pero para ir de ahí a la conspiración roja hace falta dar mucha vuelta, ¿no creen?

-Eso es cierto, señor, pero, ¿qué pasa con Cendoya?

Rebollo se rascó la barbilla y suspiró con fastidio. Luego se alzó de hombros.

-Reconozco que eso que me traéis es nuevo. Así que estoy en calzoncillos. Pero ya os diré algo. Mientras tanto, me apuesto el sueldo de un mes a que Cendoya y sus camaradas van a resultar ser camisas azules de los buenos. Y que estás tratando de reputar de rojos a unos héroes que murieron en Rusia con honor.

-Puede ser, señor. Pero, aún así, persistirá el misterio sobre dónde, cuándo, cómo y, sobre todo, por qué, recibió Anselmo un anillo de su pequeña confraternidad.

Rebollo se rascó de nuevo la barbilla.

-Con eso no tienes para continuar el caso, Luján.

-Lo sé, señor. Pero, como usted sabe, a mí lo que me preocupa es tener razón.

Aquella noche, cuando llegó a casa, Laura escuchaba Radio Nacional cosiendo a la luz de una lámpara. Luján observó su cabeza rubia en la espesa penumbra de la estancia y la encontró, una vez más de tantas ya pasadas y por venir, muy bella. La besó en la frente y se sentó en el sillón junto a ella, dejándose caer con un sonoro suspiro.

-¿Qué tal el día? –preguntó ella sin levantar la vista de la labor‑ ¿Algún detalle no repugnante que se pueda contar a una persona normal?

-Todos, todos –Luján le palmeó la rodilla‑. Hoy todo ha sido entrevistas. No ha habido que inspeccionar cadáveres o que bucear en la basura.

-Ajá. ¿Has avanzado algo?

-Lo dudo –confesó Luján, torciendo los labios‑. Me temo que mi jefe y yo tenemos teorías diferentes sobre el caso.

Laura levantó la cabeza de la labor cuando escuchó la palabra jefe. Le miró muy seria.

-Carlos, Carlos. ¿Teorías? Ayayay…

Él la sonrió de nuevo.

-No te preocupes. Es normal, mujer. Avanzas, te planteas teorías, las confirmas, no las confirmas… Ése es mi trabajo, al fin y al cabo.

-¿Cuál es tu teoría?

Contento de poder hablar de su trabajo, Luján se echó hacia delante en el sillón y, conforme le fue refiriendo a su mujer los datos, iba agarrándose dedos de la mano izquierda, como contando.

-El hombre cuyo cadáver tuve que levantar hace algunos días, ¿lo recuerdas? Resultó ser un voluntario de la División Azul. Con no mucha suerte. Regresó de Rusia herido y mutilado y, por alguna razón que desconocemos, no logró prosperar. Fue asesinado siendo pobre de solemnidad.

-Qué horror…

-Pero la cuestión es por qué. El asesinato fue horrible. Un asesinato con razones muy poderosas para ser cometido; tan poderosas, que el principal deseo del asesino tras cometer su crimen es ocultar la identidad de su víctima. ¿El robo? ¿Qué puede poseer de tanto valor un limpiador eventual de establos? ¿La venganza? Que sepamos, ese hombre sólo luchó en una guerra, en Rusia, y todos lo califican de excelente compañero. ¿Un crimen político? Pero un crimen político es matar a Franco.

-¡Carlos, por Dios!

-¡Laura, coño! ¡Que no estoy diciendo que nadie vaya a matar a Franco, joder! Estoy diciendo que todo crimen político busca siempre a una víctima, ¿cómo decirlo…?

-¿Vistosa?

-Vistosa vale, sí. Una víctima vistosa. Pero, ¿acaso un mutilado sin fortuna es una víctima vistosa? Y, sobre todo, ¿qué vistosidad hay en matar a alguien y tratar de enterrarlo en basura para que nadie lo encuentre, además con las manos cortadas?

Laura entrecerró sus ojos verdes.

-Y tu teoría es…

-Mi teoría es… ‑Luján sintió que el rubor le subía a las mejillas antes de hablar‑ que el muerto era un rojo clandestino. Y que fueron otros rojos clandestinos los que lo mataron.

Laura tomó aire y lo dejó dentro de sí, como si no fuese a expirar más. Luego suspiró, negó con la cabeza y volvió a su costura.

-¡Carlos, por los Clavos de Cristo! –alcanzó a musitar.

-¿Qué? ¿Qué? –Luján sintió que la ira lo tomaba‑ ¿Tampoco tú me vas a dar ni medio minuto de gracia antes de dejar de creerme? ¡Esto es la hostia!

-¡Carlos, por favor! –El rostro de Laura se había vuelto hacia él como un resorte.

-Perdona, Laura. Perdona. Pero es que… ¡no hay otra explicación! Nada más encaja con el perfil del crimen.

Laura negó torciendo los labios, como una madre ante una travesura obvia, y le habló con voz pausada.

-Mira, Carlos. ¿Te has parado a pensar en que ese hombre pudo ser asesinado por alguien que no lo conocía?

-¿Que no lo conocía?

-Pues sí. Alguien que, por ejemplo, lo confunde. Un vulgar ladrón asesino. Cree estar abordando a alguien rico… o vistoso, pero ese hombre sólo se le parece. Lo mata y, cuando lo ha hecho, se da cuenta de que se ha equivocado. Más que eso. Se da cuenta de que ha matado a un veterano de la División.

-No puede ser.

-¿No puede ser? ¿Le encontraste documentación al muerto?

Luján trataba de pensar más deprisa que su mujer. Pero no lo conseguía.

-No.

-Claro. Primer indicio, pues: el asesino la hizo desaparecer.

-Sí, ya –protestó Luján‑. La documentación y las dos manos. ¡Demasiado esfuerzo, Laura!

-Demasiado esfuerzo –concedió ella, volviendo a la costura‑. Lo cual convierte mis ideas en descabelladas –dio dos puntadas, que casi marcaron el tiempo como un reloj‑. Pero no más que las tuyas.

Horas más tarde, tras la cena, Luján sintió temblar a Laura en la cama. Se volvió hacia ella y la abrazó en la oscuridad. Ella, de espaldas a él, se arrimó.

-Carlos.

-Dime.

-No tienes razón, ¿verdad?

-No sé de qué me hablas.

-Lo de los rojos. Infiltrados.

Luján suspiró.

-Mejor déjalo, Laura. Mejor déjalo.

-Fueron a casa del Abuelo Ramiro tres días después. El mismo 20 de julio –Luján había escuchado esa historia cientos de veces; pero allí en la alcoba, en el silencio de la noche, el temblor en la voz de su mujer le encogía el corazón‑. Sus propios aparceros lo sacaron afuera y luego, y luego...

-Laura, no te tortures con esa historia.

La mujer lloraba quedo, como no queriendo turbar el silencio de la noche calurosa.

-Se han ido, ¿verdad?

Luján masajeaba un hombro de su mujer, y lo besaba.

-Esos hombres, los que hicieron eso. Ya no quedan, ¿verdad Carlos? Dime que se han ido.

Carlos Luján le besó el pelo a su mujer y se recostó detrás de ella, muy prieto. La escuchó llorar, pero no sabía qué responderle.

jueves, agosto 05, 2010

Blogger, el limitadito

A los lectores que traten de seguir este folletín a través de los ficheros rtf: que sepan que haré lo posible porque puedan hacerlo, pero Blogger no me lo está poniendo nada fácil.

Ahora mismo, todas las tomas de esta novela por entregas hasta finales de septiembre están programadas día a día. Esto es así porque en unas horas yo me iré de vacaciones y tan sólo tendré una conexión 3G, bastante lenta, para controlar el blog, así pues todas las labores complejas están hechas ya a día de hoy.

Por alguna razón que desconozco y que Blogger, a día de hoy, no me ha explicado, el mero hecho de que una toma no se publique directamente sino de forma programada hace que Blogger se coma, literalmente, los hipervínculos programados. Dicho de otra forma: o tengo tiempo de revisarme los post, o éstos salen sin vínculo a los ficheros en rtf porque Blogger, como digo, se los come.

Esto ocurre también cada vez que la toma es simplemente guardada como borrador.

Haré, como digo, lo que pueda para estar pendiente y poder colgar los textos. Todo lo que puedo decir es que si alguien tiene un interés especial, como yo los tengo todos, que me escriba y se lo mandaré personalmente.

Insisto en las disculpas. Cuando opté por Blogger no era consciente de estar eligiendo un software tan rígido y tan poco dado a lo que no sea escribir unas líneas y darle al botón de enviar.

Folletín de verano (7)

Texto completo




De regreso hacia Madrid, aún era media mañana, Luján y Azpíriz decidieron dividirse. El segundo de ellos volvió a la Brigada, mientras que Luján iría solo a ver a Dositeo Galán.

Según la información de que disponía, Galán tenía un puesto de relativa importancia en la Secretaría General del Movimiento, en la mismísima calle Alcalá. Así pues, una vez en Madrid, Luján dejó el coche policial a Azpíriz y se dirigió a su destino a pie. El hombre a quien preguntó en la puerta por don Dositeo Galán pareció mostrar una sorpresa reprimida; no debían de ser frecuentes las visitas para él. No obstante, no le pidió datos de identificación, así pues se perdió la oportunidad de ir contando por los pasillos que un policía había venido a ver a uno de los jefes.

En la planta donde le indicaron, recorrió un largo pasillo bastante silencioso. En un despacho alguien mantenía una conversación telefónica insulsa, pero a voz en grito. Su voz parecía marcar los ritmos de la pesada mañana veraniega. En algún lugar más lejano, probablemente en otra planta, alguien tenía puesto el runrún mañanero de una radio; una voz femenina, atiplada, comenzó a cantar una copla. Cuando calculó que había llegado al despacho que el hombre de la entrada le había indicado, asomó la cabeza. Una mujer joven y bastante bonita, aunque vestida muy modestamente, leía una revista. Se sobresaltó al verle.

-¿Qué desea?

-He venido a ver al señor Galán. Dositeo Galán.

-Es su despacho, sí –confirmó la mujer; parecía estar tratando de pensar‑. ¿Quién le quiere ver, por favor?

-Es un asunto oficial.

-Ya, pero es que nos piden que todas las visitas…

-Es un asunto oficial, señorita. Por favor, anúncieme.

Luján inclinó la cabeza hacia una pesada puerta acolchada y forrada de negro, a todas luces la entrada del despacho del hombre a quien había venido a ver. Luego hizo todo lo posible para que esa mujer leyese en su mirada la determinación suficiente como para abrirla con o sin su permiso.

-No está –terminó por informar la secretaria.

-Ah. ¿Está de viaje?

-No. Es decir… No.

-Ya. Entonces, ¿está en el edificio?

-No.

-Pero volverá.

-Sí, bueno, es decir… Puede.

-¿Puede?

-Puede.

Luján entró por completo en el antedespacho. Se fijó en la secretaria, diciéndose que, probablemente, tendría la misma edad, o muy parecida, que su propia mujer. Lo hizo para tratar de entender su actitud. ¿Qué significaría en Laura una actitud así? Quizá él no le gustaba y por eso le estaba poniendo la proa. Sin embargo, eso no encajaba. Luján sabía bien que a pocas personas sonreía y adulaba más su mujer que a las que odiaba. Las mujeres suelen ser taimadas en eso. Si yo no le gustase, se dijo, se habría mostrado amable y habría tratado de ganar tiempo. Por ejemplo, diciéndome que su jefe estaba de viaje y que mañana por la mañana estaría aquí. Estando como estaba claro para Luján que esa mujer quería que se fuese sin ver a Dositeo Galán, no estaba, sin embargo, nada claro el motivo de ello. La secretaria estaba nerviosa y cuando él se acercó a su mesa con las manos en los bolsillos y con una mirada todo lo dura que fue capaz de fingir, se puso más nerviosa aún. Como un niño que ha roto un jarrón a quien su padre le estuviese preguntando por los deberes de matemáticas: aunque sabe que aún no ha sido descubierto, es incapaz de sacar su falta de su cabeza, con lo que acaba colaborando para ser descubierto.

El subinspector calculó, en los dos o tres segundos que tardó en llegar a la mesa de la secretaria, que sería mejor táctica aliarse con ella.

-Señorita...

-Pilar Carmona, para servirle.

-Su nombre no hacía falta –Luján observó que su táctica funcionaba. Ella ya había imaginado que él era policía o algo parecido (un asunto oficial), e informarle de que su propio nombre no era necesario la relajó un punto, le ayudó a reducir su miedo‑. Señorita Carmona, todo lo que quiero es hablar con el señor Galán de un viejo camarada. Es a ese hombre a quien investigo y de quien necesito saber cosas.

-Señor…

-Luján.

-Señor Luján, gracias. Créame que le comprendo. Pero el caso es que tengo órdenes estrictas del señor Galán.

Luján asintió.

-Comprendo. Pero ya le he dicho que es un asunto oficial. Yo también tengo órdenes estrictas y, créame, aunque a usted no le parezca así, las mías son más estrictas que las que pueda haber recibido usted.

-Yo diría: más imperativas –terció la secretaria, con un temblor leve en la voz.

-Lo ha captado usted muy bien.

Pilar Carmona se retorció las manos y pensó unos segundos más. Cuando volvió a hablar, Luján ya estaba pensando en entrar por su cuenta en el despacho.

-El caso es que… el caso es que la información que usted necesita se supone que yo no la sé.

Luján enarcó las cejas y se irguió.

-Voy a necesitar que se explique.

-Pues que yo sé dónde está el señor Galán –se explicó la mujer, de nuevo muy nerviosa‑, pero se supone que no lo sé. Se supone que sólo sé que no está.

-Oh, vaya –Luján empezaba a cansarse de este jueguecito‑. Y, ¿qué actividades son ésas que usted no puede conocer? ¿Está en algún lugar el señor Galán conspirando para matar al general Franco?

Fue un arrebato de impaciencia y un error. Pilar Carmona miró hacia el centro de su mesa y estalló en sollozos sordos, agarrándose la cabeza con manos temblorosas. Luján, por su parte, no tardó ni dos segundos en arrepentirse. Sacó de un bolsillo de su pantalón su propio pañuelo, y se lo tendió a la secretaria.

-Escuche, no llore. Sólo ha sido una broma, bueno… una salida de tono. Ha sido una imbecilidad. ¡Por favor, tranquilícese!

-Pero… ¡Pili!

La voz sonó tras el policía, que se volvió para enfrentarse a un hombre bien vestido, alto, bastante fornido y de mediana edad. Tenía la cabeza ancha y el pelo peinado completamente hacia atrás. La viva imagen de un hombre sano. Llevaba en la mano un cartapacio con un membrete. Su membrete. Ministro Secretario General del Movimiento.

-¿Quién es usted? Y, ¿me quiere decir por qué ha hecho llorar a Pili?

Don José Luis Arrese redujo la violencia de su gesto cuando vio la credencial policial, pero en modo alguno se amilanó. Permaneció donde estaba, los pies bien firmes sobre la tierra, exigiendo una explicación.

-Don José Luis, no ha sido nada –trataba de explicar la secretaria‑. Es que el señor quiere…

-Necesito ver al señor Dositeo Galán –interrumpió Luján, hablando despacio, sin apartar sus ojos de los de su interlocutor‑. Me han ordenado que le haga unas preguntas.

El ministro asintió en silencio, con ese gesto de quien ve confirmadas sus sospechas de repente.

-No le llame señor Dositeo Galán –respondió‑. Llámele como le conoce todo el mundo: Míster Porto Flip[1].

Y le guiñó un ojo.

Luján no necesitó más para comprender. Intercambió con su interlocutor una mirada más y un ligero un asentimiento de cabeza, y el hombre se marchó. Luego él se volvió hacia la secretaria, ya más calmada, y le dijo.

-Pilar, dígame dónde suele parar su jefe.

-Señor, yo…

-Vamos a hacerlo de esta forma –le interrumpió Luján, tomando de la mesa de la secretaria una hoja de papel y una pluma; habló mientras escribía‑: yo le voy a dejar esta nota. Aquí le digo al señor Galán quién soy, que necesito hablarle, todo eso. Así pues, he venido aquí, usted ha cumplido con su obligación y me ha toreado como tiene ordenado.

-No quisiera yo que pensara…

-Yo no pienso nada, Pilar. Nada. Aquí está la nota. Es su prueba de que estuve aquí y usted me dio largas. Eso sí, ahora mismo me voy a dar un paseo por los alrededores y, casualmente, voy a entrar en un local a refrescarme la garganta. Y allí encontraré, por mera casualidad, al hombre que se ve en…

Se quedó mirando a Pilar Carmona con expresión inquisitiva. La secretaria elevó una mano terminada en un dedo índice todavía tembloroso. Señaló a la pared.

-Esa foto.

En la imagen que señaló, un hombre cerca de los cuarenta años sonreía a la cámara, con un pequeño bigote bajo la nariz y embutido en una camisa oscura en la foto; con seguridad, azul oscura si la imagen hubiese sido de color.

-Esa foto –corroboró, asintiendo, el subinspector Luján.

-Vaya al Gentleman. Un poco más arriba, torciendo a la derecha. Un local de bastante nivel, muy bien decorado.

-Y donde hacen unos excelentes porto flips, ¿me equivoco?

Por primera vez, Pilar Carmona sonrió. Su rostro cambiaba cuando sonreía como si alguien lo borrase y lo volviese a pintar. Luján sonrió también, y se marchó por el pasillo silencioso, escuchando sus zancadas.

El Gentleman respondía a la perfección a las promesas de Pili Carmona, la secretaria de Dositeo Galán. Era un local decorado a la inglesa con una pequeña barra en un extremo y un piano en el otro. En el medio, mesas y sillas bajas, todo ello en medio de un ambiente relajado y nada escandaloso, adivinó Luján. Evidentemente, a las doce y media de la mañana, apenas había en el local un camarero y un par de consumidores. Pero era fácil adivinar que era un lugar muy british, uno de esos sitios en los que se bebe mucho y se conversa poco y donde la música del piano, si es tocado, manda. El policía se acercó a la barra y pidió una limonada. En verdad la necesitaba. Sentir que su garganta se humedecía y enfriaba a la vez le dio fuerzas. Pagó un coste excesivamente caro, pero no rechistó. Tomó su vaso, con el pequeño residuo de bebida que le quedaba, y se acercó a una de las dos mesas ocupadas y se sentó junto al hombre de la foto, apenas un poco más avejentado que en ella, que bebía un porto flip mirando hacia la pared, como sumido en sus pensamientos. Sujetando el vaso con su mano derecha; la única que le quedaba.

Dejó sobre la mesa su acreditación.

-Subinspector Luján –informó, tratando de que su tono de voz no revelase nada en absoluto‑. Brigada de Investigación Criminal.

Dositeo Galán volvió su mirada hacia Luján. El subinspector escrutó sus pupilas y calculó. Achispado, no borracho. Lento, aunque no inútil. Probablemente, en la fase última de consumo, cuando ya han pasado la euforia y el gusto, y el bebedor se siente pesado y, quizá, desgraciado. Ese momento en el que los motivos que nos han llevado a beber regresan, tan fuertes, tan invencibles como al principio.

-Hace más de cinco años que no mato a nadie –respondió Galán, con voz pastosa pero clara. Hacía esfuerzos por parecer consciente, y lo conseguía. Por lo demás, su respuesta estaba claramente calculada. Luján, al identificarse, había puesto sobre la mesa una pistola. Galán, con su confesión, trataba de identificarse, demostrar quién era. Trataba de poner encima de la mesa una pistola más grande.

-Sólo quiero preguntar –informó Luján‑. Por un camarada.

Iba a pronunciar el nombre de Anselmo López, pero se detuvo. Galán se revolvió en su silla, incómodo, y luego se rió como para sí. Levantó la vista y el vaso vacío en dirección a la barra, y lo agitó. El camarero comprendió a la perfección la señal y, medio minuto después, le servía un cóctel más.

-Eso no es decir mucho –respondió Galán cuando, hecho todo eso, pareció reparar en que Luján seguía allí‑. Hoy en día todos somos camaradas.

-Usted sabe a qué me refiero.

-Pues créame usted que no –respondió, con voz ronca, Galán, y luego reprimió un eructo‑. Hay camaradas que sólo lo parecen. Cada día más, de hecho.

Luján se sintió interesado por ese giro de la conversación. De todas las tesis posibles o medio posibles en aquel crimen, aquélla en la que él personalmente más creía era en la vinculación del asesinato de Anselmo López con su condición de rojo infiltrado entre los falangistas. Y la queja de Galán, entre las brumas del alcohol, le iba a esa teoría como un guante. Al menos en teoría. Así pues, le dejó hablar.

-¿Cómo has dicho que te llamas?

-Luján.

-Luján, bien. ¿Eres del Partido?

-Sí.

-Ajá –Galán asentía como el profesor en el examen oral que recibe la respuesta correcta‑. Pero no hace mucho, si no me equivoco.

-Señor, en la guerra yo tenía…

-Ah, no, no –Galán agitó suavemente su mano derecha, como pidiendo paz‑, no quería ofenderte, chaval. Además, ¿qué sería del Partido sin sangre nueva?

Apuró el vaso, repentinamente, como si nada más hacerlo fuese a ser ejecutado.

-Porque este Partido escribe su historia con sangre. Nueva y vieja. ¿Lo entiendes?

-No estoy seguro –contestó Luján. Además de que era cierto, lo hizo para incitarle a hablar.

Galán rió de nuevo para sí antes de seguir.

-Hace quince años, los domingos por la tarde, en Recoletos, éramos apenas cuatro gatos. Ridruejo, Tovar, yo… José Antonio. ¿Sabes que José Antonio era un verdadero hijo de puta? El primer acto público al que fue, antes incluso de fundar la Falange, fue una conferencia en el Ateneo. El conferenciante se dedicó a insultar a su padre. Sacó un jodido asunto de faldas del general. José Antonio saltó desde su asiento y le arreó dos hostias. Así. Con dos cojones.

Luján no supo qué contestar o apostillar.

-Pero era un tío listo. Yo creo que lo que mejor hacía en este mundo era litigar. Por eso era tan bueno para la política, a pesar de que la despreciara.

Luján quiso decir: sin duda, era el mejor. Por varias razones, la más importante de todas, porque lo pensaba. Siempre había admirado la figura de José Antonio Primo de Rivera. Le dolía que los falangistas viejos se jactasen de su carné de nuevo cuño porque él sabía hasta qué punto habría deseado tener más edad para haber podido admirar a su líder en vida. Para él, José Antonio era la quintaesencia de la lucha por el orden en medio del caos. No le cabía duda de que España sería marxista de no haber existido él. Así pues, se sentía plenamente identificado con las palabras de Galán. Pero ahora había más cosas que palabras, y más que ideas. Él era un policía de servicio, interrogando, informalmente eso sí, a un posible testigo. Necesitaba información y, por eso, acechaba en cada palabra de su interlocutor un resquicio por el que colar alguna frase suya que le indujese a hablar de lo que él quería. Se concentraba en la conversación desde un punto de vista estratégico. Pero no por eso dejaba de sentir emoción en el centro de su pecho.

-Fue una pérdida irreparable –alcanzó a balbucear.

-Fue una pérdida evitable –le apostilló Galán, acercando mucho el rostro al de Luján, obligándole a aspirar el humor acre del oporto‑. De hecho, ahí empezó todo esto– dijo «esto» señalando con la barbilla a su vaso casi vacío.

-Señor Galán, yo no puedo…

-Tú te la agarras con la mano que te apetezca y te masturbas cuando te convenga –la voz de Galán sonó como la de un militar cabreado que canta órdenes imperiosas a una tropa castigada‑. ¿Te he preguntado tu opinión? A mí tu opinión me importa una mierda. A mí me importa una mierda la opinión de todos. Del señor Ministro Secretario General. De la Junta Política. Del Gobierno en pleno. Del puto…

Lo iba a decir. De hecho, las palabras resonaron en la cabeza de Luján como si las hubiera dicho: del puto General Franco. Pero se detuvo. Galán se detuvo. Miró con desconfianza. Hacia la barra. Luján se sintió humillado. Aquí estaba él, con su credencial de policía; una persona que, teóricamente, podía hacer una llamada y llevarse a aquel tipo a la Dirección General de Seguridad, donde le cerrarían los ojos a hostias antes de que pudiese preguntar la hora. Y, sin embargo, a Galán todo lo que le preocupaba era insultar al Generalísimo… delante del camarero.

-Esto es una conversación informal –dijo Luján, tratando de hablar despacio‑. Pero, señor Galán, le advierto de que usted está consiguiendo que sea otra cosa.

Galán lo miró como si fuera la primera vez que reparaba en él. Luego, se rió como si le hubiesen contado un chiste.

-Pero, ¡qué dices! Mira, chaval, si tú dices que yo he llamado hijo de puta a Franco y yo digo que llevas cinco minutos dando vivas a la República, podemos acabar delante de un juez, compitiendo a ver a quién cree. Tú te crees que con tus putos carnés de policía y de falangista de antesdeayer te van a creer a ti, pero, ¿sabes? No tienes ni una puta posibilidad. Tú no sabes con quién estás hablando. A lo mejor te crees que se puede ser cualquiera para merecer un despacho con vistas a la Cibeles y el Banco del Río de la Plata.

Las razones de Galán eran un setenta por ciento posible verdad y un treinta por ciento alcohol. Sólo un imbécil se la jugaría por un treinta por ciento.

-Está bien. Está bien. Entonces, hábleme de…

-Cuando éramos cuatro gatos nos iba mejor –si Galán había escuchado al subinspector Luján, no lo dejó entrever‑. La Falange se murió dos veces: una, en el cuerpo de José Antonio. Otra, en la Unificación[2].

-La Unificación nos ha hecho más fuertes –protestó Luján.

-No lo dudo –respondió Galán, asintiendo afectadamente‑. Nos ha hecho más fuertes. Pero también nos ha hecho menos nosotros.

-No entiendo.

-Pues no es difícil. Desde octubre del 38, hace ahora casi diez años pues, todos los cargos políticos de la Administración son automáticamente miembros del Partido, ¿no?

-Así es, sí –Luján conocía perfectamente la norma‑. Pero no veo qué puede haber de criticable en eso.

-Pues que no es una suma conmutativa.

-¿Una suma? ¿Qué…?

Dositeo Galán sonrió de nuevo. Parecía estar más sobrio.

-La ley podría decir: los falangistas serán los cargos políticos del régimen. Pero no dice eso. Dice: los cargos políticos del régimen serán falangistas. Y no es lo mismo.

Agitó el vaso con su única mano. A sus espaldas, Luján percibió los sonidos del trajín del camarero.

-Es difícil inventar una forma más efectiva, y más taimada, de contaminar un Partido. A partir de ahora, todo el que mande en España, aunque sólo sea un poquito –Galán hacía pucheros al decir eso y juntaba mucho dos dedos de su mano‑, será falangista. Créeme, ¿Luján has dicho? Créeme, Luján: dentro de diez años, te costará encontrar un falangista en el Partido que se haya leído, ¿qué te digo?, un par de páginas de José Antonio.

-Señor… ‑Luján trataba de hacerlo hablar pero, al tiempo, tenía que reconocer que había otros motores dentro de él para sus palabras‑, ¿acaso el régimen se ha contaminado? ¿Es que no defiende las cosas que nosotros defendemos, er…, que ustedes siempre defendieron?

El camarero llegó con el porto flip. Luján negó con la cabeza antes de ser preguntado si quería tomar algo. Dositeo Galán se echó gasolina al gaznate antes de seguir hablando.

-Luján, nosotros somos fascistas –replicó al subinspector, con tono profesoral‑. Eso quiere decir que no creemos ni en el capitalismo liberal ni en el materialismo marxista. Creemos en el individuo identificado con su patria y con su nación, parte de ella, entendido por y desde ella. Un individuo fuerte y capaz, no una mierda de tipo que todo lo fía a la confianza en una corona o en un cáliz. Éste no es un país de monárquicos adocenados y tampoco es un país de curas y monjas. Es un país de hombres libres, ahora que se ha deshecho de la chusma comunista. Libres para ser individuos y nación al mismo tiempo.

-No veo diferencia con…

-Si no la ves, amigo, es que estás ciego. Hoy los falangistas adornamos el régimen. Pero ya no somos el régimen.

»Hubo un momento, uno solo, en el que, aún muerto José Antonio, pensé que las cosas irían como se debe. Cuando mandaba Serrano[3]. Serrano sí que entendía esta misión. Mientras fue la mano derecha de Franco, la Falange avanzó, a pesar de las dificultades y a pesar de haber sido puesta en la olla junto con otros ingredientes, en la dirección correcta. Fue su inspiración la que colocó en nuestras manos la Ley Sindical y la del SEU[4]. La idea de Ledesma[5]: un país de obreros y empresarios agrupados sin distancias ni distinciones, organizados como una milicia. Ni siquiera Franco pudo impedir que las venas de España cayesen en nuestras manos. Las venas tenían que ser nuestras, porque nosotros somos la sangre. Pero cometimos un error.»

-¿Un error?

-Un error, sí. Creer en Franco. El 30 de marzo de 1940, Día de la Victoria, el sindicato falangista quiso demostrar su poder y dibujar la imagen del futuro de España. ¿Lo recuerdas?

-Debo confesar que apenas, señor.

-Aún eras joven –respondió Galán, en tono comprensivo; su mirada se había perdido en algún punto de la pared de enfrente, como si allí un proyector invisible estuviese reproduciendo la escena que evocaba‑. Miles y miles y miles de trabajadores con sus camisas azules desfilando. En España vuelve a amanecer. ¿Lo entiendes? ¡Todo lo hicimos por eso! Ese día, de verdad, ganamos la guerra. A todos. A los plutócratas, a los marxistas, a los ladrones, a los embusteros, a los envidiosos, a los pesimistas. Ese día se vio nuestra fuerza.

Dositeo Galán tosió y tuvo que reprimir un regüeldo demasiado fuerte. Suspiró antes de seguir hablando.

-Franco dijo: excelente trabajo. Franco dijo: así se hace, muchachos. Pero yo creo que ese día, ese mismo día, decidió cargarse a Serrano. Que es una forma de decir que decidió machacarnos. ¿A la Falange? No, claro. A los fascistas, que éramos quienes le molestábamos. A los fascistas, que éramos quienes estábamos organizando milicias propias, autónomas, distintas de los rebaños de borregos sobre los que gustan mandar los generalitos. A los fascistas, que teníamos el derecho, el deber y la misión de mandar en España, rehacer España.

-Señor, me resulta difícil creer eso.

-A mí me resulta difícil creer que Gregorio[6] fuese masón. ¡Vamos, que no lo creo!

Luján sintió en su interior la necesidad de protestar. Recordó fugazmente las desgracias e historias familiares que habían hecho de él un falangista (los parientes muertos sin noticia, los saqueos, la arbitrariedad de los últimos meses del Madrid republicano) y sintió que todo eso pesaba para él más que un problema de facciones.

-La Falange, señor Galán, está hoy plenamente identificada con la labor del Generalísimo.

-¿He dicho yo lo contrario? –chilló Galán, afectando sorpresa‑. ¡Por supuesto que es así! Entre otras cosas, porque las personas que pudieron haber pensado de otra forma ya no están en la primera línea.

-En primera línea siguen muchos falangistas de siempre. El propio hermano de José Antonio.

Galán asintió afectadamente, ridiculizando el gesto de darle la razón a Luján.

-Oh, sí. Desde luego. Todos muy valientes. Mira, Franco dejó las cosas bien claras en el 41, cuando cambió el gobierno y le quitó a Serrano el ministerio del Interior y se lo dio al amigo Galarza[7]. Nosotros nos dimos cuenta de la jugada y la denunciamos con lo del currinche[8]. Y entonces nos cayó la de San Quintín. Ridruejo, Tovar y Ercilla, a la mierda[9]. Pero, eso sí, la recua de valientes apoyándolos. Primito y Arrese[10] dejaron sus poltronas.

-No merecen su desprecio por eso.

-No, desde luego. Merecen mi desprecio por ser ministros casi un minuto después de haber dimitido. Y mirar hacia otro lado cuando Serrano cayó. Y olvidarse tan fácilmente de cincuenta mil falangistas caminando al Escorial desde Madrid para honrar la memoria de José Antonio.

Luján se movió en su silla, incómodo, mientras Galán apuraba un sorbo de su vaso.

-Franco -continuó, aparentemente más calmado- es un estratega. Sabe manejarnos. A los fascistas, quiero decir. Con eso le basta porque al pueblo español no le hace falta manejarlo. El pueblo está suficientemente harto, suficientemente acojonado, como para seguir a cualquier imbécil que les garantice la seguridad. Y luego Franco tiene otra cosa.

Galán eructó. Miró a Luján con gesto de inteligencia.

-Tiene suerte. Tiene la suerte del que siempre está ahí para recibirla.

-Me cuesta creer en la suerte -protestó Luján.

-Pues no te hagas franquista, porque Franco es el cabrón con más suerte del mundo. Fíjate, sin ir más lejos, en lo del general Balmes.

Luján se alzó de hombros. Realmente, no sabía de lo que le estaba hablando. A Galán aquel desconocimiento pareció divertirle.

-¿Dónde está Franco en julio del 36? Eso lo sabes, ¿no, niño?

Domando su incomodidad, Luján asintió.

-Desde luego. Era capital general de Canarias.

-Eso. Escondidito en una esquina del patio para no dar mucho por el culo. El galleguito tísico[11] ya no se fiaba de él, entre otras cosas porque ya la quiso montar en febrero del 36, como supongo que sabrás...[12]

Luján hizo un gesto tan indefinido como sus conocimientos.

-Pero Franco era la cuarta parte del Alzamiento. El Alzamiento era: Mola en Pamplona, Franco en Marruecos, Fanjul en Madrid y Goded en Barcelona. Si has atendido en las charletas que te habrán dado en el Partido, estarás añadiendo a Cabanellas y a Queipo, como mínimo. Pero, créeme: si estos cuatro hubiesen triunfado, los demás se podían haber afiliado a la FAI si hubiesen querido, que habría dado igual.

Galán dio otro trago de su vaso.

-Que lo de Madrid no iba a salir yo creo que lo sabían hasta los conspiradores. Barcelona es otra cosa. No contaban con el hijoputa de Escobar[13]. Dos de cuatro. Jodido. Por eso la guerra duró tanto. Pero Franco -la voz de Galán, repentinamente, susurraba-, no lo tenía tan fácil para alzarse.

-¿Me va a hablar del Dragon Rapide?

Galán miró a Luján con rabia.

-Tú te crees que porque te sabes la historia del Dragon Rapide ya te sabes la historia. Pues sí. Hombres de Franco y de Sanjurjo alquilaron en Inglaterra un avión para llevar a Franco de Canarias a Marruecos. Porque Franco no ganaba nada sublevando a las tropas a su mando. Necesitaba ponerse al frente de las tropas de Marruecos, sin las cuales el resultado de la guerra probablemente habría sido otro. Pero eso también lo sabía Santiaguiño el Escupesangre[14], así pues tenía a Franco encerrado en la isla de Tenerife. Como te sabes tan bien la historia -Galán hablaba con ampulsidad exagerada-, sabrás que tu General pidió en vano, varias veces, autorización para salir de la isla y realizar algunas inspecciones. El día 16, sin embargo, estaba en Gran Canaria, no en Tenerife, y acabó cogiendo el puto avión, y todo empezó.

Terminó su vaso.

-El favor se lo hizo el general Balmes. El gobernador militar de la plaza. Unas horas antes, tiene un accidente, se le dispara la pistola y se pega un tiro. Los funerales son en Las Palmas. Ni siquiera el gobierno puede negarse a que Franco acuda ‑repentinamente sonrió, como recordando algo gracioso‑. Con el nombre que tenía el finado, era como para pensar que los sentimientos de su compañero general no eran sinceros ‑volvío a ponerse serio, y a mirar directamente a Luján‑. Y eso, nene, es lo que se llama suerte. Del cementerio al aeropuerto, y que comience la guerra. Eso es suerte de la que sólo tienen los buenos, los mejores. Los demás, como nosotros, sólo valemos para la trinchera, para obedecer.

Luján se movió nerviosamente en su silla.

-La vida es una obra, señor Galán. No una trinchera.

-Yo te diré lo que es la vida –le contestó, sin apartar la vista del vaso, Dositeo Galán‑. La vida es un coche oficial mientras la gente no tiene zapatos. La vida es poder tomarte todos los putos porto flips que puedas tragar mientras media España no tiene agua corriente. La vida es ver a un tipo ponerse tu camisa azul y darte cuenta de que eres tú quien se está poniendo la suya.

Eructó de nuevo. Luján percibió el brillo en sus ojos.

-La vida es haber nacido para ver un nuevo Amanecer, y que te llamen borracho. Señor Borracho.

Luján contempló en silencio a Dositeo Galán apurar los amargos tragos de su cóctel. Se dijo que no creía en sus palabras. Pero no estaba allí para discutir hasta esas profundidades. Él estaba allí trabajando.

-¿Perdió usted la mano en Rusia?

-Ajá –concedió Galán‑. Más o menos, al mismo tiempo que tu General Franco asumía el mando de la Junta Política del Partido, ante el silencio de esos arreses y girones[15] a los que tanto admiras.

-Yo había venido aquí a hablar de Anselmo López.

-¿Anselmo López? –Galán apretó los ojos, tratando de recordar.

-Compañero suyo en la Escuadra Alcubierre. Hasta que se disolvió, después de lo del lago Ilmen.

Tras unos largos segundos de reflexión, Galán asintió.

-Exacto. Tiene usted razón. Anselmo. Excelente compañero.

-¿Y excelente falangista?

-¿En qué sentido?

-En el que usted entiende por excelente falangista.

Galán se alzó de hombros.

-No sabría decirle. Allí todos decían que eran excelentes falangistas, pero por lo menos la mitad sólo eran aventureros y desclasados.

-Pero usted ha dicho que era un excelente compañero.

-Porque lo era –respondió, con seguridad, Galán‑. Los matices políticos quedan para después en una guerra. En una guerra, el buen compañero es el que te ayuda y nunca te deja. En su caso, creo que tenía doble mérito.

-¿Ah, sí? ¿Por qué?

-Por sus manos –contestó Galán, sin dudarlo.

-¿Sus manos?

-Sus manos, sí. Manos largas, finas. Sin callos. Manos de mujer. O de hombre que nunca ha hecho trabajos duros, no sé si me entiende.

Luján anotó el detalle en su libreta.

-¿Alguna vez le dijo algo de su pasado, de dónde venía, a qué se había dedicado hasta alistarse?

-Nunca. Pero no se extrañe. Allí nadie preguntaba. Los que se conocían de antes, se conocían de antes. Y los que nos conocimos allí, nos conocimos allí. Así de simple.

-Así que no eran en especial amigos, pero él sin embargo era un buen soldado, a pesar de que usted llegó a sospechar que no había habido mucha guerra en su vida antes.

Galán se alzó de hombros de nuevo.

-Guerra sí que habría, porque la hubo en la vida de todos los de mi generación que no estaban tullidos. Me refiero a que, probablemente, su ocupación civil no era manual. Era un tipo que trabajaba con esto –Galán se dio golpes con un dedo en una sien.

-Señor Galán, usted ha sido muy sincero conmigo esta mañana. Así que le voy a hacer una pregunta muy sincera.

-Usted dirá.

-¿Cree usted que Anselmo López podría ser, o haber sido, comunista o masón antes de alistarse a la División?

Al contrario de lo que esperaba Luján, Dositeo Galán no se escandalizó ni se extrañó con la pregunta. Reflexionó a fondo sobre ella antes de contestar.

-Los camaradas del frente nos decían que tuviésemos cuidado con eso. En realidad, nos enseñaron a estar pendientes de la menor frase, de la más leve queja, como indicio de eso que usted señala. Y bien, sí, lo llegué a pensar.

-¿En serio?

-Usted no sabe lo que fue cruzar el Ilmen. Desde muchos puntos de vista. Primero, porque muchos de nosotros teníamos que esquiar o patinar sin estar acostumbrados. Segundo, porque íbamos mal pertrechados. Tercero, porque durante toda la acción estuvimos pobremente asistidos por la logística. Pero, sobre todo, por el golpe moral que supuso la acción.

-¿Golpe moral?

-Golpe moral. En el lago Ilmen fuimos a rescatar alemanes que estaban cercados por los rusos. ¿Lo entiende usted? ¡Alemanes! Para muchos de nosotros, el Ilmen fue nuestro Estalingrado. El momento en el que nos dimos cuenta, aunque no lo quisiéramos reconocer en muchos casos, de que habíamos acudido a una guerra que no se ganaría.

-Entiendo.

-Un Anselmo López empezó a cruzar el lago y otro regresó. Aparte de que el que regresó estaba malherido e inválido, moralmente era otro hombre. Los mandos tuvieron casi que aislarlo porque sus lamentos eran arengas negativas para la tropa. Recuerde, además, que era una tropa cuyos miembros estaban cayendo como chinches. Sólo lo tranquilizó algo resultar herido. Temía que lo dejásemos allí, pero, por otra parte, supongo que pensó que para él la pesadilla había terminado, de una forma o de otra.

Dositeo Galán inclinó la cabeza mirando hacia ninguna parte, como aceptando una reprimenda del fantasma de Anselmo López.

-Pero eso pasó al final. Fue entonces cuando pensé: si tanto se queja, ¿será que, en realidad, es un comunista? Pero al final. Hasta entonces, y fueron varios meses, Anselmo fue un excelente compañero.

Levantó el vaso casi vacío.

-Brindo por él –dijo, mirando a Luján, y luego fue a beberse el líquido, hasta que reparó en que el vaso ya estaba vacío. Después, se secó inútilmente los labios con el envés de la mano y, mirando al policía, dijo con serenidad‑. Ha muerto, ¿verdad?

Luján dio un respingo.

-¿Por qué me pregunta eso? ¿Qué le hace pensarlo?

-Llevaba la muerte en los ojos. Era un tipo desgraciado. Siempre midiendo las palabras con que te hablaba. Siempre, de alguna forma, estudiándote. Siempre acojonado.

Suspiró, dio un manotazo en la mesa, y se levantó trabajosamente.

-Para la tranquilidad de gentes así es por lo que empezamos todo esto. A él también le hemos fallado.

Luján agarró la muñeca de Galán. Su interlocutor entendió, y se sentó de nuevo.

-Una cosa más. ¿Le dice algo In Bello Amicitia?

-Por supuesto –contestó Galán, como si estuviese refiriendo algo obvio‑. Era el lema de unos camaradas de Salamanca que estaban en la Escuadra. Cuatro o cinco tíos. Se inventaron ese lema y se hicieron, creo… sí, unos anillos. Unos anillos enormes.

-Como éste –Luján sacó el anillo del bolsillo de su chaqueta y se lo mostró.

-¡Sí, exacto! Como éste. Pero, ¿cómo ha llegado a sus manos?

-¿Tanto le extraña?

-Desde luego. Todos los dueños de estos anillos se quedaron muertos sobre la nieve rusa. Ninguno regresó del Ilmen.

-¿Recuerda algún nombre?

Galán pensó con dificultad.

-El cabecilla, sí. Pero no era el nombre. Era el mote. Lo llamaban El Choto… Cabreras, creo. O Calleja. O Castilla. De verdad, no lo sé –iba a callarse, cuando recibió una inspiración-: espere… Cendoya, sí, Cendoya. Se llamaba Cendoya.

Luján trató de esbozar una sonrisa relajada.

-Está bien, señor Galán. Creo que eso es todo. Gracias por su tiempo.

Galán se levantó. Le tendió su mano derecha. Ambos las estrecharon.

-Y a usted, gracias por su comprensión –le dijo‑. ¿Habrá funeral por Anselmo?

-Lo dudo. Nadie ha reclamado su cuerpo.

-Me las arreglaré para que los boletines del Partido lo citen –dijo Galán‑. Al fin y al cabo, tengo mucho poder. Tanto, tanto, que no sé qué hacer con él.

Luján lo vio marcharse calle abajo, bamboleándose bajo un sol tórrido, dispuesto a pasarse el resto de su vida bebiéndose su destino.




[1] El Porto Flip era un cóctel de moda en los años cuarenta.
[2] Se refiere a la Unificación decretada por Franco antes incluso de terminar la guerra, por la cual las distintas facciones que apoyaban al bando nacionalista quedaron unificadas en un solo partido, la Falange Española Tradicionalista y de las JONS, que adoptó el Cara al Sol, el yugo y las flechas, el saludo fascista y algunos símbolos mixtos (la camisa azul de la Falange y la boina roja de los carlistas).
[3] Ramón Serrano Súñer, cuñado de Francisco Franco, ocupó cargos importantes en los últimos meses de la guerra, una vez que pudo escapar de Madrid, y fue luego ministro del Interior y de Exteriores, hasta su defenestración en 1942.
[4] Se refiere a las leyes de Unidad Sindical y del Sindicato Español Universitario. Ambas normas concedieron a la Falange un amplio monopolio sobre estas estructuras, lo cual fue especialmente importante en el primer caso.
[5] Ramiro Ledesma Ramos, importante dirigente de Falange.
[6] Se refiere a Gregorio Salvador Merino, que fue el primer dirigente del sindicato único falangista y, de hecho, el responsable de organizar el desfile de marzo de 1940. En 1941, durante su viaje de bodas, Merino fue acusado, al parecer por un compañero falangista, de ser miembro de una logia masónica. Fue rápidamente exonerado, pero eso no impidió que fuese exiliado a Baleares y perdiese el control del sindicato, que pasó a manos de José Luis Arrese, un «camisa vieja» que se demostró mucho más proclive al franquismo.
[7] Valentín Galarza. Galán utiliza la palabra amigo en sentido despectivo, pues era sobradamente conocido su antifalangismo.
[8] Se refiere a un artículo aparecido en el Arriba que se titulaba El hombre y el currinche, y que era una cerrada defensa de Serrano Súñer. Su autoría se atribuyó a Dionisio Ridruejo.
[9] Dionisio Ridruejo, Antonio Tovar y Jesús Ercilla. Eran, respectivamente, Director de Propaganda, Subsecretario de Prensa y Director General de Prensa. Los tres fueron cesados.
[10] Miguel Primo de Rivera y José Luis Arrese dimitieron, respectivamente, como gobernadores civiles de Madrid y Málaga.
[11] Se refiere al presidente del gobierno, Casares Quiroga, gallego como Franco y del que se decía estaba enfermo de tuberculosis.
[12] Se refiere al intento por parte de Franco de convencer al gobierno de que declarase el estado de guerra tras las elecciones que ganó el Frente Popular.
[13] El teniente coronel Escobar colocó a la guardia civil de Barcelona del lado de la Generalitat y la República, desequilibrando definitivamente a su favor los enfrentamientos del 19 de julio.
[14] Casares.
[15] José Antonio Girón de Velasco, también falangista desde los inicios del Partido. En los tiempos que relata Galán, era ministro de Trabajo.

martes, agosto 03, 2010

Folletín de verano (6)

Texto completo












Azpíriz era un tipo huesudo y delgaducho. Inspiraba cualquier cosa menos miedo, incluso embutido en su abrigo gris. Enseñaba su documentación y parecía pedir perdón por ser policía. Sin embargo, tal y como le había anunciado el inspector Rebollo, tenía una virtud: la constancia. En realidad, Luján tenía dificultades para seguirle el ritmo. El primer día que trabajaron juntos, tomaron las copias de un voluminoso expediente en el que estaban listados, por unidades, los combatientes de la División Azul. Ellos habían preguntado por Anselmo López y en el Ministerio les habían contestado: en alguna página de ese expediente estará.

Ambos se habían sentado en el Infierno, más infernal que nunca porque aquel junio fue tórrido, y se habían dividido los papeles. Cuarenta mil nombres que, en algún momento, habían formado parte de la 250 división de infantería alemana en Rusia, agrupados por unidades, con indicación de sus destinos. Escritos con letra apretada, a veces incluso anotada a mano. Cada hora u hora y media, Carlos Luján sentía que era incapaz de leer un nombre más. Levantaba la cabeza de los papeles, sintiendo los goterones de sudor por su frente. Y entonces veía a Azpíriz, transpirando pero sin separar los ojos de la documentación. Una y otra vez. Seis horas diarias casi sin pausas, sin quejarse, sin decir nada. Tardó cinco días en encontrar a Anselmo López. Anselmo López Trujillo, encuadrado en una Escuadra cuya numeración aparecía borrosa, aunque una mano funcionarial había anotado a lápiz, no mucho tiempo atrás, que se quiso llamar Escuadra Alcubierre. Al mando del cabo Herminio Pozas Carril. Vivo o, cuando menos, vivo al final de la acción armada. Tras una hora de trabajosa labor de análisis de anotaciones, Azpíriz había fabricado la lista de los tres miembros de esa escuadra que, según las notas, habían regresado vivos a España: el cabo Pozas, López y un tal Dositeo Galán, también mutilado. Pozas, al parecer, había regresado entero.

El inspector Rebollo se mostró poco interesado en estar presente en las visitas. Eso sí, dejó bien claro que no quería que con aquellos falangistas se recurriese a la estrategia habitual, es decir sacarles de su terreno natural e interrogarles en dependencias policiales. Luján y Azpíriz deberían visitar a los dos compañeros de López allí donde estuviesen.

Para visitar a Herminio Pozas, y tras un par de llamadas para localizarlo, tuvieron que ir a El Pardo, donde Pozas regentaba un pequeño mesón. En realidad, tan sólo un colmao macilento con una barra de madera que había vivido mejores años. Sin embargo, a pesar de su modestia aquel local tenía una característica muy definitoria: estaba apenas a unos metros de las primeras dependencias del palacio del Caudillo. Los parroquianos los miraron con desconfianza al entrar, como si les hubiesen reconocido. Azpíriz se identificó, con su clásica actitud casi pedigüeña, ante una mujer rechoncha que atendía a los parroquianos, y que empalideció nada más ver su credencial. Musitó una disculpa y se metió en la trastienda. Pocos segundos después, de aquel lugar salía un hombre vestido con un mono de trabajo y embutido en un delantal sucio. Herminio Pozas era más bien bajo y ancho, de brazos poderosos y grandes manos que en ese momento se secaba con un trapo.

-Buenos días, señores –se presentó, sin asomo de nerviosismo‑. ¿Qué puede querer la policía de mí?

-Sólo queremos hablar –informó Luján, tratando de parecer lo más amable posible‑. Hablar de un compañero suyo.

-¿Compañero? –el rostro de Pozas rezumó desconfianza‑. ¿Otro mesonero?

-Otro tipo de compañero –explicó Luján, desviando su mirada hacia un cuadro en la pared, un marco alrededor de un soporte de fieltro en el que estaban clavadas dos medallas.

Herminio Pozas asintió. Luján creyó ver en su rostro el esbozo de una sonrisa.

-Paseemos. ¿Les parece bien?

-No puede decir que su local esté mal situado –ironizó Luján, mientras se alejaban del mesón.

-Me lo dejaron barato –se justificó Pozas, alzándose de hombros al tiempo que hablaba‑. Tiene ventajas, qué duda cabe. La clientela fija, sobre todo. Y la tranquilidad. Aquí nunca entrará nadie a robar, creo yo.

Miró hacia Luján mientras andaba, con media sonrisa en el rostro.

-Fíjese lo que son las cosas: estoy tan cerca del Palacio, que el Palacio está en mi casa.

-No me diga.

-Pues sí. El patio trasero del mesón no es parte del edificio que compré. Forma parte del palacio. Aunque me han cedido el uso y disfrute.

El cabo Pozas no parecía tener muchas oportunidades de hablar de la guerra de Rusia, como él la llamaba, porque no tardó, en cuanto estuvo a unos cuantos pasos del local (y de su mujer) para empezar a relatar aquellos tiempos. Sin ser en realidad conminado para ello por los policías, relató su infancia en su Extremadura natal y la guerra civil, en la que al parecer no hizo gran cosa.

-Los nacionales pasaron por Badajoz como un rodillo -explicó-. Franco necesitaba la provincia para poder conectar a los sublevados del sur con los del norte, así que no se anduvo con chiquitas. Yo entonces vivía en un pueblo muy pequeño. Tenía dos años más que la edad militar, pero a mi casa jamás llegó ninguna carta comunicándome llamamiento alguno. Luego me alistaron, pero nunca salí de Badajoz.

A Luján le dio la impresión de que su decisión de alistarse en la División se justificaba más por espíritu aventurero que por impulso ideológico; Herminio Pozas daba toda la impresión de ser el típico joven rural a quien el ejército, o en su caso la guerra, le había acabado por poner en contacto con un mundo totalmente distinto del suyo, mucho más apasionante. Además, en aquel entonces, por lo que dijo, arrastraba cierto complejo por no haber combatido en la guerra.

-Me jodía pensar que pudiera haber quedado como un fragilón -explicó.

Aunque la ideología no parecía tener demasiado que ver con su alistamiento, no se recató de mostrar un carné de la Falange que le otorgaba bastante más pedigree que el de, por ejemplo, Luján.

-En junio del 41[1] –explicó, tras tomar aire casi con orgullo‑ ya estaba yo en la Gran Vía, dispuesto a marcharme esa misma noche. Y estuve en Crafenber –así pronunció el nombre del campamento alemán de instrucción de Grafenwöhr‑, o sea que fui de los primeros.

-¿Y Anselmo López, su compañero en la Escuadra Alcubierre?

Pozas entornó los ojos, haciendo claros esfuerzos por recordar mientras caminaba.

-No lo sé. En ese momento, no lo sé. Pero juraría que sí, porque formó parte de mi escuadra casi desde el primer momento. En el Volchov ya estábamos juntos.

-Perdone, señor –le interrumpió Azpíriz, dulcemente‑. ¿En el Volchov?

-Sí, el Volchov –respondió Pozas, mirando a los policías como si estuviese explicando algo obvio‑. El río Volchov. Al sur de Leningrado. Con el resto del ejército de Bonlé[2]; el jercomandán de los ejércitos del Norte. El Puto Berma[3], lo llamábamos nosotros.

-Esa fue su primera acción de guerra.

-El 12 de octubre de 1941, sí señor. En seis días, lo habíamos cruzado. Ahora nadie se acuerda, pero tardamos menos que Dios. Menos que Dios…

Se habían parado frente a la entrada del Palacio, a unos escasos metros de donde dos guardias de Franco los observaban, firmes, como soldados de plomo. El cabo Pozas había encendido un cigarrillo de picadura, y no hizo ademán de ofrecer a sus contertulios. Malos tiempos para invitar a tabaco.

-Nosotros no perdimos esa guerra. Nosotros habríamos ganado esa guerra –dijo el cabo, que parecía hablar consigo mismo.

En ese momento, el subinspector Luján pensó: tal vez no sea mala táctica dejar que hable, que se explaye. Así que decidió espolearlo un poco.

-Unos pocos miles de falangistas no parecen suficientes para cargarse a millones de rusos.

Herminio Pozas detuvo su lento paseo y lo fulminó con la mirada. Luján no pudo reprimir un escalofrío.

-Mire, señor… ¿Luján? Mire usted: los alemanes nos prepararon para muchas cosas. Pero una para la que no nos prepararon fue para pasar el invierno en Rusia. El Puto Berma y sus jefes seguro que nunca pensaron que lo necesitarían. Ellos creían en su Blicrí[4] y en sus tanques y en su superioridad. Para esos memos, ganar la guerra era ganar terreno. Pero no hay que ser muy listo para saber que no gana la guerra quien toma terreno, sino quien lo conserva.

-No he querido ofenderle…

-Es igual. Ya es igual –Pozas hablaba con la amargura con la que un padre habla del cariño definitivamente perdido de un hijo‑. Pero las cosas son como son. Nosotros no teníamos arreglos para el frío. Llevábamos cinco días en el frente, cinco, y el teniente coronel Zanón[5] ya nos tuvo que pasar una instrucción en la que nos recomendaba rellenar los cascos con fieltro, cerrarnos las mangas incluso atándolas sobre los guantes y usar papeles de periódico o similar bajo las ropas para proteger el pecho. No nos habían dado ropas adecuadas para tanto frío.

Luján y Azpíriz cruzaron una mirada de inteligencia. Ya lo sabían. Esa imprevisión le había costado muy cara a Anselmo López.

-Éramos pordioseros en medio de un ejército cada día más pordiosero. Porque tomábamos y tomábamos terreno, pero cada día todos teníamos menos de todo. Con las semanas, empezaron a escasear las mantas. Luego la gasolina. Luego la munición. No basta con tomar un llano y llenarlo de trincheras. Las trincheras hay que llenarlas de soldados razonablemente bien alimentados, bien calentados. De lo contrario, cualquier guerra se pierde allí.

-El General Invierno.

-Y su puta madre –escupió Pozas, sangrando odio en cada palabra‑. Su puta madre, la Nación Alemana. El Reich de los cojones. La Blicrí de los cojones –miró hacia el Palacio, como si pudiera ver a través de sus padres y escrutar su interior‑. Al General no le habrían pillado en ésa. El General ya se sabía de memoria con treinta años cosas que el Puto Berma y sus amigos no entendieron ni entenderán en su vida.

Permaneció en silencio unos segundos, recio, frente a la construcción que brillaba bajo el sol, como si el mismísimo Franco lo estuviese mirando desde una ventana. Luego, sacudió brevemente la cabeza, miró a Luján, y pareció despertar de un ensueño.

-Pero fueron esos pordioseros españoles los que en enero del 42 cruzaron el lago Ilmen para salvar a una guarnición de jodidos alemanes indestructibles. Andaluces, canarios y extremeños esquiando sobre un lago helado, bajo las balas. Nueve de cada diez no volvieron. Allí perdí a mi escuadra.

-Salvo López y… Dositeo Galán. ¿Es correcto?

-Correcto, sí. Anselmo y Dosi… ¿qué habrá sido de Dosi?

-En realidad, eso queríamos hablar –Luján había decidido que era el momento de abandonar las ensoñaciones e ir a lo concreto‑. Exactamente, ¿cuánto tiempo estuvieron juntos ustedes tres?

-Se lo acabo de decir –la voz de Pozas sonó casi impaciente‑. Al regresar del Ilmen nos separamos. De mi escuadra sólo volvimos nosotros. Y a Anselmo lo repatriaron.

-Por una herida en una pierna.

-Una herida en una pierna, sí. Regresando, para su suerte. Los que la recibieron avanzando por el lago, allí se quedaron.

-¿Y Galán?

-Reasignado –informó Pozas, mientras negaba con la cabeza‑. No lo volví a ver.

Carlos Luján invitó al veterano Pozas a sentarse en un poyete del jardín de entrada al Palacio. El hombre aceptó en silencio y comenzó a liar otro pitillo.

-¿Cómo describiría usted a Anselmo López?

Dejando salir el humo por sus narices, Herminio Pozas miró al cielo, como si allí estuviera escrita la respuesta a la pregunta que le habían hecho. Tardó tanto en contestar que Luján estuvo a punto de carraspear para despertarlo.

-Un tipo reconcentrado. Distante, eso sí. Pero nunca se quejaba. La lotería para un cabo: hará lo que le ordenes, pero no te vendrá con sus historias. Usted no sabe cuántas historias de novias y madres tiene que escuchar un cabo.

-Quiere eso decir que nunca le habla de, er, su familia o su, ejem, novia –apostilló Azpíriz, preparando el lápiz para anotar la declaración.

-Eso quiero decir. Nunca jamás me habló de alguien distinto de él. Es como si nadie le esperase en España.

Luján se sintió dar un respingo. Por fin, la conversación adoptaba un cariz interesante.

-Y, usted, ¿cree que era así?

-¿Qué quiere usted decir?

-Quiero decir que si pensaba que eso es cierto. Que no había nadie en la vida de Anselmo López.

El cabo Pozas se alzó de hombros.

-Quién sabe. Uno o dos meses después de haber llegado al Volchov, yo creo que había que ser tonto del culo para no darse cuenta de que la mayoría no regresaría jamás a España. En esas circunstancias, hay gente que olvida para no hacerse daño, no sé si me explico.

-A la perfección. Pero a mí me gustaría escuchar su opinión.

-No veo qué valor pueda tener.

-Usted fue su cabo –explicó Luján, con voz grave‑. En la guerra, un cabo es como un padre. A veces, incluso algo más.

La boca de Herminio Pozas dibujó un rictus de fastidio.

-Ya se lo he dicho. Quién sabe. Oiga, de todas formas, ¿por qué me pregunta tanto por Anselmo?

-Porque hace algunas semanas, apareció muerto.

El rostro de Herminio Pozas viajó, en escasos segundos, de la sorpresa a la resignación. Luján pensó: no se le puede pedir más a alguien que ha tenido que convivir con la muerte.

-Anselmo… ‑musitó Pozas, mientras miraba hacia ninguna parte‑, joder, Anselmo, joder…

-Fue asesinado, señor Pozas.

No hubo reacción por parte del cabo. Parecía no haber escuchado esa información. Sin embargo, un par de caladas después, enarcó las cejas y suspiró.

-¿Cómo lo mataron?

-Eso da igual. Lo que importa es que lo mataron –Luján no consideró necesario, ni prudente, facilitar más datos.

Herminio Pozas acercó el pitillo a la boca una vez más. En ese momento, Carlos Luján reparó en una mancha oscura en el envés de su mano derecha. Un tatuaje; se diría mejor, el recuerdo de un tatuaje. Borrosamente, parecía dibujar los contornos de un arma de fuego.

-¿Una ametralladora? –preguntó, señalando a la mano con la barbilla.

Pozas no entendió al principio pero, al mirar a Luján, localizó la mirada del subinspector, la siguió y llegó a su propia mano. Sacudiéndola, sonrió.

-Una ametralladora, sí –informó‑. Alemana, o eso me dijo el cabrón que me lo tatuó. No era ningún artista. Y, además, estaba como una cuba. Exactamente igual que yo.

Luego añadió, como para sí.

-Ojalá encontrase la forma de quitármelo.

Luján suspiró. En su cabeza, empezaba a tomar cuerpo la idea de que sería imposible sacarle más información a aquel nostálgico veterano falangista.

-Una sola cosa más, señor Pozas.

-Las que usted quiera.

-¿Diría usted que Anselmo López era un falangista de verdad?

Pozas movió la cabeza como un resorte y la giró hacia Luján con un gesto duro, como si el policía le hubiese mentado a la madre. Los restos finales de su pitillo se cremaban entre sus dedos, amenazando quemarle la piel, pero él no parecía darse cuenta.

-¿Cómo ha dicho, señor?

-Le he preguntado si usted considera a Anselmo López un falangista auténtico.

-Sí, le he oído. Pero creo que necesito que me explique qué es exactamente, para usted, un falangista de mentira.

Luján trató de controlar los nervios. Joder con el cabo veterano. Le miraba con esa seguridad suicida de quien ha manejado situaciones mucho peores que una conversación informal con dos policías bisoños, una mañana de verano, a las puertas de la casa del General.

-Quiero decir, alguien que pudiera haberse hecho falangista tan sólo para… disimular que antes… antes pudo tal vez ser otra cosa.

Herminio Pozas reprimió un gesto de dolor. La yesca de su tabaco le había quemado. Se deshizo de ella con un gesto brusco, se levantó y se colocó frente a Luján. El subinspector se quedó sentado en el poyete, contemplando a su interlocutor desde abajo.

-Señor Luján… ‑musitó Pozas, con una voz afectadamente calmada‑, en teoría, no podría contestarle. Conocí a Anselmo López en octubre de 1941, en las orillas del Volchov y, por lo tanto, no puedo decir que supiera de él antes. Para mí, Anselmo López antes de esa fecha es tan misterioso como, al parecer, lo es para usted. Pero sí puedo decirle alguna cosa más…

Carraspeó. Luján tragó saliva.

-A ese hombre de quien usted osa sospechar que era un rojo…

-Señor Pozas, nosotros no…

-¡Usted lo sospecha, y punto! –el grito fue seco, cortante; unos metros más allá, los guardias de Franco se movieron levemente, como ramas de un árbol tras una brisa‑. No me venga con tonterías o con medias palabras, señor policía. Lo sospecha y, quizá, es su obligación. Y yo no lo puedo negar. Puedo, eso sí, responder por la pureza de muchos de mis hombres. Puedo darle nombre y descripción de falangistas muy viejos que fueron a Rusia. Hombres de verdad que habían ganado una guerra y habrían ganado otra si les hubieran dado un abrigo y una manta como es debido. Hombres con la mirada de Franco, y con su espíritu. Hombres a carta cabal y con las ideas muy, escúcheme bien, muy claras. Y a algunos de ellos, Anselmo López les salvó la vida, poniendo en peligro la suya. A muchos de ellos, Anselmo López los cargó en sus espaldas por bosques y por estepas helados, y que me muera aquí mismo si no es cierto que, si tanto odiase a los falangistas, a la mayoría los podría haber abandonado allí mismo, con un tiro entre los ojos del que nadie, jamás, le habría podido pedir cuentas.

-Ejem, entonces queda claro…

-¡No queda claro una mierda! El solo planteamiento que usted ha hecho es insultante. Además de estúpido. De los cuatro meses que estuvo Anselmo López en combate en Rusia, no menos de uno lo pasó absolutamente rodeado de rojos. ¡Rojos, señor Luján! De los de verdad. De los que ya no quedan aquí porque nos los hemos cargado a todos. Armados, poderosos y organizados. Si era comunista, ¿por qué no desertó?

Luján quiso pensar pero, antes de conseguirlo, escuchó, sorprendido, la vocecita de Azpíriz.

-Ejem… ¿cómo habría demostrado ante los rusos que no era un espía? Y, por otra parte, ¿cómo habría evitado que usted, mi cabo, le pegase un tiro?

Pozas miraba al subinspector con la boca abierta, sin saber qué responder. Pero esa indecisión duró sólo unos segundos. Cuando el color regresó a su faz, lo hizo a borbotones.

-Sólo les diré, señores míos, que, para mí, Anselmo López fue un héroe. Uno de los héroes del lago Ilmen, que se dice pronto. Si ustedes, ahora que además está muerto, quieren manchar su memoria, allá ustedes. Pero no cuenten conmigo.

Se marchó caminando muy erguido, como si estuviese escuchando una música militar en el interior de su cabeza, sin despedirse. Luján y Azpíriz se miraron, se alzaron de hombros, cerraron sus libretas y, sin palabras, decidieron ir a visitar a Dositeo Galán. Antes, sin embargo, Luján recordó algo. Echó a andar tras Herminio Pozas; pero, a pesar de su juventud y preparación, no era capaz de igualar el ritmo de aquel hombre que, al fin y al cabo, había marchado cientos de kilómetros desde Alemania hasta Rusia.

-¡Señor, se…ñor Pozas! –alcanzó a gritar, mientras trataba de alcanzarlo‑. Sólo dígame una cosa más. ¡Una solo, por favor!

En la distancia, Pozas se detuvo y se volvió. Con un gesto de la barbilla, conminó a Lujan a hablar.

-¿Le dice a usted algo el lema In Bello Amicitia?

Herminio Pozas se limitó a dejar que su rostro dibujase un gesto de fastidio, negar con la cabeza y, después, darse la vuelta para seguir caminando sin despedirse.




[1] Se refiere a la manifestación, sobre todo de estudiantes, que se produjo en dicha fecha en Madrid, y en la que comenzó a tomar cuerpo la idea de este cuerpo militar tras el famoso «Rusia es culpable» de Ramón Serrano Súñer..
[2] Wilhelm Ritter von Leeb, comandante de los ejércitos del Norte durante la operación Barbarroja. Fue purgado por Hitler al negarse a cumplir sus órdenes y replegar sus unidades ante el avance ruso.
[3] De Wehrmacht (ejército de Tierra).
[4] Blitzkrieg, guerra relámpago.
[5] Luis Zanón, jefe de Estado Mayor de la División en ese momento.