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Eran poco más de las ocho menos cuarto de la mañana cuando el subinspector Carlos Luján entró en Homicidios. En la última media hora había vuelto a llover y él estaba empapado y todas sus ropas apestaban al universo en el que había orbitado durante toda aquella noche. Él, sin embargo, ya no percibía el mal olor, hasta ese punto se había acostumbrado.
La sala estaba vacía. Luján la cruzó cuan larga era, desde la entrada que a la derecha tenía la puerta que daba al espacio del comisario Ramos hasta el otro extremo, donde estaban las tres mesas del Infierno. Se sentó en la suya, acercó la olivetti y comenzó a teclear un atestado. Con lenguaje preciso, fue describiendo la situación en la que fue encontrado el cadáver y, omitiendo las largas negociaciones previas y los padecimientos de policías y forenses, las medidas que se tomaron para desenterrarlo. Seguir escribiendo después le ayudó a pensar.
Una persona de mediana edad, tirando a joven probablemente, fue asesinada y, con posterioridad, arrojada a un montón de basura de un vertedero para luego recibir la carga completa de un volquete, cuando menos, de nueva basura. ¿Por qué estaba muerto cuando fue arrojado al vertedero? Porque el asesino le cortó las manos y, tras desenterrar el cadáver, se observaron muñones totalmente coagulados y escaso goteo de sangre alrededor. Esto indicó claramente que el cadáver no sangraba por sus muñecas cuando fue arrojado a la basura. Más aún, que fue asesinado lejos del vertedero, quizá en otro lugar remoto, quizá en el vehículo con el que luego fue transportado a la montaña de basura.
Las lesiones y abrasiones provocadas por un tan elevado peso sobre el cuerpo dejaron el rostro prácticamente irreconocible lo cual, en conexión con el hecho de que las manos fuesen cortadas, abona la hipótesis de que el asesino no quería que se conociese la identidad del asesinado. La víctima estaba indocumentada. Bueno, en realidad no sólo no llevaba identificación, sino que no llevaba nada en absoluto; ni dinero, ni cartera, ni una puta lista de la compra. Evidentemente, sus bolsillos fueron saqueados, probablemente con la misma intención de esconder su identidad a futuros testigos de la muerte. Evidentemente, ese saqueo no fue post mortem. ¿Por qué? Pues porque el fallecido escondió en sus calzoncillos un anillo. Un intento bastante claro de dejar una pista desesperada sobre sí mismo. Por lo tanto, el muerto no sólo conocía la intención de ser asesinado, sino que conocía la intención de no ser reconocido después de muerto.
El anillo. In bello amicitia. Amistad en la guerra. La hipótesis más lógica, un anillo de camaradas del ejército. Sin embargo, no llevaba distintivo de ningún arma, regimiento, división o similar, ni inscripción alguna que indicase fechas, batallas, etc.
Fin del informe.
¿Fin del caso?
Carlos Luján suspiró. Pensó, desconsolado, que del trabajo de los forenses poco cabría esperar. Aquel ni era un caso que llamase a poner toda la carne en el asador, ni tampoco había por dónde. Releyendo sus notas, Carlos Luján se dio cuenta de que no tenía nada. Arma, motivo, oportunidad. Los tres elementos de un crimen. Hay dos tipos de crímenes, le habían explicado durante su graduación: los que se resuelven y los que no se resuelven. Los primeros son así porque de ellos se conoce o el arma, o el motivo, o la oportunidad. Los segundos son así porque de ellos no conoce ninguna de las tres cosas. Y luego están los crímenes que se resuelven por cojones, porque sí. Pero éste no era de ésos.
Luján se dijo: ¿con qué arma fue asesinado el muerto? ¿Por qué motivo? ¿Aprovechando qué circunstancias? No tenía respuesta para ninguna de esas preguntas. Sólo tenía un anillo y un lema en latín escrito en él. Empezó a coquetear con la idea de que el juez de guardia tuviese razón.
Poco a poco, consiguieron dar las nueve y los policías de la comisaría, como respondiendo a un resorte, fueron incorporándose a la sala poco a poco. Todos ellos, antes de sentarse y comenzar a trenzar la primera mañana con conversaciones insulsas, cigarrillos y alguna risa, le dedicaban una mirada desaprobatoria. Algunas veces, los ojos viraban hacia la sorna y algunas gotas de desprecio. Carlos entendía. Sin más información que la que ofrecía su aspecto y su olor, que probablemente se percibía de bien lejos, la mayoría daba por hecho que había sido objeto de una novatada y que había reaccionado como un auténtico imbécil, obedeciendo en una noche tan terrible. Luján les dejó pensar. Repasaba su informe, una y otra vez, preocupado por si habría cogido la redacción, algo que el comisario Ramos parecía interesarle mucho.
Sonó su teléfono. Lo cogió y, antes incluso de contestar, escuchó la voz de Laura.
-¿Carlos?
-Sí… sí, soy yo, cariño.
-¿Qué ha pasado? ¿Estás herido? ¿Tengo que…?
-Tranquila, cariño, tranquila –le cortó él, no sin trabajo‑. Estoy bien, estoy perfectamente.
-Pero… ¡no has vuelto a casa!
-Ya, ya lo sé. No he tenido tiempo. Tenía prisa por hacer el informe, ya sabes. Aún no sé…
-Carlos, Carlos. ¿Sería mucho pedirte que si vas a pasar la noche fuera de casa, me llamaras?
Luján se dio cuenta de que estaba apretando el teléfono con demasiada fuerza. Tenía delante de sí al comisario Ramos, tres o cuatro metros más allá, mirando como el maestro que mira al alumno pillado in fraganti en una grave falta. Asintió con la cabeza, sin palabras. El inspector Ramos se fue hacia su despacho, no sin hacerle un gesto con la cabeza que, a todas luces, significaba que le fuese a ver en cuanto colgase.
-Cariño, estaba… no sé muy bien, pasado Carabanchel, pasado el fin del mundo. Además, no quería asustarte con un timbrazo a las cuatro.
-Carlos…
-Es mi trabajo, cariño –zanjó él‑. Ahora, éste es mi trabajo. Tendremos que acostumbrarnos.
-Dirás que tendré que acostumbrarme yo –respondió, con voz inusitadamente grave, Laura. Lo siguiente que oyó fue el clic de la comunicación cortándose.
Carlos Luján se quedó un rato mirando el teléfono, quieto y mudo, después de colgar. Pensando en nada y en todo. Lo sacó de esa ensoñación la voz de un compañero que pasó junto a su mesa.
-¡Por Dios, Luján! ¡Cómo vienes a trabajar con esta peste!
-Horas extraordinarias –contestó él, sin demasiadas ganas de explicarse más‑. Tengo que ir a ver al comisario.
Mientras atravesaba la sala, casi sentía las miradas posadas sobre él, y se sabía el objeto de los cuchicheos que apenas conseguía percibir.
En el despacho del comisario, ardía ya la escudilla de alcohol, así pues el ambiente estaba ya enrarecido con ese olor tan especial.
Ramos lo miró de hito en hito. Su rostro casi no demostró emoción alguna.
-Luján, ¿usted se ha visto?
-Pido disculpas, señor –comenzó ‑. Me gustaría haber pasado por casa a cambiarme, pero quería terminar mi informe pronto.
Le alargó los papeles.
-Espero haber dado con la redacción.
Durante los siguientes dos o tres minutos, el inspector Ramos se aplicó a una a todas luces desapasionada lectura del informe de Carlos Luján. Lo recorrió de principio a fin y, después, pasando y volviendo a pasar páginas, pareció fijarse en tres o cuatro detalles concretos, pero Luján no fue capaz de imaginarse cuáles.
Sólo se permitió el primer gesto después de todo aquel dilatado repaso. Y el gesto fue un rictus de la boca, indudablemente de desprecio.
-En fin, para ser un primer caso, se estrena usted malamente.
-¿Perdón, señor?
-Pues que ha pasado usted una noche de su vida en unas condiciones no muy cómodas, y todo por un don Nadie y un crimen de poca monta.
Luján tragó saliva.
-Discúlpeme, señor comisario, pero, ¿en qué se basa para decir que tanto el crimen como el muerto son de poca monta?
Ramos clavó en él dos ojos fríos antes de hablar.
-Por muchas cosas que tienen que ver con una experiencia que usted no tiene, y yo sí.
-En modo alguno he querido decir…
-Y, quizá, porque este hombre tiene todo el aspecto de ser un mendigo. Aspecto que será bastante más que aspecto dentro de seis o siete horas, tiempo tras el cual, puede usted apostárselo sin miedo, no tendremos sobre la mesa la denuncia de la desaparición de ningún buen ciudadano.
-Ya, pero…
-No podemos saber quién es. No hemos encontrado ni una pista en el lugar del crimen. No hay testigos. Hombre, sabemos el arma. Pero vaya arma, dos mil kilos de mierda.
-Con permiso, comisario, si ve usted el informe…
-Si veo el informe averiguaré que no lo mataron en el vertedero, sí. Pero, ¿cambia eso las cosas?
-Yo creo, señor…
-Lo que usted crea no tiene valor. Tiene valor lo que sepa.
Luján se miró la punta de los zapatos. Se preguntó si sería capaz de preguntar lo que estaba pensando.
-Con todos los respetos, comisario, las pruebas y certezas antes son hipótesis.
Ramos entornó los ojos, como midiéndolo.
-Cierto. Por eso tenemos que ser, ¿cómo diría? Económicos.
-¿Económicos, señor?
-Económicos. Cada caso que investigamos es como tirarse a un río. A veces el río lleva agua, y a veces no. A veces hay que tirarse al río aunque no queramos, porque el interés en el caso es muy grande. Que no es el caso, ¿está usted de acuerdo?
Luján asintió torpemente.
-Cuando no tenemos esa presión, debemos pensar que tenemos que tirarnos a muchos ríos. Así que tenemos que ser económicos. Selectivos. Luján, si el río no lleva agua, y yo le aseguro que no la lleva, sus hipótesis no le van a salvar de un buen batacazo.
Le tendió el informe. El subinspector lo recogió y, después, trató de pensar de prisa.
-Señor, señor comisario –terminó por decir‑. Créame que no se trata de que haya sido mi primer caso. Aquí hay algo… inquietante.
-¿Inquietante?
-Inquietante, señor. Alguien quiso claramente que el muerto no fuese identificado y el muerto, a todas luces, ha intentado lo contrario escondiendo su anillo.
Ramos se echó hacia atrás en su silla y abrió los brazos, mostrando las palmas de las manos.
-¿Y?
-Piénselo, señor. El muerto esconde un anillo en sus calzoncillos para ser identificado. Los anillos se llevan en los dedos de la mano. Quizá no sólo sabía que iban a matarlo, lo cual ya es un dato. Sabía, además, cómo.
Ramos se alzó de hombros.
-Luján, la inmensa mayoría de los asesinados saben por qué lo son, y cómo lo van a ser. ¿Qué hay de extraño en ello?
-Pues que es un extraño mendigo, señor. Un extraño hombre sin presente ni futuro, asesinado por cualquier pendencia o negocio ilegal. Extraño, sí, porque se ha atrevido a esperar de nosotros una actitud diferente a…
Sintió que si seguía, traspasaría de verdad la frontera de lo correcto. Por eso, le sorprendió la naturalidad con que Ramos le ayudó.
-… ¿la nuestra, Luján?
-Sí. Sí, señor. A eso me refería.
-Traiga ese informe otra vez –respondió el comisario, exhalando un suspiro.
Volvió a leerlo, invirtiendo algo más de tiempo en ello. Cuando volvió a levantar la vista, su rostro era de nuevo pétreo.
-Se irá usted a casa ahora mismo –le dijo mientras le devolvía los papeles‑. Así no se puede estar en esta comisaría. Además, su gesto es totalmente inútil. Todo lo que usted tiene en este momento es el trabajo de los forenses y éstos, al revés que usted, en cuanto hayan dejado el cadáver se habrán ido a ducharse y a dormir. Haga lo mismo que ellos y, después de comer, pásese por el Anatómico.
-Gracias, señor.
-Gracias, no. Si mañana no tengo encima de mi mesa antes de las tres un informe con alguna novedad significativa, el caso está cerrado, ¿estamos?
-Entendido, señor comisario.
El regreso a casa sirvió para tranquilizar la inquietud de Laura, tanto que apenas protestó por el deplorable estado que presentaban las ropas de su marido. El subinspector pasó casi cuarenta minutos bajo la ducha, tratando de arrancarse la peste de la noche anterior en el vertedero. Al salir del baño, Laura lo estaba esperando con una tortilla francesa. La devoró con avidez y, después, se bebió tres tazas de café. Después de eso, besó la mejilla de su mujer, cerró la puerta del dormitorio y cayó sobre la cama a peso. No había tenido tiempo de pensar en su reciente conversación con el comisario y ya estaba dormido.
Obediente y cumplidora, Laura le despertó a las tres de la tarde. El tiempo había cambiado y el sol entraba a raudales por la ventana, anunciando el futuro verano con una convicción que hacía la atmósfera de la habitación pesada y difícil. Desde el salón, Carlos Gardel cantaba un tango acompañado de violines.
-Me parece imposible que tenga que irme a hablar de un muerto –le dijo Luján, más al techo de su dormitorio que a su propia mujer.
-Tú lo dijiste –le contestó, zalamera, su mujer, mientras cepillaba sus pantalones‑. Ahora, éste es tu trabajo.
Tomó un autobús para llegarse al Anatómico. Una vez allí, preguntó por Beirán o Margal y, cuando le informaron de que era Beirán quien estaba, se sintió aliviado. Prefería, a todas luces, al tipo con lejana pinta de pueblerino. Se saludaron casi como si fueran amigos.
-No esperaba volver a verte.
Luján sonrió.
-Por lo que veo, piensas lo mismo que mi jefe respecto de este caso.
El forense se alzó de hombros.
-¿Qué quieres que piense? No creas que no he buscado pruebas, señas, algo. Tan sólo el anillo ése en el que confías tanto. He buscado antojos, defectos. Nada. Sólo una lesión enorme en la pierna derecha.
-¿Una lesión?
-Una lesión con su cicatriz, sí. Este tipo no debía de andar muy bien.
-Pues eso ya es algo.
Beirán lo miró con un deje de incredulidad y, después, se echó a reír.
-Pero, subinspector, tú, ¿dónde has estado en los últimos veinte años? Estamos en 1948, ¿no? ¿Tú te haces cargo de cuántas personas en Madrid tienen heridas parecidas?
-No sé –se defendió, débilmente, Luján‑. Por menos que eso hay mucha gente que es mutilada de guerra. Y habrá registros, ¿no?
Beirán negó con la cabeza, cómo dándolo por imposible.
-Por supuesto que hay registros, señor subinspector. Pero estamos hablando de un tipo con la fea herida de un tiro a mitad de muslo. ¿Cuántos habrá de ésos? A todos les tendrás que ir a preguntar si están muertos o vivos. Oiga, señor –Beirán construyó un teléfono con su mano derecha y se lo aplicó a la oreja derecha, poniendo voz de falsete‑, aquí la policía; ¿podría confirmarnos que sigue vivo?
-Yo…
-Ah, bueno. Y todo eso, contando con que sea un mutilado de guerra. Ya me entiendes…
-No mucho.
-¡Joder, qué día llevas! Luján, la mitad de los cojitos por balazo no son mutilados de guerra. No pueden serlo porque el tiro que los dejó cojos se lo dimos nosotros, ¿entiendes?
Luján comprendió. Era como buscar una aguja en un pajar. Y todo eso sin contar con que la paja roja estaba dispersa por el campo.
-Quiero ver el cadáver.
-Quieres perder el tiempo.
-A eso he venido. A perder el tiempo.
Entraron en una sala helada. Era amplia, descuidada. Alicatada de blanco demasiado tiempo atrás. Había ocho camillas enfrentadas en dos filas de cuatro. Pero sólo en una se distinguía el bulto de un cadáver. Por debajo de la sábana blanca sobresalía un pie y en el dedo gordo de ese pie alguien había colgado un cartelito que decía: desconocido. Beirán desenganchó dos gruesos cinturones que ceñían la sábana al cuerpo y a la camilla, y levantó ésta. Ante Luján se presentó el cadáver destrozado del hombre que habían desenterrado de la basura la noche anterior. El subinspector sintió una nausea pero, afortunadamente para él, había comido poco y hacía bastantes horas. Beirán le pasó un brazo por los hombros y apretó levemente, como tratándole de dar fuerza. Lentamente, Luján se sintió bien, lo suficientemente bien como para poder examinar a fondo el cadáver.
El trabajo del asesino y de las toneladas de basura había sido concienzudo. Cualquier signo que pudiera tener aquel cuerpo antes de haber sido aplastado era ya prácticamente irreconocible.
-¿Alguna herida además de las propias del aplastamiento? –preguntó Luján, sin dejar de escrutar el cuerpo a la búsqueda de inspiración.
-¡Ah, sí! En esto tenías razón. Un tiro –informó Beirán, solícito y desapasionado‑. En la tráquea. Traspasando la carótida. Mortal de necesidad.
-Así pues, la secuencia de los hechos es: recibe un tiro en la garganta y muere.
-Desde luego. No creo que llegase ni al primer golpe.
-Ajá. Muere y, luego, alguien le desfigura el rostro golpeándolo con algo contundente y le corta las manos y, cuando todo eso ya ha hecho su efecto y ha sangrado lo que tenga que sangrar, lo llevan al vertedero y lo entierran.
-Eso es –concedió el forense‑. Todo esto, con las pruebas que tenemos, permite estimar que a este tipo lo tenían que haber matado a lo largo de la tarde de ayer, digamos entre las cinco y las nueve.
-Muy seguro te veo.
-Ahora mismo hace, según esta hipótesis, unas 24 horas de la muerte –el forense consultó su reloj mientras hablaba‑. Un cuerpo muerto empieza a mostrar rigidez y lividez más o menos pasado ese periodo. Durante las ocho primeras horas tras la muerte, la cara y las manos están frías, pero el resto del cuerpo está caliente. A este tipo pudimos tocarlo a eso de las cinco de la mañana y ya estaba frío. Así pues, las cuentas son: no había podido morir más tarde de las cinco de la mañana menos ocho horas, es decir las nueve de la noche, porque ya estaba frío. Pero no pudo morir antes de las cuatro o las cinco de la tarde de ayer, porque es ahora cuando empieza a estar rígido.
Luján se irguió y escrutó el rostro relajado de su interlocutor.
-Hay que reconocer que no es mucho.
-¿Mucho? ¡Nada, diría yo! Sabemos que estamos ante algún tipo de venganza o ajuste de cuentas. Pero nunca sabremos más, te lo apuesto.
-¿Y la herida de la pierna?
Beirán, con un bufido, le enseñó una enorme cicatriz en la pierna derecha, a medio camino del muslo. Lo recorría de parte a parte como un valle profundo.
-No tiene nada de especial, subinspector.
-¿Tienes algo para mirar más de cerca?
-¿Una lupa? –protestó, más que preguntó, el forense‑ ¿Qué te crees ahora, Chelo Joms?
-Beirán –Luján sintió arder sus tripas mientras hablaba entre dientes‑, dame una puta lupa. Ahora.
Beirán desapareció de la sala sin decir nada. Volvió con una lupa de considerables proporciones y se la ofreció desganadamente al subinspector. Luján la tomó y comenzó a escrutar la herida. Trató de recordar otras cicatrices. Su abuelo, que había vivido toda su vida en el campo sin abandonarlo, solía expresar su enorme temor por las cicatrices porque, decía, una herida ya nunca deja de ser una herida, así pues siempre se puede volver a abrir. No obstante, no logró ver nada que excitase su curiosidad. Abandonó la cicatriz y comenzó a escrutar el cuerpo. Escuchó a Beirán bufando de impaciencia a sus espaldas.
Al llegar a la cabeza, decidió incorporar el cadáver para observar su espalda. Le pidió a Beirán que sujetase el cadáver, cosa que el forense hizo con desgana. En la espalda no encontró nada pero, cuando iba a abandonar la inspección, algo pasó por delante de sus ojos que le hizo detenerse.
-¿Qué pasa? –preguntó el forense, claramente interesado en dejar de aguantar el cuerpo a pulso.
-Pongámoslo boca abajo.
Beirán no protestó. A estas alturas, se dijo Luján, ya se ha hecho a la idea de que soy un terco. Cuando el muerto estuvo boca abajo, Luján pudo ver bien, bajo los focos, lo que le había llamado la atención.
-Beirán, ¿son normales esas orejas?
La pregunta era retórica. No podían serlo. Las orejas del muerto carecían de lóbulo, lo cual tampoco dice nada porque hay muchas personas que no los tienen; sin embargo, lo más vistoso era que, en ambos casos, faltaban trozos del arco superior.
El forense había tomado la lupa y escrutaba en silencio.
-Joder, la hostia. Vaya tipo –masculló.
-¿No buscabas una marca de nacimiento?
-Esto no es de nacimiento –contestó el forense, sin dejar de mirar.
-Coño, ¿quién se detendría a recortarle las orejas a un asesinado? Parece un crimen ritual.
-Esto no pasó ayer –respondió el forense.
Luego se irguió, miró a Luján y musitó.
-Espera aquí un momento.
Y salió de la sala.
Diez minutos después, los dos patólogos de guardia y uno más que estaba allí, quizás esperando su turno o demorado en la salida, estaban inclinados delante del cristal de aumento, musitando palabras técnicas, afirmándose y negándose unos a otros. Pero llegaron a un consenso. Cuando se alzaron, parecían satisfechos como alguien que hubiese desenmascarado a un escurridizo ladrón.
-La oreja está recortada–informó Beirán, casi pletórico.
Luján sintió en su estómago el peso de la decepción.
-Con todos los respetos, no necesito tres opiniones para saber eso.
Uno de los dos forenses que habían acompañado a Beirán, un hombre bajo y con una poblada barba negra, se adelantó hacia Luján, moviendo con aspavientos las manos.
-¡Eso es faltarnos al respeto, señor!
-No he pretendido...
-¡Y qué importa lo que pretendiese! ¡Esto es ciencia, señor! ¡Ciencia! Hasta lo obvio debe ser discutido.
Luján y Beirán cruzaron miradas. El subinspector, a pesar de que el forense y él tampoco se conociesen demasiado, logró leer en sus ojos que estaba delante de alguien importante. Por lo menos importante para el cuerpo de forenses.
-Le ruego me disculpe –susurró el policía.
-Y más vale que lo haga –respondió el hombre barbado, con orgullo‑. De lo contrario, va a tardar usted mucho tiempo en saber qué causó ese recorte en la oreja.
-Le ruego que me disculpe de nuevo.
El hombre de las barbas pareció sentirse satisfecho, y miró a Luján con expresión benevolente.
-Fue el frío, señor subinspector. El General Invierno.
-¿El… el frío?
Los tres médicos asentían en silencio.
-Gangrena por causa de frío, señor. ¿Sabe usted lo que es una gangrena?
Luján se alzó de hombros.
-Poca cosa. Lo he leído en novelas de aventuras. A alguien se le producía una herida, a menudo en la pierna, eso se complicaba y…
-La carne muere. Necrosis –el hombre de las barbas sonreía al pronunciar la palabra como si estuviese pronunciando el nombre de una mujer bonita‑. La muerte se adelanta, en años incluso, en una pequeña porción de nuestro cuerpo. La circulación cesa y es necesario que la zona afectada, ¡zas!
Al pronunciar la exclamación, el hombre había dado un corte, de arriba abajo, con su mano derecha en vertical.
-¿Zas?
-Zas. Amputación. Pérdida de la carne. Lo que está muerto, está muerto.
Luján reflexionó rápidamente, mientras el forense esperaba frente a él, a todas luces consciente de que le preguntaría algo. Solazándose con la escena, probablemente.
-¿Qué tiene que ver el frío con todo esto?
-El frío gangrena la carne. Sobre todo, la que está más expuesta porque no se viste. Orejas y narices, sobre todo. Y manos, si no hay guantes.
-Entiendo –Luján sintió como si un peso de plomo en su estómago desapareciese de repente‑. Las orejas de este hombre estuvieron sometidas a frío intenso…
-Durante mucho tiempo.
-… durante mucho tiempo. Deficientemente protegidas.
-Es lo que ocurre normalmente cuando quien sufre el frío no está acostumbrado a él.
-Ajá. Ya entiendo. Y, ¿quién se fija en unas putas orejas?
-¿Cómo dice?
-No, nada. Pensaba en voz alta. Así pues, doctor…
-Molina, señor.
- Molina. En su opinión y la de sus distinguidos colegas, pues, este hombre ha estado sometido a condiciones de frío intenso.
-Exacto. Antes las cuales ha estado, ¿cómo dijo usted?
-Deficientemente protegido.
-… eso es, deficientemente protegido.
-¡Me cago en la leche!
Había sido Beirán. Mientras Luján y el doctor Molina hablaban, había vuelto a la lupa y al cadáver. Ahora estaba con la lente en mano, y miraba el cadáver lívido, como asustado.
-¿Qué pasa, Beirán? –le preguntó el doctor Molina. El tono de voz que utilizan los superiores con sus subordinados.
-Díos mío, doctor, yo… no lo ví. Bueno, no lo miré. Quiero decir, no había marcas especiales ni nada y, bueno, yo no…
Todos se acercaron. Beirán señaló con el dedo a un punto de la lupa. Como era grande, todos pudieron ver. A veces las cosas más sencillas son las más difíciles de ver, sobre todo en una autopsia hecha para cubrir el expediente.
Era el pie izquierdo del muerto. Un enorme dedo gordo. Luego el resto, apiñados unos contra otros. Uno, dos, tres. Tres.
-Falta el cuarto dedo –se escuchó decir Luján.
Bajo la atenta mirada de la lupa, separaron el tercer y quinto dedo. Estudiaron la cicatriz. Discutieron. Gangrena.
sábado, julio 31, 2010
viernes, julio 30, 2010
Folletín de verano (2)
Texto completo
Laura y él dieron un respingo en la cama y se abrazaron instintivamente. Él dejó que el aparato sonase hasta que notó que los empujones violentos del corazón de ella cedían en su fuerza, él susurrándole en el oído no pasa nada cariño, no pasa nada mi amor, es sólo el teléfono.
Cuando Laura se calmó, se levantó y fue al salón, para cogerlo.
-¿Diga?
-¿Luján? Soy Ramos.
-A sus órdenes, señor Comisario.
-Ya lo supongo. Hay una tradición, ¿sabe? Alguien llama en la madrugada tras el primer día. Un cadáver aparecido en el culo del mundo. El novato va allí y se pasa toda la noche esperando a un juez que no llega, porque no hay cadáver ni nada.
A Luján le gustaba dormir sólo con una camiseta de tirantes y sus calzoncillos. El salón estaba helado. Se revolvió en la tiritona.
-He oído, er, he oído hablar de eso, Señor.
-Se la tenían preparada. Pero ya no va a haber novatada.
Algo cedió en el estómago de Luján. El miedo y el susto se fueron. Pero quedó la incertidumbre.
-Señor, con todos los respetos, ¿me llama a la una de la mañana para decirme que nadie me va a molestar con una novatada de madrugada?
Silencio. Ruido como de vasos chocando unos con otros. Luján pensó: una barra americana, fijo.
-No. O sí. Pero no. Le llamo para decirle que nadie le va a llamar hoy para mandarle a un caso falso. Porque tiene que ir a uno real.
La angustia regresó.
-Señor… ¿yo? ¿Un caso re, er, real?
-Digamos que es la otra tradición. La novatada queda anulada si aparece algo más tangible –le dio una dirección en el extrarradio-. Es una zona sin casas, apenas unas chabolas. Allí le estarán esperando los de la ambulancia. Hay un montón de barro y basura amontonado en un montículo y del montículo, según me han dicho, sobresalen los pies de un muerto –luego un breve silencio, luego un susurro, ya, ya, y luego, otra vez, la voz del comisario-. Que tenga suerte. Mañana, a las diez, quiero un informe completo.
La línea chasqueó. Luján colgó y se volvió. En la jamba del salón estaba Laura, hermosa, casi sensual, con su camisón rosa. Al borde de las lágrimas.
-¿Han matado a alguien?
Él se acercó y la besó en una mejilla.
-Vete acostumbrándote, cariño –le musitó.
Llovía a mares sobre la noche de Madrid. Antes de salir de casa, Carlos Luján había llamado a la comisaría y allí una voz soñolienta y uniformada le había prometido que una patrulla pasaría a buscarle. Sin embargo, después de esperar veinte minutos en la esquina indicada, decidió parar un taxi. El taxista llevaba la gorra calada hasta las cejas, pero Luján pudo adivinar, embutido bajo el plato, un cráneo arrugado y un par de ojos cansados. Se distrajo contando serenos. Contó veinte y dejó de contar. Se dijo: no sabía que Madrid fuese tan grande.
Atravesaron primero los barrios pulcros del centro, conduciendo suavemente a base de ángulos rectos. Luego aparecieron el ladrillo visto en las fachadas, las ventanas disparejas, la ropa colgada en esas mismas ventanas, desafiando a la lluvia. Aceras interminables en calles sin nombre y casi sin luz. De vez en cuando, algún sereno más harto de la noche que de la lluvia paseaba bajo alguna farola, embutido en alguna gruesa capa impermeable, como si la noche estuviese repleta de espectros agotados. Pasaron un cementerio enorme, subieron cuestas empinadas, doblaron a su derecha y se introdujeron en un barrio obrero. Luján observó las casas con esa indolente curiosidad típica del visitante que jamás ha estado en un lugar y, además, tiene la sensación de que no va a volver. De alguna manera, aquel barrio seguía siendo el pueblo castellano de casas bajas que un día fue. Pero era como si alguien hubiese construido, por encima de las plantas bajas y primeras plantas de los inmuebles originales, las trazas de una ciudad nueva, hecha de materiales baratos y ángulos equívocos. Casas pardas, empapadas y cerradas a la noche. Nadie en la calle. A veces, en medio de la calle, un descampado. El campo saludando en medio del embrión de gran ciudad. Algunas veces esas parcelas incluso aparecían roturadas y peinadas con surcos regulares, vigiladas por fieros perros que ladraban al paso del taxi, amenazadores. En una esquina, una vaquería. Agridulce e intenso olor a boñiga colándose por la rendija de la ventanilla, que Luján tenía levemente bajada para respirar mejor. Su chofer conducía como un autómata, sin una palabra. Silencio. A mil kilómetros de su casa, de su vida. Pero también era Madrid. También le incumbía. Suspiró. Hubiera preferido la bromita, se dijo.
Bruscamente, la ciudad terminó. Al final de una calle vieron una marquesina de autobús, el camino perdió su empedrado, y llegaron a Castilla. El taxi, con su pestilente ronquido de gasoil, se zambulló en la oscuridad. Uno no se da cuenta de lo iluminado que está Madrid hasta que sale de Madrid, se dijo Luján. El taxista condujo abriendo con los faros una brecha de luz entre dos sólidas paredes negras. Luján se sorprendió diciéndose: esto no es una broma. Esto es algo peor. La puta oscuridad, un coche en medio de la nada, una pandilla de masoquistas crueles que se quieren divertir a costa del novato. Llevaba la pistola en un bolsillo de la gabardina. La amartilló, sin querer hacerlo en realidad. A pesar de los violentos achaques del viejo taxi y el ruido que provocaban, el conductor dio un respingo y Luján notó que reprimía el gesto de volverse. Un tipo embutido en una gorra escucha en la noche de Madrid que alguien amartilla un revólver y adivina lo que está pasando. Curioso. Le entraron ganas de preguntarle dónde había aprendido a distinguir ese sonido. Pero para qué. No se lo diría. Estaba muerto de miedo. Y, además, añadió, la pregunta es estúpida. En Madrid y a finales de los años cuarenta, todo Dios que sabe reconocer el sonido con que un pistolero prepara la muerte lo ha aprendido en el mismo sitio. Y en una de dos posiciones: ganando, o perdiendo. Quizá el taxista era un perdedor. Más aún, debía de serlo. El tipo, se dijo Luján mientras el coche seguía un sendero apenas adivinado, tiene la pinta de tener mil años; así pues, trabaja por necesidad. Un trabajo de mierda, llevar a un tipo a la otra punta del mundo en plena noche y con una lluvia del carajo. Claro que tampoco hace falta ser muy paria para llegar a esa necesidad. Cada cien metros, las ganas de preguntarle al taxista, de conocer su historia, se le multiplicaban más. Incluso pensó, bueno, llevo aquí un carné que si se la enseño el viejo éste me canta lo que haga falta. Pero se puso en su lugar. Un cliente te da una dirección imposible, te saca de Madrid, te obliga a ir por un descampado, te demuestra que va armado y luego, cuando te paras, te enseña un carné y te dice: soy policía, macho, así que dime quién eres. Lo mato, al viejo éste lo mato del susto, se dijo. El taxista seguía conduciendo, sin separar la mirada del sendero de tierra.
-¿Falta mucho? –preguntó, por preguntar algo.
El viejo, por toda respuesta, levantó la mano derecha y señaló a un punto de su parabrisas, donde se veían unas luces distantes.
-Cuando lleguemos podrá marcharse. No hace falta que me espere.
Es lo que se le ocurrió para tranquilizarlo. Si lo consiguió, nunca lo supo. El viejo taxista ni siquiera se volvió.
Las luces se fueron definiendo. Llegaron a lo que parecían las afueras del un pequeño pueblo, o de un pequeño barrio distante. Tres coches aparcados muy juntos iluminaban un pequeño montículo; al acercarse el taxi, Luján se dio cuenta de que era un montículo de basura. Y del montículo sobresalían dos pies embutidos en botas negras.
Salió del taxi y pagó bajo la lluvia. Incluyó una propina generosa, pero ni aún así consiguió una mirada del taxista. Reprimió, al tiempo, los deseos de acojonar a aquel maleducado y de tranquilizarlo. Desarmó el revólver mientras caminaba hacia el reducido grupo de gente que estaba junto al cadáver, iluminado por los faros.
Eran cuatro personas, dos paisanos y dos uniformados. Todos mayores que él, bastante mayores. Los dos paisanos se protegían con un paraguas y los dos policías con la gabardina de uno de ellos, que sostenían sobre sus cabezas. Lo primero que leyó en los cuatro rostros, cuando se acercó lo suficiente, fue decepción.
-Tú no eres el juez de guardia –le dijo uno de los de paisano.
-¡Anda! –exclamó él-. Y, ¿por qué no puedo serlo?
-Porque un juez no es tan joven –explicó uno de los uniformados, con voz de fastidio.
-Siento haberos decepcionado. Soy Luján, de la Brigada.
Los uniformados intercambiaron una mirada sardónica. A esas alturas, él ya sabía bien lo que significaba. Carne fresca, noche de diluvio. Jódete, recluta. Haber ganado tú la guerra.
-Pues hasta que no venga el juez yo no toco una mierda –dijo, elevando la voz sobre el rumor del diluvio, uno de los tipos de paisano, moreno, fibroso, con un leve tic en la boca.
Luján miró a la pareja de paisanos. Apretados bajo el estrecho paraguas, parecían dos mariquitas esperando el autobús. Ambos eran todavía relativamente jóvenes, aunque no tanto como él, y de aspecto atildado. O lo habían tenido, cuando menos, antes de que la lluvia, superando el triste obstáculo de aquel débil paraguas, los anegase.
-A menos que me corrijan ustedes, ahora la autoridad soy yo.
-Nadie lo duda, amigo, nadie lo duda –contestó, a la defensiva, el segundo de los tipos de paisano que aún no había hablado, más ancho que su compañero, con pinta de hombre de campo disfrazado de petrimetre.
-Entonces, procedamos a… desenterrar el cadáver.
-Y unos cojones.
Los dos del paraguas habían contestado al unísono. Como si todo estuviese respondiendo a un guión y ellos hubiesen ensayado tantas veces que hasta fuesen incapaces de no hacer coincidir sus voces.
-¿Qué me ha dicho, señor? –Luján sintió que la ira le subía al rostro.
-He dicho UNOS COJONES, niño –contestó el moreno delgado-. Si te gusta, bien, y si no, ya sabes, col-crém.
Luján se fue a por él. Pasos torpes en terreno irregular. Casi tropezó con la humedad. Un brazo lo sostuvo y, a la vez, detuvo en su avance. Sintió el topetazo y, cuando miró, se enfrentó a un uniformado alto y fuerte, de barba rala y mirada hostil.
-No no no, Luján. Esto no es buena idea.
-Me da igual –respondió él, airado-. Se va a enterar ése de quién tiene cojones aquí.
El brazo se cerró en torno de él y le apretó contra el corpachón del policía. Le hizo daño.
-Como quieras. Pero será otro día.
No lo soltó hasta que juzgó que se había tranquilizado. Aunque más que tranquilizado, estaba adolorido. Aquel oso casi le parte con su abrazo.
-Mira, Luján –le dijo entonces, entre gestos nerviosos, el moreno-. Estábamos de guardia pero nos fuimos a cenar a Moncloa, ¿vale? El hijo de puta del bedel se lo dijo a éstos –señaló a los uniformados con la barbilla‑ cuando llamaron. Así que nos localizaron en un restaurante y sin material, ¿vale? Con las manos desnudas, ¿vale? –esto lo decía mientras colocaba las dos palmas delante del rostro de Luján‑. Y este hijo de su padre no va a desenterrar ese cadáver con las manos así, ¿vale?
Aquel tipo era como una marioneta mal construida. Un pelele cuyos con hilos demasiado cortos en algunas extremidades, y demasiado largos en otras. Se movía sin lógica, bajo la lluvia, sin preocuparse ya del paraguas, delante de él, haciéndose el gallito.
-Entiendo –terminó por decir Luján‑. Estáis esperando al juez para que decida, mientras rezáis para que decida esperar hasta que volváis con vuestro equipo.
El silencio corroboró sus palabras.
-Lo que no entiendo es por qué no podéis hacerlo sin guantes.
Pareció como si al moreno nervioso le hubiesen realizado un electrochoque por el ano.
-¿Estás de coña? Pero, peroperopero, ¿tú has visto el puto cadáver, joder? ¡Está metido en un montón de mierda!
-Ya. Y, ¿no tenéis duchas en el Anatómico?
El moreno le miró con cara de loco. Quiso decir algo, pero se contuvo cuando vio que su compañero daba un paso al frente. El tipo con pinta de pueblerino tenía más cuajo, más años, o menos nervios. Lo miró como se mira a un niño que acabase de jurar que dos más dos son ciento cuarenta y siete.
-Donde hay mierda hay ratas, Luján.
-Yo no veo ninguna rata.
-Ni la verás. En la oscuridad más allá de los faros de los coches hay un vertedero. Un kilómetro de dunas de basura, calculo yo. El paraíso para las ratas. Para qué se van a arriesgar a salir a la luz. Pero están ahí. A dos metros de nosotros.
Luján pensó en ello. Miró a la oscuridad e imaginó que la negrura era un silencioso ejército de millones de ratas, firme y detenido bajo la lluvia, esperando que él diese un paso hacia la nada para atacar. Se estremeció y agarró con fuerza la culata de su revólver dentro de la gabardina, pero trató de disimular su miedo.
-Cualquier persona que meta las manos ahí para sacar a este tipo en estas condiciones, de noche, bajo la lluvia, sin luz, sin guantes, sin nada con que defenderse, se la juega. Ahí debajo hay ratas, Luján. Centenares de ratas. Con una enfermedad en cada diente. Lo que no puede ser, no puede ser.
El pueblerino lo miró con rostro triunfal. Luján sintió un escalofrío. Pero sintió más cosas. Fundamentalmente, el peso de un día que no había sido nada fácil. Y el perfil de sus enseñanzas.
Miró al pueblerino con frialdad, miró sus cartas una vez más, y apostó.
-Tú sabrás. Tal y como yo lo veo, tienes dos opciones: o enfrentarte con las ratas, o enfrentarte conmigo. O sea, conmigo… y con quien esté detrás de mí.
El pueblerino lo miró de hito en hito. Calculando. Preguntándose si llevaba alguna jugada, o iba de farol.
-Tú sólo eres un puto recluta –contestó, pero los leves titubeos de su voz, y el gesto de apartar la mirada al hablar, le dieron a Luján toda la información que necesitaba.
-Puede. O puede que no. Un chico joven, demasiado joven, que entra en la Brigada. Puedo ser un policía brillante. O puedo ser un policía bien enchufado –y remachó-: eso sí, lo único seguro aquí es que las ratas no conocen a ningún ministro.
Fue un farol. Pero coló. Cinco segundos después de terminar él de hablar, el pueblerino demostraba en su rostro que había claudicado.
- Som, er, somos Beirán y Margall. Perdón si no te lo dijimos, hombre.
- Joder, Beirán –interrumpió Luján, decidido a darles una salida airosa‑; ¡que nos estamos calando, joder!
Eso fue suficiente. Beirán y Margall se sintieron lavados en su honor cuando pareció que sus esfuerzos tenían que ver con la lluvia, y nadie se lo recordó cuando, pocos minutos después, y cuando apenas habían empezado, dejó de caer agua. Los dos siguieron trabajando, con la ayuda tan sólo superficialmente voluntaria de los uniformados, ante la vista de Luján. La labor se demostró más dura de lo esperado. Primero tiraron de los tobillos del cadáver, pero pronto tuvieron que desistir. Entonces tomaron dos palas, que por suerte llevaban los policías, y los cinco se fueron turnando para cavar desde la cima del montículo, tirando los desperdicios más allá, hasta llegar a la mitad del montón, donde más o menos aparecían los pies del muerto. En su arqueología se toparon con cosas curiosas. Una taza de váter que pesaba horrores, una lavadora de rodillo, máquinas de escribir, el cadáver de un perro enorme, medio descompuesto. Tres bicicletas deshechas. Todo eso estaba encima del muerto y tuvieron que quitarlo. Pasadas las cinco de la mañana estaban sudorosos y apestando, pero con esperanzas de poder sacar el cuerpo. Entonces, casi al unísono, los faros se apagaron. Decidieron esperar a que se hiciese de día. Pasaron un buen rato allí, llenos de mierda hasta las cejas, fumando en la oscuridad. El sol salió a eso de las seis o seis y media. Siguieron trabajando. Media hora después, pudieron tirar de las piernas del muerto y sacarlo de allí.
Dejaron sobre el suelo de la carretera el cuerpo de un hombre destrozado en sus facciones, con el pecho hundido. Escudriñaron los bolsillos. Nada. Al tirar de las mangas de su gabardina descubrieron que le faltaban las manos.
-Ustedes –ordenó Luján a los uniformados‑, a la mierda otra vez. Si se le ha caído la cartera, me la recuperan. Y a ver si aparecen las manos.
Los policías no rechistaron. Pero volvieron media hora después jurando que allí no había cartera alguna.
-Vaya muerte del carajo –dijo para sí Luján‑, enterrado en la basura.
-No lo creo –interrumpió Beirán, mientras levantaba, desganadamente, uno de los brazos amputados‑. Aquí no hay sangre.
-¿Y?
-Habrá que hacer una necropsia para confirmar datos –continuó el forense, sacudiéndose las manos‑, pero me apostaría la mesa de mi comedor a que este tipo no tiene nada raro en las vías respiratorias. Dicho de otra forma, que estaba muerto cuando le acostaron en esta cama.
-¿Por qué estás tan seguro?
-Porque no hay sangre.
Beirán levantó de nuevo el brazo del muerto y tiró de la manga para descubrir un muñón negro. En efecto, debajo del brazo no había restos visibles de sangre.
Luján se levantó. Sintió el dolor en la espalda fría y húmeda. Un coche renqueaba por el camino. El juez, al fin.
Del coche se bajó un hombre entrado en años, alto y fornido, con cara de pocos amigos. Venía fumando un puro y el olor del tabaco, aunque era lo mejor que probaban las narices del pequeño equipo de investigación en toda la noche, le pareció a Luján fuera de lugar. El juez le miró a él y le señaló con el caliqueño.
-No lo conozco a usted, pero apuesto a que es quien manda aquí.
Los cuatro compañeros de Luján asintieron en silencio. Era obvio que el juez ya los conocía a todos.
-Sunbinspector Luján, señor, er, Señoría.
-¿Otro cachorro para la manada de Ramos? Vaya un bautizo, hijo.
-Cierto, Señoría. Un caso interesante.
El juez, al oír eso, intercambió una mirada con su secretario, un hombrecillo bastante mayor detrás de él, luego abarcó con la vista el paraíso de ratas en que se encontraban, y dejó escapar un mohín escéptico.
-Yo diría que en este teatro es difícil que se produzca un caso interesante.
-Este hombre –informó Luján, señalando el cadáver‑ ha sido claramente asesinado con la intención de que no lo reconozcamos. Yo diría que incluso se ha intentado que no lo encontremos, de ahí el … teatro en el que se han producido los hechos.
-Veo que ya tiene usted una teoría de cómo ocurrieron los hechos.
Luján asintió.
-En algún lugar que no es aquí, esta persona fue asesinada. No sé dónde ni cómo, pero espero que la autopsia lo averigüe. Si no fue muerto de otra manera, lo fue mediante golpes en cara y pecho con algo contundente que lo han desfigurado completamente. Aunque yo creo que ya estaba muerto cuando le hicieron eso.
-¿Ah, sí? –el juez sorbió su puro lentamente‑ Y, ¿se puede saber por qué piensa eso?
-Sabemos –se explicó Luján‑ que al muerto se le han cortado las manos antes de llegar aquí. Así que hay dos cosas, la desfiguración del rostro y la mutilación, que parecen tener una voluntad coincidente: que, caso de encontrar el cadáver, no podamos identificarlo. Voluntad que se une al dato de que el muerto no lleva encima absolutamente nada que permita identificarlo.
-Lo cual le hace a usted pensar…
-Me hace pensar que la autopsia descubrirá, probablemente, otro método para el asesinato. Previo a la desfiguración y a la amputación. Tampoco albergo dudas de que esta persona ha sido asesinada esta misma noche.
El juez dio un respingo.
-¿Esta noche? ¿Se lo han dicho los forenses? Porque si es así, hijo, merecen una medalla, porque los señores Beirán y Fenol tienen toda la pinta de estar en la quinta pregunta ahora mismo.
-Margall, Señoría; Beirán y Margall –hasta el propio Margall demostró con su mirada asustada lo impolítico de corregir al juez‑. Pero no son ellos los que me hacen pensar que el crimen ha sido esta noche, aunque no me cabe duda de que la autopsia lo confirmará.
El juez intensificó su gesto de duda. Luján estaba demasiado cansado para entender los mensajes corporales de sus compañeros, y callarse.
-Alguien ha matado a este tipo buscando que no sepamos quién es. Le ha cortado las manos y lo ha enterrado bajo toneladas de basura. Le ha quitado toda la documentación y cualquier cosa útil para una identificación. Pero se ha dejado los pies fuera. No tiene lógica. Es evidente que no pudo saber que la basura no había tapado por completo al cadáver.
-Lo cual significa que fue esta misma noche cuando vino aquí, lo tiró y lo enterró –concluyó el juez, dando una larga chupada a su puro.
-Eso pienso, Señoría.
El juez fumó en silencio cosa de un minuto. En medio de aquel vertedero, fueron sesenta segundos que duraron como un año.
-¿Quién lo encontró? –continuó después.
-No lo sabemos –respondió Luján, que había hecho la misma pregunta horas antes‑. Se recibió una llamada, eso es todo. Lo que está más cerca del vertedero es ese poblado de ahí, un poblado de…
-Gitanos, ya veo. Un gitano se fía antes del Diablo que de la Policía, ¿no?
Los seis hombres presentes rieron breve, casi protocolariamente.
-En fin… ‑el juez suspiró‑. Un muerto sin cara, sin manos, sin documentación. Un asesinato sin testigos ni autor conocido. La sospecha, amigos míos, de que en la tarde de ayer no ha desaparecido nadie importante ni honrado de su casa de Madrid o alrededores. Este caso estará cerrado antes de que yo guarde la gabardina en el armario hasta el año que viene. Ea, secretario, haga los honores. Que levanten el cadáver y se lo lleven a oler mal a otra parte.
Mientras el juez regresaba a su coche, Luján regresaba al cadáver. No había querido decir nada, pero aquel asesinato no le parecía tan fácil de explicar. Nadie se preocupa tanto de ocultar la muerte de un pelagatos. Aquel hombre era importante para alguien. O era importante que alguien no supiera que ya no estaba vivo. Pero, ¿quién, por qué?
-¿Por qué lo palpas? –Beirán estaba agachado a su lado.
-Lo registro, joder. Como si estuviera vivo. Registramos a los vivos por si llevan algo. Este tipo tiene que llevar algo.
Sus manos avanzaron torpes por el cuerpo del muerto. Nada. Axilas. Nada. Costillas. Nada. Piernas. Nada. Luego se acordó de la academia. Los delincuentes más listos juegan con vuestros prejuicios, muchachos. Os llamarán maricones, se reirán de vosotros; pero nunca dejéis de palpar una entrepierna.
Puso la mano sobre el pantalón sobre el sexo del muerto. Apretó levemente. Bingo.
-Aquí hay algo.
Bajó la bragueta del pantalón. Miró a Margall, frente a él.
- ¡Ah, no! ‑dijo el nervioso, echándose hacia atrás‑, por mi madre que yo ahí no meto la mano.
Luján suspiró, y metió su mano. Palpó un calzoncillo rugoso y frío. Tiró de él hacia abajo. Uno de sus dedos tocó el frío sexo del muerto. Lo apartó. Metió el dedo bajo el testículo izquierdo, escuchando una risa sorda y el susurro de uno de los uniformados, unos metros más allá. Unos pelos tiesos se le quisieron clavar en la piel, pero su dedo tenía una tan gruesa capa de suciedad que apenas lo notó. Deslizó el dedo bajo el testículo derecho. Allí lo notó. Un tacto frío y metálico. Lo que había notado palpando. Un objeto pequeño. Lo agarró con dos dedos. Un anillo.
Lo miró a la luz de la madrugada. En el interior del anillo no había nada grabado. Era de oro y coronado con una especie de pequeño camafeo. Apretó el mecanismo de apertura y apareció una piedra negra pulida y, sobre la piedra, un texto grabado en letras doradas.
-In bello amicitia –leyó en voz alta, muy despacio.
-¡Joder, un maricón! –bramó Margall‑. ¡Un maricón, y tú le has tocado los huevos! ¡Te estará dando las gracias en el Infierno!
-No significa bello –respondió Luján, hablando como para sí mismo.
-¿Que no qué?
-Bello –continuó el subinspector, mirando al forense‑. Es latín. No es un adjetivo, sino un sustantivo.
-¿Sabes traducir eso, subinspector? –preguntó Beirán.
-Por supuesto –contestó Luján.
In Bello Amicitia. Amistad en la guerra.
-A este tipo lo ha matado su enemigo. O, más probablemente, su camarada.
Laura y él dieron un respingo en la cama y se abrazaron instintivamente. Él dejó que el aparato sonase hasta que notó que los empujones violentos del corazón de ella cedían en su fuerza, él susurrándole en el oído no pasa nada cariño, no pasa nada mi amor, es sólo el teléfono.
Cuando Laura se calmó, se levantó y fue al salón, para cogerlo.
-¿Diga?
-¿Luján? Soy Ramos.
-A sus órdenes, señor Comisario.
-Ya lo supongo. Hay una tradición, ¿sabe? Alguien llama en la madrugada tras el primer día. Un cadáver aparecido en el culo del mundo. El novato va allí y se pasa toda la noche esperando a un juez que no llega, porque no hay cadáver ni nada.
A Luján le gustaba dormir sólo con una camiseta de tirantes y sus calzoncillos. El salón estaba helado. Se revolvió en la tiritona.
-He oído, er, he oído hablar de eso, Señor.
-Se la tenían preparada. Pero ya no va a haber novatada.
Algo cedió en el estómago de Luján. El miedo y el susto se fueron. Pero quedó la incertidumbre.
-Señor, con todos los respetos, ¿me llama a la una de la mañana para decirme que nadie me va a molestar con una novatada de madrugada?
Silencio. Ruido como de vasos chocando unos con otros. Luján pensó: una barra americana, fijo.
-No. O sí. Pero no. Le llamo para decirle que nadie le va a llamar hoy para mandarle a un caso falso. Porque tiene que ir a uno real.
La angustia regresó.
-Señor… ¿yo? ¿Un caso re, er, real?
-Digamos que es la otra tradición. La novatada queda anulada si aparece algo más tangible –le dio una dirección en el extrarradio-. Es una zona sin casas, apenas unas chabolas. Allí le estarán esperando los de la ambulancia. Hay un montón de barro y basura amontonado en un montículo y del montículo, según me han dicho, sobresalen los pies de un muerto –luego un breve silencio, luego un susurro, ya, ya, y luego, otra vez, la voz del comisario-. Que tenga suerte. Mañana, a las diez, quiero un informe completo.
La línea chasqueó. Luján colgó y se volvió. En la jamba del salón estaba Laura, hermosa, casi sensual, con su camisón rosa. Al borde de las lágrimas.
-¿Han matado a alguien?
Él se acercó y la besó en una mejilla.
-Vete acostumbrándote, cariño –le musitó.
Llovía a mares sobre la noche de Madrid. Antes de salir de casa, Carlos Luján había llamado a la comisaría y allí una voz soñolienta y uniformada le había prometido que una patrulla pasaría a buscarle. Sin embargo, después de esperar veinte minutos en la esquina indicada, decidió parar un taxi. El taxista llevaba la gorra calada hasta las cejas, pero Luján pudo adivinar, embutido bajo el plato, un cráneo arrugado y un par de ojos cansados. Se distrajo contando serenos. Contó veinte y dejó de contar. Se dijo: no sabía que Madrid fuese tan grande.
Atravesaron primero los barrios pulcros del centro, conduciendo suavemente a base de ángulos rectos. Luego aparecieron el ladrillo visto en las fachadas, las ventanas disparejas, la ropa colgada en esas mismas ventanas, desafiando a la lluvia. Aceras interminables en calles sin nombre y casi sin luz. De vez en cuando, algún sereno más harto de la noche que de la lluvia paseaba bajo alguna farola, embutido en alguna gruesa capa impermeable, como si la noche estuviese repleta de espectros agotados. Pasaron un cementerio enorme, subieron cuestas empinadas, doblaron a su derecha y se introdujeron en un barrio obrero. Luján observó las casas con esa indolente curiosidad típica del visitante que jamás ha estado en un lugar y, además, tiene la sensación de que no va a volver. De alguna manera, aquel barrio seguía siendo el pueblo castellano de casas bajas que un día fue. Pero era como si alguien hubiese construido, por encima de las plantas bajas y primeras plantas de los inmuebles originales, las trazas de una ciudad nueva, hecha de materiales baratos y ángulos equívocos. Casas pardas, empapadas y cerradas a la noche. Nadie en la calle. A veces, en medio de la calle, un descampado. El campo saludando en medio del embrión de gran ciudad. Algunas veces esas parcelas incluso aparecían roturadas y peinadas con surcos regulares, vigiladas por fieros perros que ladraban al paso del taxi, amenazadores. En una esquina, una vaquería. Agridulce e intenso olor a boñiga colándose por la rendija de la ventanilla, que Luján tenía levemente bajada para respirar mejor. Su chofer conducía como un autómata, sin una palabra. Silencio. A mil kilómetros de su casa, de su vida. Pero también era Madrid. También le incumbía. Suspiró. Hubiera preferido la bromita, se dijo.
Bruscamente, la ciudad terminó. Al final de una calle vieron una marquesina de autobús, el camino perdió su empedrado, y llegaron a Castilla. El taxi, con su pestilente ronquido de gasoil, se zambulló en la oscuridad. Uno no se da cuenta de lo iluminado que está Madrid hasta que sale de Madrid, se dijo Luján. El taxista condujo abriendo con los faros una brecha de luz entre dos sólidas paredes negras. Luján se sorprendió diciéndose: esto no es una broma. Esto es algo peor. La puta oscuridad, un coche en medio de la nada, una pandilla de masoquistas crueles que se quieren divertir a costa del novato. Llevaba la pistola en un bolsillo de la gabardina. La amartilló, sin querer hacerlo en realidad. A pesar de los violentos achaques del viejo taxi y el ruido que provocaban, el conductor dio un respingo y Luján notó que reprimía el gesto de volverse. Un tipo embutido en una gorra escucha en la noche de Madrid que alguien amartilla un revólver y adivina lo que está pasando. Curioso. Le entraron ganas de preguntarle dónde había aprendido a distinguir ese sonido. Pero para qué. No se lo diría. Estaba muerto de miedo. Y, además, añadió, la pregunta es estúpida. En Madrid y a finales de los años cuarenta, todo Dios que sabe reconocer el sonido con que un pistolero prepara la muerte lo ha aprendido en el mismo sitio. Y en una de dos posiciones: ganando, o perdiendo. Quizá el taxista era un perdedor. Más aún, debía de serlo. El tipo, se dijo Luján mientras el coche seguía un sendero apenas adivinado, tiene la pinta de tener mil años; así pues, trabaja por necesidad. Un trabajo de mierda, llevar a un tipo a la otra punta del mundo en plena noche y con una lluvia del carajo. Claro que tampoco hace falta ser muy paria para llegar a esa necesidad. Cada cien metros, las ganas de preguntarle al taxista, de conocer su historia, se le multiplicaban más. Incluso pensó, bueno, llevo aquí un carné que si se la enseño el viejo éste me canta lo que haga falta. Pero se puso en su lugar. Un cliente te da una dirección imposible, te saca de Madrid, te obliga a ir por un descampado, te demuestra que va armado y luego, cuando te paras, te enseña un carné y te dice: soy policía, macho, así que dime quién eres. Lo mato, al viejo éste lo mato del susto, se dijo. El taxista seguía conduciendo, sin separar la mirada del sendero de tierra.
-¿Falta mucho? –preguntó, por preguntar algo.
El viejo, por toda respuesta, levantó la mano derecha y señaló a un punto de su parabrisas, donde se veían unas luces distantes.
-Cuando lleguemos podrá marcharse. No hace falta que me espere.
Es lo que se le ocurrió para tranquilizarlo. Si lo consiguió, nunca lo supo. El viejo taxista ni siquiera se volvió.
Las luces se fueron definiendo. Llegaron a lo que parecían las afueras del un pequeño pueblo, o de un pequeño barrio distante. Tres coches aparcados muy juntos iluminaban un pequeño montículo; al acercarse el taxi, Luján se dio cuenta de que era un montículo de basura. Y del montículo sobresalían dos pies embutidos en botas negras.
Salió del taxi y pagó bajo la lluvia. Incluyó una propina generosa, pero ni aún así consiguió una mirada del taxista. Reprimió, al tiempo, los deseos de acojonar a aquel maleducado y de tranquilizarlo. Desarmó el revólver mientras caminaba hacia el reducido grupo de gente que estaba junto al cadáver, iluminado por los faros.
Eran cuatro personas, dos paisanos y dos uniformados. Todos mayores que él, bastante mayores. Los dos paisanos se protegían con un paraguas y los dos policías con la gabardina de uno de ellos, que sostenían sobre sus cabezas. Lo primero que leyó en los cuatro rostros, cuando se acercó lo suficiente, fue decepción.
-Tú no eres el juez de guardia –le dijo uno de los de paisano.
-¡Anda! –exclamó él-. Y, ¿por qué no puedo serlo?
-Porque un juez no es tan joven –explicó uno de los uniformados, con voz de fastidio.
-Siento haberos decepcionado. Soy Luján, de la Brigada.
Los uniformados intercambiaron una mirada sardónica. A esas alturas, él ya sabía bien lo que significaba. Carne fresca, noche de diluvio. Jódete, recluta. Haber ganado tú la guerra.
-Pues hasta que no venga el juez yo no toco una mierda –dijo, elevando la voz sobre el rumor del diluvio, uno de los tipos de paisano, moreno, fibroso, con un leve tic en la boca.
Luján miró a la pareja de paisanos. Apretados bajo el estrecho paraguas, parecían dos mariquitas esperando el autobús. Ambos eran todavía relativamente jóvenes, aunque no tanto como él, y de aspecto atildado. O lo habían tenido, cuando menos, antes de que la lluvia, superando el triste obstáculo de aquel débil paraguas, los anegase.
-A menos que me corrijan ustedes, ahora la autoridad soy yo.
-Nadie lo duda, amigo, nadie lo duda –contestó, a la defensiva, el segundo de los tipos de paisano que aún no había hablado, más ancho que su compañero, con pinta de hombre de campo disfrazado de petrimetre.
-Entonces, procedamos a… desenterrar el cadáver.
-Y unos cojones.
Los dos del paraguas habían contestado al unísono. Como si todo estuviese respondiendo a un guión y ellos hubiesen ensayado tantas veces que hasta fuesen incapaces de no hacer coincidir sus voces.
-¿Qué me ha dicho, señor? –Luján sintió que la ira le subía al rostro.
-He dicho UNOS COJONES, niño –contestó el moreno delgado-. Si te gusta, bien, y si no, ya sabes, col-crém.
Luján se fue a por él. Pasos torpes en terreno irregular. Casi tropezó con la humedad. Un brazo lo sostuvo y, a la vez, detuvo en su avance. Sintió el topetazo y, cuando miró, se enfrentó a un uniformado alto y fuerte, de barba rala y mirada hostil.
-No no no, Luján. Esto no es buena idea.
-Me da igual –respondió él, airado-. Se va a enterar ése de quién tiene cojones aquí.
El brazo se cerró en torno de él y le apretó contra el corpachón del policía. Le hizo daño.
-Como quieras. Pero será otro día.
No lo soltó hasta que juzgó que se había tranquilizado. Aunque más que tranquilizado, estaba adolorido. Aquel oso casi le parte con su abrazo.
-Mira, Luján –le dijo entonces, entre gestos nerviosos, el moreno-. Estábamos de guardia pero nos fuimos a cenar a Moncloa, ¿vale? El hijo de puta del bedel se lo dijo a éstos –señaló a los uniformados con la barbilla‑ cuando llamaron. Así que nos localizaron en un restaurante y sin material, ¿vale? Con las manos desnudas, ¿vale? –esto lo decía mientras colocaba las dos palmas delante del rostro de Luján‑. Y este hijo de su padre no va a desenterrar ese cadáver con las manos así, ¿vale?
Aquel tipo era como una marioneta mal construida. Un pelele cuyos con hilos demasiado cortos en algunas extremidades, y demasiado largos en otras. Se movía sin lógica, bajo la lluvia, sin preocuparse ya del paraguas, delante de él, haciéndose el gallito.
-Entiendo –terminó por decir Luján‑. Estáis esperando al juez para que decida, mientras rezáis para que decida esperar hasta que volváis con vuestro equipo.
El silencio corroboró sus palabras.
-Lo que no entiendo es por qué no podéis hacerlo sin guantes.
Pareció como si al moreno nervioso le hubiesen realizado un electrochoque por el ano.
-¿Estás de coña? Pero, peroperopero, ¿tú has visto el puto cadáver, joder? ¡Está metido en un montón de mierda!
-Ya. Y, ¿no tenéis duchas en el Anatómico?
El moreno le miró con cara de loco. Quiso decir algo, pero se contuvo cuando vio que su compañero daba un paso al frente. El tipo con pinta de pueblerino tenía más cuajo, más años, o menos nervios. Lo miró como se mira a un niño que acabase de jurar que dos más dos son ciento cuarenta y siete.
-Donde hay mierda hay ratas, Luján.
-Yo no veo ninguna rata.
-Ni la verás. En la oscuridad más allá de los faros de los coches hay un vertedero. Un kilómetro de dunas de basura, calculo yo. El paraíso para las ratas. Para qué se van a arriesgar a salir a la luz. Pero están ahí. A dos metros de nosotros.
Luján pensó en ello. Miró a la oscuridad e imaginó que la negrura era un silencioso ejército de millones de ratas, firme y detenido bajo la lluvia, esperando que él diese un paso hacia la nada para atacar. Se estremeció y agarró con fuerza la culata de su revólver dentro de la gabardina, pero trató de disimular su miedo.
-Cualquier persona que meta las manos ahí para sacar a este tipo en estas condiciones, de noche, bajo la lluvia, sin luz, sin guantes, sin nada con que defenderse, se la juega. Ahí debajo hay ratas, Luján. Centenares de ratas. Con una enfermedad en cada diente. Lo que no puede ser, no puede ser.
El pueblerino lo miró con rostro triunfal. Luján sintió un escalofrío. Pero sintió más cosas. Fundamentalmente, el peso de un día que no había sido nada fácil. Y el perfil de sus enseñanzas.
Miró al pueblerino con frialdad, miró sus cartas una vez más, y apostó.
-Tú sabrás. Tal y como yo lo veo, tienes dos opciones: o enfrentarte con las ratas, o enfrentarte conmigo. O sea, conmigo… y con quien esté detrás de mí.
El pueblerino lo miró de hito en hito. Calculando. Preguntándose si llevaba alguna jugada, o iba de farol.
-Tú sólo eres un puto recluta –contestó, pero los leves titubeos de su voz, y el gesto de apartar la mirada al hablar, le dieron a Luján toda la información que necesitaba.
-Puede. O puede que no. Un chico joven, demasiado joven, que entra en la Brigada. Puedo ser un policía brillante. O puedo ser un policía bien enchufado –y remachó-: eso sí, lo único seguro aquí es que las ratas no conocen a ningún ministro.
Fue un farol. Pero coló. Cinco segundos después de terminar él de hablar, el pueblerino demostraba en su rostro que había claudicado.
- Som, er, somos Beirán y Margall. Perdón si no te lo dijimos, hombre.
- Joder, Beirán –interrumpió Luján, decidido a darles una salida airosa‑; ¡que nos estamos calando, joder!
Eso fue suficiente. Beirán y Margall se sintieron lavados en su honor cuando pareció que sus esfuerzos tenían que ver con la lluvia, y nadie se lo recordó cuando, pocos minutos después, y cuando apenas habían empezado, dejó de caer agua. Los dos siguieron trabajando, con la ayuda tan sólo superficialmente voluntaria de los uniformados, ante la vista de Luján. La labor se demostró más dura de lo esperado. Primero tiraron de los tobillos del cadáver, pero pronto tuvieron que desistir. Entonces tomaron dos palas, que por suerte llevaban los policías, y los cinco se fueron turnando para cavar desde la cima del montículo, tirando los desperdicios más allá, hasta llegar a la mitad del montón, donde más o menos aparecían los pies del muerto. En su arqueología se toparon con cosas curiosas. Una taza de váter que pesaba horrores, una lavadora de rodillo, máquinas de escribir, el cadáver de un perro enorme, medio descompuesto. Tres bicicletas deshechas. Todo eso estaba encima del muerto y tuvieron que quitarlo. Pasadas las cinco de la mañana estaban sudorosos y apestando, pero con esperanzas de poder sacar el cuerpo. Entonces, casi al unísono, los faros se apagaron. Decidieron esperar a que se hiciese de día. Pasaron un buen rato allí, llenos de mierda hasta las cejas, fumando en la oscuridad. El sol salió a eso de las seis o seis y media. Siguieron trabajando. Media hora después, pudieron tirar de las piernas del muerto y sacarlo de allí.
Dejaron sobre el suelo de la carretera el cuerpo de un hombre destrozado en sus facciones, con el pecho hundido. Escudriñaron los bolsillos. Nada. Al tirar de las mangas de su gabardina descubrieron que le faltaban las manos.
-Ustedes –ordenó Luján a los uniformados‑, a la mierda otra vez. Si se le ha caído la cartera, me la recuperan. Y a ver si aparecen las manos.
Los policías no rechistaron. Pero volvieron media hora después jurando que allí no había cartera alguna.
-Vaya muerte del carajo –dijo para sí Luján‑, enterrado en la basura.
-No lo creo –interrumpió Beirán, mientras levantaba, desganadamente, uno de los brazos amputados‑. Aquí no hay sangre.
-¿Y?
-Habrá que hacer una necropsia para confirmar datos –continuó el forense, sacudiéndose las manos‑, pero me apostaría la mesa de mi comedor a que este tipo no tiene nada raro en las vías respiratorias. Dicho de otra forma, que estaba muerto cuando le acostaron en esta cama.
-¿Por qué estás tan seguro?
-Porque no hay sangre.
Beirán levantó de nuevo el brazo del muerto y tiró de la manga para descubrir un muñón negro. En efecto, debajo del brazo no había restos visibles de sangre.
Luján se levantó. Sintió el dolor en la espalda fría y húmeda. Un coche renqueaba por el camino. El juez, al fin.
Del coche se bajó un hombre entrado en años, alto y fornido, con cara de pocos amigos. Venía fumando un puro y el olor del tabaco, aunque era lo mejor que probaban las narices del pequeño equipo de investigación en toda la noche, le pareció a Luján fuera de lugar. El juez le miró a él y le señaló con el caliqueño.
-No lo conozco a usted, pero apuesto a que es quien manda aquí.
Los cuatro compañeros de Luján asintieron en silencio. Era obvio que el juez ya los conocía a todos.
-Sunbinspector Luján, señor, er, Señoría.
-¿Otro cachorro para la manada de Ramos? Vaya un bautizo, hijo.
-Cierto, Señoría. Un caso interesante.
El juez, al oír eso, intercambió una mirada con su secretario, un hombrecillo bastante mayor detrás de él, luego abarcó con la vista el paraíso de ratas en que se encontraban, y dejó escapar un mohín escéptico.
-Yo diría que en este teatro es difícil que se produzca un caso interesante.
-Este hombre –informó Luján, señalando el cadáver‑ ha sido claramente asesinado con la intención de que no lo reconozcamos. Yo diría que incluso se ha intentado que no lo encontremos, de ahí el … teatro en el que se han producido los hechos.
-Veo que ya tiene usted una teoría de cómo ocurrieron los hechos.
Luján asintió.
-En algún lugar que no es aquí, esta persona fue asesinada. No sé dónde ni cómo, pero espero que la autopsia lo averigüe. Si no fue muerto de otra manera, lo fue mediante golpes en cara y pecho con algo contundente que lo han desfigurado completamente. Aunque yo creo que ya estaba muerto cuando le hicieron eso.
-¿Ah, sí? –el juez sorbió su puro lentamente‑ Y, ¿se puede saber por qué piensa eso?
-Sabemos –se explicó Luján‑ que al muerto se le han cortado las manos antes de llegar aquí. Así que hay dos cosas, la desfiguración del rostro y la mutilación, que parecen tener una voluntad coincidente: que, caso de encontrar el cadáver, no podamos identificarlo. Voluntad que se une al dato de que el muerto no lleva encima absolutamente nada que permita identificarlo.
-Lo cual le hace a usted pensar…
-Me hace pensar que la autopsia descubrirá, probablemente, otro método para el asesinato. Previo a la desfiguración y a la amputación. Tampoco albergo dudas de que esta persona ha sido asesinada esta misma noche.
El juez dio un respingo.
-¿Esta noche? ¿Se lo han dicho los forenses? Porque si es así, hijo, merecen una medalla, porque los señores Beirán y Fenol tienen toda la pinta de estar en la quinta pregunta ahora mismo.
-Margall, Señoría; Beirán y Margall –hasta el propio Margall demostró con su mirada asustada lo impolítico de corregir al juez‑. Pero no son ellos los que me hacen pensar que el crimen ha sido esta noche, aunque no me cabe duda de que la autopsia lo confirmará.
El juez intensificó su gesto de duda. Luján estaba demasiado cansado para entender los mensajes corporales de sus compañeros, y callarse.
-Alguien ha matado a este tipo buscando que no sepamos quién es. Le ha cortado las manos y lo ha enterrado bajo toneladas de basura. Le ha quitado toda la documentación y cualquier cosa útil para una identificación. Pero se ha dejado los pies fuera. No tiene lógica. Es evidente que no pudo saber que la basura no había tapado por completo al cadáver.
-Lo cual significa que fue esta misma noche cuando vino aquí, lo tiró y lo enterró –concluyó el juez, dando una larga chupada a su puro.
-Eso pienso, Señoría.
El juez fumó en silencio cosa de un minuto. En medio de aquel vertedero, fueron sesenta segundos que duraron como un año.
-¿Quién lo encontró? –continuó después.
-No lo sabemos –respondió Luján, que había hecho la misma pregunta horas antes‑. Se recibió una llamada, eso es todo. Lo que está más cerca del vertedero es ese poblado de ahí, un poblado de…
-Gitanos, ya veo. Un gitano se fía antes del Diablo que de la Policía, ¿no?
Los seis hombres presentes rieron breve, casi protocolariamente.
-En fin… ‑el juez suspiró‑. Un muerto sin cara, sin manos, sin documentación. Un asesinato sin testigos ni autor conocido. La sospecha, amigos míos, de que en la tarde de ayer no ha desaparecido nadie importante ni honrado de su casa de Madrid o alrededores. Este caso estará cerrado antes de que yo guarde la gabardina en el armario hasta el año que viene. Ea, secretario, haga los honores. Que levanten el cadáver y se lo lleven a oler mal a otra parte.
Mientras el juez regresaba a su coche, Luján regresaba al cadáver. No había querido decir nada, pero aquel asesinato no le parecía tan fácil de explicar. Nadie se preocupa tanto de ocultar la muerte de un pelagatos. Aquel hombre era importante para alguien. O era importante que alguien no supiera que ya no estaba vivo. Pero, ¿quién, por qué?
-¿Por qué lo palpas? –Beirán estaba agachado a su lado.
-Lo registro, joder. Como si estuviera vivo. Registramos a los vivos por si llevan algo. Este tipo tiene que llevar algo.
Sus manos avanzaron torpes por el cuerpo del muerto. Nada. Axilas. Nada. Costillas. Nada. Piernas. Nada. Luego se acordó de la academia. Los delincuentes más listos juegan con vuestros prejuicios, muchachos. Os llamarán maricones, se reirán de vosotros; pero nunca dejéis de palpar una entrepierna.
Puso la mano sobre el pantalón sobre el sexo del muerto. Apretó levemente. Bingo.
-Aquí hay algo.
Bajó la bragueta del pantalón. Miró a Margall, frente a él.
- ¡Ah, no! ‑dijo el nervioso, echándose hacia atrás‑, por mi madre que yo ahí no meto la mano.
Luján suspiró, y metió su mano. Palpó un calzoncillo rugoso y frío. Tiró de él hacia abajo. Uno de sus dedos tocó el frío sexo del muerto. Lo apartó. Metió el dedo bajo el testículo izquierdo, escuchando una risa sorda y el susurro de uno de los uniformados, unos metros más allá. Unos pelos tiesos se le quisieron clavar en la piel, pero su dedo tenía una tan gruesa capa de suciedad que apenas lo notó. Deslizó el dedo bajo el testículo derecho. Allí lo notó. Un tacto frío y metálico. Lo que había notado palpando. Un objeto pequeño. Lo agarró con dos dedos. Un anillo.
Lo miró a la luz de la madrugada. En el interior del anillo no había nada grabado. Era de oro y coronado con una especie de pequeño camafeo. Apretó el mecanismo de apertura y apareció una piedra negra pulida y, sobre la piedra, un texto grabado en letras doradas.
-In bello amicitia –leyó en voz alta, muy despacio.
-¡Joder, un maricón! –bramó Margall‑. ¡Un maricón, y tú le has tocado los huevos! ¡Te estará dando las gracias en el Infierno!
-No significa bello –respondió Luján, hablando como para sí mismo.
-¿Que no qué?
-Bello –continuó el subinspector, mirando al forense‑. Es latín. No es un adjetivo, sino un sustantivo.
-¿Sabes traducir eso, subinspector? –preguntó Beirán.
-Por supuesto –contestó Luján.
In Bello Amicitia. Amistad en la guerra.
-A este tipo lo ha matado su enemigo. O, más probablemente, su camarada.
jueves, julio 29, 2010
Folletín de verano (1)
Texto completo
Aquel día de abril tenían que haber pasado dos cosas, pero pasaron tres.
Era el día designado para que Carlos Luján regresase de su luna de miel y, al tiempo, empezase a trabajar en su primer destino en propiedad donde siempre había querido: en la Brigada de Investigación Criminal. Había calculado que levantarse, ducharse, afeitarse, desayunar, vestirse y, después, caminar y tomar el autobús hasta la comisaría apenas le llevaría cuarenta minutos, así pues podía levantarse, sobradamente, a las ocho. Pero a las seis ya estaba levantado, mirándose al espejo, tratando de espiar en su vientre las trazas de las mariposas caníbales que estaban devorando su estómago. Nunca pensé que fuera a ser así, le dijo su mirada mientras él se afeitaba. La verdad, nada daba la impresión de ser como lo había imaginado.
Se asomó al dormitorio. Laura respiraba pesadamente, enredándose en el tic tac del reloj de pared del salón. La miró como quien mira a un niño enfermo de quien el médico acaba de anunciar que se curará. Sintió que el reloj de su vida empezaba a contar en ese momento. Respiración, tictac. El suave roce de la corbata deslizándose sobre sí misma. Cuántas mañanas más así. La vida. Amar. Tic. Laura. Tac.
Así pasó más de una hora y media que le sobró, velando las formas tenues de su mujer entre la penumbra, jurándole las mayores felicidades para los años venideros.
A la hora de entrada en su nuevo destino estaba allí, en la puerta de la comisaría. Entregó su credencial al uniformado de la puerta y éste se cuadró y le hizo el saludo militar. Casi se le escapa una expresión de incredulidad y camaradería. Un mes atrás era un estudiante, un mes atrás ni se le hubiera pasado por la cabeza que un policía de casi cuarenta años se le fuera a cuadrar y llamar señor. Recordó a tiempo, sin embargo, que había sido prevenido contra eso. Ahora ya no sois reclutas, les habían dicho en una de sus últimas clases. Aunque os tiente seguir siendo lo que sois ahora, esa idea os perderá. Ya no sois Manuel, Luis o Pepe. Ahora sois Don Manuel, Don Luis, Don José. No sólo lo sois. Es que necesitáis serlo.
Sintió cómo su rostro se endurecía mientras le decía al uniformado que le indicase cómo llegar a las oficinas de la BIC.
Allí no había nadie. Entre unas cosas y otras habían dado las nueve y cuarto. Pero allí no había nadie. Era evidente que el turno que terminaba a las nueve, nada más ver las manecillas del reloj ganar la cumbre, se había marchado sin esperar al siguiente. En ese mismo momento, en Madrid alguien podría matar a la mitad de la población que nadie tomaría la denuncia. Bueno, él. Él sí estaba en la sala, de pie, mirando las mesas, razonablemente ordenadas, los aparatosos teléfonos de baquelita negra, panzudos toreros sesteando. El miedo trae el peligro. Tenía tanto miedo de que sonase alguno de esos aparatos, que uno acabó por hacerlo. Descolgó. El auricular pesaba, nunca mejor dicho, como un muerto.
-¿Diga?
-¿Quién es?
-La Brigada.
-Eso ya lo sé. Pero, ¿quién es?
-Luján. Carlos Luján, -dijo. Y, porque creyó respirar incredulidad, añadió-: uno nuevo.
-Vale, nuevo -dijo la voz-. Ya veo que Ramos todavía no ha llegado.
-Aquí no hay nadie. Bueno, quiero decir, estoy yo.
-Ya, ya. O sea, nadie. En fin, cuando llegue Ramos le dices que llame a Durán, al anatómico. Que no se te olvide.
Le dijo no se me olvidará al chasquido y el tono de la línea. Le entraron ganas de saber quién sería Durán, el del anatómico. Se imaginó a sí mismo dentro de diez o veinte años, peinando canas y respetado y admirado, hablando con un más canoso aún Durán, y diciéndole: tú fuiste el primer tipo con el que hablé en mi primer día en la Brigada.
-¿Quién era?
La voz le sobresaltó y le obligó a darse la vuelta, como movido por un resorte. Un tipo enorme, de espaldas a él, se quitaba un abrigo marrón que había vivido mejores días y lo colgaba de una percha, en la esquina de la gran sala.
-Soy Luján, -explicó Carlos-. Carlos Luján, quiero decir, el subinspector Luján -se acordó repentinamente de todo aquello del cargo y el respeto y todo eso.
-No te he preguntado eso, -le contestó el gordo, volviéndose hacia él, acercándose, oliendo tenuemente a aguardiente-. Te he preguntado quién era el del teléfono.
-Ah, sí. Durán. Eso, Durán. Del Anatómico. Quería hablar
- Sí, ya sé. Con Ramos -al gordo pareció aburrirle la noticia de la llamada-. Será por lo del Pitillo.
Dejó caer su corpachón sobre una silla de oficina, con ruedas en las patas y muelles que le daban flexibilidad. La silla se combó hasta parecer que se iba a romper pero, probablemente acostumbrada, acabó por resistir. El gordo resopló, miró hacia ninguna parte, y negó con la cabeza con un gesto entre resignado y harto.
-Y, tú, ¿por qué coño has cogido el teléfono?
-¿Yo?, balbuceó Luján. Bueno, estaba sólo y podía ser, no sé…
-Podía ser lo que era -le interrumpió el gordo-. O sea: al Pitillo lo encuentran sin sesos ayer de madrugada, Durán se tiene que pasar las últimas horas con la autopsia y, como no se puede joder solo, llama aquí a Ramos (o sea, a tu jefe), a ver si puede joder a alguien de paso. Y tú -le señaló con un dedo espeso coronado por una uña con un ancho ribete de suciedad-, escuchas un teléfono sonar en una mesa que no es la tuya, lo coges, y sólo porque Durán te habrá notado en la voz que no tienes ni puta idea no te ha endilgado cualquier historia para que te pusieras a bailar desde primera hora de la mañana.
-Yo no tengo mesa -argumentó Luján, mirando a su alrededor.
-Aquí todo el mundo tiene mesa -dijo el gordo-. Ésta de aquí –continuó, mientras ponía un enorme pie y su bota renegrida sobre el tablero de la que estaba frente a su silla-, es la mía. Es mi mesa desde las nueve de la mañana hasta las seis de la tarde. Ni Dios la toca, ni Dios la ordena, ni Dios se lleva ni un papel de aquí sin que yo lo sepa. Y si suena el teléfono, yo lo cojo, ¿estamos?
-Vale, está bien -contestó Luján, casi con un susurro.
-Querrás decir sí, Señor Inspector.
Se hizo un silencio de miradas. Aquel gordo tenía unas ojeras profundas y oscuras. Enormes bolsas bajo los ojos que parecían guardar secretos de muchos años. Le daban una expresión fiera, por muy tranquilo que fuese su porte.
-Sí, Señor Inspector.
El gordo entornó los ojos, como para observar mejor a Luján.
-Señor Inspector Iglesias para ti. ¿Qué años tienes, muchacho?
-Veinti, er, veinticinco, Señor Inspector Iglesias.
El gordo volvió la vista, como para intercambiar una mirada con alguien sentado en la silla vacía a su lado, y sonrió levemente.
-Oh. Qué pronto empezamos a tener gente como tú.
-¿Cómo yo? ¿Qué quiere decir, Señor?
-¡Como tú, joder, como tú! Nuevos, inexpertos. Ya sabes…
-La experiencia es cuestión de tiempo -argumentó débilmente Luján.
-No la mía, muchacho. No la mía -contestó el gordo, resoplando-. ¿Eres del Partido?
Luján sintió que no sabía qué responder.
-Del Partido, sí. Joder, no pongas esa cara. No te van a echar por no ser del Partido, coño, pero yo quiero saber si eres o no eres.
-Por supuesto –acabó por responder Luján, y sacó su cartera del bolsillo interior de su americana. Con manos temblorosas, sacó un carné de una de las solapas y se lo tendió al gordo.
-¡Anda! -exclamó Iglesias, divertido, mientras miraba el carné- ¡Qué bonitos son los nuevos! –Su rostro se ensombreció, y añadió-: el mío es un poco diferente. Y más antiguo.
Luján observó su propio carné. Leyó con vergüenza: fecha de afiliación, febrero de 1945.
Repentinamente, el gordo se levantó y se plantó delante de Luján, muy cerca. Olía a alcohol y a sudor, y podía oírle resoplar.
-Mira, nene -le dijo, casi en un susurro-. Aquí no sólo soy tu Señor Inspector. También soy tu Comandante. Podrías serlo tú si hubieras sido más valiente…
-Señor… Comandante -se atrevió a interrumpirle Luján. Sintió que sus piernas temblaban-. En 1939 yo tenía diecisiete años.
-Como más de uno y más de diez camaradas míos que cayeron en las trincheras -contestó el gordo, muy tranquilo-. Mientras tú estabas en casita aprendiendo a mear de pie, yo estaba salvado a España. Así que no te olvides, muchacho. Co-man-dan-te.
Había algo en la mirada de este tipo. Luján pensó: la mirada de alguien que ha matado. El mundo se divide en personas que no saben mirar así y personas que ya no saben mirar de otra forma. Trató de aguantar, pero su boca claudicó.
-Ssi, mi coma, er, mi Comandante -tartamudeó.
Sonó un portazo. Luego una voz grave, rota.
-¡Iglesias!
El gordo se volvió hacia la voz. En un segundo, su rostro fue otro rostro.
-Buenos días, señor.
Era un hombre alto, bastante delgado, completamente calvo. Vestido con su abrigo negro parecía un enterrador de mala película de miedo.
-¿Tú eres el nuevo? –preguntó, tras señalar con la barbilla a Luján.
-Sí, Señor Comisario. Carlos Luján, Señor Comisario.
-Pasa a mi despacho.
Carlos Luján entró en el cubículo sin ventanas en cuya puerta estaba escrito el nombre de Bernardo Ramos, Comisario. Olía a tabaco fumado mucho tiempo atrás, y un poco a humedad. Aunque ya era abril, aquel año la primavera se hacía esperar en Madrid, y allí dentro hacía frío. El comisario, tras quitarse el abrigo, se agachó en una esquina de la habitación, cogió una botella blanca y vertió un poco de líquido en una escudilla de metal; al instante se sintió el penetrante olor del alcohol puro. De un bolsillo del pantalón, el comisario sacó una caja de cerillas, encendió una y la tiró en la escudilla. Tras un leve ruido, el alcohol empezó a arder. Sólo después de hecho esto el comisario se sentó en su silla y pareció reparar en que Luján estaba allí, de pie, con su abrigo todavía puesto, casi en posición de firmes.
El comisario se mordió el labio inferior y negó con la cabeza.
-Dígame: Iglesias le ha hecho el número del Comandante, ¿es así?
Luján inspiró. ¿Tal claro llevo el miedo en la cara?
-No es mal tipo –continuó, como si Luján le hubiese contestado-, pero le gusta encabronar a los novatos.
Tres golpes fuertes sobre el cristal esmerilado de la puerta. El comisario dio permiso y por la puerta asomó el ancho rostro del gordo Iglesias.
-Una cosa, señor –dijo, con voz meliflua-. Que no se me olvide decirle que le llamó Durán, del Anatómico.
Mientras decía esto, le guiñaba un ojo a Luján.
-Gracias, subinspector –respondió el comisario, deteniéndose en la última palabra.
Iglesias se replegó como un animal que supiese que se enfrenta a otro más fuerte que él.
Sólo entonces, el comisario le tendió la mano.
-Luján, bienvenido a la Brigada. No le deseo que sea usted feliz aquí, porque sería mala señal. Pero no somos mala gente. Los malos, como ya entenderá pronto, son los otros.
El Comisario le acompañó luego por la sala donde estaban los inspectores y subinspectores de Homicidios, se los presentó uno por uno, y le señaló su mesa. Por algún milagro extraño, como si todo aquello estuviese preparado, cuando salieron del despacho del comisario todo el mundo estaba en su sitio, doce personas en total, con él trece. Iglesias no había mentido. En aquella sala cabían trece mesas con sus sillas y ésa era la capacidad de investigación existente en aquella comisaría; ni uno más, ni uno menos.
Todas las personas que el comisario le presentó eran mayores que él. Bastante mayores. Todas las mesas estaban colocadas una enfrente de otra, de dos en dos por lo tanto, menos tres que estaban en una esquina de la sala, en el punto más distante del despacho del comisario, de forma que dos mesas estaban enfrentadas y otra se situaba perpendicularmente, en uno de los extremos; en esa pequeña república era donde estaban los tres jóvenes. Aquello, como aprendió pronto, tenía nombre. Aquellas tres mesas eran el Infierno. Luego estaba el Purgatorio, que ocupaba los grupos de mesas del resto de la sala salvo las dos que estaban justo junto a la puerta del comisario, al inicio de la sala, a las que todo el mundo llamaba el Cielo. Con esos datos, a Luján no le costó aprender que la mejor forma de referirse entre compañeros al comisario Ramos era llamándolo Dios.
La ubicación no era casual. Rojo Martínez, a quien todos llamaban Martínez, lo saludó muy sonriente y le dijo: gracias a ti y a Cañamero he salido yo del Infierno. Eso quería decir que Cañamero era el inspector jubilado cuya baja le había permitido a Luján ingresar en este servicio y que, corriendo el escalafón, alguien había heredado la mesa de Cañamero, Martínez la de ese alguien y la de Martínez era ahora la suya. Por lo demás, su condición infernal no se limitaba sólo a la ubicación en la sala. Los que estaban en el Infierno asumían las vigilancias más tediosas, al aire libre, en invierno y en verano. Se quedaban si había que quedarse. Metían las narices en los cadáveres. Asumían la redacción de los atestados más complejos. Los dos inspectores que estaban en el Cielo (le fueron presentados como Antúnez y Rebollo) eran algo así como el comisario cuando éste estaba ocupado, lo cual era bastante habitual. Ordenaban, coordinaban, decidían. Apenas pisaban la calle. Apenas tenían confidentes. Apenas se aventuraban por las peores zonas. Apenas participaban en operaciones conjuntas. Todo eso siempre le tocaba a otros. Escogían sus vacaciones antes que nadie y no había jamás algo que les obligara a romperlas. Así se lo explicaron a Luján. Los Profetas viven como Dios. Apréndetelo. Ellos te exigirán; a ti ni se te ocurra pedirles. Esto es así. Años, paciencia, no cagarla. Trienios, puntos, no cagarla. Visto lo visto, le dijeron todos, no es mal sitio.
Pasó el resto del día sentado en su mesa, repasando atestados recientes para coger la redacción, como le dijo el comisario. De vez en cuando levantaba la vista y veía a Iglesias, unas seis mesas más allá, mirándolo divertidísimo. Él decidió sonreírle. Las novatadas en la Academia habían sido peores. Había un tipo que sabía hablar como Franco y un día había llamado al dormitorio contando una historia delirante de tiros en El Pardo y pidiendo socorro. Aquello sí que había sido gordo. Los cadetes que llegaron a salir de la Academia armados casi fueron expulsados. Como al tipo que hablaba como Franco, que acabó en la calle.
Era un día de abril, muy frío. A las cuatro de la tarde, Luján cayó en la cuenta de que había pasado allí la mañana entera, que había salido a comer con sus compañeros del Infierno y aún seguía allí leyendo atestados, y que en todo ese tiempo no se había quitado el abrigo. Que la sala llevaba ya horas caldeada por los radiadores y él estaba sudando copiosamente. Cuando salió a la calle se sentía mareado, pero feliz. Se pasó la tarde mintiéndole a Laura sobre maravillosas anécdotas que, en realidad, no habían ocurrido en su primer día de trabajo.
El teléfono del salón sonó a la una de la madrugada.
Aquel día de abril tenían que haber pasado dos cosas, pero pasaron tres.
Era el día designado para que Carlos Luján regresase de su luna de miel y, al tiempo, empezase a trabajar en su primer destino en propiedad donde siempre había querido: en la Brigada de Investigación Criminal. Había calculado que levantarse, ducharse, afeitarse, desayunar, vestirse y, después, caminar y tomar el autobús hasta la comisaría apenas le llevaría cuarenta minutos, así pues podía levantarse, sobradamente, a las ocho. Pero a las seis ya estaba levantado, mirándose al espejo, tratando de espiar en su vientre las trazas de las mariposas caníbales que estaban devorando su estómago. Nunca pensé que fuera a ser así, le dijo su mirada mientras él se afeitaba. La verdad, nada daba la impresión de ser como lo había imaginado.
Se asomó al dormitorio. Laura respiraba pesadamente, enredándose en el tic tac del reloj de pared del salón. La miró como quien mira a un niño enfermo de quien el médico acaba de anunciar que se curará. Sintió que el reloj de su vida empezaba a contar en ese momento. Respiración, tictac. El suave roce de la corbata deslizándose sobre sí misma. Cuántas mañanas más así. La vida. Amar. Tic. Laura. Tac.
Así pasó más de una hora y media que le sobró, velando las formas tenues de su mujer entre la penumbra, jurándole las mayores felicidades para los años venideros.
A la hora de entrada en su nuevo destino estaba allí, en la puerta de la comisaría. Entregó su credencial al uniformado de la puerta y éste se cuadró y le hizo el saludo militar. Casi se le escapa una expresión de incredulidad y camaradería. Un mes atrás era un estudiante, un mes atrás ni se le hubiera pasado por la cabeza que un policía de casi cuarenta años se le fuera a cuadrar y llamar señor. Recordó a tiempo, sin embargo, que había sido prevenido contra eso. Ahora ya no sois reclutas, les habían dicho en una de sus últimas clases. Aunque os tiente seguir siendo lo que sois ahora, esa idea os perderá. Ya no sois Manuel, Luis o Pepe. Ahora sois Don Manuel, Don Luis, Don José. No sólo lo sois. Es que necesitáis serlo.
Sintió cómo su rostro se endurecía mientras le decía al uniformado que le indicase cómo llegar a las oficinas de la BIC.
Allí no había nadie. Entre unas cosas y otras habían dado las nueve y cuarto. Pero allí no había nadie. Era evidente que el turno que terminaba a las nueve, nada más ver las manecillas del reloj ganar la cumbre, se había marchado sin esperar al siguiente. En ese mismo momento, en Madrid alguien podría matar a la mitad de la población que nadie tomaría la denuncia. Bueno, él. Él sí estaba en la sala, de pie, mirando las mesas, razonablemente ordenadas, los aparatosos teléfonos de baquelita negra, panzudos toreros sesteando. El miedo trae el peligro. Tenía tanto miedo de que sonase alguno de esos aparatos, que uno acabó por hacerlo. Descolgó. El auricular pesaba, nunca mejor dicho, como un muerto.
-¿Diga?
-¿Quién es?
-La Brigada.
-Eso ya lo sé. Pero, ¿quién es?
-Luján. Carlos Luján, -dijo. Y, porque creyó respirar incredulidad, añadió-: uno nuevo.
-Vale, nuevo -dijo la voz-. Ya veo que Ramos todavía no ha llegado.
-Aquí no hay nadie. Bueno, quiero decir, estoy yo.
-Ya, ya. O sea, nadie. En fin, cuando llegue Ramos le dices que llame a Durán, al anatómico. Que no se te olvide.
Le dijo no se me olvidará al chasquido y el tono de la línea. Le entraron ganas de saber quién sería Durán, el del anatómico. Se imaginó a sí mismo dentro de diez o veinte años, peinando canas y respetado y admirado, hablando con un más canoso aún Durán, y diciéndole: tú fuiste el primer tipo con el que hablé en mi primer día en la Brigada.
-¿Quién era?
La voz le sobresaltó y le obligó a darse la vuelta, como movido por un resorte. Un tipo enorme, de espaldas a él, se quitaba un abrigo marrón que había vivido mejores días y lo colgaba de una percha, en la esquina de la gran sala.
-Soy Luján, -explicó Carlos-. Carlos Luján, quiero decir, el subinspector Luján -se acordó repentinamente de todo aquello del cargo y el respeto y todo eso.
-No te he preguntado eso, -le contestó el gordo, volviéndose hacia él, acercándose, oliendo tenuemente a aguardiente-. Te he preguntado quién era el del teléfono.
-Ah, sí. Durán. Eso, Durán. Del Anatómico. Quería hablar
- Sí, ya sé. Con Ramos -al gordo pareció aburrirle la noticia de la llamada-. Será por lo del Pitillo.
Dejó caer su corpachón sobre una silla de oficina, con ruedas en las patas y muelles que le daban flexibilidad. La silla se combó hasta parecer que se iba a romper pero, probablemente acostumbrada, acabó por resistir. El gordo resopló, miró hacia ninguna parte, y negó con la cabeza con un gesto entre resignado y harto.
-Y, tú, ¿por qué coño has cogido el teléfono?
-¿Yo?, balbuceó Luján. Bueno, estaba sólo y podía ser, no sé…
-Podía ser lo que era -le interrumpió el gordo-. O sea: al Pitillo lo encuentran sin sesos ayer de madrugada, Durán se tiene que pasar las últimas horas con la autopsia y, como no se puede joder solo, llama aquí a Ramos (o sea, a tu jefe), a ver si puede joder a alguien de paso. Y tú -le señaló con un dedo espeso coronado por una uña con un ancho ribete de suciedad-, escuchas un teléfono sonar en una mesa que no es la tuya, lo coges, y sólo porque Durán te habrá notado en la voz que no tienes ni puta idea no te ha endilgado cualquier historia para que te pusieras a bailar desde primera hora de la mañana.
-Yo no tengo mesa -argumentó Luján, mirando a su alrededor.
-Aquí todo el mundo tiene mesa -dijo el gordo-. Ésta de aquí –continuó, mientras ponía un enorme pie y su bota renegrida sobre el tablero de la que estaba frente a su silla-, es la mía. Es mi mesa desde las nueve de la mañana hasta las seis de la tarde. Ni Dios la toca, ni Dios la ordena, ni Dios se lleva ni un papel de aquí sin que yo lo sepa. Y si suena el teléfono, yo lo cojo, ¿estamos?
-Vale, está bien -contestó Luján, casi con un susurro.
-Querrás decir sí, Señor Inspector.
Se hizo un silencio de miradas. Aquel gordo tenía unas ojeras profundas y oscuras. Enormes bolsas bajo los ojos que parecían guardar secretos de muchos años. Le daban una expresión fiera, por muy tranquilo que fuese su porte.
-Sí, Señor Inspector.
El gordo entornó los ojos, como para observar mejor a Luján.
-Señor Inspector Iglesias para ti. ¿Qué años tienes, muchacho?
-Veinti, er, veinticinco, Señor Inspector Iglesias.
El gordo volvió la vista, como para intercambiar una mirada con alguien sentado en la silla vacía a su lado, y sonrió levemente.
-Oh. Qué pronto empezamos a tener gente como tú.
-¿Cómo yo? ¿Qué quiere decir, Señor?
-¡Como tú, joder, como tú! Nuevos, inexpertos. Ya sabes…
-La experiencia es cuestión de tiempo -argumentó débilmente Luján.
-No la mía, muchacho. No la mía -contestó el gordo, resoplando-. ¿Eres del Partido?
Luján sintió que no sabía qué responder.
-Del Partido, sí. Joder, no pongas esa cara. No te van a echar por no ser del Partido, coño, pero yo quiero saber si eres o no eres.
-Por supuesto –acabó por responder Luján, y sacó su cartera del bolsillo interior de su americana. Con manos temblorosas, sacó un carné de una de las solapas y se lo tendió al gordo.
-¡Anda! -exclamó Iglesias, divertido, mientras miraba el carné- ¡Qué bonitos son los nuevos! –Su rostro se ensombreció, y añadió-: el mío es un poco diferente. Y más antiguo.
Luján observó su propio carné. Leyó con vergüenza: fecha de afiliación, febrero de 1945.
Repentinamente, el gordo se levantó y se plantó delante de Luján, muy cerca. Olía a alcohol y a sudor, y podía oírle resoplar.
-Mira, nene -le dijo, casi en un susurro-. Aquí no sólo soy tu Señor Inspector. También soy tu Comandante. Podrías serlo tú si hubieras sido más valiente…
-Señor… Comandante -se atrevió a interrumpirle Luján. Sintió que sus piernas temblaban-. En 1939 yo tenía diecisiete años.
-Como más de uno y más de diez camaradas míos que cayeron en las trincheras -contestó el gordo, muy tranquilo-. Mientras tú estabas en casita aprendiendo a mear de pie, yo estaba salvado a España. Así que no te olvides, muchacho. Co-man-dan-te.
Había algo en la mirada de este tipo. Luján pensó: la mirada de alguien que ha matado. El mundo se divide en personas que no saben mirar así y personas que ya no saben mirar de otra forma. Trató de aguantar, pero su boca claudicó.
-Ssi, mi coma, er, mi Comandante -tartamudeó.
Sonó un portazo. Luego una voz grave, rota.
-¡Iglesias!
El gordo se volvió hacia la voz. En un segundo, su rostro fue otro rostro.
-Buenos días, señor.
Era un hombre alto, bastante delgado, completamente calvo. Vestido con su abrigo negro parecía un enterrador de mala película de miedo.
-¿Tú eres el nuevo? –preguntó, tras señalar con la barbilla a Luján.
-Sí, Señor Comisario. Carlos Luján, Señor Comisario.
-Pasa a mi despacho.
Carlos Luján entró en el cubículo sin ventanas en cuya puerta estaba escrito el nombre de Bernardo Ramos, Comisario. Olía a tabaco fumado mucho tiempo atrás, y un poco a humedad. Aunque ya era abril, aquel año la primavera se hacía esperar en Madrid, y allí dentro hacía frío. El comisario, tras quitarse el abrigo, se agachó en una esquina de la habitación, cogió una botella blanca y vertió un poco de líquido en una escudilla de metal; al instante se sintió el penetrante olor del alcohol puro. De un bolsillo del pantalón, el comisario sacó una caja de cerillas, encendió una y la tiró en la escudilla. Tras un leve ruido, el alcohol empezó a arder. Sólo después de hecho esto el comisario se sentó en su silla y pareció reparar en que Luján estaba allí, de pie, con su abrigo todavía puesto, casi en posición de firmes.
El comisario se mordió el labio inferior y negó con la cabeza.
-Dígame: Iglesias le ha hecho el número del Comandante, ¿es así?
Luján inspiró. ¿Tal claro llevo el miedo en la cara?
-No es mal tipo –continuó, como si Luján le hubiese contestado-, pero le gusta encabronar a los novatos.
Tres golpes fuertes sobre el cristal esmerilado de la puerta. El comisario dio permiso y por la puerta asomó el ancho rostro del gordo Iglesias.
-Una cosa, señor –dijo, con voz meliflua-. Que no se me olvide decirle que le llamó Durán, del Anatómico.
Mientras decía esto, le guiñaba un ojo a Luján.
-Gracias, subinspector –respondió el comisario, deteniéndose en la última palabra.
Iglesias se replegó como un animal que supiese que se enfrenta a otro más fuerte que él.
Sólo entonces, el comisario le tendió la mano.
-Luján, bienvenido a la Brigada. No le deseo que sea usted feliz aquí, porque sería mala señal. Pero no somos mala gente. Los malos, como ya entenderá pronto, son los otros.
El Comisario le acompañó luego por la sala donde estaban los inspectores y subinspectores de Homicidios, se los presentó uno por uno, y le señaló su mesa. Por algún milagro extraño, como si todo aquello estuviese preparado, cuando salieron del despacho del comisario todo el mundo estaba en su sitio, doce personas en total, con él trece. Iglesias no había mentido. En aquella sala cabían trece mesas con sus sillas y ésa era la capacidad de investigación existente en aquella comisaría; ni uno más, ni uno menos.
Todas las personas que el comisario le presentó eran mayores que él. Bastante mayores. Todas las mesas estaban colocadas una enfrente de otra, de dos en dos por lo tanto, menos tres que estaban en una esquina de la sala, en el punto más distante del despacho del comisario, de forma que dos mesas estaban enfrentadas y otra se situaba perpendicularmente, en uno de los extremos; en esa pequeña república era donde estaban los tres jóvenes. Aquello, como aprendió pronto, tenía nombre. Aquellas tres mesas eran el Infierno. Luego estaba el Purgatorio, que ocupaba los grupos de mesas del resto de la sala salvo las dos que estaban justo junto a la puerta del comisario, al inicio de la sala, a las que todo el mundo llamaba el Cielo. Con esos datos, a Luján no le costó aprender que la mejor forma de referirse entre compañeros al comisario Ramos era llamándolo Dios.
La ubicación no era casual. Rojo Martínez, a quien todos llamaban Martínez, lo saludó muy sonriente y le dijo: gracias a ti y a Cañamero he salido yo del Infierno. Eso quería decir que Cañamero era el inspector jubilado cuya baja le había permitido a Luján ingresar en este servicio y que, corriendo el escalafón, alguien había heredado la mesa de Cañamero, Martínez la de ese alguien y la de Martínez era ahora la suya. Por lo demás, su condición infernal no se limitaba sólo a la ubicación en la sala. Los que estaban en el Infierno asumían las vigilancias más tediosas, al aire libre, en invierno y en verano. Se quedaban si había que quedarse. Metían las narices en los cadáveres. Asumían la redacción de los atestados más complejos. Los dos inspectores que estaban en el Cielo (le fueron presentados como Antúnez y Rebollo) eran algo así como el comisario cuando éste estaba ocupado, lo cual era bastante habitual. Ordenaban, coordinaban, decidían. Apenas pisaban la calle. Apenas tenían confidentes. Apenas se aventuraban por las peores zonas. Apenas participaban en operaciones conjuntas. Todo eso siempre le tocaba a otros. Escogían sus vacaciones antes que nadie y no había jamás algo que les obligara a romperlas. Así se lo explicaron a Luján. Los Profetas viven como Dios. Apréndetelo. Ellos te exigirán; a ti ni se te ocurra pedirles. Esto es así. Años, paciencia, no cagarla. Trienios, puntos, no cagarla. Visto lo visto, le dijeron todos, no es mal sitio.
Pasó el resto del día sentado en su mesa, repasando atestados recientes para coger la redacción, como le dijo el comisario. De vez en cuando levantaba la vista y veía a Iglesias, unas seis mesas más allá, mirándolo divertidísimo. Él decidió sonreírle. Las novatadas en la Academia habían sido peores. Había un tipo que sabía hablar como Franco y un día había llamado al dormitorio contando una historia delirante de tiros en El Pardo y pidiendo socorro. Aquello sí que había sido gordo. Los cadetes que llegaron a salir de la Academia armados casi fueron expulsados. Como al tipo que hablaba como Franco, que acabó en la calle.
Era un día de abril, muy frío. A las cuatro de la tarde, Luján cayó en la cuenta de que había pasado allí la mañana entera, que había salido a comer con sus compañeros del Infierno y aún seguía allí leyendo atestados, y que en todo ese tiempo no se había quitado el abrigo. Que la sala llevaba ya horas caldeada por los radiadores y él estaba sudando copiosamente. Cuando salió a la calle se sentía mareado, pero feliz. Se pasó la tarde mintiéndole a Laura sobre maravillosas anécdotas que, en realidad, no habían ocurrido en su primer día de trabajo.
El teléfono del salón sonó a la una de la madrugada.
miércoles, julio 28, 2010
El folletín del verano
Bueno, dentro de unos días me piro. Creo que tengo acceso a internet a través de una cosa que se llama 3G. Pero escribir se me va a dar mal. Tengo el proyecto de leer mucho, sacar muchas fotos y escribir poco.
No obstante lo dicho, este blog no se queda en silencio. Más bien todo lo contrario. Tras pensarlo un rato largo de dos minutos y pico, he decidido que, durante lo que queda de verano, me voy a salir. El ritmo normal es de un post cada dos o tres días. Pero ahora vamos a pasar, durante el verano, al anormal ritmo de un post diario.
En el siglo XIX había una tradición que era, por así decirlo, el Supervivientes de su época. Se trataba del folletín, palabra que está, creo, prestada del francés. Cada día, en los periódicos, además de las noticias y esas cosas, se publicaba un capítulo corto de una historia que, en ocasiones, llegaba a ser bastante larga. Historias de amor o de guerra diseñadas por sus autores para encandilar al público y aportarle una lectura periódica que los tuviera más bien en tensión. Muchos fueron los escritores famosos que publicaron en forma de folletín.
Hoy en día, los folletines han caído en desuso, entre otras cosas porque los propios periódicos se usan menos. No obstante, no ha mucho tiempo que autores como Eduardo Mendoza han publicado alguna de sus obras en verano en este formato. Yo creo que es un formato que nunca muere; lo cual quiere decir que creo que es un formato aplicable, también, a las nuevas tecnologías.
Por eso he pensado en este divertimento, consistente en publicar un folletín en la red. Hay dos formas de escribir un folletín. La que podríamos llamar de Eça de Queiroz (así escribió, por ejemplo, El misterio de la carretera de Sintra), consistente en parir un buen argumento e ir escribiendo día tras día el capítulo necesario; y la forma planificada, consistente en escribir toda la historia y, sólo después, convertirla en capítulos de folletín.
La que yo voy a publicar este verano es del segundo tipo. La oportunidad de Judas, que así se llama la obra, está ya completamente escrita y ocupa unas 175.000 palabras. Lo cual quiere decir que yo, en este momento, ya conozco las dos claves de la novela, a saber: quién mató a Anselmo López, y por qué. Aunque también se podría decir que no lo sé, porque el final es un poco abierto. Hay que llegar al final para verlo, claro.
He dividido parte de la obra en 44 tomas de folletín que, por lo tanto, Blogger, si funciona bien, irá desplegando desde hoy o mañana hasta los primeros días de septiembre. Cada día, una toma. Cada toma incluye el texto en pantalla y un hipervínculo con el que, si todo va bien, el lector se podrá bajar el texto completo de cada toma. Tras una serie de consultas a amables lectores del blog introducidos en el mundo del E-book, he llegado a la conclusión de que, puesto que todo el mundo dice que el formato Rich Text Format es el más fácil de convertir para los lectores de libros electrónicos, éste es el formato en el que estarán los ficheros. El que tenga un libro electrónico, que se convierta el fichero y lo lea ahí si le apetece. El que no, siempre puede bajárselo, imprimirlo o leerlo en pantalla.
La toma 44 termina en la madrugada del 20 de noviembre de 1975. En ese punto, lector, todo lo que sabrás es que Carlos Luján, inspector de policía, ha resuelto el misterio del asesinato de Anselmo López. Pero no sabrás más. El resto, es decir la descripción de lo que Luján logró averiguar finalmente, después de un cuarto de siglo de investigaciones, está en una toma 45, que publicaré algunos días después de la 44. ¿Y por qué así? Pues, como el gallego del chiste: por joder...
Un par de apreciaciones «técnicas»:
1.- Disculpa los cambios de estilo y tamaño de letra en el texto en pantalla. He hecho lo que he podido, pero el editor de textos de Blogger es la hostia de jodido, la verdad, cuando le pegas textos de otras fuentes, por ejemplo OpenWriter, como es el caso.
2.- Importantísimo: la novela tiene, shit you little parrot, más de cien notas al pie. Esto tiene que ver con el hecho de que le tengo una especial tirria a los diálogos forzados. O sea, en una serie de TV, o en una novela, dos tipos que son economistas están hablando y uno dice: «hay que ver los datos del PIB»; y el otro contesta: «¿te refieres al conocido método macroeconómico para medir el valor añadido generado por una economía en un determinado periodo?» Para evitar estas mierdas, prefiero poner sólo el primer diálogo, con una nota al pie que explique qué es el PIB.
2.- Importantísimo: la novela tiene, shit you little parrot, más de cien notas al pie. Esto tiene que ver con el hecho de que le tengo una especial tirria a los diálogos forzados. O sea, en una serie de TV, o en una novela, dos tipos que son economistas están hablando y uno dice: «hay que ver los datos del PIB»; y el otro contesta: «¿te refieres al conocido método macroeconómico para medir el valor añadido generado por una economía en un determinado periodo?» Para evitar estas mierdas, prefiero poner sólo el primer diálogo, con una nota al pie que explique qué es el PIB.
He intentado, por lo tanto, que mis personajes, en su mayoría falangistas, hablen con naturalidad. Pero para que lo hagan necesito meter una nota al pie para explicarle al lector, por ejemplo, quién es ese «Gregorio» al que en un determinado momento se refiere un personaje.
Al partir las tomas del folletín creé un fichero unitario para cada una, y el programa, por lo tanto, rompió la serie de las notas al pie. Así pues, en las tomas en las que hay notas, éstas empiezan por el número 1; cosa que obviamente no pasará el día que cuelgue en la biblioteca el fichero con el texto completo. Debes tener en cuenta esto, como debes tener en cuenta que el editor de Blogger manda, en cada toma, todas las notas al final (cosa lógica, porque no tiene páginas). Alguno de mis amigos pre-lectores me ha informado de que el RTF convertido a Kindle conserva las notas fetén, hipervinculándolas al texto que completan; de otras conversiones, sin embargo, no tengo información.
¿Qué espero de ti? Bueno, yo no te pido que me bajes una estrella azul, entre otras cosas porque la dicha petición es una horterada de la hostia. Tampoco te pido, por cierto, que pagues por esta lectura. Escribí la novela para divertirme y pretendo continuar la diversión. Así de simple. Por si no te has fijado, todo este blog está bajo licencia Creative Commons por la cual puedes leer sus textos, copiarlos, enviarlos, reenviarlos, regalarlos, etc.; lo que te apetezca, con dos limitaciones. Una es que ganes dinero con ello. La otra es que modifiques la obra.
Lo único que te pido es
que la leas, si tienes tiempo, y ganas, y el género te mola;
que le cuentes a quien tú creas que puede estar interesado que este folletín está en marcha. Más lectores tenga, más feliz seré;
que me hagas saber tu opinión y, sobre todo, me critiques aspectos argumentales o de ambientación. He invertido en este texto muchas horas de investigación, notas, fichas y cosas de ésas. Todo eso me ha servido tan sólo para darme cuenta de que una novela histórica no deja de ser siempre un fraude, porque es imposible, repito, imposible ser capaz de reproducir un ambiente pasado, los hechos que ocurrieron, etc. Así pues, la ambientación es todo lo limitada que soy yo, o sea mucho.
Esto es lo que te pido. Lo que espero, sinceramente, es que disfrutes.
martes, julio 27, 2010
Dumb at three o'clock
Oliver Stone es, de tiempo atrás, un buen ejemplo de que el hecho de que alguien domine el arte del tiempo fílmico y la capacidad de adaptar guiones a las imágenes no presupone, necesariamente, que sea alguien con un nivel intelectual superior a la media.
Ya he dicho varias veces que siempre me ha sorprendido mucho por qué las personas en general están tan interesadas en saber lo que opinan sobre política los actores, cantantes y directores de cine, como si para ejercer cualquiera de estas tres profesiones hubiese que leer más de lo que hace el común de los mortales. Hace ya muchos años, cuando en la televisión española primaba el Un, dos, tres, responda otra vez, Chicho Ibáñez Serrador hacía de vez en cuando ediciones caritativas del concurso en las que invitaba a concursar a actores famosos. Siempre dispuesto a no dejar que nadie quedase mal, solía ponerles preguntas de su business, para que así los famosos pudiesen hacer dinero en favor de alguna buena causa y, de paso, no quedasen como unos lerdos. Ni aún así lo logró; aún recuerdo el papelón de un par de actores de campanillas, que no eran de Teruel pero eran tonta ella y tonto él, que fueron incapaces de decir un solo nombre de autor de teatro francés de todos los tiempos, que tiene tela.
El farandulero medio, por lo tanto, es aquel tipo que es capaz de hacer 7.000 representaciones de Molière y aún así no saber ni siquiera cuántos pies tenía. Con todo, el farandulero con conciencia es peor aún, porque como medio mundo le ríe las gracias y le respeta, como digo, como si su opinión fuese de valor sobrepujado; como quiera que políticos y medios de comunicación miman cada una de las chorradas que suelta, el farandulero con conciencia acaba por convertirse en un histrión de sí mismo y participando en una película que, como el show de Truman, dura la vida entera y cuyo título es Fulanito cambia el mundo.
Uno de estos tipos que está cambiando el mundo y enseñándonos a los demás las cosas como verdaderamente son, es Oliver Stone. Mientras el señor Piedra, que sobre esta piedra edificó su iglesia, se centró en la Historia de los Estados Unidos de Norteamérica, que es su país de origen, fue capaz de hacer cosas aseadas. De hecho, hubo un momento en que pareció que iba a ser listo y permanecer dentro de los límites del conocimiento fácilmente abarcable por su persona. No obstante, debió de haber una mañana en la que, afeitándose frente al espejo, se dijo: I'm getting Universal. Dí que sí, Oliverio. Tú lo mereces.
Acaba de perpetrar Stonecito unas declaraciones sobre la Alemania nazi. Dice él que el dominio judío de los medios de comunicación está impidiendo un debate reposado y una discusión abierta en torno al hitlerismo. Desconocíamos que toda la discusión que se ha producido en torno a Hitler y el nazismo se hubiese producido en el entorno de los medios de comunicación. Aún aceptando barco como animal acuático y asumiendo, por lo tanto, que los judíos dominan todos los medios de comunicación, para aceptar que no se permite el debate de la cuestión aún tendríamos que demostrar que los judíos también dominan todas las universidades y todos los parlamentos del mundo.
Nos informa Oliver Stone, quizás pensando con ello que desempolva del olvido datos ignotos, que el hitlerismo tuvo sus partidarios dentro y fuera de Alemania. Esto es algo cierto. Lo que no es, desde luego, es algo que haya permanecido sin saberse hasta el momento en el que el Stoneoráculo ha hablado. Que en Francia había sectores proclives al nazismo lo sabe todo aquél que ha leído los periódicos de la derecha francesa, los cuales, en los momentos en los que sus oscuros dueños judíos (recuérdese que los judíos poseen todos los medios de comunicación) miraban para otro lado, publicaban eslóganes tales como «mejor Hitler que el comunismo». En Inglaterra, sin tener ese temor histérico al comunismo, había muchas personas de perfil conservador que valoraban a Hitler, y esto es tan así que incluso hubo un nazi, un nazi bastante lerdillo todo hay que decirlo, como Rudolf Hess, que llegó a pensar que en Inglaterra había gente con la que podía pactar una entente tory-nazi.
Pero que un tipo caiga más o menos simpático no quiere decir que se compre la totalidad de sus acciones, ni siquiera que se comprendan o justifiquen. Todos los europeos, no pocos de ellos españoles, que apoyaron el comunismo antes de 1953, no pueden considerarse asesinos sanguinarios por el mero hecho de haber apoyado a Stalin. A muchos comunistas de a pie (otra cosa son los dirigentes y los sedicentes intelectuales), de hecho, les pasaba con Stalin lo mismo que a muchos que pudieron admirar a Hitler. Un detallito que a Stone se le escapa en sus declaraciones, tal vez porque no lo sepa, tal vez porque no quiera saberlo.
Tanto Hitler como Stalin se parecen en una cosa: ambos hicieron todo lo posible para que las tropelías que cometieron no se conociesen. Stalin condenó a miles y miles de ciudadanos soviéticos a morir o malvivir en los campos de concentración y, además, no existir para el mundo. Esta condena permaneció vigente hasta 1956 para los miembros del Comité Central del PCUS, y para el resto de la Humanidad hasta finales de los setenta, que es cuando se conocieron urbi et orbe las famosas denuncias de Khruschev. Hitler, por su parte, diseñó una solucion final para exterminar a los judíos, una vez que la probó con los discapacitados mentales (aunque tal vez Oliver Stone quiera que se abra un «debate abierto» sobre qué hemos de hacer con las personas mentalmente retrasadas o perturbadas; discusión que podría incluir la alternativa de llevárnoslos por delante, como hizo Hitler). Pero, igual que Stalin, ni de coña cogió el micrófono de Radio Berlín y proclamó: «voy a someter a los judíos a jornadas de trabajos forzados, con dietas de menos de 500 calorías diarias, y cuando estén extenuados los voy a matar obligándoles a respirar gas venenoso».
Si tan virtuosa era esa política a los ojos de un «debate abierto»... ¿por qué la ocultó?
Hitler era el primero que sabía que lo que estaba haciendo no tenía pase. Era el primero que no quería una open discussion sobre la materia.
Claro que si una open discussion es algo que consiste en hacer comparaciones estúpidas, igual hay margen para ello. Lo digo, más que nada, por esa comparación que hace Stone en sus declaraciones, según la cual Hitler se portó peor con los soviéticos (él dice rusos en su entrevista; no le dan las meninges para entender que llamarle ruso a un ucraniano es casi peor que meterle un pepino por donde los amargan) que con los judíos, puesto que de los primeros mató más de 25 millones. Hay una pequeña diferencia, y es que Hitler invadió la URSS y le hizo la guerra, lo cual quiere decir, por lógica, que la URSS se la hizo a él. Los judíos nunca le declararon la guerra a Hitler. Fueron exterminados por la sola razón de ser judíos. Esto, evidentemente, no consuela a los nietos de los soviéticos asesinados y violados por Hitler; no rebaja el nivel de sus atrocidades. Pero eso tampoco quita que la comparación sea, simple y llanamente, y por decirlo de una manera educada, torpona.
Dice Stone que a Hitler y a Stalin hay que ponerlos en contexto. Sabe Dios lo que entiende este milongas por contexto.
Ya he dicho varias veces que siempre me ha sorprendido mucho por qué las personas en general están tan interesadas en saber lo que opinan sobre política los actores, cantantes y directores de cine, como si para ejercer cualquiera de estas tres profesiones hubiese que leer más de lo que hace el común de los mortales. Hace ya muchos años, cuando en la televisión española primaba el Un, dos, tres, responda otra vez, Chicho Ibáñez Serrador hacía de vez en cuando ediciones caritativas del concurso en las que invitaba a concursar a actores famosos. Siempre dispuesto a no dejar que nadie quedase mal, solía ponerles preguntas de su business, para que así los famosos pudiesen hacer dinero en favor de alguna buena causa y, de paso, no quedasen como unos lerdos. Ni aún así lo logró; aún recuerdo el papelón de un par de actores de campanillas, que no eran de Teruel pero eran tonta ella y tonto él, que fueron incapaces de decir un solo nombre de autor de teatro francés de todos los tiempos, que tiene tela.
El farandulero medio, por lo tanto, es aquel tipo que es capaz de hacer 7.000 representaciones de Molière y aún así no saber ni siquiera cuántos pies tenía. Con todo, el farandulero con conciencia es peor aún, porque como medio mundo le ríe las gracias y le respeta, como digo, como si su opinión fuese de valor sobrepujado; como quiera que políticos y medios de comunicación miman cada una de las chorradas que suelta, el farandulero con conciencia acaba por convertirse en un histrión de sí mismo y participando en una película que, como el show de Truman, dura la vida entera y cuyo título es Fulanito cambia el mundo.
Uno de estos tipos que está cambiando el mundo y enseñándonos a los demás las cosas como verdaderamente son, es Oliver Stone. Mientras el señor Piedra, que sobre esta piedra edificó su iglesia, se centró en la Historia de los Estados Unidos de Norteamérica, que es su país de origen, fue capaz de hacer cosas aseadas. De hecho, hubo un momento en que pareció que iba a ser listo y permanecer dentro de los límites del conocimiento fácilmente abarcable por su persona. No obstante, debió de haber una mañana en la que, afeitándose frente al espejo, se dijo: I'm getting Universal. Dí que sí, Oliverio. Tú lo mereces.
Acaba de perpetrar Stonecito unas declaraciones sobre la Alemania nazi. Dice él que el dominio judío de los medios de comunicación está impidiendo un debate reposado y una discusión abierta en torno al hitlerismo. Desconocíamos que toda la discusión que se ha producido en torno a Hitler y el nazismo se hubiese producido en el entorno de los medios de comunicación. Aún aceptando barco como animal acuático y asumiendo, por lo tanto, que los judíos dominan todos los medios de comunicación, para aceptar que no se permite el debate de la cuestión aún tendríamos que demostrar que los judíos también dominan todas las universidades y todos los parlamentos del mundo.
Nos informa Oliver Stone, quizás pensando con ello que desempolva del olvido datos ignotos, que el hitlerismo tuvo sus partidarios dentro y fuera de Alemania. Esto es algo cierto. Lo que no es, desde luego, es algo que haya permanecido sin saberse hasta el momento en el que el Stoneoráculo ha hablado. Que en Francia había sectores proclives al nazismo lo sabe todo aquél que ha leído los periódicos de la derecha francesa, los cuales, en los momentos en los que sus oscuros dueños judíos (recuérdese que los judíos poseen todos los medios de comunicación) miraban para otro lado, publicaban eslóganes tales como «mejor Hitler que el comunismo». En Inglaterra, sin tener ese temor histérico al comunismo, había muchas personas de perfil conservador que valoraban a Hitler, y esto es tan así que incluso hubo un nazi, un nazi bastante lerdillo todo hay que decirlo, como Rudolf Hess, que llegó a pensar que en Inglaterra había gente con la que podía pactar una entente tory-nazi.
Pero que un tipo caiga más o menos simpático no quiere decir que se compre la totalidad de sus acciones, ni siquiera que se comprendan o justifiquen. Todos los europeos, no pocos de ellos españoles, que apoyaron el comunismo antes de 1953, no pueden considerarse asesinos sanguinarios por el mero hecho de haber apoyado a Stalin. A muchos comunistas de a pie (otra cosa son los dirigentes y los sedicentes intelectuales), de hecho, les pasaba con Stalin lo mismo que a muchos que pudieron admirar a Hitler. Un detallito que a Stone se le escapa en sus declaraciones, tal vez porque no lo sepa, tal vez porque no quiera saberlo.
Tanto Hitler como Stalin se parecen en una cosa: ambos hicieron todo lo posible para que las tropelías que cometieron no se conociesen. Stalin condenó a miles y miles de ciudadanos soviéticos a morir o malvivir en los campos de concentración y, además, no existir para el mundo. Esta condena permaneció vigente hasta 1956 para los miembros del Comité Central del PCUS, y para el resto de la Humanidad hasta finales de los setenta, que es cuando se conocieron urbi et orbe las famosas denuncias de Khruschev. Hitler, por su parte, diseñó una solucion final para exterminar a los judíos, una vez que la probó con los discapacitados mentales (aunque tal vez Oliver Stone quiera que se abra un «debate abierto» sobre qué hemos de hacer con las personas mentalmente retrasadas o perturbadas; discusión que podría incluir la alternativa de llevárnoslos por delante, como hizo Hitler). Pero, igual que Stalin, ni de coña cogió el micrófono de Radio Berlín y proclamó: «voy a someter a los judíos a jornadas de trabajos forzados, con dietas de menos de 500 calorías diarias, y cuando estén extenuados los voy a matar obligándoles a respirar gas venenoso».
Si tan virtuosa era esa política a los ojos de un «debate abierto»... ¿por qué la ocultó?
Hitler era el primero que sabía que lo que estaba haciendo no tenía pase. Era el primero que no quería una open discussion sobre la materia.
Claro que si una open discussion es algo que consiste en hacer comparaciones estúpidas, igual hay margen para ello. Lo digo, más que nada, por esa comparación que hace Stone en sus declaraciones, según la cual Hitler se portó peor con los soviéticos (él dice rusos en su entrevista; no le dan las meninges para entender que llamarle ruso a un ucraniano es casi peor que meterle un pepino por donde los amargan) que con los judíos, puesto que de los primeros mató más de 25 millones. Hay una pequeña diferencia, y es que Hitler invadió la URSS y le hizo la guerra, lo cual quiere decir, por lógica, que la URSS se la hizo a él. Los judíos nunca le declararon la guerra a Hitler. Fueron exterminados por la sola razón de ser judíos. Esto, evidentemente, no consuela a los nietos de los soviéticos asesinados y violados por Hitler; no rebaja el nivel de sus atrocidades. Pero eso tampoco quita que la comparación sea, simple y llanamente, y por decirlo de una manera educada, torpona.
Dice Stone que a Hitler y a Stalin hay que ponerlos en contexto. Sabe Dios lo que entiende este milongas por contexto.