Las notas escritas en el anterior post sobre Melchor Rodríguez han provocado algún que otro comentario privado sobre el asunto de las sacas de las cárceles de Madrid durante el otoño del 36. Vaya por delante que a mí me gusta escribir sobre Historia, y tengo por mí que mientras hay personas vivas contemporáneas de unos hechos, éstos difícilmente pueden considerarse hechos históricos. Éste de las sacas es un asunto desagradable y jodido que presenta muchos perfiles de pasión. Aproximarse a ello desapasionadamente es, verdaderamente, tarea difícil.
jueves, julio 22, 2010
martes, julio 20, 2010
Don Melchor
En la nutrida galería de españoles injustamente olvidados por nuestro recuerdo histórico figura en lugar señero el anarquista Melchor Rodríguez. Será, tal vez, porque en los tiempos que corren, tan dados a la memoria histórica de un cierto jaez, el recuerdo de Rodríguez sea un tanto incómodo por estar ligado a un periodo de nuestra guerra civil cuya rememoración, tal vez, no sea lo que se dice políticamente correcta. Sin embargo, la figura de Melchor Rodríguez, a mi modo de ver, evoca, precisamente, lo mejor de nuestro recuerdo, por lo que supone de conciliación de ambos bandos.
El 30 de mayo de 1893 nace en Sevilla nuestro Melchor Rodríguez. De origen humilde, aprende los oficios de calderero y carrocero y, finalmente, el de ebanista. Pero, como otros muchos andaluces de su época y de otras posteriores, Rodríguez lo que quiere ser, en verdad, es torero. Así que comienza una vida de maletilla frecuentador de tentaderos y otras oportunidades menores y, finalmente, toma la alternativa el plaza de Sanlúcar de Barrameda, el 5 de septiembre de 1915. Esa tarde, compartida por el cuarto de los toreros que llevaron el nombre de Bombita, sale en hombros por la puerta grande sanluqueña. El 4 de agosto de 1918, alcanza su máximo sueño debutando en Madrid, en la plaza de Tetuán de las Victorias. El segundo toro de su lote, sin embargo, lo alcanza y cornea de gravedad. Rodríguez regresa a los ruedos tras su recuperación, pero, mermado de facultades, recibe tres cornadas muy seguidas, en Salamanca, Viso de Alcor y Sevilla. En 1920, se retira de los toros.
Así que Melchor, regresado a la condición de civil se emplea de carrocero e ingresa en la Unión General de Trabajadores. Sin embargo, este dato ugetista no es más que un indicativo del factor aglutinador de todo tipo de obreristas que tenía entonces la UGT, pues Rodríguez, lejos de ser marxista como Pablo Iglesias o Francisco Largo Caballero, es ya, entonces, anarquista de ideas, compañero de fatigas de otros destacados ácratas como Celedonio Fernández o Feliciano Benito.
Rodríguez conoce pronto la cárcel como resultado de sus actividades anarquistas. En tiempos del dictador Primo de Rivera es considerado peligroso. Con la llegada de la República, comienza a colaborar con publicaciones ácratas, donde destaca por su ataque a los ministros republicanos de derechas, sobre todo Miguel Maura, foco de sus iras tras la detención masiva de más de cien activistas anarcosindicalistas.
Llega la guerra civil. Durante la contienda, y como fruto de la implicación de los anarquistas en la gobernación del país, un anarquista, Juan García Oliver, es nombrado ministro de Justicia. Buscando correligionarios para cubrir los cargos vacantes, García Oliver se acuerda de Rodríguez para que cubra el puesto de delegado general de Prisiones. Rodríguez, que es dirigente del sindicato carrocero anarquista, toma posesión de su cargo el 5 de noviembre de 1936.
Melchor Rodríguez, pues, llega a las cárceles de Madrid en el momento para las mismas más oscuro y, como decía antes, políticamente incorrecto de recordar. Hay que tener en cuenta varios factores.
Factor uno: las cárceles de Madrid, en las semanas posteriores al golpe de Estado nacional y la consolidación de los republicanos en Madrid, se abarrotaron de personas consideradas por el bando que controlaba la capital como fascistas. Esto incluye a personas efectivamente fascistas, tales como el doctor Albiñana o Ramiro Ledesma, y otros muchos que eran, simplemente, burgueses, acomodados, católicos, militares, políticos de derechas, curas, o personas denunciadas por otros, a veces por razones ideológicas, a veces por meras envidias o conflictos personales pendientes.
El segundo factor importante tras la saturación penitenciaria es la decisión tomada por el gobierno Giral de, tal y como exigían las organizaciones de izquierdas, dar armas al pueblo, es decir a todas las organizaciones (partidos y sindicatos) que apoyaban la República sin ser en sí el ejército o la policía. Con esa decisión, es posible que la República salvase Madrid (aunque sobre eso hay bastante que discutir), pero perdió, definitamente, el oremus del poder sobre el orden público (que, para qué negarlo, no había sido su fuerte ni en tiempos de paz). A partir del momento en que las armas estuvieron en manos de determinadas ideologías, el gobierno de la República (exactamente igual que el gobierno autonómico catalán) aceptó ser un rehén de las organizaciones que tenían la sartén por el mango, o más bien el fusil por la culata.
El tercer factor que, en mi opinión, debe tenerse en cuenta es el hecho de, en el final del verano del 36, las tropas que pronto conoceríamos como franquistas estuvieron a metros de tomar Madrid. Si hemos de creer a Zugazagoitia, estuvieron a punto de desbordar a los republicanos a la altura del puente de los Franceses.
Tenemos, pues: cárceles llenas de fascistas supuestos o adscritos a la condición de tales; ausencia casi total de orden, concierto y organización disciplinada en la administración de la violencia; y la convicción, más o menos generalizada, de que en días, si no en horas, los golpistas podían tener Madrid bajo su control.
Estos tres elementos explican, a mi modo de ver, que a lo largo del mes de agosto del 36, las dotaciones gubernamentales de funcionarios de prisiones de las diferentes cárceles madrileñas fuesen sustituidas por partidas de milicianos partidarios y sindicales, los cuales se hicieron los reyes de las galerías y procedieron al asesinato, a ratos selectivo, a ratos a mogollón, de los presos.
Para justificar esos hechos incalificables, que dañaron de forma incluso irreversible la imagen de la República (sus gobernantes se pasarían los siguientes tres años asegurando en el extranjero que podían garantizar el orden público, sin ser muy creídos), se ha desarrollado la teoría, que ya está en el libro de Zugazagoitia, de los «incontrolados». Según esta teoría, las sacas y los asesinatos en las cárceles madrileñas, muy especialmente en la Modelo que estaba más o menos donde hoy está el Cuartel General del Aire de Moncloa, no fueron obra de la República en sí, sino de «incontrolados» que actuaron a su puta bola. A mi modo de ver, es un argumento saduceo: si no es cierto, malo, porque indica unos instintos asesinos en un gobierno presuntamente democrático que ya, ya; pero si es cierto, casi peor, porque indica que el gobierno republicano, o bien decidió mirar para otro lado, o bien, sabiéndose impotente para luchar contra aquellos desafueros, ocultó al mundo y, quizá, a sí mismo, su condición de gobierno débil y sin autoridad.
Pero lo que todo un gobierno, por lo visto, no era capaz de hacer, lo hizo un solo hombre.
Lo primero que hace el recién nombrado delegado general de Prisiones es restituir en las galerías a los funcionarios gubernamentales y echar de las cárceles a los milicianos que se habían adueñado de ellas. A partir del momento en que toma posesión del cargo, de las cárceles ya no salen para morir nada más que los que han sido condenados por ello por los tribunales populares (y no entraremos aquí a discutir la condición jurídicamente ecuánime de estos sedicentes tribunales). Otra norma puesta en marcha por él es la prohibición de que se sacasen presos de las cárceles entre las seis de la tarde y las ocho de la mañana, para evitar los paseos nocturnos que solían terminar con los paseantes decúbito prono en cualquier cuneta. Asimismo, prohibió que se pudiesen sacar presos, a cualquier hora, sin la debida protección. Con todo, el momento más importante de su existencia como alto funcionario de prisiones se producirá en Alcalá de Henares.
El 8 de diciembre de 1936, las turbas partidarias y sindicales, animadas por el saqueo con apiole incluido que han realizado en la cárcel de Guadalajara, intentan repetir la fiesta en la ciudad cervantina. En la cárcel de Alcalá hay 1.600 presos que están llamados a ser blancos de las iras de unas personas que están mazo cabreadas por el bombardeo nacionalista de la localidad. Grupos de milicianos armados toman una porción del establecimiento mientras muchas personas esperan en la calle. Se masca la tragedia.
Llega Rodríguez.
El delegado general de Prisiones ha ido a Alcalá acompañando a una cuerda de varios centenares de presos, a los que ha decidido escoltar personalmente para que no los maten por el camino (así está el tema). Cuando se percata de lo que está pasando, penetra en la cárcel acompañado por su secretario.
Luego Rodríguez se sube a un coche y le habla a las gentes que están en la calle. Trata de hacerles entender algo tan sencillo como que, para llevarse a un preso por delante, primero tiene que estar condenado a muerte, pequeño tecnicismo legal que su audiencia no es partidaria de atender. Le llaman fascista. Rodríguez se cabrea. ¿Con veinte años entrando y saliendo de las cárceles, dice, me vais a llamar fascista? Y luego dice: «¿Queréis matar fascistas? Pues, vale. Pero en el frente.»
Según parece, la discusión duró seis horas, de cuatro de la tarde a diez de la noche, tiempo durante el cual Melchor no dio su brazo a torcer e, incluso, llegó a utilizar los puños. Finalmente, consciente de que la gente va a acabar entrando a llevarse por delante a los presos, comete el pecado mortal del republicano: anuncia que va a dar orden de que se arme a los reclusos. Sólo entonces, ante dicho anuncio (hecho, hemos de suponer, con total convicción; aunque nunca sabremos si verdaderamente estaba dispuesto a cumplirlo), la gente se aviene a abandonar sus proyectos iniciales de perpetrar contra los presos de Alcalá un desafuero digno de cualquier genocida.
Con sus actuaciones, Melchor Rodríguez salvó la vida de cientos, si no miles, de personas afectas al bando franquista o simplemente consideradas desafectas al republicano. Entre ellas, cabe destacar al general Agustín Muñoz Grandes, o Ramón Serrano Súñer, el doctor Gómez Ulla, el celebérrimo portero de fútbol Ricardo Zamora, Rafael Sánchez Mazas, Raimundo Fernández Cuesta o Miguel Primo de Rivera.
Rodríguez cesó de su cargo el 2 de marzo de 1937, cuando habían terminado las sacas. Pero no paró ahí su labor. El 20 de abril de aquel año, denunció publicamente a José Cazorla, sucesor de Santiago Carrillo como consejero de Orden Público en Madrid, al que acusó de someter a juicio a «personas sensatas».
Prueba del carácter ecléctico y respetuoso de Rodríguez es la anécdota de abril de 1938, cuando muere Serafín Álvarez Quintero. Su hermano Joaquín, amigo de Rodríguez, le comunica la voluntad del finado de llevar un crucifijo en el ataúd. En la España republicana de 1938, donde toda misa existente era semiclandestina y portar un crucifijo podía provocar que te enviasen a visitar a su dueño, un anarquista se ocupó de que el féretro de su amigo llevase a Jesucristo crucificado, como había deseado.
El 27 de marzo de 1939, Melchor Rodríguez, que era desde 1934 concejal del Ayuntamiento de Madrid, es la autoridad que entrega el gobierno municipal a los falangistas. De hecho, Rodríguez y el socialista Julián Besteiro son los dos únicos republicanos que los franquistas encontraron en sus puestos al llegar a la capital. Los falangistas, por cierto, lo aceptaron como alcalde temporal hasta la rendición final.
Terminada la guerra, Rodríguez fue detenido y sometido a consejo de guerra. En el curso del juicio, ni quiso abogado defensor ni citó testigos a su favor. Pero los tuvo. El general Muñoz Grandes, que acabaría mandando sobre la División Azul, se levantó y prestó testimonio a su favor frente al tribunal franquista que lo juzgaba.
El consejo de guerra lo condenó a varios años de prisión, aunque diversas gestiones por parte de conspicuos franquistas consiguieron que saliese un año y medio después. Fue nuevamente detenido en 1947, pasando unos meses en la cárcel, tras lo cual se hizo agente de seguros.
Melchor Rodríguez falleció el 14 de febrero de 1972, en el hospital de la Princesa de Madrid. Su entierro fue una masiva demostración de duelo, sobre todo, de aquellos hombres y mujeres, muchos de ellos para entonces plenamente identificados con el franquismo, a quienes 35 años antes, él había salvado la vida. Vivía y gobernaba España el general Franco pero, aún así, un hombre fue enterrado en un ataúd vestido con los colores rojo y negro del anarcosindicalismo, en un entierro en el que un ex ministro franquista, Alberto Martín Artajo, leyó algunos versos escritos por el finado; y los católicos presentes rezaron un Padrenuestro por el alma de un hombre que no creía en Dios. Un sacerdote, el padre Félix García, que aquel día de diciembre esperaba la muerte en cualquier celda de la cárcel de Alcalá de Henares, escribió su necrológica en el Ya.
Melchor Rodríguez: tal vez, el mayor héroe de nuestra guerra civil.
El 30 de mayo de 1893 nace en Sevilla nuestro Melchor Rodríguez. De origen humilde, aprende los oficios de calderero y carrocero y, finalmente, el de ebanista. Pero, como otros muchos andaluces de su época y de otras posteriores, Rodríguez lo que quiere ser, en verdad, es torero. Así que comienza una vida de maletilla frecuentador de tentaderos y otras oportunidades menores y, finalmente, toma la alternativa el plaza de Sanlúcar de Barrameda, el 5 de septiembre de 1915. Esa tarde, compartida por el cuarto de los toreros que llevaron el nombre de Bombita, sale en hombros por la puerta grande sanluqueña. El 4 de agosto de 1918, alcanza su máximo sueño debutando en Madrid, en la plaza de Tetuán de las Victorias. El segundo toro de su lote, sin embargo, lo alcanza y cornea de gravedad. Rodríguez regresa a los ruedos tras su recuperación, pero, mermado de facultades, recibe tres cornadas muy seguidas, en Salamanca, Viso de Alcor y Sevilla. En 1920, se retira de los toros.
Así que Melchor, regresado a la condición de civil se emplea de carrocero e ingresa en la Unión General de Trabajadores. Sin embargo, este dato ugetista no es más que un indicativo del factor aglutinador de todo tipo de obreristas que tenía entonces la UGT, pues Rodríguez, lejos de ser marxista como Pablo Iglesias o Francisco Largo Caballero, es ya, entonces, anarquista de ideas, compañero de fatigas de otros destacados ácratas como Celedonio Fernández o Feliciano Benito.
Rodríguez conoce pronto la cárcel como resultado de sus actividades anarquistas. En tiempos del dictador Primo de Rivera es considerado peligroso. Con la llegada de la República, comienza a colaborar con publicaciones ácratas, donde destaca por su ataque a los ministros republicanos de derechas, sobre todo Miguel Maura, foco de sus iras tras la detención masiva de más de cien activistas anarcosindicalistas.
Llega la guerra civil. Durante la contienda, y como fruto de la implicación de los anarquistas en la gobernación del país, un anarquista, Juan García Oliver, es nombrado ministro de Justicia. Buscando correligionarios para cubrir los cargos vacantes, García Oliver se acuerda de Rodríguez para que cubra el puesto de delegado general de Prisiones. Rodríguez, que es dirigente del sindicato carrocero anarquista, toma posesión de su cargo el 5 de noviembre de 1936.
Melchor Rodríguez, pues, llega a las cárceles de Madrid en el momento para las mismas más oscuro y, como decía antes, políticamente incorrecto de recordar. Hay que tener en cuenta varios factores.
Factor uno: las cárceles de Madrid, en las semanas posteriores al golpe de Estado nacional y la consolidación de los republicanos en Madrid, se abarrotaron de personas consideradas por el bando que controlaba la capital como fascistas. Esto incluye a personas efectivamente fascistas, tales como el doctor Albiñana o Ramiro Ledesma, y otros muchos que eran, simplemente, burgueses, acomodados, católicos, militares, políticos de derechas, curas, o personas denunciadas por otros, a veces por razones ideológicas, a veces por meras envidias o conflictos personales pendientes.
El segundo factor importante tras la saturación penitenciaria es la decisión tomada por el gobierno Giral de, tal y como exigían las organizaciones de izquierdas, dar armas al pueblo, es decir a todas las organizaciones (partidos y sindicatos) que apoyaban la República sin ser en sí el ejército o la policía. Con esa decisión, es posible que la República salvase Madrid (aunque sobre eso hay bastante que discutir), pero perdió, definitamente, el oremus del poder sobre el orden público (que, para qué negarlo, no había sido su fuerte ni en tiempos de paz). A partir del momento en que las armas estuvieron en manos de determinadas ideologías, el gobierno de la República (exactamente igual que el gobierno autonómico catalán) aceptó ser un rehén de las organizaciones que tenían la sartén por el mango, o más bien el fusil por la culata.
El tercer factor que, en mi opinión, debe tenerse en cuenta es el hecho de, en el final del verano del 36, las tropas que pronto conoceríamos como franquistas estuvieron a metros de tomar Madrid. Si hemos de creer a Zugazagoitia, estuvieron a punto de desbordar a los republicanos a la altura del puente de los Franceses.
Tenemos, pues: cárceles llenas de fascistas supuestos o adscritos a la condición de tales; ausencia casi total de orden, concierto y organización disciplinada en la administración de la violencia; y la convicción, más o menos generalizada, de que en días, si no en horas, los golpistas podían tener Madrid bajo su control.
Estos tres elementos explican, a mi modo de ver, que a lo largo del mes de agosto del 36, las dotaciones gubernamentales de funcionarios de prisiones de las diferentes cárceles madrileñas fuesen sustituidas por partidas de milicianos partidarios y sindicales, los cuales se hicieron los reyes de las galerías y procedieron al asesinato, a ratos selectivo, a ratos a mogollón, de los presos.
Para justificar esos hechos incalificables, que dañaron de forma incluso irreversible la imagen de la República (sus gobernantes se pasarían los siguientes tres años asegurando en el extranjero que podían garantizar el orden público, sin ser muy creídos), se ha desarrollado la teoría, que ya está en el libro de Zugazagoitia, de los «incontrolados». Según esta teoría, las sacas y los asesinatos en las cárceles madrileñas, muy especialmente en la Modelo que estaba más o menos donde hoy está el Cuartel General del Aire de Moncloa, no fueron obra de la República en sí, sino de «incontrolados» que actuaron a su puta bola. A mi modo de ver, es un argumento saduceo: si no es cierto, malo, porque indica unos instintos asesinos en un gobierno presuntamente democrático que ya, ya; pero si es cierto, casi peor, porque indica que el gobierno republicano, o bien decidió mirar para otro lado, o bien, sabiéndose impotente para luchar contra aquellos desafueros, ocultó al mundo y, quizá, a sí mismo, su condición de gobierno débil y sin autoridad.
Pero lo que todo un gobierno, por lo visto, no era capaz de hacer, lo hizo un solo hombre.
Lo primero que hace el recién nombrado delegado general de Prisiones es restituir en las galerías a los funcionarios gubernamentales y echar de las cárceles a los milicianos que se habían adueñado de ellas. A partir del momento en que toma posesión del cargo, de las cárceles ya no salen para morir nada más que los que han sido condenados por ello por los tribunales populares (y no entraremos aquí a discutir la condición jurídicamente ecuánime de estos sedicentes tribunales). Otra norma puesta en marcha por él es la prohibición de que se sacasen presos de las cárceles entre las seis de la tarde y las ocho de la mañana, para evitar los paseos nocturnos que solían terminar con los paseantes decúbito prono en cualquier cuneta. Asimismo, prohibió que se pudiesen sacar presos, a cualquier hora, sin la debida protección. Con todo, el momento más importante de su existencia como alto funcionario de prisiones se producirá en Alcalá de Henares.
El 8 de diciembre de 1936, las turbas partidarias y sindicales, animadas por el saqueo con apiole incluido que han realizado en la cárcel de Guadalajara, intentan repetir la fiesta en la ciudad cervantina. En la cárcel de Alcalá hay 1.600 presos que están llamados a ser blancos de las iras de unas personas que están mazo cabreadas por el bombardeo nacionalista de la localidad. Grupos de milicianos armados toman una porción del establecimiento mientras muchas personas esperan en la calle. Se masca la tragedia.
Llega Rodríguez.
El delegado general de Prisiones ha ido a Alcalá acompañando a una cuerda de varios centenares de presos, a los que ha decidido escoltar personalmente para que no los maten por el camino (así está el tema). Cuando se percata de lo que está pasando, penetra en la cárcel acompañado por su secretario.
Luego Rodríguez se sube a un coche y le habla a las gentes que están en la calle. Trata de hacerles entender algo tan sencillo como que, para llevarse a un preso por delante, primero tiene que estar condenado a muerte, pequeño tecnicismo legal que su audiencia no es partidaria de atender. Le llaman fascista. Rodríguez se cabrea. ¿Con veinte años entrando y saliendo de las cárceles, dice, me vais a llamar fascista? Y luego dice: «¿Queréis matar fascistas? Pues, vale. Pero en el frente.»
Según parece, la discusión duró seis horas, de cuatro de la tarde a diez de la noche, tiempo durante el cual Melchor no dio su brazo a torcer e, incluso, llegó a utilizar los puños. Finalmente, consciente de que la gente va a acabar entrando a llevarse por delante a los presos, comete el pecado mortal del republicano: anuncia que va a dar orden de que se arme a los reclusos. Sólo entonces, ante dicho anuncio (hecho, hemos de suponer, con total convicción; aunque nunca sabremos si verdaderamente estaba dispuesto a cumplirlo), la gente se aviene a abandonar sus proyectos iniciales de perpetrar contra los presos de Alcalá un desafuero digno de cualquier genocida.
Con sus actuaciones, Melchor Rodríguez salvó la vida de cientos, si no miles, de personas afectas al bando franquista o simplemente consideradas desafectas al republicano. Entre ellas, cabe destacar al general Agustín Muñoz Grandes, o Ramón Serrano Súñer, el doctor Gómez Ulla, el celebérrimo portero de fútbol Ricardo Zamora, Rafael Sánchez Mazas, Raimundo Fernández Cuesta o Miguel Primo de Rivera.
Rodríguez cesó de su cargo el 2 de marzo de 1937, cuando habían terminado las sacas. Pero no paró ahí su labor. El 20 de abril de aquel año, denunció publicamente a José Cazorla, sucesor de Santiago Carrillo como consejero de Orden Público en Madrid, al que acusó de someter a juicio a «personas sensatas».
Prueba del carácter ecléctico y respetuoso de Rodríguez es la anécdota de abril de 1938, cuando muere Serafín Álvarez Quintero. Su hermano Joaquín, amigo de Rodríguez, le comunica la voluntad del finado de llevar un crucifijo en el ataúd. En la España republicana de 1938, donde toda misa existente era semiclandestina y portar un crucifijo podía provocar que te enviasen a visitar a su dueño, un anarquista se ocupó de que el féretro de su amigo llevase a Jesucristo crucificado, como había deseado.
El 27 de marzo de 1939, Melchor Rodríguez, que era desde 1934 concejal del Ayuntamiento de Madrid, es la autoridad que entrega el gobierno municipal a los falangistas. De hecho, Rodríguez y el socialista Julián Besteiro son los dos únicos republicanos que los franquistas encontraron en sus puestos al llegar a la capital. Los falangistas, por cierto, lo aceptaron como alcalde temporal hasta la rendición final.
Terminada la guerra, Rodríguez fue detenido y sometido a consejo de guerra. En el curso del juicio, ni quiso abogado defensor ni citó testigos a su favor. Pero los tuvo. El general Muñoz Grandes, que acabaría mandando sobre la División Azul, se levantó y prestó testimonio a su favor frente al tribunal franquista que lo juzgaba.
El consejo de guerra lo condenó a varios años de prisión, aunque diversas gestiones por parte de conspicuos franquistas consiguieron que saliese un año y medio después. Fue nuevamente detenido en 1947, pasando unos meses en la cárcel, tras lo cual se hizo agente de seguros.
Melchor Rodríguez falleció el 14 de febrero de 1972, en el hospital de la Princesa de Madrid. Su entierro fue una masiva demostración de duelo, sobre todo, de aquellos hombres y mujeres, muchos de ellos para entonces plenamente identificados con el franquismo, a quienes 35 años antes, él había salvado la vida. Vivía y gobernaba España el general Franco pero, aún así, un hombre fue enterrado en un ataúd vestido con los colores rojo y negro del anarcosindicalismo, en un entierro en el que un ex ministro franquista, Alberto Martín Artajo, leyó algunos versos escritos por el finado; y los católicos presentes rezaron un Padrenuestro por el alma de un hombre que no creía en Dios. Un sacerdote, el padre Félix García, que aquel día de diciembre esperaba la muerte en cualquier celda de la cárcel de Alcalá de Henares, escribió su necrológica en el Ya.
Melchor Rodríguez: tal vez, el mayor héroe de nuestra guerra civil.