La Historia es, de alguna forma, la descripción de un cambio. Que las cosas cambian con el tiempo es algo que se le hace totalmente evidente a cualquiera que tenga memoria y años suficientes. Si, además, lee libros de Historia, descubrirá que, en periodos superiores a la vida humana, las cosas cambian que lo flipas.
Normalmente, los aficionados a la Historia solemos fijarnos en cómo eran las cosas en el pasado. Pero también podemos fijarnos en cómo son en el presente, y cómo han cambiado precisamente respecto del pasado. De esta forma es como descubrimos cosas que se producen hoy y que no tienen parangón en el pasado.
Desde hace un tiempo me pregunto si no estará ocurriendo algo de esto con la ciencia. Algo que no había ocurrido nunca hasta ahora. Una realidad, por lo tanto, completamente nueva que nosotros, los hoy vivos, somos los primeros humanos en experimentar.
Y ese algo nuevo vendría a ser el fenómeno por el cual la ciencia, o la técnica, mienten a sabiendas.
Tal vez es que la imagen que tengo yo de la ciencia es un tanto bucólica, pero doy en pensar que, hasta hace bien poco, el científico no tenía más compromiso que con la verdad. Los científicos siempre han tenido una relación con el poder y le han servido; ahí está, sin ir más lejos, Arquímedes, alumbrando máquinas de guerra para su jefe el dictador de Siracusa; y ya llovido un poco desde entonces. Los poderosos siempre han buscado a los científicos para que investigasen y descubriesen aquello que a ellos les interesaba. Sin embargo, en los últimos años del siglo XX y primeros del XXI, esa relación, a mi modo de ver, ha cambiado, ha mutado, y se ha hecho más tóxica. Tal y como yo lo veo, hasta ahora la relación entre ciencia y poder, político o económico, no comprometía la credibilidad de aquélla. Ahora ya no podemos decir lo mismo.
A mi modo de ver todo empezó, como tantas y tantas cosas, con el nazismo. La Alemania de Hitler conformó una sociedad muy extraña que se movía por prioridades también oscuras. Aunque a nosotros nos parezca el nazismo algo brutal y propio de cabestros, los nacionalsocialistas quisieron ver en sí mismos a unos defensores del conocimiento y la ciencia. La novedad estuvo en decidir, desde la ideología, qué era y qué no era ciencia.
Hitler necesitó de la ciencia para dos cosas. La primera, para justificar su política, de la que no se habla tan a menudo como se debiera, de exterminio de arios defectuosos: esquizofrénicos, paranoides, subnormales. Ellos fueron los primeros en probar los primeros escarceos de la solución final que finalmente sería aplicada en la persona de judíos, gitanos y opositores. Luego llegaron estos últimos. En ambos casos, hacían falta justificaciones científicas, y la ciencia nazi se aplicó a dárselas a su Führer. No fueron pocos los médicos que aplaudieron desde un punto de vista científico la pertinencia de prácticas de eutanasia activa y obligatoria, amén de esterilizaciones y otras mandangas. Desde luego, tampoco fueron pocos los que se aprestaron a demostrar, a base de medir cráneos y elaborar teorías fisio-psicológicas alambicadas, que los judíos eran, como sostenía la teoría general, menos que hombres, untermenschen. Los propios médicos nazis precisaban de esta justificación científica, pues por mor de la misma ya no tenían que preocuparse por tener escrúpulos al hacer los experimentos que hicieron en diversos lugares. Por ejemplo, la teoría científica de que era posible preparar a la mujer para gestar hijos en menos de nueve meses (cosa que, de haberse conseguido, habría permitido acelerar la producción de arios puros) provocó que muchas mujeres judías fuesen sometidas a sesiones de radiación en los ovarios que literalmente se los frieron. Pero todo eso, repito, no lo hacía un tío loco sanguinario que actuaba como tal. Lo hacían un grupo de tipos por el bien de la ciencia.
Con el nazismo, como digo, aprendimos que la ciencia no está necesariamente comprometida con la verdad y que ni de coña se la puede pintar como pintan a la Justicia, es decir con una venda en los ojos. Ambas, ciencia y justicia, son igual de ciegas, o sea entre nada y absolutamente nada.
La gran novedad introducida en el presente, siempre a mi modo de ver, son los intereses comerciales y políticos.
Para mí, todo empezó con algo de lo que ya no hablamos porque pertenece al pasado exótico y prescindible. El Efecto 2000. Un día, un grupo de expertos en informática se dieron cuenta de la ventaja que obtenían hablando un lenguaje que el resto de la Humanidad no comprendía; lenguaje que, además, describe cómo funcionan unas cosas, los ordenadores, sin las cuales ya no podemos vivir. Esto, en realidad, es más viejo que la tos; pero ellos descubrieron la efectividad de ligar jerga y milenarismo. Utilizando sus palabras ignotas, predijeron un caos mundial en el que nada iba a funcionar, y lo que es más importante, había que prevenir. Léase gastar.
El mundo creyó a pies juntillas lo que esta casta de sumos sacerdotes les contaba. Ni se paró a pensar en que un experto en informática puede llegar a ser tan embustero como un funcionario postal o un sexador de pollos. Se sucedieron los estudios, y los estudios de los estudios, y todos parecían competir a ver quién era más bestia prediciendo bit-catástrofes. Se leyeron cosas alucinantes; historias de aviones que apagarían todos sus sistemas en pleno vuelo; de hojas de cálculo que cambiarían los valores de las celdas; de centralitas telefónicas que serían incapaces de gestionar llamadas; de ciudades enteras sin fluido eléctrico. Todo eso, simplemente, porque los ordenadores se suponía que no sabían pasar de 1999 al 2000.
A menos que este blog lo lea algún niño superdotado, supongo que todos los que leéis esta línea recordaréis lo que fue la noche de Año Viejo del 99. Quizá muchos de vosotros pertenecéis a algún grupo de pringaos que tuvo que trabajar esa noche para prevenir la catástrofe. El resto quizá recordéis la noche, conforme iban llegando las doce en diferentes partes del mundo empezando por Oceanía, y los reportes que iban llegando de que no había pasado absolutamente nada. Por supuesto, los gurús dijeron que eso era porque se había prevenido. Y un cojón de gorila. Por mucho que se quiso prevenir, es obvio que a las doce de la noche del 31 de diciembre de 1999 había millones de ordenadores y sistemas automáticos funcionando que no habían sido prevenidos contra el efecto 2000. Los que no han sido amortizados, siguen funcionando a día de hoy. Lo digo, sin ir más lejos, por alguno de mis pecés, a los cuales juro que no les puse ni media tirita.
Es como para pensar que de un trile de estas dimensiones se aprende. Pues no, no se aprendió un carajo. Hemos vuelto a caer, como unos pardillos, con el asunto de la gripe A.
El asunto de la gripe A, en realidad, es un subconjunto de un conjunto formado por la gripe aviar y otras hierbas parecidas. El conjunto total es el formado por todas las predicciones milenaristas basadas en que pronto hará un siglo de la mal llamada gripe española, que se apioló a centenares de miles de humanos en el mundo entero, y por una regla que yo al menos no he conseguido que nadie me explicase nunca, tenía que volver a ocurrir un siglo después. Igual que los pulpeiros toman el cefalópodo recién pescado y comienzan a golpearlo contra la roca para ablandarlo, durante años hemos sido sutilmente golpeados contra la roca de que se nos echaba encima una mutación de la gripe de animal a humano y que cuando eso ocurriese ya nos podíamos ir preparando. La gripe A no es sino una reinvención de la misma historia, sólo que ahora los culpables ya no son las gallinas sino los cerdos; y cambiamos chinos por mexicanos.
¿Es culpable la Humanidad de haberse tragado la historia de la peste negra rediviva? Pues no. Las sociedades tienen eso que podríamos llamar prescriptores de opinión. Personas que son respetadas en sus planteamientos y creídas per se. La OMS, desde luego, es un prescriptor de opinión. A nadie se le ocurre pensar que pueda decir algo que no esté basado en la verdad bíblica.
Conste que yo no creo que la OMS haya cedido a las presiones de la industria farmacéutica. Más bien creo que lo que le ha pasado es lo que yo llamaría el síndrome del supervisor. Un supervisor es alguien que es responsable de que algo funcione bien. El supervisor financiero garantiza que los mercados funcionen; el supervisor del patio de un colegio garantiza que no se cuelen pederastas. Esas cosas. El supervisor, por definición, vive bajo la presión del fracaso; sabe que si cualquier cosa sale mal, le van a echar a él la culpa, van a decir que no supervisó bien. En esas circunstancias es cuando se produce el síndrome, que es una tendencia a la sobresupervisión. El día que al supervisor del patio le dejan decidir, decide que los alumnos se queden encerrados en las aulas durante los recreos. No pueden jugar al fúbtol. No pueden caminar. No pueden correr. Pero, eso sí, están totalmente protegidos contra los pederastas. Y esto último es lo único que le importa al supervisor.
Alguien, no diré yo quién porque señalar con el dedo está feo y además hay que tener datos, se las ingenió para sindromear al supervisor de la salud mundial, o tal vez éste se autosindromeó. La OMS, literalmente acojonada ante la posibilidad de que realmente hubiese una epidemia de alta mortandad y ella pudiera ser reprochada de no haberlo previsto, comenzó a hablar de pandemia, de situación gravísima, de invierno jodido-que-te-kagas en Europa y los yuesei, e instó a los gobiernos a comprar vacunas a buterele. El gobernante hízolo porque, al fin y al cabo, él también tiene su propio síndrome del supervisor. Luego llegó el invierno y, que diría Cervantes, fuese, y no hubo nada. Por en medio, según me cuentan (yo nunca lo he visto), había una monja en Youtube diciendo que todo era mentira, y todo Cristo se reía de ella.
El tercer gran ejemplo de este cambio es más jodido de comentar, porque hablar de él se asemeja a meterse en medio de una discusión sobre si es mejor el Madrid o el Barça.
¿Está realmente provocando el hombre un cambio en el clima de la Tierra? Interesante pregunta. Pregunta sobre cuya respuesta positiva hace bien poco tiempo, y aún hoy en parte, era pecado mortal dudar; y, si no, que se lo digan a Rajoy. De un tiempo a esta parte, desde hace varios años pero yo diría que con especial intensidad en los dos años anteriores a la cumbre de Copenhague, comenzó a formarse un movimiento que los partidarios del cambio climático hacen bien en llamar negacionista, porque es eso lo que es, en lugar de lo que debería ser, en mi opinión, si fuese verdaderamente científico, es decir escéptico. Porque no, no son la misma cosa. Una cosa es decir que dudas de la existencia del Yeti y otra que digas que no existe ni de coña.
La teoría del cambio climático ha tenido los mejores prescriptores de opinión: por un lado, los gobiernos de más de medio mundo. La gente pone a parir a los políticos, pero en este tipo de cosas les cree. Por otro lado, la comunidad científica, el famoso IPCC de la ONU, formado por científicos independientes, que habría llegado a un consenso sobre la materia. Hace apenas un par de años, a mí mismo no se me habría ocurrido situar el cambio climático en esta pequeña lista de ciencia interesadamente manipulada, y ello a pesar de que, debo confesarlo, siempre he sido escéptico respecto de la teoría. ¿Que por qué? Pues por una razón muy sencilla: a finales del siglo XVIII, un economista, Malthus, predijo que en algunas décadas la Humanidad se quedaría sin comida. Se dio cuenta de que la población mundial había dejado de crecer en progresión aritmética, había pasado a la progresión geométrica, hizo sus cálculos y llegó a la conclusión de que llegaría un momento en el siglo XIX en el que no habría tierras de cultivo como para conseguir trigo para tanta gente. La predicción malthusiana, sin embargo, no se cumplió. Se cumplió en parte, porque sus temores sobre la expansión demográfica fueron bastante ciertos. El error estuvo en pensar que la productividad de la tierra iba a ser constante. En las décadas y siglos siguientes, el hombre inventó abonos, tractores, pesticidas y otras milongas, que han conseguido que una hectárea plantada de trigo de hoy en día no produzca ni de coña lo mismo que producía una hectárea en el siglo XVIII. Con las mismas, si alguien proyecta las emisiones de gases en el siglo XXI, obviamente tendrá que hacerlo con los datos de que dispone. Yo, sin embargo, dudo que las chimeneas del 2040 sean igual de contaminantes que las del 2009, más que nada porque tengo la impresión de que las de 1993 contaminaban más que las actuales. Me cuesta creer en predicciones deterministas y las otras, es decir las que tengan en cuenta los avances técnicos, son imposibles, porque esos avances nadie los conoce (si los conociera, ya no serían avances futuros, sino presentes).
En fin, da igual lo que yo piense pues yo, aparte de votar, poca cosa más hago. La cosa es que tenemos una teoría sólida, sólidamente prescrita por voces respetadas a escala mundial, y atacada por una caterva negacionista pequeña pero muy radical y cuyos intereses tampoco se conocen. Pero esto era así hasta el Climategate, esto es el escándalo por el cual fue publicada en internet una colección de correos electrónicos intercambiados por algunos de los líderes del afirmacionismo, correos en los que, además de colarse algunas burdas expresiones más propias de un prostíbulo de carretera que de una cátedra (como alegrarse de que alguien se muera y tal), hay quien ha querido ver las pruebas de que los científicos del cambio climático primero llegaron a la conclusión y después retorcieron los datos para que fuesen coherentes con ella.
El afirmacionismo ha parido el negacionismo del Climategate, es decir que no es para tanto, que los correos no dicen lo que se dice que dicen, que si bla. Y lo mismo tiene razón. En lo que no la tiene es cuando afirma que el asunto no le ha hecho ningún daño a la teoría del calentamiento global. No diría yo que está herido de gravedad; pero tampoco diría que está pasando por su mejor momento. Lo que es innegable, además, es que el Climategate ha generado una espiral de duda, convenientemente amplificada por el negacionismo, a causa de la cual da la sensación de que se ha levantado la veda sobre el grupo de científicos independientes integrados en el IPCC, y más concretamente un señor indio que lo preside y que lleva un par de semanas que supongo que cuando se levanta se pregunta en qué carrillo le van a dar la hostia ese día. Que yo haya leído, ya ha tenido que desdecirse de una de sus afirmaciones; pero sus perseguidores no parece que se hayan quedado contentos.
Todo esto me lleva a preguntarme algo que, y esta es la tesis que quería expresar hoy, mi abuelo no se planteaba. La pregunta es: hoy, cuando un científico hace una afirmación hipotética, ¿por qué la hace? ¿La hace porque en conciencia cree estar formulando una hipótesis verdadera? ¿La hace porque todos los experimentos empíricos realizados corroboran esa hipótesis? ¿La hace para ganar protagonismo y hacerse famoso? ¿La hace porque esa teoría casa con su ideología? ¿La hace porque está pensando en forrarse a partir del desarrollo de esa hipótesis? ¿La hace porque es la teoría que quiere leer el sponsor que le financia las investigaciones?
Nosotros, los aficionados a la Historia, tenemos los huevos pelados de ver esto. Porque toda Historia es interesada; especialmente la bélica, porque siempre la escriben los que vencieron. Pero debo confesar que yo no pensaba que este síndrome le afectase a la ciencia. En mi estupidez de letras (pues soy muy estúpido, y muy de letras), pensaba que el científico es un mundo en el que dos y dos son cuatro, y a ti te encontré en la calle.
Pero da que pensar si no estaremos entrando, si no estaremos ya, en una nueva etapa histórica. La etapa de la ciencia interesada, instrumental. La ciencia servil y servicial.
Da miedo.
jueves, febrero 11, 2010
miércoles, febrero 10, 2010
Aceras: la solución
Me he retrasado a la hora de escribir la solución al enigma de las aceras porque ayer tuve junta de vecinos. No obstante, pocos minutos después de haber colocado el post, como podréis comprobar leyendo los mensajes, ya se había encontrado la solución: era, sí, la calle Carretas.
Y pues que os veo puestísimos en la Historia de Madrid, ya os anuncio que no será la única calle de la que hablaremos en el futuro. Otras adivinanzas no son tan fáciles.
Pero vayamos con la calle Carretas, y sus aceras.
La primera orden de colocar aceras en Madrid data de 1612, pero doscientos años antes había sido sistemáticamente incumplida, porque en 1834 no había ni un metro. La razón estriba en que no siempre ha habido gallardones mandones en nuestra Historia. Aquellas primeras aceras que el Consejo de Castilla ordenó poner debían ser colocadas por los particulares dueños de las casas. Los inquilinos de cada inmueble, según la orden, debían costear la colocación de unas aceras de unos seis pies (aproximadamente un metro) de profundidad a todo lo ancho de las fachadas. De esta manera, uniéndose unas aceras privadas con otras, se formaría la acera de las calles.
A los madrileños del siglo XIX no les gustó nada la novedad. Consideraban que las aceras no hacían falta, porque ya iban las personas de a pie tan ricamente andando por la calle junto a caballos y carromatos, sin que hubiese problema para ello. Aunque es más que probable que los problemas, de hecho, existiesen. No olvidemos que la costumbre de conducir por la izquierda, que hoy por hoy sostienen casi en solitario los ingleses, cual irredenta aldea gala, proviene del hecho de que los conductores de carros solían llevar las riendas con la mano fuerte (la derecha) y en la izquierda llevaban la fusta para cambiar de marchas a hostia limpia. Cuando se sentaban a la izquierda del carro, como nosotros en el coche para circular a la continental, el brazo izquierdo quedaba por fuera, con lo que, al soltar un fustazo, a veces, en lugar de arrearle al caballo, le arreaban a un señor de Murcia que pasaba por allí. Circulando por la izquierda, y cambiando en consecuencia la situación del conductor, éste dejaba su brazo izquierdo en el centro del carro, siendo menos probables las agresiones.
El caso es que fue en esta calle Carretas donde Madrid estrenó aceras, como ya han adivinado muchos.
Sobre el origen del nombre, en efecto tiene que ver con la revuelta de los comuneros, aquellos hombres tan castellanos. Cuando estalló la revuelta, Madrid permaneció neutral, cosa que no gustó a las grandes ciudades del entorno, como Segovia o Toledo, las cuales deseaban el estallido de conflictos en la hoy capital para auxiliarla y generalizar la rebelión. En aquel entonces gobernaba Madrid como alcalde un tal Vargas, el cual se dio perfecta cuenta de que si los madrileños se cabreaban tendría poco con que enfriarlos. Así pues, llamó al alcázar a los hidalgos de la villa, les confió su defensa, y se marchó a Alcalá de Henares a allegar tropas para garantizar el orden.
Es muy probable que los procomuneros madrileños estuviesen esperando esta ausencia, porque nada más salir Vargas por la puerta, ellos se levantaron. Las familias singulares de Madrid, que entonces eran los Luxán, los Luzon, o los Herrera, nada pudieron hacer para parar a las hordas comuneras que hicieron suyas las calles. Los hidalgos se reunieron en la plaza de la villa, en la Torre de los Lujanes si mis referencias no son inexactas, mientras por la calle pasaban los paisanos dando vivas a Padilla. La situación fue tan comprometida que todas las familias de tronío o posibles de la ciudad, nos cuentan las crónicas, llevaron a sus hijas al convento de Santo Domingo para allí tenerlas a cubierto de tocamientos, vilipendios y violaciones; intención que muchos no pudieron cumplir porque al poco tiempo en el convento no se cabía de tanta tía que había dentro. Este detalle me hace pensar que la rebelión comunera madrileña fue algo más que una rebelión dinástica; esta presunta saña contra los púberes de la clase noble quizá nos está señalando cierto contenido social.
Los hidalgos, comandados por la mujer de Vargas (que debía ser de armas tomar la señora) se refugiaron en el alcázar, donde el pueblo los sometió a sitio. Sin embargo, pronto llegó la noticia de que de Alcalá llegaba Vargas con las tropas. En ese momento fue cuando los sublevados decidieron inventar la Comuna varios siglos antes y parapetarse ante la llegada del enemigo.
En la construcción de parapetos, se arrancaron tablas incluso de tumbas, pero lo que se utilizó, más que nada, fueron carretas. Salieron los sublevados del recinto de la muralla con todas las que encontraron y, en campo abierto, hicieron su barrera para recibir a Vargas que llegaba de Alcalá. El alcalde les intimó la rendición, pero ellos respondieron con una descarga cerrada. Entonces comenzó la batalla, que los comuneros empezaron a perder muy pronto, en cuando, a su espalda, los nobles salieron por las puertas de la muralla a hostigarlos.
Algunas crónicas dicen que los comuneros, entonces, albergaron la idea de utilizar escudos humanos. Había en las afueras de aquel entonces un hospital de tísicos, llamado de San Ricardo, y estuvieron pensando en sacar a los enfermos y ponerlos en las carretas, para que así, si les disparaban, fueran ellos los que muriesen. De hecho, sabido es que finalmente hubo negociación entre Vargas y los comuneros, y que se les permitió salir de Madrid a refugiarse en Segovia y en Toledo; es probable que esta transacción se produjese por el gesto de colocar inocentes en la primera línea de fuego.
Nos dicen las crónicas que aquellas carretas fueron las primeras barricadas formadas en Madrid. Cierto o no, lo que sí lo es es que allí quedaron, formadas, pues los soldados del alcalde prefirieron dejarlas por si los comuneros regresaban a atacar Madrid, para poder usar el parapeto. El lugar donde estuvo dicho parapeto siempre fue recordado como de las carretas y, por eso mismo, cuando fue calle, conservó el nombre.
Bueno, y ya que no habéis dicho nada sobre la otra calle que cité, la de la Montera, por la que en verdad no se preguntaba, aquí os voy a dejar un postre sobre la misma.
La calle de la Montera, hoy famosa más que nada por el puterío y tal, se ha llamado de muy variadas formas. Que yo haya descubierto, ha sido la calle de la Inclusa, de San Roque y de San Luis obispo. Lo de la Inclusa le viene porque en la dicha calle, en el lugar de la iglesia de San Luis, hubo antes una imagen de la Virgen muy venerada custodiada por la cofradía del Consuelo, dedicada a acoger y asistir a los niños incluseros.
Sobre el origen del nombre hay, que yo sepa, tres teorías. La primera, más plausible, es que la calle toma el nombre de la cercanía de los montes de Fuencarral, que eran empinados y hacían la forma de una montera.
La segunda teoría, no muy extendida, defiende que en dicha calle pudo vivir una hembra de simpar belleza, mujer de un montero del rey.
La tercera se refiere al paseo que por aquella zona habría dado el rey Sancho IV, acompañado de la reina María y de su joven infante D. Fernando. En dicho paseo, se dice, el rey habría perdido la montera sin reparar en ello y, un rato largo después, cuando lo descubriese, habría reaccionado con ira hacia sus acompañantes por no haberle avisado. Dice esta historia que en la calle hubo un trozo de piedra en que se escribió «Al pasar esta vereda/perdió el rey la montera».
Otro día os cuento más de más calles.
Y pues que os veo puestísimos en la Historia de Madrid, ya os anuncio que no será la única calle de la que hablaremos en el futuro. Otras adivinanzas no son tan fáciles.
Pero vayamos con la calle Carretas, y sus aceras.
La primera orden de colocar aceras en Madrid data de 1612, pero doscientos años antes había sido sistemáticamente incumplida, porque en 1834 no había ni un metro. La razón estriba en que no siempre ha habido gallardones mandones en nuestra Historia. Aquellas primeras aceras que el Consejo de Castilla ordenó poner debían ser colocadas por los particulares dueños de las casas. Los inquilinos de cada inmueble, según la orden, debían costear la colocación de unas aceras de unos seis pies (aproximadamente un metro) de profundidad a todo lo ancho de las fachadas. De esta manera, uniéndose unas aceras privadas con otras, se formaría la acera de las calles.
A los madrileños del siglo XIX no les gustó nada la novedad. Consideraban que las aceras no hacían falta, porque ya iban las personas de a pie tan ricamente andando por la calle junto a caballos y carromatos, sin que hubiese problema para ello. Aunque es más que probable que los problemas, de hecho, existiesen. No olvidemos que la costumbre de conducir por la izquierda, que hoy por hoy sostienen casi en solitario los ingleses, cual irredenta aldea gala, proviene del hecho de que los conductores de carros solían llevar las riendas con la mano fuerte (la derecha) y en la izquierda llevaban la fusta para cambiar de marchas a hostia limpia. Cuando se sentaban a la izquierda del carro, como nosotros en el coche para circular a la continental, el brazo izquierdo quedaba por fuera, con lo que, al soltar un fustazo, a veces, en lugar de arrearle al caballo, le arreaban a un señor de Murcia que pasaba por allí. Circulando por la izquierda, y cambiando en consecuencia la situación del conductor, éste dejaba su brazo izquierdo en el centro del carro, siendo menos probables las agresiones.
El caso es que fue en esta calle Carretas donde Madrid estrenó aceras, como ya han adivinado muchos.
Sobre el origen del nombre, en efecto tiene que ver con la revuelta de los comuneros, aquellos hombres tan castellanos. Cuando estalló la revuelta, Madrid permaneció neutral, cosa que no gustó a las grandes ciudades del entorno, como Segovia o Toledo, las cuales deseaban el estallido de conflictos en la hoy capital para auxiliarla y generalizar la rebelión. En aquel entonces gobernaba Madrid como alcalde un tal Vargas, el cual se dio perfecta cuenta de que si los madrileños se cabreaban tendría poco con que enfriarlos. Así pues, llamó al alcázar a los hidalgos de la villa, les confió su defensa, y se marchó a Alcalá de Henares a allegar tropas para garantizar el orden.
Es muy probable que los procomuneros madrileños estuviesen esperando esta ausencia, porque nada más salir Vargas por la puerta, ellos se levantaron. Las familias singulares de Madrid, que entonces eran los Luxán, los Luzon, o los Herrera, nada pudieron hacer para parar a las hordas comuneras que hicieron suyas las calles. Los hidalgos se reunieron en la plaza de la villa, en la Torre de los Lujanes si mis referencias no son inexactas, mientras por la calle pasaban los paisanos dando vivas a Padilla. La situación fue tan comprometida que todas las familias de tronío o posibles de la ciudad, nos cuentan las crónicas, llevaron a sus hijas al convento de Santo Domingo para allí tenerlas a cubierto de tocamientos, vilipendios y violaciones; intención que muchos no pudieron cumplir porque al poco tiempo en el convento no se cabía de tanta tía que había dentro. Este detalle me hace pensar que la rebelión comunera madrileña fue algo más que una rebelión dinástica; esta presunta saña contra los púberes de la clase noble quizá nos está señalando cierto contenido social.
Los hidalgos, comandados por la mujer de Vargas (que debía ser de armas tomar la señora) se refugiaron en el alcázar, donde el pueblo los sometió a sitio. Sin embargo, pronto llegó la noticia de que de Alcalá llegaba Vargas con las tropas. En ese momento fue cuando los sublevados decidieron inventar la Comuna varios siglos antes y parapetarse ante la llegada del enemigo.
En la construcción de parapetos, se arrancaron tablas incluso de tumbas, pero lo que se utilizó, más que nada, fueron carretas. Salieron los sublevados del recinto de la muralla con todas las que encontraron y, en campo abierto, hicieron su barrera para recibir a Vargas que llegaba de Alcalá. El alcalde les intimó la rendición, pero ellos respondieron con una descarga cerrada. Entonces comenzó la batalla, que los comuneros empezaron a perder muy pronto, en cuando, a su espalda, los nobles salieron por las puertas de la muralla a hostigarlos.
Algunas crónicas dicen que los comuneros, entonces, albergaron la idea de utilizar escudos humanos. Había en las afueras de aquel entonces un hospital de tísicos, llamado de San Ricardo, y estuvieron pensando en sacar a los enfermos y ponerlos en las carretas, para que así, si les disparaban, fueran ellos los que muriesen. De hecho, sabido es que finalmente hubo negociación entre Vargas y los comuneros, y que se les permitió salir de Madrid a refugiarse en Segovia y en Toledo; es probable que esta transacción se produjese por el gesto de colocar inocentes en la primera línea de fuego.
Nos dicen las crónicas que aquellas carretas fueron las primeras barricadas formadas en Madrid. Cierto o no, lo que sí lo es es que allí quedaron, formadas, pues los soldados del alcalde prefirieron dejarlas por si los comuneros regresaban a atacar Madrid, para poder usar el parapeto. El lugar donde estuvo dicho parapeto siempre fue recordado como de las carretas y, por eso mismo, cuando fue calle, conservó el nombre.
Bueno, y ya que no habéis dicho nada sobre la otra calle que cité, la de la Montera, por la que en verdad no se preguntaba, aquí os voy a dejar un postre sobre la misma.
La calle de la Montera, hoy famosa más que nada por el puterío y tal, se ha llamado de muy variadas formas. Que yo haya descubierto, ha sido la calle de la Inclusa, de San Roque y de San Luis obispo. Lo de la Inclusa le viene porque en la dicha calle, en el lugar de la iglesia de San Luis, hubo antes una imagen de la Virgen muy venerada custodiada por la cofradía del Consuelo, dedicada a acoger y asistir a los niños incluseros.
Sobre el origen del nombre hay, que yo sepa, tres teorías. La primera, más plausible, es que la calle toma el nombre de la cercanía de los montes de Fuencarral, que eran empinados y hacían la forma de una montera.
La segunda teoría, no muy extendida, defiende que en dicha calle pudo vivir una hembra de simpar belleza, mujer de un montero del rey.
La tercera se refiere al paseo que por aquella zona habría dado el rey Sancho IV, acompañado de la reina María y de su joven infante D. Fernando. En dicho paseo, se dice, el rey habría perdido la montera sin reparar en ello y, un rato largo después, cuando lo descubriese, habría reaccionado con ira hacia sus acompañantes por no haberle avisado. Dice esta historia que en la calle hubo un trozo de piedra en que se escribió «Al pasar esta vereda/perdió el rey la montera».
Otro día os cuento más de más calles.
lunes, febrero 08, 2010
Aceras
Este lunes he preferido escribir sobre el presente, así pues he reflexionado en el blog hermano sobre la reforma laboral anunciada.
Pero como no hay que dar hilo sin puntada, os dejo con una cuestioncilla que resolveremos el miércoles.
La cuestioncilla precisa de que os informe de algo que, en todo caso, aunque no lo sepáis ya lo intuís: las calles de nuestras ciudades no siempre tuvieron aceras. De hecho, las aceras son una cosa relativamente moderna.
Las primeras calles que tuvieron aceras en Madrid fueron dos. Una os la digo: la calle de la Montera. ¿Cuál sería la otra?
Como pistas os diré que la colocación de las mentadas aceras data de 1834 y que la calle en cuestión debe su nombre, que aún hoy conserva, a la rebelión de los comuneros. Aunque esta última pista lo mismo despista más que pista, qué le vamos a hacer.
Hasta el miércoles.
Pero como no hay que dar hilo sin puntada, os dejo con una cuestioncilla que resolveremos el miércoles.
La cuestioncilla precisa de que os informe de algo que, en todo caso, aunque no lo sepáis ya lo intuís: las calles de nuestras ciudades no siempre tuvieron aceras. De hecho, las aceras son una cosa relativamente moderna.
Las primeras calles que tuvieron aceras en Madrid fueron dos. Una os la digo: la calle de la Montera. ¿Cuál sería la otra?
Como pistas os diré que la colocación de las mentadas aceras data de 1834 y que la calle en cuestión debe su nombre, que aún hoy conserva, a la rebelión de los comuneros. Aunque esta última pista lo mismo despista más que pista, qué le vamos a hacer.
Hasta el miércoles.