Este blog se tomará un descanso, probablemente hasta el 8 de julio. Seguiré conectándome a ratos, pero mi existencia de ocio va a estar alejada de Internet por unos días. Me las arreglaré, no obstante, para moderar comentarios, así pues escribid sin recato. Tampoco descarto asomarme algún día con algún comentario corto.
Mientras tanto, os dejo con la siguiente toma de la historia del fascismo italiano.
En 1919, el fascismo quedó como el culo en las elecciones italianas. Pero en 1920 se le presentó ya la primera oportundidad para empezar a cambiar eso. La posguerra golpeó el país en forma de crisis económica de una forma extremadamente cruel, lo cual llevó a las masas obreras a radicalizar sus movidas, generando un miedo al bolchevismo que fue el caldo en el que se cocinó, poco a poco, el fascismo italiano. Un proceso que Mussolini llevó, justo es reconocerlo, con notables dosis de habilidad, pues conocía bien los resortes del PSI, en el que no había sido precisamente un cualquiera , y por lo tanto sabía bien de su capacidad de disensión interna, por la cual, entre otras cosas, los socialistas acabarían demostrándose incapaces de sacar verdadera rentabilidad al filón de votos obtenidos en las urnas.
En junio de 1920, en medio de una crisis de la hueva, cae el gobierno Nitti y es sustituido por Giovanni Giolitti. El nuevo primer ministro busca inmediatamente la colaboración de los socialistas, pero éstos tienen en su seno a muy amplias bases y dirigentes que ya sólo creen en la toma del poder obrero y rechazan la idea de colaborar con las fuerzas burguesas, así pues Giolitti queda abocado a gobernar solo. Una prueba incomensurable de miopía política por parte de la izquierda, puesto que un gobernante en minoría, si su pierna izquierda se niega a transportarlo, andará, si es necesario, a la pata coja, dándole todo su apoyo a su otra pierna. La derecha.
Al amparo del comprensivo Giolitti, los fasci di comattimento comienzan su lúgubre historia de expediciones de castigo en la que incluso son apaleados diputados de la nación.
En agosto, la negociación colectiva se rompe. La respuesta de los sindicatos obreristas es reclamar la ocupación de fábricas. Hasta 600.000 obreros ocupan sus centros de trabajo, en un movimiento claro de corte revolucionario, a la vez que reivindicativo. Ciertamente, la situación se normalizará en octubre, pero el debate interno dentro de la izquierda entre los que se tomaron la ocupación como un acto reivindicativo y los que lo consideraban un acto revolucionario forzará, en el congreso de Livorno de enero de 1921, la escisión en el seno del PSI que creará el Partido Comunista Italiano, llamado a ser, probablemente, el comunismo más poderoso de Europa occidental. En los oídos de Mussolini suenan músicas celestiales.
Músicas en duetto. Porque en los finales de 1920 no es una, sino que son dos las grandes noticias que recibe el líder del fascismo italiano. La otra gran noticia es la decisión del gobierno de acabar con la chorrada de Fiume. El 12 de noviembre de aquel año, en virtud del Tratado de Rapallo, Fiume es declarada por las potencias ciudad libre. El día de Nochebuena, el ejército italiano sitia la ciudad para echar de allí al folklórico D'Annunzio. Nada más producirse los primeros disparos desde un navío de guerra, la ciudad se rinde. El otrora carismático competidor de Mussolini se retira de la escena.
El año 1921 es el de la actividad frenética de las escuadras fascistas, que ocupan centros públicos, cortan barbas, intoxican a sus enemigos con aceite de ricino para que se caguen encima (práctica importada a España por los jonsistas y adoptada en Falange por José Antonio Primo de Rivera) y, en varios miles de ocasiones, se los apiolan. Italia asiste a ese espectáculo mirando hacia otro lado. Nadie, en realidad, intenta pararlos. Prefieren a los camisas negras haciendo el cabra que la sovietización del país.
El 15 de mayo hay elecciones. En una muestra más de debilidad y miopía, los partidos conservadores democráticos aceptan fascistas en sus listas. 35 correligionarios de Mussolini, entre ellos él mismo, entran en el Parlamento.
En lo siguientes meses, Mussolini hace uso de toda su capacidad camaleónica. Después de los sucesos de Viterbo (ocupada por los fasci), de Treviso (donde destruyen dos periódicos) y de Roccadastra (trece muertos, que se dice pronto), el líder fascista firma un pacto de paz con los socialistas. Este aparente viaje a la moderación le causa a Mussolini la oposición de los muchos miembros de su formación de corte radical y violento, pero el Duce sabe llevarlos con mano izquierda hasta noviembre, cuando funda el Partido Nacional Fascista, tras lo cual se apresta a denunciar el pacto que él mismo firmó, y se quita definitivamente la careta: «Los fascistas sustituiremos al Estado cada vez que éste se revele incapaz de combatir las causas y los elementos de la desintegración interior». El gobierno Bonomi trata de reaccionar, pero los fascistas amenazan con airear el pasado fascista de miembros de la Administración (entre ellos, él mismo).
Mussolini crea su ejército. Un ejército a la romana, con legiones y cohortes, y con elementos que serán en buena medida copiados por el fascismo español. Así, entre los adolescentes nacen los balilla y los piccole italiane, los avanguardisti y los giovanni italiane; categorías que sirven para encuadrar a los niños desde los ocho hasta los dieciocho años.
En 1922, los brotes verdes se van a la mierda. Quiebra la Banca di Sconto, que arrastra en su caída a dos consorcios industriales, Ansaldo e Ilva. En febrero cae el gobierno Bonomi. Los fascistas vetan cualquier solución contraria a ellos. Se elige primer ministro a Luigi Facta, un hombre enormemente contemporizador con la violencia de los camisas negras. Las izquierdas se juegan el órdago a grande: huelga general el 31 de julio. Llevan cuatro reyes y son mano, así pues están convencidos de ganarlo.
Pero los fascistas sacan la porra y les dan de hostias hasta que sueltan las cartas.
Las clases medias italianas aplauden con las orejas. Por fin, está claro que hay un italiano que está dispuesto a hacer lo que sea para parar el avance bolchevique. Todo está agraz para lo que tiene que venir.
Pocas semanas después, llegará la marcha sobre Roma.
jueves, junio 25, 2009
martes, junio 23, 2009
Mussolini (2)
Italia no hizo un gran papel en la primera guerra mundial. Su enfrentamiento con los austriacos le costó más de medio millón de muertos, amén de heridos y prisioneros. No obstante, estaba en el bando ganador, así pues, fruto sobre todo del agotamiento del ejército austríaco, los tropas italianas acabaron por obtener una victoria decisiva en Vittorio Veneto, que acabó por forzar el armisticio por parte de sus enemigos. En 1917, Mussolini resultó herido por la explosión accidental de una bomba.
Italia terminó la primera guerra mundial literalmente arruinada por el conflicto, el cual, entre otras cosas, había hecho perder un 80% de su valor a la lira. Evidentemente, como país ganador, obtuvo un botín. La primera perla del mismo fue la propia desaparición del imperio austro-húngaro, que hasta entonces había influido tanto en la realidad política italiana. Además, obtuvo recompensas territoriales, tales como el Trentino, es decir el valle del Adigio y del Isonzo, hasta el Brennero. No obstante, se quedó con la miel en los labios en lo que se refiere a su reclamo de la costa de Dalmacia. Italia intentó en la conferencia de París un abandono teatral por no conseguir sus reivindicaciones, pero todo lo que consiguió fue quedar aún más humillada, pues tuvo que volver con el rabo entre las piernas ante el acojone de perder, con su gesto, lo que ya creía seguro. Esta humillación creó entre los italianos el concepto de victoria mutilata, o victoria menor o victoria gilipollas, es decir la sensación de que se había luchado para nada. En buena medida, los italianos hablan con mayor amargura de su victoria en la primera guerra mundial que de su derrota en la segunda (aunque también es cierto que su sempiterna habilidad negociadora consiguió convertir esta segunda en una victoria durante el tiempo de descuento).
Lo más importante a efectos de lo que estudiamos en estas notas es que, en un paralelismo con el fascismo alemán, esta decepción será uno de los grandes filones que encontrará Mussolini para impulsar el fascismo. En la pluma del futuro Duce, los políticos parlamentarios son los culpables de todo lo que ha pasado. Los apela sin recato de «seres apestados y sifilíticos», además de bastardos e idiotas. En muchos hogares que han perdido uno o dos hijos en aquella guerra tan cruel y que ahora se preguntan el porqué de pago tan caro, este mensaje prenderá como la estopa cuando se den las circunstancias para ello en la década de los veinte.
De alguna manera, el fascismo italiano nace el 11 de enero de 1919. El dia en el que un político socialista, Leonida Bissolati, tiene cita para dar un mitin en la mítica Scala de Milán, patrocinado por la Sociedad de Naciones. Al comenzar la intervención, un grupo de individuos comenza a entonar cánticos bélicos, interrumpiendo la conferencia. Esos hombres son fundamentalmente excombatientes y portan boinas negras. Se llaman asimismo arditi. Apenas hace unos días que Mario Carli Marinetti, más conocido en la Historia del Arte por representar un movimiento estético que conocemos como futurismo, ha fundado la primera asociación de arditi en Roma. No será la única.
En la Scala estaba también presente Benito Mussolini.
Italia intenta, en la posguerra, una especie de bipartidismo imperfecto, diseñado no tanto para un turno pacífico entre los dos grandes partidos como para garantizar el mando más o menos continuado de uno de ellos, el Partido Popular Italiano, o sea la democracia cristiana, fundado por un sacerdote, el padre Luigi Sturzo. Basándose en la raíz decicidamente católica del pueblo italiano, el PPI aspira a gobernar Italia por encima de las aspiraciones de los socialistas, los cuales, en esa época, en Italia como en cualquier otro país europeo, están aún debatiéndose en un combate entre revolucionarismo marxista y socialdemocracia parlamentaria que no queda del todo claro.
El acto fundacional del fascismo italiano propiamente dicho se produce en la Piazza San Sepolcro de Milán, el 21 de marzo de 1919. A aquel acto acuden más o menos medio centenar de excombatientes de la primera guerra mundial, que han llegado para escuchar a Mussolini, bajo la presidencia de Ferruccio Vecchi. Sin embargo, será en esa reunión donde se funden los primeros fasci de combattimento.
Los fascios crecen inicialmente muy despacio, lo cual mueve a Mussolini a concluir que hace falta algún tipo de acción que los haga visibles ante la sociedad italiana, que es la manera de conseguir ser apoyado por los cuerpos de la clase media amantes del orden, que tanto en Italia como en Alemania como casi en cualquier experimento fascista son los que aúpan a estos movimientos. Cualquiera puede pensar que los fascistas son tipos de hombros anchos, temperamento violento y un buen par de cuernos en las sienes. Claro que, también, como pensar, cualquiera puede pensar que dos y dos son veintisiete.
En abril de 1919, una huelga general decretada por el PSI paralizó Milán. Por la tarde se produce una magna asamblea con miles de obreros presentes. En ese momento, los fasci de combattimento atacan, fuertemente armados. Lo más destacable de esa mano de hostias fue la actitud pasiva de la policía y de ejército, que parece demostrar que, ya entonces, había muchos que veían en los fascistas a unos tipos que hacían lo que otros, en el fondo, quisieran hacer.
Tras los enfrentamientos, unos doscientos arditi se dirigen a la redacción del Avanti, periódico que un día dirigiera Mussolini y que está protegido por el ejército. Los boinas negras lo rodean. Suena un disparo. Un soldado, Martino Speroni, cae muerto (es el cuarto muerto del día). La tropa, inexplicablemente, se retira. Los fascistas entran en el periódico y no dejan ni un cenicero sano.
El gobierno felicitó a Vecchi y Marinetti por aquella acción. Sí, les felicitó. Y hay que entender por qué, se comparta o no tamaña bestialidad, porque si no se entiende ese factor no se comprenderá nunca ni el ascenso del fascismo ni el del nazismo. La felicitación del ministro de de la guerra, general Caviglia, no significa otra cosa que las fuerzas vivas italianas, y sobre todo la clase media que sostiene los gobiernos, encontraba mucho más remoto el peligro fascista, o incluso inexistente porque en ese momento aún no se había probado con los hechos; y, sin embargo, todos los peligros ligados de alguna manera a la revolución rusa los encontraba mucho más cercanos.
La Europa de los albores de los felices años veinte está literalmente acojonada con el comunismo; y los socialismos existentes en los países no ponen las cosas fáciles a base de otorgar a sus huelgas generales y movidas varias un claro sentido revolucionario, esto es, se preocupan de decir que los obreros no paran sólo para conseguir mejores salarios, sino también para implantar la dictadura del proletariado. En 1920, ya todo el mundo en Europa conoce bien cuál es el destino que le reservó ese gran demócrata llamado Lenin a todo aquél que en Rusia medio olía a burgués, y muy especialmente si era un burgués campesino. Las gentes no querían acabar así y, cada vez que los obreros salían a la calle con sus banderas, les venían a decir que así ocurriría si no se andaban listos. Así que resolvieron frenar el tsunami obrerista. Por las malas, o por las malas.
En ese momento, sin embargo, el problema para Mussolini es que él no era el único candidato a pasar a la Historia como fundador e impulsor del fascismo italiano. Otro conspicuo candidato le presentaría batalla aprovechando el asuntillo de Fiume. La ciudad de Fiume, como la Dalmacia, era reclamada por los italianos, pero no vino en el paquetito de regalos de la posguerra. Fue puesta bajo la administración de la Sociedad de Naciones. Así las cosas, el protofascista Gabriele D'Annunzio albergó la idea de tomarla por la fuerza, aprovechando el hecho, que en la Historia se puede comprobar muchas veces, de que el fuerte de la SDN, como en el caso de la ONU, no era precisamente tener tropas resolutivas capaces de defenderse. Los conjurados tomaron la ciudad el 12 de septiembre de 1919. Fue allí, en Fiume, donde nació, o más bien renació, el saludo romano como saludo fascista. D'Annunzio, verdaderamente, se vestía por los pies en ese asunto de los símbolos y los desfiles.
Pero tenía otra idea. Para Gabriele, la acción de Fiume era sólo un primer paso. Lo que él quería, en realidad, era montar una marcha sobre Roma. Esto sí que puso nervioso a Mussolini, a quien el condottiero di Fiume trataba con la displicencia con la que un líder trata a un segundo nivel cagarro.
El 16 de noviembre de aquel año, pocas semanas después de lo de Fiume, hubo elecciones. El fascismo presentó tres candidatos: uno era Mussolini. Los otros dos eran hombres de la cultura: Marinetti y el músico Toscanini. Juntos, apenas sumaron 4.000 votos en toda Italia. Los socialistas les sobrepasaron en casi dos millones de votos y se convirtieron en los grandes triunfadores de esa noche. El PPI sacó unos 400.000 votos menos y el resto de los partidos tradicionales, todos juntos, sumaron unos tres millones y medio de votos.
Como casi siempre en la Historia del fascismo éste, a punto de dar el estirón para situarse, parece vencido. Todo indica que Italia le ha dado la espalda a ese señor gesticulante y ampuloso. Además, como acabamos de ver, Benito tiene problemas dentro de su propio partido, en el que hay elementos tan inclasificables e incompatibles como el propio D'Annunzio, o el nefasto Roberto Farinacci, o activistas sin dudas como Arrigo Dumini o Italo Balbo, o antiguos militares, estrategas bastante pobres, como Cesare María de Vecchi o Emilio de Bono. Todos ellos conforman la mediocre tropa fascista italiana, al estilo de la cuadrilla hitleriana en Alemania; y todos son ambiciosos, aunque de momento, más que un pastel, lo que se están repartiendo entre todos es un bollycao.
Pero sabemos bien que eso no fue así durante mucho tiempo. Y lo contaremos pronto.
Italia terminó la primera guerra mundial literalmente arruinada por el conflicto, el cual, entre otras cosas, había hecho perder un 80% de su valor a la lira. Evidentemente, como país ganador, obtuvo un botín. La primera perla del mismo fue la propia desaparición del imperio austro-húngaro, que hasta entonces había influido tanto en la realidad política italiana. Además, obtuvo recompensas territoriales, tales como el Trentino, es decir el valle del Adigio y del Isonzo, hasta el Brennero. No obstante, se quedó con la miel en los labios en lo que se refiere a su reclamo de la costa de Dalmacia. Italia intentó en la conferencia de París un abandono teatral por no conseguir sus reivindicaciones, pero todo lo que consiguió fue quedar aún más humillada, pues tuvo que volver con el rabo entre las piernas ante el acojone de perder, con su gesto, lo que ya creía seguro. Esta humillación creó entre los italianos el concepto de victoria mutilata, o victoria menor o victoria gilipollas, es decir la sensación de que se había luchado para nada. En buena medida, los italianos hablan con mayor amargura de su victoria en la primera guerra mundial que de su derrota en la segunda (aunque también es cierto que su sempiterna habilidad negociadora consiguió convertir esta segunda en una victoria durante el tiempo de descuento).
Lo más importante a efectos de lo que estudiamos en estas notas es que, en un paralelismo con el fascismo alemán, esta decepción será uno de los grandes filones que encontrará Mussolini para impulsar el fascismo. En la pluma del futuro Duce, los políticos parlamentarios son los culpables de todo lo que ha pasado. Los apela sin recato de «seres apestados y sifilíticos», además de bastardos e idiotas. En muchos hogares que han perdido uno o dos hijos en aquella guerra tan cruel y que ahora se preguntan el porqué de pago tan caro, este mensaje prenderá como la estopa cuando se den las circunstancias para ello en la década de los veinte.
De alguna manera, el fascismo italiano nace el 11 de enero de 1919. El dia en el que un político socialista, Leonida Bissolati, tiene cita para dar un mitin en la mítica Scala de Milán, patrocinado por la Sociedad de Naciones. Al comenzar la intervención, un grupo de individuos comenza a entonar cánticos bélicos, interrumpiendo la conferencia. Esos hombres son fundamentalmente excombatientes y portan boinas negras. Se llaman asimismo arditi. Apenas hace unos días que Mario Carli Marinetti, más conocido en la Historia del Arte por representar un movimiento estético que conocemos como futurismo, ha fundado la primera asociación de arditi en Roma. No será la única.
En la Scala estaba también presente Benito Mussolini.
Italia intenta, en la posguerra, una especie de bipartidismo imperfecto, diseñado no tanto para un turno pacífico entre los dos grandes partidos como para garantizar el mando más o menos continuado de uno de ellos, el Partido Popular Italiano, o sea la democracia cristiana, fundado por un sacerdote, el padre Luigi Sturzo. Basándose en la raíz decicidamente católica del pueblo italiano, el PPI aspira a gobernar Italia por encima de las aspiraciones de los socialistas, los cuales, en esa época, en Italia como en cualquier otro país europeo, están aún debatiéndose en un combate entre revolucionarismo marxista y socialdemocracia parlamentaria que no queda del todo claro.
El acto fundacional del fascismo italiano propiamente dicho se produce en la Piazza San Sepolcro de Milán, el 21 de marzo de 1919. A aquel acto acuden más o menos medio centenar de excombatientes de la primera guerra mundial, que han llegado para escuchar a Mussolini, bajo la presidencia de Ferruccio Vecchi. Sin embargo, será en esa reunión donde se funden los primeros fasci de combattimento.
Los fascios crecen inicialmente muy despacio, lo cual mueve a Mussolini a concluir que hace falta algún tipo de acción que los haga visibles ante la sociedad italiana, que es la manera de conseguir ser apoyado por los cuerpos de la clase media amantes del orden, que tanto en Italia como en Alemania como casi en cualquier experimento fascista son los que aúpan a estos movimientos. Cualquiera puede pensar que los fascistas son tipos de hombros anchos, temperamento violento y un buen par de cuernos en las sienes. Claro que, también, como pensar, cualquiera puede pensar que dos y dos son veintisiete.
En abril de 1919, una huelga general decretada por el PSI paralizó Milán. Por la tarde se produce una magna asamblea con miles de obreros presentes. En ese momento, los fasci de combattimento atacan, fuertemente armados. Lo más destacable de esa mano de hostias fue la actitud pasiva de la policía y de ejército, que parece demostrar que, ya entonces, había muchos que veían en los fascistas a unos tipos que hacían lo que otros, en el fondo, quisieran hacer.
Tras los enfrentamientos, unos doscientos arditi se dirigen a la redacción del Avanti, periódico que un día dirigiera Mussolini y que está protegido por el ejército. Los boinas negras lo rodean. Suena un disparo. Un soldado, Martino Speroni, cae muerto (es el cuarto muerto del día). La tropa, inexplicablemente, se retira. Los fascistas entran en el periódico y no dejan ni un cenicero sano.
El gobierno felicitó a Vecchi y Marinetti por aquella acción. Sí, les felicitó. Y hay que entender por qué, se comparta o no tamaña bestialidad, porque si no se entiende ese factor no se comprenderá nunca ni el ascenso del fascismo ni el del nazismo. La felicitación del ministro de de la guerra, general Caviglia, no significa otra cosa que las fuerzas vivas italianas, y sobre todo la clase media que sostiene los gobiernos, encontraba mucho más remoto el peligro fascista, o incluso inexistente porque en ese momento aún no se había probado con los hechos; y, sin embargo, todos los peligros ligados de alguna manera a la revolución rusa los encontraba mucho más cercanos.
La Europa de los albores de los felices años veinte está literalmente acojonada con el comunismo; y los socialismos existentes en los países no ponen las cosas fáciles a base de otorgar a sus huelgas generales y movidas varias un claro sentido revolucionario, esto es, se preocupan de decir que los obreros no paran sólo para conseguir mejores salarios, sino también para implantar la dictadura del proletariado. En 1920, ya todo el mundo en Europa conoce bien cuál es el destino que le reservó ese gran demócrata llamado Lenin a todo aquél que en Rusia medio olía a burgués, y muy especialmente si era un burgués campesino. Las gentes no querían acabar así y, cada vez que los obreros salían a la calle con sus banderas, les venían a decir que así ocurriría si no se andaban listos. Así que resolvieron frenar el tsunami obrerista. Por las malas, o por las malas.
En ese momento, sin embargo, el problema para Mussolini es que él no era el único candidato a pasar a la Historia como fundador e impulsor del fascismo italiano. Otro conspicuo candidato le presentaría batalla aprovechando el asuntillo de Fiume. La ciudad de Fiume, como la Dalmacia, era reclamada por los italianos, pero no vino en el paquetito de regalos de la posguerra. Fue puesta bajo la administración de la Sociedad de Naciones. Así las cosas, el protofascista Gabriele D'Annunzio albergó la idea de tomarla por la fuerza, aprovechando el hecho, que en la Historia se puede comprobar muchas veces, de que el fuerte de la SDN, como en el caso de la ONU, no era precisamente tener tropas resolutivas capaces de defenderse. Los conjurados tomaron la ciudad el 12 de septiembre de 1919. Fue allí, en Fiume, donde nació, o más bien renació, el saludo romano como saludo fascista. D'Annunzio, verdaderamente, se vestía por los pies en ese asunto de los símbolos y los desfiles.
Pero tenía otra idea. Para Gabriele, la acción de Fiume era sólo un primer paso. Lo que él quería, en realidad, era montar una marcha sobre Roma. Esto sí que puso nervioso a Mussolini, a quien el condottiero di Fiume trataba con la displicencia con la que un líder trata a un segundo nivel cagarro.
El 16 de noviembre de aquel año, pocas semanas después de lo de Fiume, hubo elecciones. El fascismo presentó tres candidatos: uno era Mussolini. Los otros dos eran hombres de la cultura: Marinetti y el músico Toscanini. Juntos, apenas sumaron 4.000 votos en toda Italia. Los socialistas les sobrepasaron en casi dos millones de votos y se convirtieron en los grandes triunfadores de esa noche. El PPI sacó unos 400.000 votos menos y el resto de los partidos tradicionales, todos juntos, sumaron unos tres millones y medio de votos.
Como casi siempre en la Historia del fascismo éste, a punto de dar el estirón para situarse, parece vencido. Todo indica que Italia le ha dado la espalda a ese señor gesticulante y ampuloso. Además, como acabamos de ver, Benito tiene problemas dentro de su propio partido, en el que hay elementos tan inclasificables e incompatibles como el propio D'Annunzio, o el nefasto Roberto Farinacci, o activistas sin dudas como Arrigo Dumini o Italo Balbo, o antiguos militares, estrategas bastante pobres, como Cesare María de Vecchi o Emilio de Bono. Todos ellos conforman la mediocre tropa fascista italiana, al estilo de la cuadrilla hitleriana en Alemania; y todos son ambiciosos, aunque de momento, más que un pastel, lo que se están repartiendo entre todos es un bollycao.
Pero sabemos bien que eso no fue así durante mucho tiempo. Y lo contaremos pronto.