Estas dos fotos que presiden hoy el comentario son antitéticas. Pertenecen a un mismo momento histórico y a sus dos extremos. En una, la Puerta de Alcalá aparece adornada con los retratos de Stalin y de otros conspicuos líderes comunistas. Es una foto tomada durante la guerra. La segunda foto está tomada al final de dicha guerra, y se corresponde con una misa que se celebró a los pies de esa misma Puerta, presidida por una imagen de Cristo seriamente dañada por las violencias de aquellos años; misa en la que los vencedores de la guerra dieron gracias por su victoria.
Dos situaciones tan extremas en el mismo lugar sirven para definir la importancia que la Puerta de Alcalá, como lugar de encuentro y de Historia, ha tenido para España y para Madrid. Quizá el momento principal vivido por esta puerta fuese el malhadado día en que hubo de ser testigo de un magnicidio en la persona del presidente del Consejo de Ministros, Eduardo Dato, quien vivía allí mismo y allí mismo fue asesinado por dos anarquistas que se acercaron a su coche en una moto con sidecar.
Indudable es, pues, que nuestra Puerta tiene mucha historia. Quizá entretenga un poco contar algunos de los elementos de la misma.
El 27 de mayo de 1769 se fijó en diversos puntos de Madrid un anuncio por el que se anunciaba el concurso para construir la Puerta según los diseños del arquitecto real Francisco Sabattini. Especial énfasis ponía Sabattini en dejar claro que la obra debía ser del mejor material, estipulando que el ladrillo fino debería ser de la Rivera; la piedra blanca, de Colmenar de Oreja y Navarredonda, desechando la piedra de Mingorrubio, toda ella sin ojos, sin agujeros ni pelo alguno. Como se puede ver, la obra es una obra madrileña cien por cien (salvo por el detalle de que su diseñador nació en Palermo, y su impulsor venía de ser rey de Nápoles, claro).
La construcción de la Puerta de Alcalá forma parte de un proyecto más genérico y ambicioso, a la par que muy caro, cuyo principal elemento era la urbanización del paseo del Prado. E, incluso, podríamos decir que hasta la urbanización del Prado formaba parte de otro proyecto aún mayor que se concretó con la construcción de la Puerta de San Vicente, el acabado definitivo del Palacio Real, la construcción de la Casa de Aduanas (actual Ministerio de Hacienda, en Alcalá, 9), el palacio del conde de Altamira en la calle de la Flor, la Casa de Correos (sede de la Comunidad de Madrid), la fábrica de porcelana del Retiro (hoy inexistente), el Banco y el Colegio de San Carlos, la Imprenta Real...
Carlos III, el mejor alcalde de Madrid como le dicen algunos, tuvo desde luego la visión de que Madrid, ciudad apolillada y sucia, debía de mejorar su aspecto y convertirse en una capital europea de relumbrón, y para ello se embarcó en una serie de obras faraónicas, probablemente más aún de lo que lo son las que hoy aborda nuestro alcalde. La reinvención del área incluía la sustitución de la vieja puerta, que estaba un poco más abajo, a la altura de la calle Alfonso XI.
Hay que hacer notar que las medidas de Carlos III alcanzaron hechos más primarios, puesto que el rey se impuso la tarea de que Madrid dejase de ser una ciudad cuyas calles estuvieran literalmente llenas de mierda. El personal de aquel Madrid simplemente tiraba sus desechos y detritus por la ventana, razón por la cual no era muy buena idea andar por la calle de noche, pues no sólo se corría el peligro de ser atacado por los felones, sino también alcanzado por el contenido de los orinales castizos. En una ciudad donde la limpieza pública prácticamente no existía, toda aquella basura quedaba en las calles, se pudría y le daba a la villa, digamos, personalidad. Bajo la inspiración y el impulso de Carlos III, se inventó la conocida como La Marea, que eran unos carros que llevaban unas piezas que servían para arrastrar la mierda, y que iban seguidos de barrenderos que completaban la tarea.
Para pagar todo esto, se embargó el arbitrio o impuesto que pagaban las tabernas madrileñas. Así pues, eso de esquilmar al personal para hacer grandes obras no es ni de coña cosa moderna. Aunque el dinero movilizado fue mucho, no dio para hacer todo lo que se pensó. Sin ir más lejos, el arquitecto Ventura Rodríguez diseñó un pórtico, que quería situar junto a las caballerizas del Casón del Buen Retiro, con capacidad para unas 3.000 personas y que podría albergar cafetines y tabernas. Es curioso imaginarse qué aspecto tendría hoy la zona de haberse llevado a cabo.
Don Ventura, por cierto, fue arquitecto reputado y sus obras pueden verse en muchos lugares de España. Pero hay que reconocer que con la Puerta y el tándem Carlos III-Sabattini, pinchó en hueso. Hasta cinco diseños presentó de la obra, y todos le fueron amablemente rechazados.
La información disponible nos dice que hubo catorce contratistas interesados en hacer la obra. La decisión final se tomó a las cuatro de la tarde del martes, 6 de junio, y fue en favor de Francisco de la Fuente. Las condiciones de De la Fuente eran las que más placían a Sabattini pero, no obstante, el arquitecto consideraba los precios pedidos por el asentista excesivos. Se negoció con él, sin llegar a ningún arbitrio, por lo que el constructor final fue Santiago Feijoo y Compañía.
Siete años después, en 1777, el Ayuntamiento de Madrid tuvo que darle al señor Feijoo un par de cachetadas, pues la obra, al parecer, iba como el culo. El contratista se comprometió a terminar la Puerta en un año, y lo cumplió.
Las crónicas nos dicen que la Puerta, pronto, estuvo rodeada de chabolas e, incluso, unos cien años después el Ayuntamiento tuvo que aprobar un presupuesto de rehabilitación, pues estaba hecha una braga. No ha de extrañar esto pues, entonces, la Puerta de Alcalá era un monumento de extrarradio, tanto que junto a la misma estaba situada la verja fiscal en la que las mercancías que entraban en Madrid pagaban fielato y un poco más allá, la plaza de toros; existen testimonios, además, que se quejan de lo difícil que era apreciarla, rodeada como estaba de chabolas.
El primer hombre que, después de Carlos III, se interesa por la Puerta, es José I, o sea Pepe Botella, el rey Bonaparte que llegó impuesto por su hermano y la fuerza de las armas y que dejó un breve reinado y el odio, en buena parte inmerecido, de muchos españoles. A José Bonaparte le llamaban Pepe Plazuelas por la cantidad de plazas que construyó en Madrid; se le decía así para insultarlo, pero lo cierto es que a esas obras debe el Madrid de siempre su liberación de la naturaleza abigarrada, oscura, amogollonada, que tenía hasta entonces la ciudad. Una plaza que le debemos a José, sin ir más lejos, es la de Oriente; obra para la cual se apioló dos conventos, la biblioteca y jardín de la reina, y 56 casas.
José era un Bonaparte. Y pensaba como un Bonaparte. Igual que un ilustre descendiente de su sangre acabaría imaginando una gran avenida parisina que hoy se llama de los Campos Elíseos, José ideó algo que, de haber sido realizado, habría hecho que Madrid, hoy, no fuese Madrid como lo conocemos. Entre otras cosas, hubiera hecho innecesaria la construcción de la Gran Vía. Soñaba José Bonaparte con una gran avenida, un gran bulevar, ancho y claro, que comenzase en el Palacio Real y terminase en la Puerta de Alcalá, haciendo pues que ambos monumentos y símbolos se mirasen en la distancia. Dejo a la imaginación del lector el aspecto que habría tenido tan imponente obra.
Hasta ese momento tenemos Puerta, pero no tenemos plaza. La plaza de la Independencia es muy posterior a la Puerta de Alcalá y se basa, también, en un modelo muy francés, que no puede ser otro de la plaza de L'Etoile. Es Fernández de los Ríos quien, tras su acceso al Ayuntamiento ya en la segunda mitad del siglo XIX, propone la creación de una plaza de cien metros de radio, cuyo centro será la Puerta, dedicada a los defensores de Zaragoza. Eso sí, el proyecto final fue más modesto que el que pretendía el concejal.
Fernández de los Ríos, inspirándose en París o tal vez envidiándolo, quería que a la plaza confluyesen ocho calles. Propuso que se llamasen: Numancia, Sagunto, Covadonga, Granada, Padilla, Bravo, Maldonado y Lanuza. Todo un pastiche de orgullo patrio. Una de las calles, entiendo yo por los testimonios que he leído, vendría a coincidir con la avenida arbolada que hay tras la puerta del Retiro que da a la plaza. Justo frente a ésta, es decir entre Serrano y (creo que se llama así) Salustiano Olózaga, otra calle que terminaría en un monumento al 2 de mayo. En la actual calle de Alfonso XII se situaría, frente al Casón, una estatua de Quevedo. Otra calle tiraría por lo que hoy es la calle de Alcalá hacia las Escuelas Aguirre. Otra comunicaría con el barrio de Salamanca, entonces en construcción, y tendría una estatua de Pelayo. A otra, desde la plaza hasta Recoletos (debe de ser la de Salustiano Olózaga), se trasladaría desde el Retiro la llamada fuente de las Cuatro Estaciones. Y otra calle conectaría la plaza con unos llamados jardines de los Campos Elíseos (cómo no) que se querían construir más o menos en el actual emplazamiento del inicio de la calle Velázquez.
El proyecto, como sabemos, se realizó reduciendo ligeramente la superficie de la plaza y suprimiendo calles y monumentos.
Por último, Juan Álvarez Mendizábal, el ministro de la desamortización, terminó, eso sí sin desearlo ni imaginarlo, por poner el broche de esta inspiración francesa que parece perseguir a la madrileña puerta. Igual que en París se han acabado por construir dos arcos, el de L'Etoile y el de La Défense, que están igualmente orientados, Mendizábal quiso construir una especie de segunda puerta de Alcalá que, según las crónicas, iba a estar junto a la Montaña Rusa del Retiro. En el Retiro nunca ha habido una montaña rusa según lo que todo el mundo entiende por la expresión. Es que ése era uno de los nombres que recibía la Montaña Artificial. Así pues, probablemente la puerta de Mendizábal, de haberse levantado, habría estado situada más o menos donde están las Escuelas Aguirre.
La última gran polémica que ha vivido la Puerta de Alcalá fue ya durante el franquismo, cuando a algún arquitecto con ganas de especular y dar por saco se le ocurrió levantar la torre de Valencia, en el inicio de la calle O'Donell. No pocas voces se levantaron aseverando, con absoluta certitud en mi opinión, que ese palitroque ahí colocado destruía la armonía de la imagen de la puerta y que, seguro, en Madrid habría muchos sitios donde colocar la puñetera torrecita sin necesidad de andar jodiendo con ello las postales. No hubo indulto para nuestra puerta que, por lo tanto, desde entonces tiene una especie de pariente tonto del culo que se asoma por detrás en las fotos, con la sonrisa de bobalicón que suelen tener los bobalicones.