Como siempre, te recuerdo que los capítulos que van de esta historieta son:
La huelga de la Canadiense
Brabo Portillo y Pau Sabater
The last chance
Auge y caída del barón de König
Mal rollito
La figura de Severiano Martínez Anido se asemeja en muchas cosas a la de Francisco Franco. Ambos fueron militares de larga trayectoria. Martínez Anido había servido en Filipinas, Cuba y Marruecos, es decir en todas las grandes guerras de España que le había tocado vivir como militar. Franco también era un militar del que no se podía decir que hubiese dado la espalda a un solo conflicto. Ambos, además, compartían el enorme defecto de tener una visión puramente militar de las cosas. Para ellos, el mundo era el patio de un cuartel y los problemas, guerras. De esta manera luchaban contra ellos.
Existen indicios de que Martínez Anido tenía cierta conciencia de justicia social. En su primera intervención ante la prensa tras ser nombrado gobernador de Barcelona, dijo que distinguiría entre terrorismo y reivindicaciones obreras, y que tampoco podía ser que los obreros fuesen tan salvajemente explotados como lo eran. Hubo quien llegó a creer que por fin llegaba a Barcelona un mandamás que entendía a los obreros. Sin embargo, metodológicamente, Martínez Anido actuó no como un político, intentando negociar; sino como un militar, es decir viendo la manera de atajar el mal del terrorismo pistolerista de raíz. Por esto, lo primero que hizo fue realizar una lista de todos los activistas a los que iba a expulsar de Barcelona. El asesinato de Valentín Otero, activista del Libre, no hizo sino impulsarle a ir más allá y, de hecho, a los pocos días de llegar al cargo dirigió una redada tan precisamente organizada que se podría decir que casi toda la plana mayor de la CNT fue detenida, incluido Seguí. Esta redada coincidió con el día en que unos activistas del Libre se dirigieron a una obra en la barriada de Sarriá, hicieron que los obreros se colocasen en una pared a punta de pistola, sacaron de la fila al cenetista Alfonso Cortina y lo mataron allí mismo, delante de sus compañeros.
Las acciones de Martínez Anido, del Libre y de la propia CNT fueron haciendo que las actividades se radicalizasen, como consecuencia de lo cual incluso los jefes más jefes empezaron a estar en peligro. El 26 de noviembre, se produjeron los atentados simultáneos de un destacado líder del Libre, el propietario del Hotel Continental Antoni Albareda; y un par de presidentes de sindicatos de la CNT: Ramón Batalla, de la construcción , y Josep Caneja, de metalurgia.
En suma, en el conjunto del mes de noviembre, primero en que Martínez Anido fue gobernador, hubo ya 22 muertos.
Y aquí llegamos a uno de los sucesos más poco claros de toda esta historia. Como ya sabemos, hay dirigentes de la CNT en la trena. Según algunos testimonios que hay que tomar con pinzas, puesto que la fuente es Inocencio Feced, quien traicionó y mintió a todo dios y por lo tanto es poco de fiar, Martínez Anido y su comisario Arlegui decidieron que, teniendo en cuenta el cariz que tomaban las cosas, había que pasar por la turmix a Françesc Layret, abogado habitual de los cenetistas. Los ánimos, además, se encrespan después de que el día 29 un grupo de pistoleros del Libre se carguen al cenetista Carles Bort en el mismo bar donde estaba tomando copas.
El día 30, una nutridísima fuerza de guardias salió del cuartel de la calle Consejo del Ciento y tomó un muelle del puerto de Barcelona, que los policías aislaron del mundanal ruido. Al mismo tiempo, en la cárcel Modelo todos los grandes popes del cenetismo como Seguí y otros, junto con el nacionalista Lluis Companys, eran sacados de sus celdas y llevados esposados a unos camiones que les dieron varias vueltas por Barcelona. Los detenidos llegaron a pensar de todo. Primero, que les llevaban al castillo de Montjuich; después, que los iban a deportar a Guinea; después, que los iban a tirar al agua para que se ahogasen. Finalmente, cuando ya estaban embarcados, fueron informados de que serían llevados al castillo de La Mola en Mahón. Martínez Anido llevaba adelante sus planes: muertos los perros, se acabó la rabia.
La mujer de Companys, en cuanto supo lo que estaba pasando, se fue echando leches hacia la casa de Layret, para contárselo. Al saber que estaba en la calle esperándole, Layret se apresuró a bajar a su encuentro. En la calle, muy cerca de la dona Companys, estaban los pistoleros Fulgencio Vera, AKA Mirete, Ángel Coll, Fulgencio Grisca y Carles Baldrich. Los cuatro dispararon. El abogado no tenía ni la más mínima oportunidad. Hay que hacer notar que Layret era diputado. Su muerte, por lo tanto, es un magnicidio del tamaño de la de José Calvo Sotelo, que precipitó el estallido de la guerra civil. Ésta, además, cuenta con la sospecha histórica de que fuese el propio terrorismo de Estado el que procedió al asesinato. Y con el agravante de que Layret era minusválido.
El asesinato de Layret casi viene a coincidir en el tiempo con una escena que más que de la Historia de España parece de una película de Pajares y Esteso. No fue hasta que el barco que llevaba a los presos estaba a medio camino entre Barcelona y Mahón que los organizadores del viaje cayeron en la cuenta de que no habían solicitado el ingreso de aquellas personas en La Mola. Sí, como suena. Durante un rato pareció que el barco tenía que darse la vuelta con su carga camino de la ciudad condal de nuevo. Finalmente, tras muchas conferencias telefónicas y hemos de suponer que después de que Martínez Anido amenazase con las peores soflamas al gobierno de Madrid, éste aceptó el traslado de los presos, que llegaron a Mahón a las mil y monas, sucios, sin haber podido comer decentemente y sin dormir.
Con el nuevo año aparece una nueva moda; una de las más tétricas de nuestra Historia, prolija en bestialidades. Cierto día, las fuerzas policiales cercaron a unos cenetistas que se encontraban en el Camp de l’Arpa, y detuvieron al dirigente Gregori Daura. Una pareja de policías lo conducía a la jefatura cuando, a la altura más o menos de la plaza de toros monumental, Daura, según la versión oficial, intentó huir, ante lo cual los guardias «tuvieron» que matarlo a tiros.
Había nacido la tristemente famosa ley de fugas.
Martínez Anido llegó más lejos. En una reunión que probablemente se celebró el 12 de diciembre de 1920, selló un pacto con el Sindicato Libre para que ambas fuerzas, la policía y dicho sindicato, fueran a por la CNT. El 17 detuvo a Ángel Pestaña. El 22, en un bar del Poble Nou, unos pistoleros del Libre se llevaron por delante a un recaudador de cuotas sindicales, Juan Llovet, e hirieron a otros. Al día siguiente, como represalia, el dirigente del Libre Juan Soler era asesinado por cuatro pistoleros cenetistas en la puerta misma del mercado de la Boquería. El 27, otro grupo de pistoleros acababa con el dependiente Enric Aymerich, también del Libre, en la propia tienda en la que trabajaba.
El de 1921 fue el año de Martínez Anido, y también el peor del pistolerismo barcelonés. El mismo día 3 comenzó la matanza en la persona de Josep Juliá, un activista de la CNT. El día 4, los anarquistas saldaban una vieja cuenta cargándose a Marià Sans, un pistolero que lo había sido del barón de König y que había vuelto a Barcelona creyendo que podría confundirse con el paisaje. Curiosamente, Sans llevaba un tatuaje en un brazo con la frase «¡Viva la anarquía!»; quizá como camuflaje.
Sólo en las primeras dos semanas de enero hubo nueve atentados con varios muertos y heridos; fuera de Barcelona también había violencia, pues en Bilbao fue asesinado el gerente de Altos Hornos de Vizcaya. El desparpajo de la CNT creció en volumen cuando, el 18 de enero, se llevaban por delante a un policía, el inspector Espejo, que acababa de tener un éxito policial con la detención de unos pistoleros llegados de Valencia. Arlegui, del cual Espejo era hombre de confianza, juró vengarse; probablemente por esto se disparó, y nunca mejor dicho, la aplicación de la ley de fugas y del terrorismo de Estado. Françesc Villena, dirigente cenetista, muere a tiros poco tiempo después. De madrugada, la policía saca del calabozo a los valencianos detenidos (Joan Vilanova, Antoni Parra, Juli Peris y Ramón Gomar), y se los lleva camino de la cárcel a patita y esposados. A la altura de la calle Calabria, los policías se demoraron unos pasos, levantaron las armas y les dispararon. A Antoni Parra le alcanzaron en un hombro y cayó al suelo, con tan buena suerte que sus compañeros, muertos, cayeron sobre él. Se quedó quieto y disimulando y así consiguió llegar vivo al hospital. Cuando, estando en la Morgue, levantó la mano para avisar de que estaba vivo pues no le salía la voz, el susto del personal del hospital fue morrocotudo. Conocido el hecho de que Parra estaba vivo, la policía argumentó que habían sido atacados, momento que los presos habían aprovechado para intentar huir.
Lejos de amilanarse con aquel fallo, la policía repitió la aplicación de la ley de fugas en la persona de José Pérez Espín, poco menos que fusilado en la Vía Layetana. Horas después, Agustín Flor, Francisco Bravo, Benito Benacho y otro activista fueron detenidos en un tranvía; pero, siendo trasladados a comisaría, y de nuevo en la Vía Layetana, fueron pasaportados.
Así las cosas, los cenetistas se dieron cuenta de que lo que tenían que hacer era matar a Martínez Anido. Dos de sus activistas, Doménech Rivas y Ricart Pi, se comprometieron a hacerlo precisamente durante el entierro del inspector Espejo, el día 23. Sin embargo, fueron descubiertos por la policía en la comitiva y detenidos. Horas después de la detención, morían en la Diagonal, presuntamente en medio de su huida.
En febrero de 1921, el diputado socialista Julián Besteiro presentó una interpelación al ministro de la Gobernación, Bugallal, sobre la ley de fugas. El ministro negó que tal cosa existiese, por supuesto. La policía de Barcelona cambió de táctica. Ahora los presos eran soltados y, casualmente, alguien les esperaba en la calle para matarlos.
La gran represalia de la CNT contra la ley de fugas fue matar a quien consideraban el responsable máximo de su aplicación, que no era otro que el primer ministro Eduardo Dato. Pero el asesinato de Dato, como magnicidio que es, es algo más que un mero capítulo del pistolerismo, motivo por el cual dejaremos su relato para mejor ocasión.
En el mes de marzo de 1921, es decir después de la muerte de Dato, hubo nueve atentados; y en abril, más aún. El paroxismo llegó a tal punto que en uno de los atentados murió un activista del Libre, Francisco Celis, a manos de activistas del Libre que lo habían confundido con un enemigo suyo. Rabiosos, los pistoleros del Libre iniciaron una campaña de asesinatos en la persona de los abogados laboralistas que solían defender a cenetistas.
El día 24 se podría haber producido una auténtica carnicería en Barcelona si los anarquistas no hubiesen sido torpes. Se celebraba una ceremonia del Somatén a la que fue invitado el propio rey; puesto que estarían en ella Martínez Anido y Arlegui, la CNT decidió que era una ocasión de puta madre para acabar con todos sus problemas con una sola bomba.
Joan Baptista Acher, alias El Poeta, y Josep Pérez, alias El Mula, en compañía de otos activistas como Roser Segarra y Elías Saturnino, prepararon la bomba y alquilaron un taxi para hacerse llegar con el mismo a la ceremonia. Al llegar a Barcelona, sin embargo, se encontraron con la que la policía no es tonta y que los accesos estaban muy vigilados. En una decisión que lo dice todo de la humanidad del terrorismo anarquista, decidieron dejar el taxi abandonado cerca del lugar del desfile, con el motor el marcha, para que se incendiase y de esa forma activase la bomba. Dicho de otra forma: organizaron una puta carnicería, en la que hubieran muerto decenas de personas absolutamente inocentes. Por suerte, eran tontos del culo. Dejaron el taxi abandonado en frente del único lugar donde podían apagarlo inmediatamente: un taller mecánico.
En mayo hubo unos quince atentados, además de la aplicación de la ley de fugas Gregori Fabre, alias El Brasileño. La primera semana de junio de 1921 se saldó con un atentado diario. Poco a poco, no obstante, la política de dureza de Martínez Anido iba haciendo más difícil a la CNT mantener su estructura. El resto del año la violencia continuó, aunque algo más atenuada.
Sin embargo, nadie es eterno. Tampoco Martínez Anido. Pero de eso hablaremos otro día.
viernes, junio 13, 2008
lunes, junio 09, 2008
Polonia
Aquéllos de vosotros que seáis aficionados al fútbol estaríais en la noche del domingo (hora española) frente al televisor viendo la Eurocopa. Jugaron Alemania y Polonia, con victoria de la primera. En el partido marcó dos goles un delantero de la selección alemana, llamado Podolski, cuya actitud fue bien patente a la hora de meter los tantos. Clara y ostensiblemente, se negó a celebrar sus goles e, incluso, en el segundo pidió perdón por haberlo hecho. Este gesto deportivo viene a reflejar un hecho histórico y social de gran importancia para los europeos del noreste, que es la difícil identificación de Alemania y Polonia en una enorme porción de terreno que no es sino una escala de grises entre ambos pueblos. Y sirve también para señalar uno más de los casos en los que el hombre, ante un conflicto geopolítico, creyó que trazando una frontera resolvía los problemas. Las fronteras, sin embargo, son puras entelequias. Lejos de lo que sueñan casi todos los nacionalismos, que ven pueblos netos, definidos, sin mezcla, la tendencia del ser humano a mezclarse y ser una mixtura de cosas existe desde siempre, complicando enormemente la ecuación.
En 1942, en la batalla de Stalingrado, en expresión de sir Winston Churchill se escuchó girar los goznes de la Historia. Hasta ese momento el guión hablaba de una posible victoria, total o parcial, de la Alemania de Hitler en el teatro europeo; pero desde entonces los aliados comenzaron a darse cuenta de que la victoria podía llegar a ser suya y, lo que es más importante, podía llegar a ser total. Esta convicción dio paso a otra pregunta de dificilísima contestación, y es qué es lo que se iba a hacer con Alemania. En menos de medio siglo, Alemania había colocado Europa patas arriba dos veces. En la primera de ellas, además, se optó por una solución basada en castigarla duramente por ello, pero sin invadirla. Por otro lado Adolf Hitler, dentro de sus paranoias, había manejado algunos conceptos en los que casi todo alemán creía sin necesidad de ser nazi; y uno de esos conceptos era el famoso Lebensraun o, si se prefiere, el derecho alemán a ser un apoyo para los alemanes residentes fuera de las fronteras del país, lo cual había soportado las reivindicaciones hitlerianas en la antigua Checoslovaquia y, por supuesto, Polonia.
En la batalla de Stalingrado, por cierto, pelearon alemanes y polacos, pues en las unidades del Ejército Rojo había polacos metidos. Esto se sabe porque hubo casos de alemanes nacidos en áreas, digamos comunes con Polonia; alemanes que, por lo tanto, hablaban polaco y escaparon de aquel infierno mediante el sistema de robar a algún soldado polaco muerto su uniforme y hacerse pasar por quien no eran.
A todo esto hay que añadir, además, que conforme la guerra avanzaba el planteamiento de los diferentes aliados se fue distanciando. Estados Unidos tenía una visión del conflicto europeo más lejana, y por ello se mostró dispuesto a apoyar, cuando menos en el plano teórico, las soluciones más radicales tendentes al debilitamiento de Alemania como potencia futura. La URSS tenía un espíritu claramente revanchista, que no podemos reprocharle tratándose un país al que la locura germana le costó millones de muertos y una devastación como yo creo que no ha producido jamás otra guerra en la Historia de la Humanidad. Inglaterra estaba, cada vez, más preocupada por poner tampones al avance soviético que otra cosa. Y los franceses, como siempre: haciéndose los importantes.
Polonia no estaba, desde luego, entre las potencias que negociarían el futuro de Alemania. Pero lo cierto es que, a su lado, el revanchismo soviético se quedaba cortísimo. Los polacos fueron, probablemente, los principales paganos de la segunda guerra mundial, entre otras cosas porque el ahora enemigo acérrimo de Hitler, Stalin, había firmado antes de la guerra un acuerdo secreto con los nazis que tenía entre sus cláusulas principales el reparto de influencias en Polonia, motivo por el cuando Hitler la invade y empieza la guerra, los rusos se quedan en casa. Polonia fue considerada por los nazis un menos-que-país poblado por menos-que-hombres, lo cual hizo que su trato hacia la población eslava fuese deplorable y que Polonia, entre otras cosas, se convirtiese en el principal teatro de los asesinatos masivos que practicó el nazismo.
Todo el mundo, y aquí me refiero a todo el mundo entre los aliados occidentales, estaba de acuerdo, conforme avanzaba la guerra, en que era necesario evitar que Alemania pudiese volver a dar por culo. Esto suponía desarmarla y debilitarla. Sin embargo, sobre la mesa del despacho del presidente americano Franklin Delano Roosevelt comenzaron a caer informes en los que se hablaba (con razón) de la interdependencia de la economía europea y, en consecuencia, de las terribles consecuencias que tendría una Alemania hundida hasta el hambre para el continente; sin mencionar, decían los sociólogos, que un pueblo hambriento es un pueblo cabreado y, de esta forma, podría llegarse a conseguir exactamente lo contrario de lo que se pretendía. Para algunos de estos expertos en Washington y Londres, había un nuevo objetivo más que tener en cuenta: el problema de que Alemania cayese en la órbita soviética y se convirtiese en la espadaña comunista en la Europa occidental.
Surge aquí el nombre de Henry Morgenthau. Morgenthau era secretario del Tesoro de Roosevelt y redactó un memorando, que la Historia recuerda como Plan Morgenthau, dirigido a dibujar estratégicamente estos planes respecto de Alemania. El Plan Morgenthau, que en todo caso contaba con muy serias oposiciones dentro del gobierno americano, establecía la cesión de Alemania a Polonia de la Prusia Oriental y la Alta Silesia; del Sarre y de la región comprendida entre el Rhin y el Mosela a Francia; la conversión de Alemania en una confederación de estados, al estilo suizo; el control internacional de la cuenca del Ruhr; y el desmantelamiento de todo lo que en Alemania fuese diferente de la explotación agroganadera, es decir, la eliminación de su poderío industrial y minero.
El 11 de septiembre de 1944, los aliados americano y británico se reunieron en Québec, Canadá, momento en el cual Roosevelt aún dudaba si seguir los consejos de Morgenthau. Churchill, con esa capacidad que tenía de inventar frases lapidarias, protestó afirmando que el Plan Morgenthau condenaba a su país a «vivir encadenado a un cadáver», pero decidió protestar menos cuando los americanos le cedieron la gestión directa de la Alemania del sur y la cuenca del Ruhr. No obstante, a la llegada de Anthony Eden, probablemente el mayor valedor de una Alemania no reducida a la condición de país económicamente menor, éste se negó a aceptar los postulados americanos e incluso tuvo una discusión épica con su propio primer ministro. La gran ventaja que tuvieron esos gritos es que fueron tantos y tan altos que llegaron a Washington, donde fueron oídos por altos funcionarios opuestos al informe Morgenthau. Roosevelt cedió a regañadientes. El Plan Morgenthau no fue oficialmente abandonado por los americanos hasta julio de 1945.
Antes, no obstante, ya se había hablado del asunto de la desmembración. En Teherán, en 1943, los aliados hablaron fundamentalmente de la dirección de la guerra; pero también dejaron espacio para hablar del futuro. En aquella conferencia quedó claro que, si bien había diferencias en torno a la potencia económica que se le permitiría a Alemania, no había enfrentamientos en torno al concepto de que debía ser desmembrada. En Teherán se habló de aislar Prusia y la creación de dos o tres estados adicionales. Stalin, que era un cabronazo no exento de visión de futuro, diría en aquella conferencia que los alemanes siempre tendrían deseos de reunificarse, y que los aliados deberían luchar contra eso con medidas económicas y, si es necesario, por la fuerza; en los años noventa, sin embargo, no estaba ahí para invadir el país e impedir su reunificación; pero, ciertamente, tuvo razón. Churchill defendía la creación de una especie de Austro-Bavaria (como si no le bastasen todos los follones que supuso la existencia de Austria-Hungría) y Roosevelt, en una posición muy morgenthoide, hablaba de hasta cinco estados alemanes diferentes.
Y luego, la cuestión de Polonia.
Desde el primerísimo momento en que se habló de Polonia entre los aliados, la URSS dejó claro un asunto. No aceptaría la frontera ruso-polaca existente al iniciarse el conflicto, fijada en 1922 tras la guerra entre ambos países; sino la denominada Línea Curzon, trazada por los británicos en 1919, bastante más al Oeste. Por lo tanto, la URSS le metía un bocado generoso a Polonia por el Este; lo cual marcaba la necesidad de darle algo por el Oeste; a costa, pues, de Alemania, que no estaba en condiciones de decir esta boca es mía y, además, me gustaría utilizarla.
Desde enero hasta noviembre de 1944, una vez aprobados estos principios, un comité tripartito trabajó en Londres en delimitar las futuras zonas de ocupación de Alemania. El 11 de noviembre, para escándalo de los soviéticos (y del que esto escribe), al grupo tripartito (EEUU, Reino Unido y la URSS) fue unida Francia, país que para conseguir esto tuvo que magnificar el mito de su resistencia antinazi hasta hacer creer al mundo esa mentirijilla histórica según la cual los alemanes, en Francia, estaban totalmente rodeados de franceses dispuestos a morir con el nombre de su nación en los labios (aunque, por alguna razón que aún no nos han explicado los franceses, no lo hicieron) .
De todas formas, el principal conflicto era el angloamericano que había aparecido en Québec, ya que los británicos, a cambio de aceptar los principios estadounidenses, reclamaban más zonas del país. De hecho, se corrió el serio peligro de terminar la guerra antes de que se hubiese llegado a un acuerdo en torno a cómo repartir el país tras el armisticio.
El 4 de febrero de 1945, y durante una semana, los aliados se reunieron en Crimea. El principal asunto era la participación de Francia, asunto al que Stalin se negaba y Churchill apoyaba, buscando claramente meter cuantos más socios no comunistas en el club, mejor. Pero el gran tema de Crimea fue Polonia.
A finales de 1944, Londres había mantenido conversaciones con representantes polacos en las que quedó claro que la frontera occidental de Polonia debería trazarse según el curso del río Oder, dejando por lo tanto la ciudad de Stettin (de grandes resonancias germánicas, por cuanto fue ya plaza comercial de las rutas hanseáticas) del lado polaco. No obstante, quedaba aún por definir el territorio al noroeste del país, la parte, por así decirlo, más alemana. En diciembre de 1944, ante la Cámara de los Comunes, Churchill no tuvo ningún reparo en admitir que esta propuesta (se le quita un cacho a Polonia por el Este y se le pone por el Oeste) supondría un éxodo masivo de polacos, así como la expulsión de centenares de miles de alemanes.
En torno al conflicto estos territorios al Norte, británicos y estadounidenses defendían una frontera delimitada por el río Neisse en su lado oriental, lo que suponía dar a la Polonia la Alta Silesia, de unos 9.700 kilómetros cuadrados. Los soviéticos, por su parte, defendían la denominada frontera del Neisse occidental, que englobaba toda la Baja Silesia (26.000 kilómetros cuadrados), además de una parte no despreciable de Brandenburgo. Los aliados hubieron de quedar en tablas, y la cuestión de Polonia aparcada hasta el día que dejase de haber hostias.
El 22 de abril de 1945 murió FDR. Por cuatro días no llegó a ver la reunión de las tropas rusas y americanas en Torgau. El día 30, Adolf Hitler se suicidó en su refugio de Berlín.
El 7 de agosto de 1945, en Potsdam, el ambiente entre los aliados ya no era el mismo. Para empezar, ya no eran los mismos. A Roosevelt le había sustituido Harry Truman y a Churchill, mediada la conferencia, habría de sustituirle Clement Attle, una vez que fue oficial la victoria laborista en las elecciones británicas. Además, ahora los aliados habían ganado. Ya no había enemigo. Los enemigos eran ellos mismos.
EEUU seguía empeñado en la desmembración de Alemania en muchas partes. Los papeles que Truman llevaba en la cartera a su llegada Postdam preveían la creación de un Estado de Alemania del sur que comprendiese Austria, Baviera, Wurtenberg, Baden y Hungría, con capital en Viena (otro que no se leyó la Historia de Europa en el siglo XIX). Y preveía el control internacional cuatripartito del área del Ruhr, Renania y el Sarre. La resistencia, sobre todo de Stalin, le obligó a bajarse de la burra. Ahora ya estaban de acuerdo en que sólo habría una Alemania (aunque, como sabemos, pronto habría dos); pero quedaba el asuntillo de las fronteras.
Los aliados creyeron que podrían negociar a partir de las fronteras de Versalles con la inclusión del Sarre para Alemania tras el plebiscito de 1935. Es decir, que todavía estaba en discusión si la frontera en la línea del Neisse era por el lado oriental u occidental del río. Sin embargo, se encontraron con que Stalin había realizado una política de fait accompli: el 21 de abril, cuando todo dios estaba embarcado en buscar a Hitler para meterle un rayo por el culo, el padrecito de la URSS había firmado un acuerdo con los polacos por el cual les cedía la gestión administrativa de todos los territorios situados al este de la línea del Neisse occidental; es decir, imponía su frontera germano-polaca por la vía de los hechos. Churchill se sintió horrorizado; había estado de acuerdo en la deportación masiva de alemanes, pero pensando en algunos cientos de miles; la acción soviética suponía que habría que expulsar a un millón de germanos de sus hogares y, además, alojarlos en un país destrozado y totalmente empobrecido.
Los acuerdos finales de la conferencia de Postdam no son categóricos al aceptar la frontera Oder-Neisse, pero los aliados sabían bien que una vez que le das un sonajero a un bebé, no lo soltará nunca de buen grado. En 1949, el parlamento polacó blindó jurídicamente la posesión de los territorios en litigio y, en 1950, ya creada la República Democrática Alemana y situada ésta en la órbita soviética, Polonia firmó definitivamente un acuerdo con Alemania (con una de las alemanias, se entiende) consolidando estas fronteras.
Por lo demás, la conferencia de Postdam también declaró que debería procederse a la «la transferencia a Alemania de las poblaciones subsistentes en Polonia, Checoslovaquia y Hungría». Sin embargo, en el caso de Polonia, no habían delimitado lo que era o dejaba de ser Polonia; para polacos y soviéticos, esto incluía la línea Oder-Neisse occidental, mientras que para los aliados sólo llegaba a la línea Oder-Neisse oriental. ¿Había que expulsar a los alemanes entre medias? Este hecho, junto con otros, hizo que, en realidad, esto de las expulsiones masivas se quedase en poca cosa.
Por lo demás, Alemania pagó caro este movimiento polaco-soviético. Los territorios en litigio sumaban la cuarta parte de la superficie del país, y acumulaban casi la quinta parte de su producción carbonífera.
Siguió habiendo alemanes en Polonia; alemanes que habían vivido de toda la puta vida en Polonia, se entiende. Algunos se quedaron, otros se fueron. Este lío acabó creando las figuras del polaco-alemán, del alemán-polaco, del polaco-polaco en Polonia, del alemán-alemán en Polonia… Hay varias combinaciones.
Todas ellas se fueron a concentrar la noche del domingo, durante unos cuantos segundos, en los ojos de un futbolista, Podolski, autor de dos goles en un torneo internacional de primer nivel que, sin embargo, no pudo, no quiso, celebrar.
En 1942, en la batalla de Stalingrado, en expresión de sir Winston Churchill se escuchó girar los goznes de la Historia. Hasta ese momento el guión hablaba de una posible victoria, total o parcial, de la Alemania de Hitler en el teatro europeo; pero desde entonces los aliados comenzaron a darse cuenta de que la victoria podía llegar a ser suya y, lo que es más importante, podía llegar a ser total. Esta convicción dio paso a otra pregunta de dificilísima contestación, y es qué es lo que se iba a hacer con Alemania. En menos de medio siglo, Alemania había colocado Europa patas arriba dos veces. En la primera de ellas, además, se optó por una solución basada en castigarla duramente por ello, pero sin invadirla. Por otro lado Adolf Hitler, dentro de sus paranoias, había manejado algunos conceptos en los que casi todo alemán creía sin necesidad de ser nazi; y uno de esos conceptos era el famoso Lebensraun o, si se prefiere, el derecho alemán a ser un apoyo para los alemanes residentes fuera de las fronteras del país, lo cual había soportado las reivindicaciones hitlerianas en la antigua Checoslovaquia y, por supuesto, Polonia.
En la batalla de Stalingrado, por cierto, pelearon alemanes y polacos, pues en las unidades del Ejército Rojo había polacos metidos. Esto se sabe porque hubo casos de alemanes nacidos en áreas, digamos comunes con Polonia; alemanes que, por lo tanto, hablaban polaco y escaparon de aquel infierno mediante el sistema de robar a algún soldado polaco muerto su uniforme y hacerse pasar por quien no eran.
A todo esto hay que añadir, además, que conforme la guerra avanzaba el planteamiento de los diferentes aliados se fue distanciando. Estados Unidos tenía una visión del conflicto europeo más lejana, y por ello se mostró dispuesto a apoyar, cuando menos en el plano teórico, las soluciones más radicales tendentes al debilitamiento de Alemania como potencia futura. La URSS tenía un espíritu claramente revanchista, que no podemos reprocharle tratándose un país al que la locura germana le costó millones de muertos y una devastación como yo creo que no ha producido jamás otra guerra en la Historia de la Humanidad. Inglaterra estaba, cada vez, más preocupada por poner tampones al avance soviético que otra cosa. Y los franceses, como siempre: haciéndose los importantes.
Polonia no estaba, desde luego, entre las potencias que negociarían el futuro de Alemania. Pero lo cierto es que, a su lado, el revanchismo soviético se quedaba cortísimo. Los polacos fueron, probablemente, los principales paganos de la segunda guerra mundial, entre otras cosas porque el ahora enemigo acérrimo de Hitler, Stalin, había firmado antes de la guerra un acuerdo secreto con los nazis que tenía entre sus cláusulas principales el reparto de influencias en Polonia, motivo por el cuando Hitler la invade y empieza la guerra, los rusos se quedan en casa. Polonia fue considerada por los nazis un menos-que-país poblado por menos-que-hombres, lo cual hizo que su trato hacia la población eslava fuese deplorable y que Polonia, entre otras cosas, se convirtiese en el principal teatro de los asesinatos masivos que practicó el nazismo.
Todo el mundo, y aquí me refiero a todo el mundo entre los aliados occidentales, estaba de acuerdo, conforme avanzaba la guerra, en que era necesario evitar que Alemania pudiese volver a dar por culo. Esto suponía desarmarla y debilitarla. Sin embargo, sobre la mesa del despacho del presidente americano Franklin Delano Roosevelt comenzaron a caer informes en los que se hablaba (con razón) de la interdependencia de la economía europea y, en consecuencia, de las terribles consecuencias que tendría una Alemania hundida hasta el hambre para el continente; sin mencionar, decían los sociólogos, que un pueblo hambriento es un pueblo cabreado y, de esta forma, podría llegarse a conseguir exactamente lo contrario de lo que se pretendía. Para algunos de estos expertos en Washington y Londres, había un nuevo objetivo más que tener en cuenta: el problema de que Alemania cayese en la órbita soviética y se convirtiese en la espadaña comunista en la Europa occidental.
Surge aquí el nombre de Henry Morgenthau. Morgenthau era secretario del Tesoro de Roosevelt y redactó un memorando, que la Historia recuerda como Plan Morgenthau, dirigido a dibujar estratégicamente estos planes respecto de Alemania. El Plan Morgenthau, que en todo caso contaba con muy serias oposiciones dentro del gobierno americano, establecía la cesión de Alemania a Polonia de la Prusia Oriental y la Alta Silesia; del Sarre y de la región comprendida entre el Rhin y el Mosela a Francia; la conversión de Alemania en una confederación de estados, al estilo suizo; el control internacional de la cuenca del Ruhr; y el desmantelamiento de todo lo que en Alemania fuese diferente de la explotación agroganadera, es decir, la eliminación de su poderío industrial y minero.
El 11 de septiembre de 1944, los aliados americano y británico se reunieron en Québec, Canadá, momento en el cual Roosevelt aún dudaba si seguir los consejos de Morgenthau. Churchill, con esa capacidad que tenía de inventar frases lapidarias, protestó afirmando que el Plan Morgenthau condenaba a su país a «vivir encadenado a un cadáver», pero decidió protestar menos cuando los americanos le cedieron la gestión directa de la Alemania del sur y la cuenca del Ruhr. No obstante, a la llegada de Anthony Eden, probablemente el mayor valedor de una Alemania no reducida a la condición de país económicamente menor, éste se negó a aceptar los postulados americanos e incluso tuvo una discusión épica con su propio primer ministro. La gran ventaja que tuvieron esos gritos es que fueron tantos y tan altos que llegaron a Washington, donde fueron oídos por altos funcionarios opuestos al informe Morgenthau. Roosevelt cedió a regañadientes. El Plan Morgenthau no fue oficialmente abandonado por los americanos hasta julio de 1945.
Antes, no obstante, ya se había hablado del asunto de la desmembración. En Teherán, en 1943, los aliados hablaron fundamentalmente de la dirección de la guerra; pero también dejaron espacio para hablar del futuro. En aquella conferencia quedó claro que, si bien había diferencias en torno a la potencia económica que se le permitiría a Alemania, no había enfrentamientos en torno al concepto de que debía ser desmembrada. En Teherán se habló de aislar Prusia y la creación de dos o tres estados adicionales. Stalin, que era un cabronazo no exento de visión de futuro, diría en aquella conferencia que los alemanes siempre tendrían deseos de reunificarse, y que los aliados deberían luchar contra eso con medidas económicas y, si es necesario, por la fuerza; en los años noventa, sin embargo, no estaba ahí para invadir el país e impedir su reunificación; pero, ciertamente, tuvo razón. Churchill defendía la creación de una especie de Austro-Bavaria (como si no le bastasen todos los follones que supuso la existencia de Austria-Hungría) y Roosevelt, en una posición muy morgenthoide, hablaba de hasta cinco estados alemanes diferentes.
Y luego, la cuestión de Polonia.
Desde el primerísimo momento en que se habló de Polonia entre los aliados, la URSS dejó claro un asunto. No aceptaría la frontera ruso-polaca existente al iniciarse el conflicto, fijada en 1922 tras la guerra entre ambos países; sino la denominada Línea Curzon, trazada por los británicos en 1919, bastante más al Oeste. Por lo tanto, la URSS le metía un bocado generoso a Polonia por el Este; lo cual marcaba la necesidad de darle algo por el Oeste; a costa, pues, de Alemania, que no estaba en condiciones de decir esta boca es mía y, además, me gustaría utilizarla.
Desde enero hasta noviembre de 1944, una vez aprobados estos principios, un comité tripartito trabajó en Londres en delimitar las futuras zonas de ocupación de Alemania. El 11 de noviembre, para escándalo de los soviéticos (y del que esto escribe), al grupo tripartito (EEUU, Reino Unido y la URSS) fue unida Francia, país que para conseguir esto tuvo que magnificar el mito de su resistencia antinazi hasta hacer creer al mundo esa mentirijilla histórica según la cual los alemanes, en Francia, estaban totalmente rodeados de franceses dispuestos a morir con el nombre de su nación en los labios (aunque, por alguna razón que aún no nos han explicado los franceses, no lo hicieron) .
De todas formas, el principal conflicto era el angloamericano que había aparecido en Québec, ya que los británicos, a cambio de aceptar los principios estadounidenses, reclamaban más zonas del país. De hecho, se corrió el serio peligro de terminar la guerra antes de que se hubiese llegado a un acuerdo en torno a cómo repartir el país tras el armisticio.
El 4 de febrero de 1945, y durante una semana, los aliados se reunieron en Crimea. El principal asunto era la participación de Francia, asunto al que Stalin se negaba y Churchill apoyaba, buscando claramente meter cuantos más socios no comunistas en el club, mejor. Pero el gran tema de Crimea fue Polonia.
A finales de 1944, Londres había mantenido conversaciones con representantes polacos en las que quedó claro que la frontera occidental de Polonia debería trazarse según el curso del río Oder, dejando por lo tanto la ciudad de Stettin (de grandes resonancias germánicas, por cuanto fue ya plaza comercial de las rutas hanseáticas) del lado polaco. No obstante, quedaba aún por definir el territorio al noroeste del país, la parte, por así decirlo, más alemana. En diciembre de 1944, ante la Cámara de los Comunes, Churchill no tuvo ningún reparo en admitir que esta propuesta (se le quita un cacho a Polonia por el Este y se le pone por el Oeste) supondría un éxodo masivo de polacos, así como la expulsión de centenares de miles de alemanes.
En torno al conflicto estos territorios al Norte, británicos y estadounidenses defendían una frontera delimitada por el río Neisse en su lado oriental, lo que suponía dar a la Polonia la Alta Silesia, de unos 9.700 kilómetros cuadrados. Los soviéticos, por su parte, defendían la denominada frontera del Neisse occidental, que englobaba toda la Baja Silesia (26.000 kilómetros cuadrados), además de una parte no despreciable de Brandenburgo. Los aliados hubieron de quedar en tablas, y la cuestión de Polonia aparcada hasta el día que dejase de haber hostias.
El 22 de abril de 1945 murió FDR. Por cuatro días no llegó a ver la reunión de las tropas rusas y americanas en Torgau. El día 30, Adolf Hitler se suicidó en su refugio de Berlín.
El 7 de agosto de 1945, en Potsdam, el ambiente entre los aliados ya no era el mismo. Para empezar, ya no eran los mismos. A Roosevelt le había sustituido Harry Truman y a Churchill, mediada la conferencia, habría de sustituirle Clement Attle, una vez que fue oficial la victoria laborista en las elecciones británicas. Además, ahora los aliados habían ganado. Ya no había enemigo. Los enemigos eran ellos mismos.
EEUU seguía empeñado en la desmembración de Alemania en muchas partes. Los papeles que Truman llevaba en la cartera a su llegada Postdam preveían la creación de un Estado de Alemania del sur que comprendiese Austria, Baviera, Wurtenberg, Baden y Hungría, con capital en Viena (otro que no se leyó la Historia de Europa en el siglo XIX). Y preveía el control internacional cuatripartito del área del Ruhr, Renania y el Sarre. La resistencia, sobre todo de Stalin, le obligó a bajarse de la burra. Ahora ya estaban de acuerdo en que sólo habría una Alemania (aunque, como sabemos, pronto habría dos); pero quedaba el asuntillo de las fronteras.
Los aliados creyeron que podrían negociar a partir de las fronteras de Versalles con la inclusión del Sarre para Alemania tras el plebiscito de 1935. Es decir, que todavía estaba en discusión si la frontera en la línea del Neisse era por el lado oriental u occidental del río. Sin embargo, se encontraron con que Stalin había realizado una política de fait accompli: el 21 de abril, cuando todo dios estaba embarcado en buscar a Hitler para meterle un rayo por el culo, el padrecito de la URSS había firmado un acuerdo con los polacos por el cual les cedía la gestión administrativa de todos los territorios situados al este de la línea del Neisse occidental; es decir, imponía su frontera germano-polaca por la vía de los hechos. Churchill se sintió horrorizado; había estado de acuerdo en la deportación masiva de alemanes, pero pensando en algunos cientos de miles; la acción soviética suponía que habría que expulsar a un millón de germanos de sus hogares y, además, alojarlos en un país destrozado y totalmente empobrecido.
Los acuerdos finales de la conferencia de Postdam no son categóricos al aceptar la frontera Oder-Neisse, pero los aliados sabían bien que una vez que le das un sonajero a un bebé, no lo soltará nunca de buen grado. En 1949, el parlamento polacó blindó jurídicamente la posesión de los territorios en litigio y, en 1950, ya creada la República Democrática Alemana y situada ésta en la órbita soviética, Polonia firmó definitivamente un acuerdo con Alemania (con una de las alemanias, se entiende) consolidando estas fronteras.
Por lo demás, la conferencia de Postdam también declaró que debería procederse a la «la transferencia a Alemania de las poblaciones subsistentes en Polonia, Checoslovaquia y Hungría». Sin embargo, en el caso de Polonia, no habían delimitado lo que era o dejaba de ser Polonia; para polacos y soviéticos, esto incluía la línea Oder-Neisse occidental, mientras que para los aliados sólo llegaba a la línea Oder-Neisse oriental. ¿Había que expulsar a los alemanes entre medias? Este hecho, junto con otros, hizo que, en realidad, esto de las expulsiones masivas se quedase en poca cosa.
Por lo demás, Alemania pagó caro este movimiento polaco-soviético. Los territorios en litigio sumaban la cuarta parte de la superficie del país, y acumulaban casi la quinta parte de su producción carbonífera.
Siguió habiendo alemanes en Polonia; alemanes que habían vivido de toda la puta vida en Polonia, se entiende. Algunos se quedaron, otros se fueron. Este lío acabó creando las figuras del polaco-alemán, del alemán-polaco, del polaco-polaco en Polonia, del alemán-alemán en Polonia… Hay varias combinaciones.
Todas ellas se fueron a concentrar la noche del domingo, durante unos cuantos segundos, en los ojos de un futbolista, Podolski, autor de dos goles en un torneo internacional de primer nivel que, sin embargo, no pudo, no quiso, celebrar.