La guerra civil española, y en realidad todas las guerras, es como una buena película de Stanley Kramer: puedes disfrutarla fijándote en los protagonistas, pero a menudo los secundarios son incluso más interesantes. La guerra de España tiene muchos de estos side shows, cuyo conocimiento y exégesis, en realidad, daría para toda una vida de investigador histórico.
De la abultada nómina de secundarios de la guerra civil española hoy quiero sacar a colación uno que tuvo verdadera mala suerte, pues tan sólo le faltó un mes para contemplar el final de aquello contra lo que había luchado. El 25 de octubre de 1975, en efecto, moría en París Cipriano Mera.
Mera es el primer militante anarcosindicalista que consiguió el mando de un cuerpo del ejército, aunque este hecho, muy probablemente, se debe no sólo a sus méritos sino a la prematura muerte de Buenaventura Durruti en el frente de Madrid. Nació en 1896, en el pueblo madrileño de Tetuán de las Victorias, hoy, como casi todo madrileño sabe, plenamente integrado en el casco urbano que nuestro alcalde Gallardón fríe a impuestos.
Siguió la tradición del barrio, pues en Tetuán quien no se hacía trapero se hacía albañil; escogió lo segundo. Siempre sintió que sus ideas eran las anarcosindicalistas y por ello militó en la Confederación Nacional del Trabajo (CNT) desde muy joven. En 1936 había llegado ya a la categoría de líder obrero y por eso fue una de las principales cabezas de la pavorosa huelga general de la construcción que, cuando estalló el golpe de Estado, llevaba ya cosa de setenta días de desarrollo, que se dice pronto.
Manuel Azaña conoció a Mera junto al (entonces) comunista Valentín González El Campesino, ya en la guerra, en 1937. En su diario deja un recuerdo insulso de este combatiente, muy al uso del estilo infatuado y superior que gastaba este señor al que algunos valoran tanto: «Nada en su persona me había llamado la atención. Es hombre seco, la faz terrosa, rasurado, de cejas espesas y prominentes, en cuya sombra se cobijan los ojos, que deben de ser pequeños. Avellanado y taciturno, es él quien parece un campesino, y no el otro.»
Resulta difícil saber cuántas celdas conoció Mera. Fue encarcelado en los años anteriores a la República por participar en huelgas. Lo volvió a ser en 1933 después de haber actuado en comités destinados a impedir el voto a las derechas, que aún así ganaron las elecciones. Fue encarcelado incluso después de la victoria del Frente Popular, a causa de una huelga, lo cual hay que reconocer que tiene su mérito revolucionario.
De hecho, cuando Mola, Franco, Queipo y el resto de la reata se alzan en diversos puntos de España, Mera está en la cárcel. Es liberado el 19 de julio tras gestiones en ese sentido llevadas a cabo por el general Pozas, que acaba de ser nombrado ministro de la Gobernación. Inmediatamente, participa en diversas acciones bélicas y muy especialmente en la operación de Cuenca.
Es el 19 de julio de 1936 y Mera, ya lo hemos dicho, sale de la cárcel. En unas horas, casi todo el pescado estará vendido: Sevilla cae del lado de los franquistas, también lo hace Galicia, gran parte de Castilla, Navarra; resiste Cataluña… Durante gran parte de la guerra, el frente estará partido en dos o, si lo preferís, habrá dos guerras: una en el sur (Andalucía primero, luego Extremadura, Toledo, Madrid…); y el norte por otro (País Vasco, Asturias, el frente de Aragón…). Y esto, la existencia de los dos frentes, es probablemente posible gracias a Cipriano Mera pues Mera, el día 19 de julio, cuando el Estado Mayor está a por uvas y viéndolas venir, se acuerda de que el viaje entre Madrid y el Mediterráneo tiene una llave; y esa llave se llama Cuenca.
Cuenca es, en 1936, una provincia de derechas hasta las trancas. Es por ello que el general Franco, cuando ha coqueteado con la idea de presentarse a las elecciones, lo ha hecho como diputado por Cuenca. La provincia, en todo caso, llevaba en aquellos años desde 1919 dándole acta de diputado al un militar, el general Joaquín Fanjul. Por lo demás, en Cuenca no hay fuerzas militares. Apenas la dotación de la Caja de Reclutas de la capital y, por supuesto, los cuartelillos de la guardia civil.
El Comandante Militar de la pequeña guarnición conquense, un teniente coronel, trata de convencer a la guardia civil de que se ponga del lado de los sublevados; pero la Benemérita duda. Se producen unas horas de toma y daca. Pero en Madrid alguien, Mera, se ha coscado de la movida, se ha dado cuenta de que tener Cuenca significa dejar expedito el camino entre Madrid y Valencia, y aparece en la capital en un par de camiones con apenas unas decenas de leales mal armados. Cuenca ciudad primero, y la provincia después, es tomada de forma incruenta. Ya no dejará de ser republicana hasta que acabe la guerra.
Para entonces, Mera manda una columna de 3.000 hombres, que es destinada en noviembre a la Cuesta de las Perdices primero y luego, cuando los franquistas apretaron, a la ciudad universitaria; y conviene decir esto por la cantidad de personas que parece existir hoy en día seriamente convencida de que Madrid lo defendieron las Brigadas Internacionales en solitario. Si alguien estuvo en el frente más caliente, ésos fueron los hombres del Mera Team.
Colocado al frente de una división, la XIV, en febrero de 1937, Mera participó en la batalla de Guadalajara, quizá la más clara victoria republicana de toda la guerra; y, concretamente, lleva a cabo la toma de Brihuega, donde le da una mano de hostias a Bergonzzolli y sus volátiles tropas italianas. Luego participa en la famosa batalla de Brunete.
Tras esas acciones, Mera asciende a teniente coronel, lo cual quiere decir que toma a su mando un cuerpo de ejército, el IV o también denominado del Centro porque ésta fue su demarcación geográfica. Tenía a su mando entre 40.000 y 50.000 hombres.
Conforme avanzaba la guerra, no obstante, Cipriano Mera se fue dando cuenta de la imposibilidad de ganarla. Probablemente, tras la caída de Cataluña se convenció incluso de la imposibilidad de un armisticio, porque ese tipo de acuerdos no pueden hacerse entre dos ejércitos en situaciones tan dispares como el franquista y el republicano. Esto le hizo acercarse al coronel Segismundo Casado, el cual, en Madrid, diseñaba en secreto una operación para rendir el ejército republicano y terminar la guerra. De hecho, Cipriano Mera y Julián Besteiro fueron los dos grandes avales políticos que tuvo el movimiento de Casado.
Una vez producido el golpe y ante la reacción comunista, en Madrid se entabló una guerra dentro de la guerra civil. Mera y el mayor Liberino González organizan una columna y entran en Madrid para ayudar a Casado. Esta intervención fue decisiva para lograr la rendición de las fuerzas de Barceló y Ascanio, que dio la puntilla final a la República.
Edmundo Rodríguez Aragonés, dirigente de la UGT que al final de la guerra era comisario del Ejército de Centro, nos dejó un retrato de aquellas horas del golpe de Estado de Casado (Los vencedores de Negrín, Roca, México D.F., 1976; es relativamente fácil de encontrar en libreros de viejo). A todas luces, el hecho de que Rodríguez tuviese connivencias con los comunistas (de otro modo, ni de coña sería comisario del Ejército de Centro) hizo que los confabulados no le hicieran participar en su movida y, de hecho, le dejaran ir a ver a Casado sin saber gran cosa, para así retenerlo.
Rodríguez retrata a Mera, en los minutos previos a la alocución de radio en la que se anunció el golpe, «taciturno y huraño, con su mano aún vendada, impaciente, pendiente de su discurso». Es un comentario un poco despectivo, pues es fácil comprender que la palabra no suele estar entre las habilidades natas de un albañil. No ha de sorprender, sin embargo, pues ya hemos dicho que Edmundo Rodríguez terminó la guerra siendo un filocomunista, y si algo construyó nuestra guerra civil fue un odio cerval, sin paliativos, a muerte y sin piedad entre comunistas y anarquistas.
Rodríguez, además, reserva su desprecio para don Cipriano, al aseverar en su libro que no comprendió por qué fue designado, junto con Casado y Besteiro, para hablar en la radio. «Mera», dice que le dijo Casado, «habla como un hombre del pueblo y dará confianza y seguridad. Su voz sincera y ruda será la nota popular».
Esto es, a todas luces, mentira. Si Mera habló por la radio aquel día es porque era el jefe de las únicas fuerzas reales con que el golpe podía contar. Estaba ahí para dejar bien claro a todos los anarquistas que escuchasen la alocución qué es lo que debían hacer.
Lo que sabemos por Rodríguez del discurso de Mera es que en él pidió la paz, pero una paz honrosa que, de no llegar, dijo, debería llevar a los republicanos a luchar hasta morir. Asimismo, le acusa de haber trufado su intervención de insultos hacia el primer ministro Juan Negrín, al que al parecer motejó de ladrón y cosas peores. Probablemente, Rodríguez dice la verdad. En ese momento, Negrín era la verdadera bestia negra de los anarquistas a causa de lo que consideraban una connivencia total con los comunistas.
El 29 de marzo de 1939, Cipriano Mera sale desde Valencia hacia Argelia, donde es confinado en un campo de concentración. Una vez libre, se va a Marruecos y se emplea en las obras del ferrocarril que los franceses proyectan construir entre Tánger y Dakar. No obstante, en 1940 el gobierno franquista lo reclama al francés. Mera es entregado, encerrado en la vieja cárcel de Porlier y condenado a muerte en 1943. No obstante, es indultado, aunque sigue preso y realizando trabajos forzados, entre otros lugares, en Cuelgamuros (Valle de los Caídos).
En 1946 recibe la libertad condicional y, tras intentar quedarse en España, acaba por irse a Francia, a pie desde Madrid. Allí trabaja como albañil hasta 1956.
Mera vivió siempre en barrios obreros; en Tetuán cuando estaba en España y en el barrio de Billancourt de París, donde está la fábrica de la Renault, cuando se fue a Francia. Nunca aceptó oferta alguna para recibir dádivas o cobrar por sus memorias o algo parecido.
Un periodista español, Luis Romero, lo entrevistó ya muy mayor en París, cuando el cáncer estaba ya acabando con él. Le dijo: «Usted tendría [en la guerra] la ocasión de llenar una maleta con lingotes de oro, joyas o cualquier otro objeto de valor que hubiese podido llevarse y situar en el extranjero. Ahora no viviría en esta casa, su compañera estaría mejor y a su edad no se vería obligado a tan duro trabajo».
Mera le miró y se limitó a contestar: «¿Y la conciencia?»
Ideas como ésta son las que albergaba la cabeza de este militante obrero, en el cual San Manuel Azaña Mártir sólo supo ver el rostro de un puto campesino.
miércoles, mayo 28, 2008
domingo, mayo 25, 2008
Roma, de Steven Saylor
Como ya he comentado en alguna ocasión, soy renuente a comentar mis lecturas, pues muchas de ellas se centran en libros descatalogados o de difícil localización. No obstante, cuando leo algún libro más o menos moderno, y sobre todo si es, por así decirlo, de entretenimiento, sí creo que puedo comentar lo que leo.
Hace algunos años, un notable historiador inglés, Edward Rutherfurd, hizo especialmente famoso un subgénero de novela histórica muy particular. Se trataba de novelas en las cuales se relataban periodos de tiempo muy largos, abarcando en algunos casos incluso la totalidad de la Historia conocida de un determinado lugar, a través de las generaciones de una misma familia; personajes secundarios que, sin embargo, tenían en las diferentes peripecias de su vida contacto directo con algunos de los principales momentos de la Historia de su ciudad o país.
Londres fue, probablemente, el primer hit de Rutherfurd, aunque no estoy seguro que no hubiese escrito ya antes alguno de sus libros. Es un libro interesante y muy apasionante de leer; y tiene, además, el beneficio añadido de que leerlo nos hace encontrar otra dimensión al Museo de Londres, pues no pocos los de los objetos y situaciones que se describen en el libro proceden de cosas que se guardan allí. El Museo de Londres, por cierto, es un lugar que casi nadie visita cuando va allí, y es un error, un error mayúsculo. Pero, claro, mayor error es vivir en Madrid y no haber pisado jamás el Museo Municipal.
El caso es que hay, como decía, un subgénero de éxito, que los editores, supongo, buscan con cierta avidez. A ese subgénero pertenece Roma, el libro de Steven Saylor cuya lectura hoy os comento. Al igual que en los libros de Rutherfurd, Saylor inventa dos linajes patricios, el de los Poticios y los Pinarios (espero que salgan bien escritos en este post; el señor Bill Gates se empeña en escribir Binarios cada vez que escribo Pinarios), cuyo percorrer repasa desde los tiempos anteriores a la fundación de Roma hasta la el año 1 Antes de Cristo, durante el primer reinado imperial, el de César Octavio Augusto. Patricios que son, estos Poticios y Pinarios tienen la ocasión de estar siempre a la que salta en los hechos de esa Roma clásica preimperial; así pues, en la novela los veremos ser coleguitas de los gemelos Rómulo y Remo; o mandar a tomar por culo la solución monárquica tarquinia; o levantar el sitio de Roma con el desgraciado Coriolano; o servir a la religión estatal como vírgenes vestales; o colaborar con las reformas de los gracos; o luchar contra el pérfido Sila; o, desde luego, formar parte del Estado Mayor de Julio César. He aquí, sin lugar a dudas, la principal virtud del libro: rel tema. Steven Saylor sabe bien que la Historia de Roma en los 999 años que relata la novela es una de las novelas negras mejor escritas que se pueden leer. Si me permite el autor esta boutade, que lo es pues escribir siempre es un esfuerzo que lo flipas, en parte el libro se escribe sola, porque esa parte primera que es inventar la historia está notablemente simplificada cuando hablamos de estos tiempos, y esa tierra, que están entre los episodios protagonistas de aquello que nos hizo como somos.
Hablando de novela histórica y hablando de Roma, la comparación se hace obligada con los libros Coleen MacCollough, escritora australiana de enorme erudición quien, sin embargo, para la mayor parte de nosotros, y sobre todo de vosotras (las talluditas), es famosa por una novela que no tiene nada que ver con los tiempos clásicos: The thornbirds (El pájaro espino), historia de amor y religión que fue un exitazo de audiencia en la tele bastantes años atrás.
McCollough es autora de una serie monumental de novelas, de casi 900 páginas cada una, que abarcan desde los inicios de la carrera de Cayo Mario hasta la de Julio César (por lo menos, éstas son las que yo he leído). Creo que, para aquellos de los lectores de este post que estén interesados en este periodo y no hayan leído estos libros, merece la pena que señale las diferencias.
En primer lugar, los ámbitos temporales no son los mismos. El de McCollough es mucho más corto. La suya es una cirugía de precisión y, en consecuencia, sus novelas son mucho más meticulosas. Describe los hechos sin prisas, uno por uno, con la intención de no dejar ni un elemento importante de los años que relata sin ser contado (de hecho, sus capítulos se dividen por años consulares); esto la lleva a una erudición en ocasiones apabullante, pero que al lector, y perdóneme que le llame así, más superficial, se le puede hacer algo pesada. Especialmente, el hecho de que McCollough no se salte ni un miembro de las familias que interaccionan en sus novelas, y que los romanos tuviesen la costumbre de repetir los nombres, hace que en ocasiones sea difícil centrarse. La obra de Saylor, sin embargo, es más ágil en este punto. También tiene muchas páginas, casi 700 en la edición inglesa que es la que yo comento, pero en realidad, como sabemos, la media no sale ni a un año por página. Además, teniendo en cuenta que lo que hace Saylor es situar personajes inventados en una realidad histórica, hace a Poticios y Pinarios atravesar por una serie de peripecias que impiden la confusión que, de todas maneras, es casi imposible teniendo en cuenta los saltos del tiempo.
En el asunto de los personajes está otra diferencia. Los de Saylor son inventados. McCollough, por su parte, hace novela histórica a lo Gore Vidal, es decir, sus protagonistas son los propios protagonistas de la Historia. Las peripecias que seguimos en sus novelas son las de Mario, Sila, Servilia Cepionis, Cicerón, etc. No hay personajes inventados, sino invención en torno a los personajes (invención, en ocasiones, un poco temeraria en mi opinión). ¿Cuál de las dos alternativas es mejor? La respuesta ha de ser galaica: depende. Depende del lector. Hay lectores para los cuales la pura peripecia histórica no es suficiente, porque no tienen demasiada ambición por los hechos históricos o el simple análisis de éstos les aburre o les deja insatisfechos. Éstos deberían leer a Saylor. Aquéllos para los cuales lo importante sea la Historia, sin aditamentos, deben leer a McCollough.
En su versión original, el libro está escrito de forma ágil y eficiente. El autor parece ser plenamente consciente de que los libros de 700 páginas repletos de periodos y tropos son propios tan sólo de los aficionados a la literatura rusa; de todas formas, tengo por mí que el inglés no es un idioma muy propio para ser alambicado en la escritura (o eso al menos dice mi profesora de inglés, quien siempre me está dando la brasa con que escriba frases tres veces más cortas). Otra gran virtud de Saylor, que se hace interesante, es que trata de explicar, desde el conocimiento y la imaginación, el origen de los mitos. A todas luces, Saylor alberga la teoría de que todos los mitos y creencias tienen un origen real. Así pues, no daré más detalles para no fastidiar a futuros lectores, pero diré que en el libro de Saylor se pueden encontrar explicaciones bastante plausibles sobre hechos como por qué la tradición decía que Rómulo y Remo fueron amamantados por una loba; o quién fue Hércules y quién el gigante Caco al que según la tradición mató; o por qué estaba decretado que las moscas no podían entrar en determinados templos; o por qué los romanos celebraban extrañas fiestas como las Lupercalias. De hecho, al finalizar el libro coquetea (no sé si pensando en una segunda parte) con la idea de que el propio símbolo religioso de la cruz podría ser mucho más antiguo que el cristianismo.
¿Lo peor del libro? Lo peor del libro son los pies forzados que se ve obligado a respetar el autor por razón de su elección primera: meter mil años de Historia en un libro voluminoso, pero no tanto como para echar para atrás al comprador/lector masivo. Así las cosas, Roma se convierte en un ejemplo de lo que los británicos llaman cherry picking: el autor para aquí o allá para narrar un determinado periodo de la Historia de Roma, lo cual quiere decir que, necesariamente, se deja otros. Tiene que ser así porque, de lo contrario, por mucho que hubiese querido correr, habría escrito 1.500 páginas, o así. Lo que me parece enormemente discutible es la selección. Está hecha, probablemente, para poder colocar a los protagonistas de la novela, Poticios y Pinarios, ante determinadas situaciones. Pero las lagunas son, a mi modo de ver, pavorosas. Especialmente doloroso me parece el olvido de Cayo Mario, para mí el hombre que dio un vuelco a la Roma republicana, eso sí a largo plazo, con sus siete consulados y su reforma militar a favor de los miembros del censo por cabezas. Pero hay más cosas. En la novela de Saylor nada se dice de la cuestión itálica, que presidió los debates de la República durante siglos; apenas aparecen, como en un segundo plano, las guerras púnicas, a pesar de que su importancia pretende explicarse (no obstante lo dicho, Tiburcio la explica mucho mejor). No existen las conquistas imperiales; los galos toman Roma pero los romanos no pisan Galia en una sola escena, ni abaten las posesiones de los númidas, ni apresan a Yugurta. Se nos cuenta la Historia de Roma sin el concurso de Cicerón, de Catalina, prácticamente sin el concurso de Catón. Pompeyo Magnus se nos queda prácticamente inédito, pues César, en esta novela, no pasa el Rubicón (para pasar el Rubicón tendría que venir de la Galia, y ya hemos dicho de de eso no se dice nada) y, consecuentemente, no se nos cuenta la batalla de Pharsalos; apenas sus consecuencias. En la Historia de Roma hay políticos y líderes importantísimos como L. Apuleyo Saturnino, Marco Livio Druso, Publio Sulpicio Rufo, Cinna, Creso, Quinto Sertorio, Lépido, los Metelos, que no aparecen.
Y, sobre todo, está el problema de la República. Porque alguien que escribe sobre esos años está obligado, en mi opinión, a tratar de hincarle el diente al asunto de cómo, y por qué, murió la República romana. Si es cierto (yo lo pienso así) que era una evolución necesaria para un Estado que había alcanzado la importancia de Roma, o si se debió a la miopía de la clase patricia y a la creciente demagogia de los plebeyos, como también puede pensarse.
En conclusión, como novela de entretenimiento es buena; yo diría que muy buena. Pero si lo que se pretende es, además, obtener de ella una buena foto de la Historia de Roma, yo le recomendaría al protolector que no se hiciese demasiadas ilusiones.
Del libro, por cierto, ha salido edición española; pero desconozco la editorial. Supongo que no os será complejo encontrarla en internet.
Eso sí, visto el rollo catilinario de Tiburcio sobre las guerras púnicas y que a mí me va la marcha, desde hoy queda abierto el descriptor de Historia Antigua. Volveremos sobre ella, espero que pronto. Lo primero que me gustaría contaros es la historia de los gracos. Pero será ya otro día.
Hace algunos años, un notable historiador inglés, Edward Rutherfurd, hizo especialmente famoso un subgénero de novela histórica muy particular. Se trataba de novelas en las cuales se relataban periodos de tiempo muy largos, abarcando en algunos casos incluso la totalidad de la Historia conocida de un determinado lugar, a través de las generaciones de una misma familia; personajes secundarios que, sin embargo, tenían en las diferentes peripecias de su vida contacto directo con algunos de los principales momentos de la Historia de su ciudad o país.
Londres fue, probablemente, el primer hit de Rutherfurd, aunque no estoy seguro que no hubiese escrito ya antes alguno de sus libros. Es un libro interesante y muy apasionante de leer; y tiene, además, el beneficio añadido de que leerlo nos hace encontrar otra dimensión al Museo de Londres, pues no pocos los de los objetos y situaciones que se describen en el libro proceden de cosas que se guardan allí. El Museo de Londres, por cierto, es un lugar que casi nadie visita cuando va allí, y es un error, un error mayúsculo. Pero, claro, mayor error es vivir en Madrid y no haber pisado jamás el Museo Municipal.
El caso es que hay, como decía, un subgénero de éxito, que los editores, supongo, buscan con cierta avidez. A ese subgénero pertenece Roma, el libro de Steven Saylor cuya lectura hoy os comento. Al igual que en los libros de Rutherfurd, Saylor inventa dos linajes patricios, el de los Poticios y los Pinarios (espero que salgan bien escritos en este post; el señor Bill Gates se empeña en escribir Binarios cada vez que escribo Pinarios), cuyo percorrer repasa desde los tiempos anteriores a la fundación de Roma hasta la el año 1 Antes de Cristo, durante el primer reinado imperial, el de César Octavio Augusto. Patricios que son, estos Poticios y Pinarios tienen la ocasión de estar siempre a la que salta en los hechos de esa Roma clásica preimperial; así pues, en la novela los veremos ser coleguitas de los gemelos Rómulo y Remo; o mandar a tomar por culo la solución monárquica tarquinia; o levantar el sitio de Roma con el desgraciado Coriolano; o servir a la religión estatal como vírgenes vestales; o colaborar con las reformas de los gracos; o luchar contra el pérfido Sila; o, desde luego, formar parte del Estado Mayor de Julio César. He aquí, sin lugar a dudas, la principal virtud del libro: rel tema. Steven Saylor sabe bien que la Historia de Roma en los 999 años que relata la novela es una de las novelas negras mejor escritas que se pueden leer. Si me permite el autor esta boutade, que lo es pues escribir siempre es un esfuerzo que lo flipas, en parte el libro se escribe sola, porque esa parte primera que es inventar la historia está notablemente simplificada cuando hablamos de estos tiempos, y esa tierra, que están entre los episodios protagonistas de aquello que nos hizo como somos.
Hablando de novela histórica y hablando de Roma, la comparación se hace obligada con los libros Coleen MacCollough, escritora australiana de enorme erudición quien, sin embargo, para la mayor parte de nosotros, y sobre todo de vosotras (las talluditas), es famosa por una novela que no tiene nada que ver con los tiempos clásicos: The thornbirds (El pájaro espino), historia de amor y religión que fue un exitazo de audiencia en la tele bastantes años atrás.
McCollough es autora de una serie monumental de novelas, de casi 900 páginas cada una, que abarcan desde los inicios de la carrera de Cayo Mario hasta la de Julio César (por lo menos, éstas son las que yo he leído). Creo que, para aquellos de los lectores de este post que estén interesados en este periodo y no hayan leído estos libros, merece la pena que señale las diferencias.
En primer lugar, los ámbitos temporales no son los mismos. El de McCollough es mucho más corto. La suya es una cirugía de precisión y, en consecuencia, sus novelas son mucho más meticulosas. Describe los hechos sin prisas, uno por uno, con la intención de no dejar ni un elemento importante de los años que relata sin ser contado (de hecho, sus capítulos se dividen por años consulares); esto la lleva a una erudición en ocasiones apabullante, pero que al lector, y perdóneme que le llame así, más superficial, se le puede hacer algo pesada. Especialmente, el hecho de que McCollough no se salte ni un miembro de las familias que interaccionan en sus novelas, y que los romanos tuviesen la costumbre de repetir los nombres, hace que en ocasiones sea difícil centrarse. La obra de Saylor, sin embargo, es más ágil en este punto. También tiene muchas páginas, casi 700 en la edición inglesa que es la que yo comento, pero en realidad, como sabemos, la media no sale ni a un año por página. Además, teniendo en cuenta que lo que hace Saylor es situar personajes inventados en una realidad histórica, hace a Poticios y Pinarios atravesar por una serie de peripecias que impiden la confusión que, de todas maneras, es casi imposible teniendo en cuenta los saltos del tiempo.
En el asunto de los personajes está otra diferencia. Los de Saylor son inventados. McCollough, por su parte, hace novela histórica a lo Gore Vidal, es decir, sus protagonistas son los propios protagonistas de la Historia. Las peripecias que seguimos en sus novelas son las de Mario, Sila, Servilia Cepionis, Cicerón, etc. No hay personajes inventados, sino invención en torno a los personajes (invención, en ocasiones, un poco temeraria en mi opinión). ¿Cuál de las dos alternativas es mejor? La respuesta ha de ser galaica: depende. Depende del lector. Hay lectores para los cuales la pura peripecia histórica no es suficiente, porque no tienen demasiada ambición por los hechos históricos o el simple análisis de éstos les aburre o les deja insatisfechos. Éstos deberían leer a Saylor. Aquéllos para los cuales lo importante sea la Historia, sin aditamentos, deben leer a McCollough.
En su versión original, el libro está escrito de forma ágil y eficiente. El autor parece ser plenamente consciente de que los libros de 700 páginas repletos de periodos y tropos son propios tan sólo de los aficionados a la literatura rusa; de todas formas, tengo por mí que el inglés no es un idioma muy propio para ser alambicado en la escritura (o eso al menos dice mi profesora de inglés, quien siempre me está dando la brasa con que escriba frases tres veces más cortas). Otra gran virtud de Saylor, que se hace interesante, es que trata de explicar, desde el conocimiento y la imaginación, el origen de los mitos. A todas luces, Saylor alberga la teoría de que todos los mitos y creencias tienen un origen real. Así pues, no daré más detalles para no fastidiar a futuros lectores, pero diré que en el libro de Saylor se pueden encontrar explicaciones bastante plausibles sobre hechos como por qué la tradición decía que Rómulo y Remo fueron amamantados por una loba; o quién fue Hércules y quién el gigante Caco al que según la tradición mató; o por qué estaba decretado que las moscas no podían entrar en determinados templos; o por qué los romanos celebraban extrañas fiestas como las Lupercalias. De hecho, al finalizar el libro coquetea (no sé si pensando en una segunda parte) con la idea de que el propio símbolo religioso de la cruz podría ser mucho más antiguo que el cristianismo.
¿Lo peor del libro? Lo peor del libro son los pies forzados que se ve obligado a respetar el autor por razón de su elección primera: meter mil años de Historia en un libro voluminoso, pero no tanto como para echar para atrás al comprador/lector masivo. Así las cosas, Roma se convierte en un ejemplo de lo que los británicos llaman cherry picking: el autor para aquí o allá para narrar un determinado periodo de la Historia de Roma, lo cual quiere decir que, necesariamente, se deja otros. Tiene que ser así porque, de lo contrario, por mucho que hubiese querido correr, habría escrito 1.500 páginas, o así. Lo que me parece enormemente discutible es la selección. Está hecha, probablemente, para poder colocar a los protagonistas de la novela, Poticios y Pinarios, ante determinadas situaciones. Pero las lagunas son, a mi modo de ver, pavorosas. Especialmente doloroso me parece el olvido de Cayo Mario, para mí el hombre que dio un vuelco a la Roma republicana, eso sí a largo plazo, con sus siete consulados y su reforma militar a favor de los miembros del censo por cabezas. Pero hay más cosas. En la novela de Saylor nada se dice de la cuestión itálica, que presidió los debates de la República durante siglos; apenas aparecen, como en un segundo plano, las guerras púnicas, a pesar de que su importancia pretende explicarse (no obstante lo dicho, Tiburcio la explica mucho mejor). No existen las conquistas imperiales; los galos toman Roma pero los romanos no pisan Galia en una sola escena, ni abaten las posesiones de los númidas, ni apresan a Yugurta. Se nos cuenta la Historia de Roma sin el concurso de Cicerón, de Catalina, prácticamente sin el concurso de Catón. Pompeyo Magnus se nos queda prácticamente inédito, pues César, en esta novela, no pasa el Rubicón (para pasar el Rubicón tendría que venir de la Galia, y ya hemos dicho de de eso no se dice nada) y, consecuentemente, no se nos cuenta la batalla de Pharsalos; apenas sus consecuencias. En la Historia de Roma hay políticos y líderes importantísimos como L. Apuleyo Saturnino, Marco Livio Druso, Publio Sulpicio Rufo, Cinna, Creso, Quinto Sertorio, Lépido, los Metelos, que no aparecen.
Y, sobre todo, está el problema de la República. Porque alguien que escribe sobre esos años está obligado, en mi opinión, a tratar de hincarle el diente al asunto de cómo, y por qué, murió la República romana. Si es cierto (yo lo pienso así) que era una evolución necesaria para un Estado que había alcanzado la importancia de Roma, o si se debió a la miopía de la clase patricia y a la creciente demagogia de los plebeyos, como también puede pensarse.
En conclusión, como novela de entretenimiento es buena; yo diría que muy buena. Pero si lo que se pretende es, además, obtener de ella una buena foto de la Historia de Roma, yo le recomendaría al protolector que no se hiciese demasiadas ilusiones.
Del libro, por cierto, ha salido edición española; pero desconozco la editorial. Supongo que no os será complejo encontrarla en internet.
Eso sí, visto el rollo catilinario de Tiburcio sobre las guerras púnicas y que a mí me va la marcha, desde hoy queda abierto el descriptor de Historia Antigua. Volveremos sobre ella, espero que pronto. Lo primero que me gustaría contaros es la historia de los gracos. Pero será ya otro día.