Es aún la una de la tarde de aquel triste día de noviembre. Hace pues apenas media hora que han disparado contra el presidente. El doctor Kemp, que ha aparecido fugazmente en nuestro relato, acaba de tocar el hombro de su colega para convencerle de que abandone el masaje cardiaco que, en realidad, está aplicando a un cadáver. John Fitzgerald Kennedy ha muerto. Pero el país no lo sabe. El país entero, de una forma u otra, está agolpado en los alrededores del hospital, pero aún apenas sabe que el presidente ha entrado en el mismo tras haber recibido disparos. La confirmación final la tendrá, como anuncié en mi anterior post, de Dios.
Los padres Óscar Huber y James N. Thomson eran dos simples párrocos. El equivalente espiritual al pobre residente Carrico. Ellos no estaban destinados a dar la extrema unción a un presidente, pero tuvieron que hacerlo, o al menos uno de ellos, por el simple hecho de que parroquia era la más cercana en Dallas al Parkland Hospital.
Para la familia Kennedy, en realidad fue una suerte que el elegido fuese Huber. Los Kennedy eran católicos, y como católicos creían que una persona debe morir, como suelen rezar las esquelas, confortado por los sacramentos. Toda la liturgia de la extremaunción, en todo caso, plantea algún que otro problema filosófico y teológico, pues a veces la persona moribunda lo está tanto que es fácil dudar de que, en realidad, tenga la capacidad de arrepentirse de sus pecados y de recibir dichos sacramentos con consciencia. El problema para muchos creyentes es tan importante que los reyes leoneses de la Edad Media, cuando se sentían moribundos, aceptaban un ritual por el cual eran declarados muertos aún vivos; esto era así para evitar que, por esperar mucho, no muriesen en la Gracia.
El padre Huber fue un gran consuelo para Jackie Kennedy porque, al contrario de lo que podrían haber hecho otros en su lugar, no tenía ninguna duda sobre la efectividad de lo que iba a hacer. Había tenido, algunos años antes, que administrar la extremaunción a sus propios padres, un momento en el que el deseo por creer que los confortaba le había convencido de algo que creen muchos sacerdotes, y es que el alma tarda en abandonar el cuerpo, así pues cuando se administra la extremaunción a una persona cuyas constantes vitales son inexistentes, su alma todavía está ahí para recibirla.
Así las cosas, el padre Huber entró en la Trauma Room #1, donde le esperaba el cadáver de JFK, con media cara al aire porque una más de las cosas que no funcionaron aquella mañana es que la sábana que encontraron para cubrirle era demasiado corta. Destapó por completo la cabeza del hombre que ya miraba hacia ninguna parte, se colocó la estola púrpura y blanco, y pronunció la fórmula que conocía bien.
Si capax ego te absolvo a peccatis tuis, in nomine Patris et Filii et Spiritus Sancti. Amen.
Cuando el moribundo está consciente, la fórmula empieza por «ego». «Si capax» quiere decir algo así como «en caso de que te estés enterando». John Kennedy recibió una absolución de sus pecados condicionada a que realmente supiese que la estaba recibiendo. Si es así, es algo que sólo sabe él.
Luego sacó los santos óleos, mojó un pulgar en ellos, hizo la señal de la cruz en la frente del presidente, en sus ojos y en su boca, y declamó:
Per istam sanctam Unctionem, indulgeat tibi Dominus quidquid deliquisti. Amen.
Y terminó con la bendición apostólica
Ego facultate mihi ab Apostolica Sede tributa, indulgentiam plenariam et remissionem omnium pecatorum tibi concedo et benedico te. In nombre Patris et Filii et Spiritus Sancti. Amen.
El rito de la extremaunción es así de simple. Con un moribundo no se pueden montar grandes espectáculos. Sin embargo, el padre Huber hubo de enfrentarse con la incomprensión de sus testigos. El doctor George Burkley, que estaba presente con Jackeline y las enfermeras, protestó por lo corto que había sido todo y reclamó del cura que rezase algunas oraciones. Tiempo después, el padre Huber recordaría que, antes de empezar a rezar el Ave María, fue a arrodillarse cuando descubrió dos cosas: una, que el suelo de la sala estaba lleno de sangre, sangre del presidente y de las transfusiones recibidas; y, dos, que Jackeline ya se había arrodillado a pesar de ello. Se quedó de pie, aunque el padre Thomson, que se había retrasado aparcando el coche en el que habían venido, sí se arrodilló nada más entrar en la habitación. Los sentimientos de la viuda del presidente eran posiblemente muy visibles; Thomson recordaría bien que lo primero que hizo después de salir de la sala fue acercarse a ella y afirmarle que estaba seguro de que el alma de Kennedy estaba aún en su cuerpo, por lo que el sacramento había sido plenamente eficaz.
Saliendo del hospital, los sacerdotes fueron localizados por los periodistas. Rodearon su coche en demanda de noticias. Preguntaban si el presidente había muerto. Así pues, fue el padre Huber quien dio la noticia al mundo, el cristal de la ventanilla bajado, el gesto adusto, y una frase corta en los labios:
‑Sí, ha muerto. Eso es todo.
Era cosa de la una y cuarto de la tarde. Algunos periodistas sabían ya que el presidente había muerto y no tardarían en difundirlo de forma oficiosa. Mac Kilduff, el secretario de prensa de la Casa Blanca, sabía que tenía que difundirlo. Por eso se fue en busca de Ken O’Donnell, la mano derecha de JFK (si excluimos a su hermano Robert, claro) y, probablemente, el hombre para el cual la vida dio un giro más radical aquella mañana. Se lo consultó. O’Donell estuvo de acuerdo en que era necesario anunciar la muerte del presidente, pero matizó que eso es algo que Kilduff tendría que tratar con el presidente.
Y es que el hombre que esperaba ileso en la habitación número 13, escoltado por el agente Rufus Youngblood, era ya, de alguna manera, el presidente de los Estados Unidos de América; y, de alguna otra, no lo fue nunca. En el momento en que Kilduff le planteó la posibilidad de comparecer ante la prensa, Johnson ya se había hecho una composición de lugar, ayudado por la persona que más había mantenido fría la cabeza: Youngblood. Casi desde el primer disparo, el agente había decidido que LBJ debía salir del hospital, salir de Dallas, volver a Washington y tomar allí las riendas del poder. Probablemente aprovechó todos los minutos en los que otros estuvieron ocupados con JFK para comerle la oreja y convencerlo. Para cuando Kilduff entró en la habitación, el presidente ya estaba convencido. Pretextando que aún no se sabía si todo lo que había pasado era fruto de alguna gran conspiración comunista (esto fue lo que dijo: a LBJ, lógicamente, no se podía pasar por la cabeza que a JFK lo hubiesen matado radicales tejanos), estableció que su prioridad era regresar a Washington.
Y es en este punto donde tenemos que parar un poco para hablar de una cosita que se llama Derecho Constitucional.
Estoy seguro de que, si os pregunto a la mayoría de vosotros cuál es el primer acto que tiene que realizar un vicepresidente de los Estados Unidos tras la muerte del presidente, me diréis: jurar el cargo. De hecho, aquéllos de vosotros que conozcáis la historia que aquí os voy desgranando tendréis en la memoria la foto de Lyndon B. Johnson jurando su cargo en el Air Force One. Pero yo os contesto: ¿por qué? ¿Por qué tiene el vicepresidente que jurar nada? ¿Acaso no juró, el día que tomó posesión de su cargo vicepresidencial, defender la Constitución de los Estados Unidos y todo eso? ¿Para qué jurarlo dos veces? Pues la respuesta a esas preguntas tiene su miga.
Artículo 2, Sección Primera, Cláusula Quinta, de la Constitución de los Estados Unidos de América.
In case of the removal of the President from office, or of his death, resignation, or inability to discharge the powers and duties of the said Office, the same shall devolve on the Vice President (....)
Parece un texto de fácil traducción. Pero no lo es. La clave de la dificultad está en «the same». Es una expresión que significa «el mismo», pero también «los mismos», es decir es igual en singular o en plural; como lo es en femenino y en masculino; el inglés es idioma muy económico, y tiene estas putadas. Este hecho introduce una duda difícil de resolver en la Constitución americana, pues este artículo nos dice que en el caso de que el Presidente muera o sea relevado del cargo (por ejemplo por medio de un impeachment, como estaban a punto de hacer con Nixon cuando dimitió) o se vuelve loco o inútil para ejercer los poderes y responsabilidades inherentes al cargo de Presidente, the same será ejercido(s) por el vicepresidente. ¿A qué se refiere «the same»? ¿Al cargo de presidente o a los poderes y responsabilidades inherentes al mismo?
La pregunta no es ninguna coña. Si se refiere al cargo, entonces un vicepresidente que sucede a un presidente se convierte en presidente. Pero si se refiere a los poderes y responsabilidades, entonces un vicepresidente nunca deja de ser vicepresidente; nunca llega, por decirlo así, a ser presidente. Son muchos los constitucionalistas americanos que consideran que la intención de los redactores de la Constitución era precisamente ésta. Tiene lógica, de hecho, que los Franklin, Jefferson y compañía estuviesen a favor de un sistema en el que no pudiese llegar a ser presidente de Estados Unidos alguien que no ha sido votado para ello. De hecho, los historiadores nos dicen que este artículo de la Constitución estuvo redactado de forma que establecía que, en caso de muerte y bla bla bla, el vicepresidente actuaría en las funciones de presidente en tanto no se eligiese otro presidente. En los trabajosos tiempos del diseño constitucional, el texto acabó sin embargo por perder esta redacción tan prístina.
Para cuando a LBJ se le planteó el problema, habían pasado muchas cosas. Entre ellas, los precedentes. Y, por eso, en mi pasado post os retrotraía a una casita de Williamsburg, Virginia, donde un padre, en 1841, juega a las canicas con sus hijos.
Ese padre es John Tyler, vicepresidente de los Estados Unidos en la administración de William Henry Harrison, un presidente que se había destacado, antes de serlo, por sus campañas militares contra los indios del salvaje Oeste, a los que hizo la guerra. Harrison casi acababa de acceder al cargo cuando sufrió un enfriamiento que se complicó y le llevó a la muerte. Fue la primera vez que el sistema constitucional americano se encontró con la situación por la cual un presidente moría en el cargo.
Fue pues John Tyler la primera persona que sostuvo la idea de que un vicepresidente sucede a un presidente en plenitud del cargo, en contra de la probable intención de los padres de la Constitución, como acabamos de ver. Conspicuos juristas del país, entre ellos el ex presidente John Quincy Adams, se le enfrentaron por ello. Adams, de hecho, se refiere en su diario a Tyler como «ese señor que se llama a sí mismo Presidente, y no Vicepresidente en funciones de Presidente».
Tyler, sin embargo, fue a una política de hechos consumados. El vicepresidente, no sé si lo sabéis, no vive en la Casa Blanca. Vive cerca, pero lejos. En realidad, el vicepresidente de los Estados Unidos es o era (yo me sé mejor los tiempos de JFK que los actuales) una especie de realquilado. Todo es del presidente, desde los aviones hasta los coches; para usarlos, el vicepresidente debe pedir vez. El gesto de Tyler de irse a vivir a la famosa casita fue todo un símbolo de que era presidente. Y lo machacó con el asunto del juramento que, constitucionalmente, ni puñetera falta que hace.
Después de él, se han encontrado en la misma situación que Tyler: Millard Fillmore, Andrew Johnson, Chester Arthur, Theodore Roosevelt, Calvin Coolidge, Harry Truman, Lyndon B. Johnson y Gerald Ford. Creo que no me dejo ninguno. Todos ellos pasaron a ser presidentes; ninguno fue discutido por ello. Ahí queda eso para todo aquél que piense que la costumbre no es una fuente del Derecho.
¿Por qué el juramento? Pues porque Tyler cayó en la cuenta de que el mismo artículo 2, en su sección Primera, cláusula séptima, estipula que el jefe del Ejecutivo debe jurar su fidelidad a la Constitución para poder ejercer el cargo. Aunque este prurito, ya lo he dicho, es una gilipollez, porque para llegar a ser vicepresidente hace falta (como es lógico) haber jurado respeto a la Carta Magna. El juramento es totalmente innecesario. Tyler se lo inventó para que Adams y los suyos no le tocasen los cojones. Y allí sigue. Por si alguno de vosotros no entendió lo de la inercia cuando se lo explicaron en clase de Física en el bachillerato, aquí tiene una ocasión de puta madre para entenderlo de una vez.
El 6 de abril de 1841, en el Indian Queen Hotel situado en la misma avenida de Pennsylvania de Washington, John Tyler juró su cargo como presidente de los Estados Unidos. William Cranch, presidente del Tribunal del Distrito de Columbia, fue quien le tomó el juramento y, consciente de que lo que estaba haciendo era una mamonada, declara en el documento que extendió que el propio jurador era consciente de que con las promesas hechas como vicepresidente era suficiente, pero que hacía este segundo juramento para mayor cautela y para despejar dudas. Este documento, sin embargo, estaba olvidado para cuando el siguiente vicepresidente se encontró en su situación; olvidados de la coyuntura, los sucesores de Tyler repitieron la ceremonia del juramento, consolidando una situación más que discutible en la que han llegado a la presidencia personas que no está nada claro que hubieran debido ocuparla.
Paradójicamente, la Historia recuerda a Tyler por dos cosas. Una, por masacrar a los indios semínolas. Y la otra, por anexionar a la Unión precisamente al estado donde JFK encontraría la muerte.
Nuestra historia es, cada vez menos, la historia de cómo Kennedy dejó de ser presidente. En el próximo post deberemos ocuparnos de cómo Johnson lo fue. Por el momento lo vamos a dejar en la habitación número 13 del hospital, tratando de hacerse a la idea de algo increíble. A las 12 y 33 minutos de aquella mañana, estaba acabado. El presidente había tenido que ir a Texas por un enfrentamiento cainita entre políticos demócratas que se suponía que él debía controlar. Nunca lo sabremos, pero es posible que estuviese pensando en la posibilidad de que JFK no contase con él para las siguientes elecciones que, según casi todo el mundo, tenía en el bolsillo. La popularidad de JFK en sus recorridos antes del asesinato le empujaba a ello: le empujaba a pensar que los tejanos le apreciaban a él por sí mismo, así pues le votarían.
12 y 33 minutos. Lyndon B. Johnson está acabado.
12 y 35 minutos. Lyndon B. Johnson es el POTUS; el presidente de los Estados Unidos de América.
viernes, febrero 15, 2008
miércoles, febrero 13, 2008
Johnson VS JFK (2)
Seguimos en Dallas. En la Dealey Plaza. Acaban de disparar al presidente de los Estados Unidos, John Fitzgerald Kennedy. Su coche cruza las calles que teóricamente iba a cruzar lentamente a toda velocidad, camino del hospital más céntrico de la ciudad, el Parkland. Las personas que piensan que la vida es una película de cine quizá piensen que allí todo funcionará como un reloj, como de hecho ocurre en las pelis. No obstante, la realidad es un poco diferente.
Aunque, en medio del caos, lo primero que pasa es que hay personas que saben guardar la frialdad.
En el coche Halfback que circulaba detrás del del presidente, como he dicho, viajan varios miembros del servicio secreto. Entre ellos está Emory Roberts, un antiguo policía de Baltimore que es, probablemente, la primera persona que consigue mantener la mente fría en medio de aquel caos. Apenas hace cuatro o cinco segundos que han disparado contra el presidente. Pero Roberts es un policía experimentado, lo ha visto todo (probablemente, estaba mirando hacia la cabeza del presidente cuando se la reventaron) y sabe lo que ha pasado. Por eso, no puede detener a Clint Hill, que tiene más reflejos que él pero, cuando un segundo agente del coche, Jack Ready, hace honor a su apellido y se dispone a saltar del vehículo, le ordena:
‑¡No vayas, Jack!
Ready obedece, no sin renuencia. El coche gana velocidad detrás del de Kennedy, camino del hospital. Fríamente, Roberts le dice a Bill McIntyre, otro agente:
‑Le han matado. Tú y Bennet [otro agente], haceos cargo de Johnson tan pronto como nos detengamos.
En ese momento, doce y treinta y uno de la mañana, el corazón de John Fitzgerald Kennedy todavía late, aunque, probablemente, su muerte cerebral ya es un hecho (los testimonios coinciden en que sus pupilas estaban ya fijas). Pero Emory Roberts sabe cuál es su obligación: a rey muerto, rey puesto.
Y no será el único agente del servicio secreto que entenderá así las cosas. En el coche donde viajan Johnson, su mujer y un crecientemente histérico Yarborough, el agente especial Rufus Youngblood ha obligado al vicepresidente a echarse al suelo. Antes de que llegue la tarde (por lo menos en horario español), Youngblood tendrá actuaciones de nuevo muy importantes en este embrollo.
Muy pocos segundos después del atentado, cuando la comitiva va ya cagando leches hacia el Parkland Hospital pero todavía se encuentra en Elm Street, se produce una violenta pelea en el séptimo vehículo de la comitiva. Es el coche donde va Mac Kilduff, secretario de prensa de Kennedy, con cuatro periodistas escogidos. Entre éstos se encuentran los dos representantes de las grandes agencias de prensa estadounidenses: Merriman Smith, de la UPI, y Jack Bell, de la Associated Press.
Los periodistas suelen decir: en la vida como hermanos, y en la profesión como gitanos. Un periodista realmente competitivo no sólo conseguirá la exclusiva, sino que tratará de retardar el momento en que otros la compartan. Smith era un perro periodístico de la más pura raza, y apenas unos segundos le bastaron para darse cuenta de lo que había pasado. El coche de la prensa llevaba un solo teléfono, el único de que disponían aquellos periodistas (hace cuarenta años no había más teléfono móvil que estos aparatosos terminales de coche). Así pues, lo que hizo fue coger el terminal antes que nadie, dictar a su oficina de Dallas la noticia urgente… y embarcarse, después, en una interminable serie de comprobaciones con la secretaria, con el objeto de no colgar y no dar la oportunidad a Bell de enviar su noticia. Bell se puso violento, tanto que Smith tuvo que guardar el teléfono entre sus rodillas y ovillarse bajo el asiento para no perderlo. Así que ya podéis imaginar la caravana que cruza Dallas a toda velocidad: en el primer coche, el presidente con la cabeza reventada; en el segundo, los escoltas del servicio secreto haciendo cálculos con el muerto. En el coche del vicepresidente, éste se está incorporando trabajosamente desde el suelo del auto. Y, en el coche de la prensa, dos reporteros se dan de hostias.
Para cuando Smith soltó el teléfono y se lo dio a Bell, el aparato había dejado de funcionar. La UPI dio la primera noticia de los disparos a las 12 horas y 34 minutos. Tan sólo dos minutos después de que Kennedy fuese asesinado y dos minutos antes de que la comitiva llegase al hospital.
Lo que siguió demuestra que las películas son eso, películas. En el cine y en la televisión, cuando alguien llega gritando al departamento de urgencias de un hospital todo dios reacciona con una exactitud de relojero. Sin embargo, en el departamento de urgencias de Parkland el presidente de los Estados Unidos (repetimos: el presidente de los Estados Unidos) tuvo que esperar seis minutos, desangrándose por la cabeza, antes de que apareciesen unos camilleros. En realidad daba igual, porque su recuperación era imposible. Pero el retraso está ahí. Para cuando llegaron los celadores, se afanaron tanto en atender al cadáver que prácticamente se olvidaron de Connally, que sangraba porcinamente, estaba vivo y tenía salvación (de hecho, se salvó).
La siguiente dificultad fue Jackie Kennedy. Cuando llegó la camilla, ella seguía abrazada a su marido y no mostraba signos de soltarlo. El agente del servicio secreto Clint Hill se subió al estribo del Lincoln y trató de razonar con ella. Pero la primera dama (aunque, en puridad, ya casi no lo era) se obstinaba en decir que su marido estaba muerto y que, por lo tanto, tanta prisa daba igual. Hill acabó por darse cuenta del problema de Jackeline. Al presidente le faltaba por lo menos un tercio de cabeza, ella lo había visto y no quería que el mundo lo viese. El agente se sacó su propia chaqueta, se la ofreció a la primera dama y ésta envolvió con ella la cabeza de su marido. Sólo entonces consintió que se lo llevasen.
En medio de una locura en la que nadie parecía mantener la calma, algunas personas lo hicieron. Ya hemos hablado de Emory Roberts. Pero también merece un recuerdo Art Bates, un oficial del ejército al servicio de la Casa Blanca, que se dio cuenta inmediatamente de la importancia de las comunicaciones telefónicas. Siempre que el presidente se desplazaba de Washington, la Casa Blanca creaba una centralita desplazada en algún hotel (en aquel caso, en el Sheraton Dallas) que garantizaba las conexiones con la capital. Sin embargo, la centralita del hospital sólo tenía doce líneas, que pronto mostraron tendencia a colapsarse, sobre todo por la cantidad de freaks y gilipollas varios que se dedicaron a llamar para contar estupideces sobre el presidente y su curación. Bates, espíritu ordenado, cogió a una serie de militares y los fue distribuyendo por el hospital. Teléfono que veían, teléfono que cogían. Marcaban el 9. Lo volvían a marcar cuantas veces hiciera falta hasta conseguir línea. Entonces llamaban al Sheraton y contactaban con la Casa Blanca. Una vez hecho esto, alguien se quedaba con el teléfono en la mano, sin colgar, para garantizar la conexión. De esta manera, el equipo presidencial nunca estuvo incomunicado aquella mañana.
El ingreso de John Fitzgerald Kennedy en el Parkland Hospital figura en la documentación a las 12.38, con el diagnóstico GSW, gun shot wound o herida por arma de fuego. A continuación, figura el ingreso de una mujer blanca que sangraba por un labio, luego una mujer negra con dolores abdominales y, finalmente, Connally.
Kennedy fue introducido en la llamada Trauma Room número 1. Allí, las enfermeras Diana Brown y Margaret Hinchcliffe lo desnudaron hasta dejarlo sólo con su ropa interior. Uno piensa que luego entró en la sala el más supermegacatedrático de medicina del mundo mundial tejano; al fin y al cabo, era el presidente. Pero no fue así. El médico que atendió a JFK se llamaba Carles J. Carrico y, si vive hoy, no tiene ni setenta años, porque entonces tenía 24 y llevaba tan sólo dos añitos de puto residente en aquel hospital. En nuestro lenguaje, pues: quien asumió la responsabilidad (imposible) de reanimar al presidente de los Estados Unidos fue un MIR.
Carrico observó que Kennedy carecía ya de pulso y presión sanguínea, pero que, sin embargo, su corazón seguía bombeando débilmente. Técnicamente, aún estaba vivo. Así pues, le introdujo un tubo por la tráquea, para facilitar la respiración, y le instiló por vía intravenosa sal de ácido láctico.
Pronto hubo cosa de quince médicos metidos en el box, que parecía el camarote de los Hermanos Marx. Finalmente, tras mucho porfiar, sólo se quedaron los tres que eran necesarios: Malcolm Perry, cirujano; el almirante George Burkley, médico personal de Kennedy y que conocía su historial nada sencillo (el presidente sufría de melasma suprarrenal o Enfermedad de Addison); y Marion T. Jenkins, jefa de anestesiología del hospital.
Se hizo lo que se pudo, aunque con escasas esperanzas. Se le transfundió sangre, pero lo que se le metía por la pierna salía por la cabeza a borbotones, anegando el suelo del box. Buckley le aplicó las dosis de hidrocortisona indicadas para un enfermo como Kennedy. Se le colocaron dos drenajes en los espacios pleurales para extraer las secreciones del tórax que podían anegar los pulmones. Perry, observando que el tubo colocado por Carrico no realizaba su función, le hizo una traqueotomía a JFK. Y, finalmente, como medida desesperada, le aplicó al pecho de Kennedy un masaje torácico de diez minutos, sin éxito.
Para entonces, Jackeline estaba también dentro de la habitación. A pesar de las reticencias de la jefa de enfermeras, Doris Nelson, que guardaba la entrada del box, consiguió convencerla de que tenía derecho a estar con su marido en el momento en que muriese.
Era la una de la tarde cuando Kemp Clark, neurocirujano que casi acababa de entrar en el box, tocó el hombro de Perry y le dijo:
‑Es demasiado tarde, Mac.
El corazón de JFK, el último órgano que le funcionó, acababa de pararse para siempre.
Pocos minutos más tarde, en Washington se producía la escena quizás más chusca de toda esta historia; la escena en la que un miembro del servicio secreto huyó de un mediopensionista.
El día que mataron a Kennedy no fue un día especial sólo para él. También lo era para su hija Caroline, que entonces tenía seis años. La noche después del día que mataron a su padre tenía que ser la primera que Caroline durmiese fuera de casa con su amiga Agatha Pozen. La madre de dicha amiga, Liz Pozen, era la encargada de llevársela a su pequeña aventura infantil. Claro que Lyric, como la denominaba el servicio secreto (los miembros de la familia presidencial tenían todos motes iniciados por L; JFK era Lancer, Lancero) no podía ir sola, y es por eso que el coche de la señora Pozen fue seguido por un Ford del servicio secreto, conducido por el agente Tom Wells.
Cosa de media hora o cuarenta minutos después del último disparo de Oswald OQF, Liz Pozen conducía su coche monovolumen cargado de críos, entre ellos la hija del presidente de los Estados Unidos y su propia hija. Le mosqueó que los niños se callaron y, con ese sexto sentido de las madres experimentadas, pensó que estaban aburriéndose y, por lo tanto, al borde de empezar a montar bulla. Fue por eso que decidió poner la radio para entretenerlos con la música. Nada más activar el dial, una voz dijo por los altavoces:
‑(…) recibió un disparo en la cabeza y su esposa Jackie (…)
De mente rápida, la señora Pozen se hizo una composición de lugar en unas décimas de segundo, y apagó la radio.
Algunos metros por detrás del coche, Tom Wells tampoco tenía una información definitiva. Por la radio de su coche, escuchó que se había disparado contra la comitiva presidencial en Dallas, pero poco más. Entonces las noticias aún eran confusas y la conexión telefónica con el Parkland Hospital, difícil.
En el primer semáforo en rojo, ambos conductores se bajaron para conferenciar. Decidieron seguir adelante. Una vez en el coche, Wells activó la radio del servicio secreto y llamó a la central:
‑Corona, Corona. Aquí Ostentoso. Denme instrucciones sobre Lyric en vista de la situación en Dallas.
Corona, o sea la residencia presidencial de la Casa Blanca, tampoco tenía mucha información precisa. Sólo pudieron contestarle con un escueto «permanezca a la escucha». De hecho, eran momentos en los que las radios, alimentadas por la UPI, tenían informaciones más precisas que el propio servicio secreto.
En Chevy Chase, donde Liz Pozen tenía que dejar a un niño, policía y madre celebraron una segunda conferencia y decidieron seguir. Pero Wells era un tipo listo. Él solo llegó a la conclusión más lógica: fuese o no del todo cierta la información que recibía, lo que estaba claro es que en Dallas habían atentado contra el presidente. Eso podía ser un loco gilipollas, o podía ser una conspiración de altos vuelos del tipo de las que enfrenta el agente Jack Bauer en la serie 24. Lo mismo los rusos, los chinos o los calagurritanos estaban, en ese momento, lanzando comandos por Washington para apiolarse a todo Kennedy que viesen. Así pues, pasó de la actitud pasiva a la activa. Comunicó con su jefe y le dijo:
‑A menos que me des la orden contraria, me llevo a Lyric a Corona (la Casa Blanca).
En la tercera parada, Wells se encontró con el problema de Liz Pozen. Aquella mujer era brava y también sabía pensar. Terroristas o no, nadie podía saber que Caroline Kennedy se iba de pijamada aquel día, ni a dónde, ni con quién. Argumentaba que, en realidad, con quien estaba más segura la niña era con ella. Pero con el servicio secreto no se argumenta. Wells estaba histérico (estaba tan nervioso que, siendo la parada en cuesta, se le olvidó poner el freno de mano de su coche y tuvo que salir corriendo para recuperarlo), pero se mantuvo firme. Prueba de esta situación de cierto desvarío es que estuvo relativamente brusco con la niña; prácticamente, la informó de que debía volver a casa de la misma forma que lo hubiese hecho con un adulto, motivo por el cual la niña se cogió un rebote importante. Luego, una vez en el coche, no sabía tomar la dirección correcta hasta que Liz Pozen se la indicó.
Uno de los misterios que aquella anécdota es qué sabía Caroline. Quizá la radio activada por Liz Pozen dijo algo más de lo que ella recuerda. Lo cierto es que, una vez en el coche, preguntó por qué tenían que volver a casa. Antes de que Wells inventase algo, sentenció: «No importa; ya lo sé». Sin embargo, probablemente fue una frase sin mucho sentido. Horas después, cuando la institutriz de Caroline le informó de que papá se había tenido que ir al Cielo porque allí Patrick estaba muy solo (Patrick era el tercer hijo de los Kennedy, que había muerto prácticamente al nacer apenas unas semanas antes del atentado), Caroline lloró, según los testimonios, como si realmente no supiese nada. Por lo que respecta a su hermano pequeño, John-John, era tan pequeño que apenas se enteró bien de las cosas; inmediatamente después de afirmar que había entendido que su padre se había ido al Cielo, preguntaba cuándo volvería.
En Rock Creek Parkway, el Ford de Wells en el que viajaba Caroline de copiloto sobrepasó a un coche verde. En dicho coche, según el relato de Wells, viajaba un hombre de mediana edad, gordo y con una chaqueta de leñador; el típico medioburgués americano. El hombre, al pasar el coche, miró y, según sus gestos, reconoció a Caroline. Hoy en día los menores hijos de la gente famosa no son conocidos porque su imagen está protegida y nunca o casi nunca salen en la televisión; pero entonces, la imagen de los hijos de un presidente de los Estados Unidos estaba constantemente en las revistas y televisiones; eran rostros tan populares como sus padres.
La situación para este hombre innominado nos la podemos imaginar. Una mañana nos enteramos de que han atentado contra el presidente de nuestro gobierno y, en un semáforo, vemos de repente un coche sin marcas ni distintivos, en el que viaja un hombre con aspecto de estresado acompañado de la mujer del presidente. En medio de una psicosis conspirativa, es fácil imaginar que puede estar secuestrada.
Aquel hombre decidió arriesgarse y seguir al coche.
Por su parte, Wells tampoco las tenía todas consigo con que el extraño hombre leñador fuese tan sólo un buen ciudadano patriota. Quizá formaba parte de la conspiración anti-Kennedy. Así que salió echando leches por la calle y, afortunadamente, antes de llegar a Corona, lo perdió.
Y aún quedan cosas. Por ejemplo: ¿quién confirmó definitivamente al mundo que el presidente estaba muerto? Pues quien lo sabe todo, o sea Dios. O: exactamente, ¿qué delito había cometido Oswald OQF? No os precipitéis en responder, que la pregunta tiene mucha más miga de la que parece. También me queda por contar la increíble historia de un funcionario público que, a pesar de eso que se dice de que los funcionarios pasan de todo y les importa su trabajo un culo, amaba su trabajo, amaba asumir sus responsabilidades y, haciéndolo, tomó una decisión que pudo cambiar la historia de este asesinato.
Y, nos queda, sobre todo, un personaje que hasta ahora ha permanecido en segundo plano: Lyndon B. Johnson, que, en los momentos que relato, ya no se sabe muy bien qué cargo ocupa, pues desde algunos puntos de vista podría considerarse que sigue siendo vicepresidente de los Estados Unidos, pero desde otros ya es presidente. Pero esta historia que ocurre en noviembre de 1963 comienza mucho antes. Comienza 121 años antes, en una casita de Williamsburg, Virginia, y comienza con un padre que está en el salón de su casa jugando a las canicas con sus hijos.
Pero no quiero cansaros. Será otro día, en otra toma.
Aunque, en medio del caos, lo primero que pasa es que hay personas que saben guardar la frialdad.
En el coche Halfback que circulaba detrás del del presidente, como he dicho, viajan varios miembros del servicio secreto. Entre ellos está Emory Roberts, un antiguo policía de Baltimore que es, probablemente, la primera persona que consigue mantener la mente fría en medio de aquel caos. Apenas hace cuatro o cinco segundos que han disparado contra el presidente. Pero Roberts es un policía experimentado, lo ha visto todo (probablemente, estaba mirando hacia la cabeza del presidente cuando se la reventaron) y sabe lo que ha pasado. Por eso, no puede detener a Clint Hill, que tiene más reflejos que él pero, cuando un segundo agente del coche, Jack Ready, hace honor a su apellido y se dispone a saltar del vehículo, le ordena:
‑¡No vayas, Jack!
Ready obedece, no sin renuencia. El coche gana velocidad detrás del de Kennedy, camino del hospital. Fríamente, Roberts le dice a Bill McIntyre, otro agente:
‑Le han matado. Tú y Bennet [otro agente], haceos cargo de Johnson tan pronto como nos detengamos.
En ese momento, doce y treinta y uno de la mañana, el corazón de John Fitzgerald Kennedy todavía late, aunque, probablemente, su muerte cerebral ya es un hecho (los testimonios coinciden en que sus pupilas estaban ya fijas). Pero Emory Roberts sabe cuál es su obligación: a rey muerto, rey puesto.
Y no será el único agente del servicio secreto que entenderá así las cosas. En el coche donde viajan Johnson, su mujer y un crecientemente histérico Yarborough, el agente especial Rufus Youngblood ha obligado al vicepresidente a echarse al suelo. Antes de que llegue la tarde (por lo menos en horario español), Youngblood tendrá actuaciones de nuevo muy importantes en este embrollo.
Muy pocos segundos después del atentado, cuando la comitiva va ya cagando leches hacia el Parkland Hospital pero todavía se encuentra en Elm Street, se produce una violenta pelea en el séptimo vehículo de la comitiva. Es el coche donde va Mac Kilduff, secretario de prensa de Kennedy, con cuatro periodistas escogidos. Entre éstos se encuentran los dos representantes de las grandes agencias de prensa estadounidenses: Merriman Smith, de la UPI, y Jack Bell, de la Associated Press.
Los periodistas suelen decir: en la vida como hermanos, y en la profesión como gitanos. Un periodista realmente competitivo no sólo conseguirá la exclusiva, sino que tratará de retardar el momento en que otros la compartan. Smith era un perro periodístico de la más pura raza, y apenas unos segundos le bastaron para darse cuenta de lo que había pasado. El coche de la prensa llevaba un solo teléfono, el único de que disponían aquellos periodistas (hace cuarenta años no había más teléfono móvil que estos aparatosos terminales de coche). Así pues, lo que hizo fue coger el terminal antes que nadie, dictar a su oficina de Dallas la noticia urgente… y embarcarse, después, en una interminable serie de comprobaciones con la secretaria, con el objeto de no colgar y no dar la oportunidad a Bell de enviar su noticia. Bell se puso violento, tanto que Smith tuvo que guardar el teléfono entre sus rodillas y ovillarse bajo el asiento para no perderlo. Así que ya podéis imaginar la caravana que cruza Dallas a toda velocidad: en el primer coche, el presidente con la cabeza reventada; en el segundo, los escoltas del servicio secreto haciendo cálculos con el muerto. En el coche del vicepresidente, éste se está incorporando trabajosamente desde el suelo del auto. Y, en el coche de la prensa, dos reporteros se dan de hostias.
Para cuando Smith soltó el teléfono y se lo dio a Bell, el aparato había dejado de funcionar. La UPI dio la primera noticia de los disparos a las 12 horas y 34 minutos. Tan sólo dos minutos después de que Kennedy fuese asesinado y dos minutos antes de que la comitiva llegase al hospital.
Lo que siguió demuestra que las películas son eso, películas. En el cine y en la televisión, cuando alguien llega gritando al departamento de urgencias de un hospital todo dios reacciona con una exactitud de relojero. Sin embargo, en el departamento de urgencias de Parkland el presidente de los Estados Unidos (repetimos: el presidente de los Estados Unidos) tuvo que esperar seis minutos, desangrándose por la cabeza, antes de que apareciesen unos camilleros. En realidad daba igual, porque su recuperación era imposible. Pero el retraso está ahí. Para cuando llegaron los celadores, se afanaron tanto en atender al cadáver que prácticamente se olvidaron de Connally, que sangraba porcinamente, estaba vivo y tenía salvación (de hecho, se salvó).
La siguiente dificultad fue Jackie Kennedy. Cuando llegó la camilla, ella seguía abrazada a su marido y no mostraba signos de soltarlo. El agente del servicio secreto Clint Hill se subió al estribo del Lincoln y trató de razonar con ella. Pero la primera dama (aunque, en puridad, ya casi no lo era) se obstinaba en decir que su marido estaba muerto y que, por lo tanto, tanta prisa daba igual. Hill acabó por darse cuenta del problema de Jackeline. Al presidente le faltaba por lo menos un tercio de cabeza, ella lo había visto y no quería que el mundo lo viese. El agente se sacó su propia chaqueta, se la ofreció a la primera dama y ésta envolvió con ella la cabeza de su marido. Sólo entonces consintió que se lo llevasen.
En medio de una locura en la que nadie parecía mantener la calma, algunas personas lo hicieron. Ya hemos hablado de Emory Roberts. Pero también merece un recuerdo Art Bates, un oficial del ejército al servicio de la Casa Blanca, que se dio cuenta inmediatamente de la importancia de las comunicaciones telefónicas. Siempre que el presidente se desplazaba de Washington, la Casa Blanca creaba una centralita desplazada en algún hotel (en aquel caso, en el Sheraton Dallas) que garantizaba las conexiones con la capital. Sin embargo, la centralita del hospital sólo tenía doce líneas, que pronto mostraron tendencia a colapsarse, sobre todo por la cantidad de freaks y gilipollas varios que se dedicaron a llamar para contar estupideces sobre el presidente y su curación. Bates, espíritu ordenado, cogió a una serie de militares y los fue distribuyendo por el hospital. Teléfono que veían, teléfono que cogían. Marcaban el 9. Lo volvían a marcar cuantas veces hiciera falta hasta conseguir línea. Entonces llamaban al Sheraton y contactaban con la Casa Blanca. Una vez hecho esto, alguien se quedaba con el teléfono en la mano, sin colgar, para garantizar la conexión. De esta manera, el equipo presidencial nunca estuvo incomunicado aquella mañana.
El ingreso de John Fitzgerald Kennedy en el Parkland Hospital figura en la documentación a las 12.38, con el diagnóstico GSW, gun shot wound o herida por arma de fuego. A continuación, figura el ingreso de una mujer blanca que sangraba por un labio, luego una mujer negra con dolores abdominales y, finalmente, Connally.
Kennedy fue introducido en la llamada Trauma Room número 1. Allí, las enfermeras Diana Brown y Margaret Hinchcliffe lo desnudaron hasta dejarlo sólo con su ropa interior. Uno piensa que luego entró en la sala el más supermegacatedrático de medicina del mundo mundial tejano; al fin y al cabo, era el presidente. Pero no fue así. El médico que atendió a JFK se llamaba Carles J. Carrico y, si vive hoy, no tiene ni setenta años, porque entonces tenía 24 y llevaba tan sólo dos añitos de puto residente en aquel hospital. En nuestro lenguaje, pues: quien asumió la responsabilidad (imposible) de reanimar al presidente de los Estados Unidos fue un MIR.
Carrico observó que Kennedy carecía ya de pulso y presión sanguínea, pero que, sin embargo, su corazón seguía bombeando débilmente. Técnicamente, aún estaba vivo. Así pues, le introdujo un tubo por la tráquea, para facilitar la respiración, y le instiló por vía intravenosa sal de ácido láctico.
Pronto hubo cosa de quince médicos metidos en el box, que parecía el camarote de los Hermanos Marx. Finalmente, tras mucho porfiar, sólo se quedaron los tres que eran necesarios: Malcolm Perry, cirujano; el almirante George Burkley, médico personal de Kennedy y que conocía su historial nada sencillo (el presidente sufría de melasma suprarrenal o Enfermedad de Addison); y Marion T. Jenkins, jefa de anestesiología del hospital.
Se hizo lo que se pudo, aunque con escasas esperanzas. Se le transfundió sangre, pero lo que se le metía por la pierna salía por la cabeza a borbotones, anegando el suelo del box. Buckley le aplicó las dosis de hidrocortisona indicadas para un enfermo como Kennedy. Se le colocaron dos drenajes en los espacios pleurales para extraer las secreciones del tórax que podían anegar los pulmones. Perry, observando que el tubo colocado por Carrico no realizaba su función, le hizo una traqueotomía a JFK. Y, finalmente, como medida desesperada, le aplicó al pecho de Kennedy un masaje torácico de diez minutos, sin éxito.
Para entonces, Jackeline estaba también dentro de la habitación. A pesar de las reticencias de la jefa de enfermeras, Doris Nelson, que guardaba la entrada del box, consiguió convencerla de que tenía derecho a estar con su marido en el momento en que muriese.
Era la una de la tarde cuando Kemp Clark, neurocirujano que casi acababa de entrar en el box, tocó el hombro de Perry y le dijo:
‑Es demasiado tarde, Mac.
El corazón de JFK, el último órgano que le funcionó, acababa de pararse para siempre.
Pocos minutos más tarde, en Washington se producía la escena quizás más chusca de toda esta historia; la escena en la que un miembro del servicio secreto huyó de un mediopensionista.
El día que mataron a Kennedy no fue un día especial sólo para él. También lo era para su hija Caroline, que entonces tenía seis años. La noche después del día que mataron a su padre tenía que ser la primera que Caroline durmiese fuera de casa con su amiga Agatha Pozen. La madre de dicha amiga, Liz Pozen, era la encargada de llevársela a su pequeña aventura infantil. Claro que Lyric, como la denominaba el servicio secreto (los miembros de la familia presidencial tenían todos motes iniciados por L; JFK era Lancer, Lancero) no podía ir sola, y es por eso que el coche de la señora Pozen fue seguido por un Ford del servicio secreto, conducido por el agente Tom Wells.
Cosa de media hora o cuarenta minutos después del último disparo de Oswald OQF, Liz Pozen conducía su coche monovolumen cargado de críos, entre ellos la hija del presidente de los Estados Unidos y su propia hija. Le mosqueó que los niños se callaron y, con ese sexto sentido de las madres experimentadas, pensó que estaban aburriéndose y, por lo tanto, al borde de empezar a montar bulla. Fue por eso que decidió poner la radio para entretenerlos con la música. Nada más activar el dial, una voz dijo por los altavoces:
‑(…) recibió un disparo en la cabeza y su esposa Jackie (…)
De mente rápida, la señora Pozen se hizo una composición de lugar en unas décimas de segundo, y apagó la radio.
Algunos metros por detrás del coche, Tom Wells tampoco tenía una información definitiva. Por la radio de su coche, escuchó que se había disparado contra la comitiva presidencial en Dallas, pero poco más. Entonces las noticias aún eran confusas y la conexión telefónica con el Parkland Hospital, difícil.
En el primer semáforo en rojo, ambos conductores se bajaron para conferenciar. Decidieron seguir adelante. Una vez en el coche, Wells activó la radio del servicio secreto y llamó a la central:
‑Corona, Corona. Aquí Ostentoso. Denme instrucciones sobre Lyric en vista de la situación en Dallas.
Corona, o sea la residencia presidencial de la Casa Blanca, tampoco tenía mucha información precisa. Sólo pudieron contestarle con un escueto «permanezca a la escucha». De hecho, eran momentos en los que las radios, alimentadas por la UPI, tenían informaciones más precisas que el propio servicio secreto.
En Chevy Chase, donde Liz Pozen tenía que dejar a un niño, policía y madre celebraron una segunda conferencia y decidieron seguir. Pero Wells era un tipo listo. Él solo llegó a la conclusión más lógica: fuese o no del todo cierta la información que recibía, lo que estaba claro es que en Dallas habían atentado contra el presidente. Eso podía ser un loco gilipollas, o podía ser una conspiración de altos vuelos del tipo de las que enfrenta el agente Jack Bauer en la serie 24. Lo mismo los rusos, los chinos o los calagurritanos estaban, en ese momento, lanzando comandos por Washington para apiolarse a todo Kennedy que viesen. Así pues, pasó de la actitud pasiva a la activa. Comunicó con su jefe y le dijo:
‑A menos que me des la orden contraria, me llevo a Lyric a Corona (la Casa Blanca).
En la tercera parada, Wells se encontró con el problema de Liz Pozen. Aquella mujer era brava y también sabía pensar. Terroristas o no, nadie podía saber que Caroline Kennedy se iba de pijamada aquel día, ni a dónde, ni con quién. Argumentaba que, en realidad, con quien estaba más segura la niña era con ella. Pero con el servicio secreto no se argumenta. Wells estaba histérico (estaba tan nervioso que, siendo la parada en cuesta, se le olvidó poner el freno de mano de su coche y tuvo que salir corriendo para recuperarlo), pero se mantuvo firme. Prueba de esta situación de cierto desvarío es que estuvo relativamente brusco con la niña; prácticamente, la informó de que debía volver a casa de la misma forma que lo hubiese hecho con un adulto, motivo por el cual la niña se cogió un rebote importante. Luego, una vez en el coche, no sabía tomar la dirección correcta hasta que Liz Pozen se la indicó.
Uno de los misterios que aquella anécdota es qué sabía Caroline. Quizá la radio activada por Liz Pozen dijo algo más de lo que ella recuerda. Lo cierto es que, una vez en el coche, preguntó por qué tenían que volver a casa. Antes de que Wells inventase algo, sentenció: «No importa; ya lo sé». Sin embargo, probablemente fue una frase sin mucho sentido. Horas después, cuando la institutriz de Caroline le informó de que papá se había tenido que ir al Cielo porque allí Patrick estaba muy solo (Patrick era el tercer hijo de los Kennedy, que había muerto prácticamente al nacer apenas unas semanas antes del atentado), Caroline lloró, según los testimonios, como si realmente no supiese nada. Por lo que respecta a su hermano pequeño, John-John, era tan pequeño que apenas se enteró bien de las cosas; inmediatamente después de afirmar que había entendido que su padre se había ido al Cielo, preguntaba cuándo volvería.
En Rock Creek Parkway, el Ford de Wells en el que viajaba Caroline de copiloto sobrepasó a un coche verde. En dicho coche, según el relato de Wells, viajaba un hombre de mediana edad, gordo y con una chaqueta de leñador; el típico medioburgués americano. El hombre, al pasar el coche, miró y, según sus gestos, reconoció a Caroline. Hoy en día los menores hijos de la gente famosa no son conocidos porque su imagen está protegida y nunca o casi nunca salen en la televisión; pero entonces, la imagen de los hijos de un presidente de los Estados Unidos estaba constantemente en las revistas y televisiones; eran rostros tan populares como sus padres.
La situación para este hombre innominado nos la podemos imaginar. Una mañana nos enteramos de que han atentado contra el presidente de nuestro gobierno y, en un semáforo, vemos de repente un coche sin marcas ni distintivos, en el que viaja un hombre con aspecto de estresado acompañado de la mujer del presidente. En medio de una psicosis conspirativa, es fácil imaginar que puede estar secuestrada.
Aquel hombre decidió arriesgarse y seguir al coche.
Por su parte, Wells tampoco las tenía todas consigo con que el extraño hombre leñador fuese tan sólo un buen ciudadano patriota. Quizá formaba parte de la conspiración anti-Kennedy. Así que salió echando leches por la calle y, afortunadamente, antes de llegar a Corona, lo perdió.
Y aún quedan cosas. Por ejemplo: ¿quién confirmó definitivamente al mundo que el presidente estaba muerto? Pues quien lo sabe todo, o sea Dios. O: exactamente, ¿qué delito había cometido Oswald OQF? No os precipitéis en responder, que la pregunta tiene mucha más miga de la que parece. También me queda por contar la increíble historia de un funcionario público que, a pesar de eso que se dice de que los funcionarios pasan de todo y les importa su trabajo un culo, amaba su trabajo, amaba asumir sus responsabilidades y, haciéndolo, tomó una decisión que pudo cambiar la historia de este asesinato.
Y, nos queda, sobre todo, un personaje que hasta ahora ha permanecido en segundo plano: Lyndon B. Johnson, que, en los momentos que relato, ya no se sabe muy bien qué cargo ocupa, pues desde algunos puntos de vista podría considerarse que sigue siendo vicepresidente de los Estados Unidos, pero desde otros ya es presidente. Pero esta historia que ocurre en noviembre de 1963 comienza mucho antes. Comienza 121 años antes, en una casita de Williamsburg, Virginia, y comienza con un padre que está en el salón de su casa jugando a las canicas con sus hijos.
Pero no quiero cansaros. Será otro día, en otra toma.