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A primeras horas de la madrugada de hoy, 19 de octubre, son ya 38 las respuestas recibidas a la encuesta Ponle nota a los políticos de la República. Todo lo que puedo decir es que la competición está muy reñida y, por lo tanto, los resultados son interesantes. No hay nada decidido así pues tu voto cuenta. Tienes hasta el día 15 para votar.
Otra cosa que quisiera decir es que, cuando menos de momento, los buitres van ganando de calle a las palomis. ¡Mujer, Historia es tu segundo apellido! ¡No dejes que tu marido/pareja/compi del curro deposite su voto sin dejar oír también tu voz! Está en juego el premio Le Molo a Ellos y el premio Le Molo a Ellas. Los machos votantes son, por supuesto, bien recibidos. Pero las hembras son especialmente bienvenidas (en esto como en tantas otras cosas).
Te recuerdo que para votar sólo tienes que pinchar encima del PIRANDÁRGALLO.
En fin, confieso que tengo ya algún post escrito sobre la República. Sin embargo, dado que estamos en jornada de reflexión, he decidido, cuando menos de momento, aplazarlo algunos días. Os dejo con un post un poco más anterior en el tiempo.
Noticia del conde de Oñate. By JdJ
1640. La España barroca y decadente. En algún lugar de Madrid (en mis lecturas no se dice cuál), en una sala con seguridad amplia y luminosa, una veintena de hombres se reúnen bajo la presidencia de uno de ellos, algo gordo para su altura, tocado de bigotes a la moda y ricamente vestido. Se podría decir que quien no estuvo en esa sala no era nadie, cuando menos, en Castilla. Porque quienes están allí congregados son los ministros de España, magistrados, miembros del Consejo de Estado y Guerra, de la Junta de Ejecución, consejeros del Real de Castilla y también del Real de Aragón.
Muchos de ellos se saben en una reunión histórica. La reunión que ha convocado el conde-duque de Olivares para analizar, y eventualmente aprobar, la guerra de Castilla contra Cataluña.
La rebelión catalana de 1640 es uno de esos episodios que cada vez se hace más difícil analizar de forma ponderada, dado lo mucho que se inventan dentro de sus cabezas quienes, desde el nacionalismo o desde el antinacionalismo, se dedican a analizarla. Este enfrentamiento frontal entre España y Cataluña (o Castilla y Cataluña, si se prefiere) es, según el color del cristal con que se mire, o una cosa o la otra; o bien una expresión de un secular sentimiento nacional, o bien algo que no tuvo nada que ver con la polémica sobre la existencia de fueros especiales dentro de la nación española. Como casi siempre ocurre con estas apasionadas lecturas históricas, ninguna de las partes termina de llevar la razón. A mi modo de ver, Cataluña se rebeló en 1640 por sentirse maltratada por su Rey, no por desear cargárselo o separarse de él; en la misma medida que también es cierto que la evolución de los acontecimientos, o lo que es lo mismo la notoria estupidez y falta de tacto con que Castilla gestionó aquella crisis, fue poniendo a los catalanes cada vez más y más calientes, hasta el punto de acabar defendiendo lo indefendible, perdida ya gran parte de su territorio, con la sola gasolina moral de la conservación de sus libertades y tradiciones.
Gran parte de esa estupidez fue generada en la Junta que hoy recuerdo. La Junta en la que, efectivamente, se aprobó el levantamiento de una armada contra Cataluña; una armada formada por los ejércitos acantonados en Guipúzcoa, en Álava y en Tierra de Campos; de todos los castillos de vigilancia existentes en España y Portugal; ejércitos formados por todo hombre que alguna vez hubiera recibido sueldo real, puesto que fueron llamados a filas; de 6.000 soldados que entonces se habían trasladado a Portugal; de dos quintas partes de todas las tropas acuarteladas en Castilla, León, Andalucía, Extremadura, Granada y Murcia; de dos de los cuatro tercios existentes en Navarra; del tercio completo existente en las Baleares; de centenares, miles de voluntarios reclutados en Aragón y Valencia. Algo muy parecido, en suma, a una movilización general, respuesta a una seria rebelión que, según palabras pronunciadas por el conde-duque en aquella sesión, debía sofocar el rey «no tanto por remediar la culpa de la rebelión, cuando por excusar con aquel espanto la ruina de otras naciones». Dicho de otra forma: una patada a los enemigos holandeses, italianos y franceses, en el culo de los catalanes.
Algún día, si vosotros tenéis paciencia y yo tiempo, hablaremos despacio de esta rebelión de Cataluña, de cómo y por qué surgió, y de cómo se desarrolló. Hoy, en puridad, no quiero hacer esa historia completa. Hoy me basta con detener vuestra imaginación en aquella sesión histórica, porque en ella, a pesar de la unanimidad que el de Olivares acabaría encontrando para sus planes bélicos, se encontró con una discrepancia. Fue ésta la de don Iñigo Vélez de Guevara, conde de Oñate, miembro del Consejo de Estado y presidente de su Tribunal de Órdenes. Hombre, él lo dice al inicio de su discurso, ya provecto y experimentado.
Don Iñigo elaboró en ese momento un discurso muy bello, que nos ha llegado fielmente reproducido gracias a la crónica que de la guerra de Cataluña escribió Francisco Manuel de Melo, uno de los militares que allí guerreó contra los insurgentes. Es una pieza interesante de retórica barroca, escrita en un español muy bonito, lo cual es doble mérito para Melo (era portugués). Y es, sobre todo, un acertado alegato pacifista y, diríamos hoy, autonomista.
Si tenéis la paciencia de leer el discurso, algo largo, hasta el final, seguramente os daréis cuenta de que la intención del de Oñate no era otra que sostener la idea, por otra parte totalmente cierta, de que no tenía sentido discutir si Castilla le haría la guerra a Cataluña porque, simplemente, no podía permitirse dicha guerra. Es, pues, una admonición pragmática. A esto cabe añadir, además, que, probablemente, influyó en su ánimo el hecho de que se llevaba con el conde-duque más o menos como Bin Laden con Condoleeza Rice, pues de hecho habían sido rivales en el favor del rey a la muerte del duque de Lerma.
Pero, además de estos argumentos, hay otros que vienen a definir toda una actitud hacia el hoy tan cacareado conflicto sobre la nación española y los entes que la componen. En la distancia de cuatro siglos, hay pasajes de Vélez de Guevara que, salvando las distancias de estilo, podrían haberse pronunciado cualquier tarde de éstas en el Congreso de los Diputados. Eso, claro, si en el Congreso hubiera alguien tan inteligente y mesurado como el de Oñate, cosa de la que cabe dudar.
Leyendo esta pieza, además, entendemos por qué se enfangó España y se perdió en un laberinto de degradación. El problema fue el honor. Pues resulta curioso que, en el fondo, Oñate y Olivares utilicen el mismo argumento para arrimar cada uno el ascua a su sardina. Oñate dice: ya estamos haciendo muchas guerras, así pues lo mejor es que no nos embarquemos en una más. Olivares le contestó: porque ya estamos haciendo muchas guerras, tenemos que embarcarnos en una más; si no lo hacemos, nuestros otros enemigos se envalentonarán. La filosofía del ciclista: si dejas de pedalear, te la pegas. Y eso es así porque, como acertadamente explica Elliott en su monumental monografía sobre el conde-duque, en aquella España toda la política exterior se basaba en un concepto: el prestigio. Todavía vivían muchos españoles, notablemente los nobles y altos funcionarios, que habían servido a las órdenes de Felipe II, cuando España tenía todo el prestigio del mundo, porque el mundo era suyo. Y se decía que era necesario hacer cualquier cosa para mantener ese prestigio, ese honor. Incluso irse a la mierda.
En el momento en que el de Oñate pronuncia su discurso, se ha producido el llamada Corpus de Sangre, que como digo algún día contaremos aquí, así pues Castilla se siente agredida, ergo humillada, por Cataluña. Oñate conoce bien el natural airado y vengativo de España, es decir, admite que, hasta aquel día, el Imperio ha resuelto las rebeldías de la misma forma: dando de hostias al rebelde. Pero, con una clarividencia notable para su época, es capaz de avizorar que el rebelde que resulta excesivamente castigado reacciona volviéndose sedicioso. Toda una lección de pragmática política, que cayó en saco roto.
Os dejo con don Iñigo. Espero, sinceramente, que no os aburra. Y, tras terminar la lectura, tal vez os preguntéis, como hago yo, qué habría pasado si la votación final de la Junta le hubiera apoyado.
A un gran negocio, señores, somos llamados: yo, por cierto, sobre setenta años de edad en que me hallo, y con pocos menos de experiencia, atreveréme a decir que ninguno de los accidentes pasados fueron de tanto peso como el que tratamos. Largos días ha que reposa en España la rebelión de los vasallos: ya vine a creer en los aprietos presentes, que algunos han vivido templados, más por ignorar la desobediencia que por rehusarla; tal debe ser nuestro cuidado en aumentar esta su ignorancia. Yo no pretendo manchar la fidelidad española; mas si el discurso no me engaña, nación es ésta de quien estamos quejosos, ocasionada al precipicio; conozco su natural airado y vengativo, y sin perturbarme del temor o el odio, voy a temer un gran suceso, harto más lamentable a la experiencia que al discurso.
¡Oh! No hagamos de suerte que nuestro enojo les descubra algún camino que su osadía no ha pensado. Costumbre es de los afligidos abrazar cualquier medio que los excusa la calamidad presente, aunque los lleve a otros nuevos daños; el esclavo oprimido del látigo se despeña por la ventana; no mira que es mayor el riesgo del precipicio que el azote; sólo atiende a escaparse de las coléricas manos de su señor. ¿Qué seguridad tenemos, pregunto, de que estos hombres, amenazados de su Rey, no se arrojen por la rebeldía hasta caerse a los pies de su mayor émulo? Más pienso yo ha hecho Cataluña en salir de estado pacífico para el sedicioso, que hará en pasarse ahora de sedicioso a rebelde. No es la espuela aguda la que doma al caballo desbocado; la dócil mano del jinete lo templa y acomoda. Si de otros tiempos advertimos en los progresos de esta gente, todos nos informan de su valor y dureza; calidades que piden las armas. En los tiempos modernos amaron la paz como la deben amar todos los hombres a quienes gobierna la razón: saboreáronse de la serenidad, y olvidados de las primeras glorias, empleaban todo su orgullo en las pendencias civiles, divididos en bandos y facciones. No habían perdido el valor, aunque lo habían estragado en efectos inútiles. Herido el pedernal vomita fuego, y no herido lo disimula; empero en las mismas entrañas le deposita: la ocasión suele ser siempre instrumento de la naturaleza.
Juzgad ahora, señores, si conviene volver a despertar a esta dura nación, y amaestrarla contra nosotros en el uso de la guerra, en que fue excelente. Carlos, nuestro invicto señor, juzgándolo así con los holandeses, puso tan grande estudio en hacerles olvidar de las armas, como en inclinar los españoles a su ejercicio; dándoles gran enseñanza a los príncipes de que hay gentes que sirven más a su señor con lo que ignoran que con lo que ejercitan.
Siento que es grande la causa con que provocan la indignación de nuestro monarca, y que si hallásemos un castigo igual al crimen de los delincuentes, yo me dispusiera a seguirle; empero si cualquiera pena cotejada con el delito parece inferior, entonces sólo la podrá igualar aquella clemencia que la puede vencer.
Yo digo que la justicia es la virtud más propia de los buenos reyes; pero hay casos en que al Príncipe le conviene perdonar sin razón, violentado de la contingencia del castigo. En la dignidad del rey y en el amor de padre no pueden entrar aquellos defectos comunes que llevan los hombres a la venganza; de tal suerte que si la culpa del vasallo o del hijo puede permitir algún olvido o perdón, no se considera dificultad ninguna de parte de los ofendidos. Tan diferentes son los castigos de la mano del odio o del amor: aquél siempre pide sangre, éste no más de enmienda.
Procedió Cataluña ciegamente, yo lo confieso: muestra ahora señales de su dolor; justificase con voces y papeles, con informaciones y embajadas; llama a la piedad del Pontífice por intercesión, las repúblicas por medianeras; escribe a sus reyes, llora a todo el mundo, pide justicia contra los que han perturbado sus cosas, nómbralos, y limítase a éste o a aquel medio; publícase por fiel y humilde postrada a los pies de su señor: ¿qué le falta sino la dicha de que la creamos? No sé que estas demostraciones sean dignas de desprecio: dícese que son vanas y simulado su arrepentimiento; y, ¿qué sacamos nosotros de esa incredulidad? ¿De qué conveniencia nos podrá ser adelantada nuestra desconfianza a su malicia? No hay soplo que así encienda la llama, como la desesperación del perdón da fuerzas a la culpa. ¿Qué es en lo que reparáis? Piden a su Majestad les aparte tres o cuatro sujetos ocupados en la gobernación de las armas; poco es esto. Aquí no pretendo discurrir por sus deméritos ni por la justificación de los quejosos; digo, empero, que es más fácil cosa pensar que puedan errar cuatro hombres que una provincia entera. Podéis decir que hay dificultad en el modo de sacarlos con buena opinión; no es grande el mal que tiene remedio: no hay ninguno de los acusados (si son como yo creo que son) que no ofrezcan su reputación particular por el sieigo público: tenéis para qué estimarlos.
Sabed, señores, que no hay miseria que se iguale a una guerra civil. Si fuésemos ciertos de que Cataluña se hubiese de humillar al primer crujido del azote, no dudo que también fuera conveniente dárselo a temer; más si por ventura su ceguedad les hiciese proseguir su obstinación, y tomasen las armas en su propia defensa, ¿sería cosa prudente exponerse la autoridad de nuestro monarca a la suerte de una o de otra batalla con sus vasallos? ¿Sería buen ejemplar para los otros reinos cualquiera dicha de estos rebeldes? Y con más peligro de esta corona, que se compone de tantas naciones diversas y distantes, las más dellas desaficionadas a la fortuna castellana. Apartemos el temor de la suerte; no pienso sino que entramos victoriosos, que abrasamos, talamos y destruimos; ¿qué es lo que ganamos, sino montes desiertos, pueblos abrasados y plazas echadas a tierra? ¿Esto se puede llamar Cataluña? ¿Qué es esto sino cortarnos una mano con otra, y quedar España con una provincia menos?
Y entretanto que gastamos el tiempo en victorias (así quiero llamar todos nuestros acontecimientos), ¿cómo nos será posible acudir a Flandes con dineros, a Italia con socorros, a las conquistas con flotas y a todo el Océano con armadas? Pues si esto faltase, ¿qué tal podría quedar nuestro partido, expuesto a la furia, a la industria y a la fortuna de nuestros contrarios? Forzosa (o por lo menos natural) cosa habría de ser el perder en las provincias externas cuanto en las nuestras ganásemos; y entonces, ¿cómo lo podríamos llamar triunfo, habiendo de ser contrapesado de pérdidas infalibles? Miserable por cierto sería aquella guerra en que nosotros mismos fuésemos los vencedores y los vencidos.
No hay fatiga en el campo de que el labrador en su casa pacífica no se repare. Este era el consuelo de los trabajos que la Monarquía padece en sus partes, gozar a nuestra España con quietud. Los Países Bajos y Alemania (que también podemos llamar propia) oprimidos están de armas; Lombardía, afligida con su peso; Nápoles y Sicilia, amenazados; la Borgoña, ni por desierta segura; Alsacia, más que nunca fatigada; unas y otras Indias, en continua infestación de enemigos; el Brasil en manos de una guerra desesperada; las costas de España, visitadas de corsarios. ¿Qué otro lugar nos quedaba de descanso sino la España? Pues si ni este pequeño abrigo os queréis reservar entero a los ánimos cansados y arrepentidos, ¿dónde habremos de hallar reposo y consuelo? ¿Dónde habrán nuestros hijos y descendientes de gozar el premio de lo que ahora trabajamos nosotros? ¡A gran cosa, a peligrosa cosa por cierto se ofrece aquel espíritu que se encargare de esta novedad! Costoso edificio es éste a que pretendéis abrir los cimientos, y cuya ruina podrá sepultar nuestra república. No quisiera ahora que mi ponderación os llevara el pensamiento a otros casos miserables; empero si la prudencia es lince, dadme licencia siquiera para pensarlo (no se cuente norabuena, como referido), qué habría de ser de nosotros si al ejemplar de Cataluña conspirasen o se armasen otras naciones, dándoles esta guerra que apetecéis, no sólo ocasión, sino conveniencia.
¡Ah, señores! Lleno está el mundo de historias y las historias llenas de sucesos que nos encaminan a la templanza; advertid que aquel que excesivamente sigue su afecto, necesita después de un exceso mayor para desfacer el primero. ¡Oh! No sea así que vuestra impaciencia os traiga a tal desdicha que vengáis a sufrir en algún tiempo mucho más de lo que no queréis tolerar ahora. Benigno Rey tenemos, y tan piadoso, que sólo extrañará los consejos de la ira, no los de la clemencia, sólo por casi no los conoce. Ninguno subió tan presto a la inmortalidad por la venganza como por el perdón, porque siendo en los hombres lo más dificultoso, así debe ser lo más estimable.
¿Llora Cataluña? No la desesperemos. ¿Gimen los catalanes? Oigámosles. Éste es el mayor artificio de los físicos (1), ayudar a la naturaleza con beneficios, por llevarla allí donde muestra inclinarse. Salga el Rey de su corte; acuda a los que le llaman y le han menester; ponga su autoridad y su persona en medio de los que le aman y le temen, y luego le amarán todos sin dejar de temerle ninguno. Infórmese y castigue, consuele y reprenda. Buen ejemplar hallará en su augusto bisabuelo (2), cuando por moderar la inquietud de Flandes, con pompa indigna de César, más con corazón de César, pasó a los Países y acompañado de su solo valor entró en Gante amotinado y furioso, lo redujo a obediencia sin otra fuerza de su vista. Salga Su Majestad, vuelvo a decir; llegue a Aragón, pise Cataluña, muéstrese a sus vasallos, satisfágalos, mírelos y consuélelos; que más acaban y más fácilmente triunfan los ojos del Príncipe que los más poderosos ejércitos.
(1) Físico aquí significa médico. Es muy bella la imagen que utiliza aquí el de Oñate, identificando el diálogo con la medicina.
(2) Carlos I.
viernes, octubre 19, 2007
miércoles, octubre 17, 2007
Encuesta: Ponle nota a los políticos de la República
ACHTUNG!
O sea: ¡Atención!
Si has leído este este post antes de las 13,30 horas de España del día 17 de octubre y lo estás leyendo ahora (o sea, después) debes saber que ha cambiado sustancialmente. En la redacción primera, si querías votar, tenías que enviarme un correo electrónico. Sin embargo, con posterioridad, el monstruo Calvin, señor y rey de los bits, de los bytes y de las versiones beta, se ha currado una encuesta online muy maja. Así pues, ya no tienes que enviar ningún correo electrónico para votar, sino simplemente acudir al hipervínculo que se aporta en este post.
Quiero que quede constancia escrita que, desde hoy, soy deudor de Calvin. A cambio de este favorazo, le debo una Barbie tornero-fresadora, un Lopera Cabis Basquis y los siete tomos de las memorias de Rin-tin-tin.
Relee el post (o léelo, si es la primera vez que entras) y... ¡a votar! Por cierto, los que ya habéis votado enviándome un correo no tenéis que volver a hacerlo. Yo introduciré vuestros votos.
Os decía hace algunos días que Wonkapistas es uno de los blogs que me hacen pensar. No soy sociólogo, pero leyendo a Wonka le he cogido gustito a esto de la medición de opiniones y tal. Así que he decidido lanzar yo mismo una pequeña encuesta, lo cual es un reto ya que mi coeditor perteneciente al reino animal inferior es bastante más escéptico que yo sobre los resultados; así pues, al final veremos cuál de los dos está más acertado.
Se trata de la encuesta informal Ponle nota a los políticos de la República
Esto es informal porque es una encuesta voluntaria (quien quiera la contesta y quien quiera no; e, incluso, no tengo forma de controlar que haya alguien que la conteste varias veces o que mienta en las respuestas), pero yo tampoco pretendo hacer una tesis ni ganar una cátedra de sociología con esto. Todo lo que quiero es daros voz, si la queréis usar, a todos los lectores de este blog y a cualesquiera visitantes que se acerquen. Los resultados tendrán la relevancia que tengan. Científicamente poca, moralmente la que vosotros le queráis aportar jugando limpio.
El caso es que la pregunta me inquieta. Me gustaría saber de verdad quién, setenta años después, aprueba, y quién suspende. Y he pensado que lo mismo la cuestión también os inquieta a vosotros.
Para votar sólo tienes que pinchar encima de la palabra PIRANDÁRGALLO. El hipervínculo te llevará a la página de la encuesta, por si quieres votar.
Lo ideal sería que realizaras la encuesta sin tirar ni de libros ni de Wikipedia ni historias; la respuesta NS/NC es tan válida como cualquier otra y sirve para saber hasta qué punto hoy, en estos tiempos de memoria histórica y tal, personajes de la República son recordados y conocidos. En la lista de abajo no están todos los que fueron, pero todos los que están, fueron. Casi todos los miembros de la lista fueron presidentes de la República, de comunidades autónomas, presidentes del gobierno o ministros; y los que no lo fueron, tuvieron una labor importante de liderazgo dentro de sus formaciones políticas.
La respuesta a la pregunta que te harás al terminar de leer la encuesta es: No, efectivamente, no. Franco no está. Aunque no le discuto la categoría de político, su relevancia en los tiempos de la República es muy pequeña y, de hecho, se limita al coitus interruptus de su tentativa de presentarse a diputado por Cuenca. En realidad, esta decisión mía es injusta, pues sé que en la lista he colocado a personajes que, si bien en tiempos republicanos tuvieron su actuación, en realidad la desplegaron fundamentalmente durante la guerra (el caso más claro es el de Negrín, simple diputado durante los tiempos republicanos; y añadiría también a García Oliver y Montseny). Sin embargo, creo que el asunto de Franco y el franquismo debiera ser, en todo caso, motivo de otra encuesta.
[Por cierto, al último Lerroux no le tienes que votar. Ya nos hemos dado cuenta de que don Alejandro está repetido, pero lo hemos dejado ahí porque ya se sabe que todas las obras artesalanes tienen que tener sus imperfecciones]
Os rogaría que no hiciéseis uso de los comentarios del blog para hacer públicas vuestras contestaciones; ya bastante acientífica es esta encuesta para que encima los encuestados se pudieran ver influidos por conocer otras contestaciones.
Las votaciones estarán abiertas, en principio, hasta el 15 de noviembre. Trataré de poner un recordatorio en el sidebar para los que vengan de paso en los próximos días. Cuando pase el plazo, publicaré las notas medias y las desviaciones típicas, y también, probablemente, el porcentaje de NS/NC, es decir, los niveles de conocimiento. Si de aquí a mediados de noviembre alguien me enseña cómo se hace eso que hacen muchos blogueros de colgar gráficos de Excel en pequeñito que los puedes pinchar y ver más grandes, más chulo nos va a quedar.
Os recuerdo que no tenéis que poner nombres ni referencias, ni ningún dato personal.
En fin, ahí va una copia de la encuesta, por si antes de votar queréis saber de qué va.
1.- Tu sexo, además de placentero, es:
a) Masculino
b) Femenino.
2.- Encuádrate cronológicamente, y no mientas.
a) Bollycao. No tengo aún edad para votar.
b) Mileurista de vocación. Entre 18 y 35.
c) Todavía me va la marcha. De 36 a 45.
d) Enganchado al omega3. De 46 a 60
e) En lo mejor de lo mejor. De 61 en adelante.
3.- Estos son los personajes que Historias de España ha seleccionado para la encuesta. Recuerda que tienes que ponerle una nota de 0 a 10, u otra cosa, la que quieras, para señalar que no le votas.
Manuel Azaña
Francisco Largo Caballero
Indalecio Prieto
Niceto Alcalá-Zamora
Miguel Maura
Andreu Nin
Marcelino Domingo
Diego Martínez Barrios
Dolores Ibárruri
José Calvo Sotelo
Ángel Pestaña
José Martínez de Velasco
Félix Gordón Ordax
Lluis Companys
José María Gil-Robles
Julián Besteiro
Alejandro Lerroux
José Antonio Aguirre y Lecube
José Antonio Primo de Rivera
Antonio Goicoechea
José Giral
Federica Montseny
José Díaz
Joaquín Chapaprieta
Juan Negrín
Manuel Portela Valladares
Santiago Casares Quiroga
Juan García Oliver
Santiago Carrillo
Alejandro Lerroux
lunes, octubre 15, 2007
La reforma militar de la República
Cuando comienza el siglo XX, el que había sido el primer ejército del mundo presenta una situación tal que no conseguiría promocionar ni a la Segunda División B bélica mundial. De hecho, se podría decir que si a alguien se le hubiese encargado organizar el ejército español a mala hostia, no lo habría hecho peor de cómo estaba.
Años después de la pérdida de Cuba, y a la espera de que estalle la guerra de Marruecos, el ejército español presenta una oficialidad acromegálica: 499 generales, 578 coroneles y más de 23.000 oficiales. Para mandar a los soldados tenía el ejército español seis veces más oficiales que el francés, con muchos más efectivos.
A los problemas de la sociedad con el ejército se unen los del propio ejército conmigo mismo. Dentro de la institución castrense no todo son abrazos y consensos. De hecho, entre las diferentes armas se producen muchas disensiones y enfrentamientos más o menos soterrados, que cristalizan, sobre todo, en un sentimiento de abandono y discriminación por parte del arma de infantería. La infantería ha sido siempre la base de todo ejército, cuando menos de tierra (y sin ejército de tierra no hay invasión que valga), pero en aquel entonces sus mandos se sentían preteridos frente a otras armas, sobre todo la de artillería. Los artilleros llevaban cosa de un siglo desarrollando una especie de moral militar específica dentro del ejército, moral que se basaba en varios principios. De entre ellos, uno muy importante era la política de ascensos. Como es lógico en un arma tradicional, los artilleros querían ascender por escalafón, esto es, primero el que más tiempo lleva esperando el ascenso; por esta razón, desde finales del siglo XIX, en distintas épocas y con distinta intensidad, en el arma de Artillería se fomentó un pacto entre caballeros mediante el cual aquel miembro del arma que recibiese un ascenso distinto del correspondiente por escalafón renunciaría a él, cambiándolo por una condecoración las más de las veces. Esta actitud irritaba a buena parte del resto de los militares, a alguno hasta el punto del enfrentamiento frontal, como le ocurriría al dictador Miguel Primo de Rivera, quien llegó a disolver el arma de Artillería (ahí es nada).
En todo caso, fue la irritación del arma de infantería la que estuvo detrás de la creación de la Junta de Defensa de dicho arma en Barcelona, a la que siguieron otros órganos parecidos, que acabaron, sobre todo en los años previos a la dictadura, por convertirse en un auténtico poder fáctico, que ponía y quitaba ministros, y que, como ya hemos visto, dio golpes de Estado encubiertos.
Con fecha 23 de abril de 1931, es decir apenas diez días después del advenimiento de la República, el Ministerio de la Guerra publica una norma por la que modifica el juramento de fidelidad de los militares, que ahora deberán jurar fidelidad al orden constituido, y asevera que aquéllos que se nieguen a pronunciar dicha promesa causarán baja en el Ejército. En ese momento, lo que hay entre la milicia y la República es una calma tensa. Es obvio que los militares no hicieron nada por contravenir la República, lo cual es valorado por el gobierno; pero subsisten las dudas, porque los militares, en buena proporción, son de filiación claramente monárquica.
El 25 de abril, el ministro Manuel Azaña inicia su reforma militar con un famosísimo decreto que concede el pase a la situación de segunda reserva, con el mismo sueldo que disfrutaban en la escala activa, «a todos los oficiales generales del Estado Mayor general, a los de la Guardia Civil y Carabineros y a los de los Cuerpos de Alabarderos, Jurídico Militar, Intendencia, Intervención y Sanidad», así como a los oficiales de las distintas armas y cuerpos, que así lo solicitasen. Ésta fue la piedra angular de la reforma de Azaña y buscaba, claramente, resolver el problema clave del ejército español, que era la abundancia de jefes para tan poco indio. Una vez iniciado este proceso, Azaña comenzó la reforma del ejército propiamente dicha.
Quedan para la Historia los nombres de quienes asesoraron al ministro en esta labor: comandante de Artillería Juan Fernández Saravia; comandante de Caballería Germán Boaso Román; comandante de Artillería Antonio Vidal Lóriga; comandante de Infantería Andrés Fuentes Pérez; comandante de Estado Mayor Ángel Riaño Herrero; comandante de Ingenieros Enrique Escudero Cisneros; comisario de guerra de segunda José de Armas Chirlanda; capitán de Caballería Juan Ayza Bergoños; capitán de Artillería Pedro Romero Rodríguez; y capitán de Intendencia Elviro Ordiales Oroz.
Estos once hombres no sé si sin piedad (contando Azaña) realizaron una poda en la estructura del ejército español que cabe señalar de espectacular. Su objetivo era modernizar la estructura de las fuerzas armadas y llevarlas a una proporción razonable de aproximadamente un militar por cada cien civiles.
En consecuencia, se dividió el país en ocho divisiones orgánicas y se estableció la dotación que habrían de tener, que en cada caso era:
- 2 brigadas de infantería, formadas cada una por dos regimientos, asimismo formados por dos batallones, y teniendo cada batallón 4 compañías de fusileros, una de ametralladoras y una sección de especialistas.
- 1 escuadrón de caballería, con una sección de armas automáticas y otra de infantería ciclista.
- 1 brigada de artillería ligera.
- 1 batallón de zapadores-minadores.
- 1 grupo de transmisiones.
- 1 sección de iluminación.
- 1 escuadrilla de aviación.
- 1 unidad de aeroestación.
- 1 parque divisionario para municionamiento, armamento y material.
- 1 grupo divisionario de intendencia, con una compañía montada de víveres, una compañía automóvil de panadería y dos compañías de servicios.
- 1 grupo divisionario de sanidad, con una sección de ambulancias, una columna de evacuación y un grupo de desinfección.
- 1 sección móvil de evacuación veterinaria.
Además de esta estructura, por así decirlo, por defecto, había unidades más independientes, como dos brigadas mixtas de infantería de montaña, 2 regimientos de carros ligeros de combate, 7 regimientos más de infantería, 1 división de caballería, 4 regimientos de artillería pesada, 4 regimientos de artillería de costa, 3 grupos mixtos de artillería, 2 grupos de defensa contra aeronaves, 4 parques de artillería de cuerpo de ejército, 1 regimiento de zapadores-minadores, 1 parque central de automovilismo, 1 batallón de pontoneros, 1 regimiento de ferrocarriles, 2 grupos autónomos mixtos de zapadores y telégrafos en Baleares, otros dos en Canarias, sendas compañías de intendencia y sanidad en ambas islas, un regimiento de aeroestación, 3 grupos de información de artillería y 1 depósito de ganado.
Parece mucho y, probablemente, lo es a los ojos de muchas personas que se sientan pacifistas. Y es interesante recordarlo porque, aparte de reivindicarse con ello la verdad, también viene bien porque a veces, dentro de las visiones entre románticas e interesadas de la República, se quiere ver en la reforma de Azaña algo así como un desmantelamiento del ejército, fomentado por presuntas ideas antimilitaristas del ministro que luego sería primer ministro y, después, presidente de la República.
Para disgusto de alguno de sus hagiógrafos y/o admiradores, Azaña estaba muy lejos de ser lo que hoy consideraríamos un pacifista. Era, eso sí, una persona obsesionada con que el presupuesto militar se gastase bien, es decir no importase una peseta más de lo necesario, pero tampoco una peseta menos. Sus palabras donde deben pronunciarse, esto es en la sede parlamentaria, son éstas:
El Ejército en España no es mejor ni peor que la Universidad, o que los ingenieros de caminos, o que el Ateneo, o que cualquier otra institución. Lo que pasa es que dentro del funcionamiento del Estado, la institución militar y, por consiguiente, los gastos que acarrea, o son perfectos o son estériles; no hay término medio. Y es por el carárter contencioso del Ejército. El Ejército, en tiempo de paz, no tiene más misión que instuirse para la guerra; pero cuando llega la guerra, si la organización del Ejército no es todo lo perfecta que cabe en lo humano, no sirve para nada, y todo lo que se ha venido gastando y produciendo y trabajando en los años de paz es absolutamente perdido; esto no pasa en ninguna otra institución del Estado.
No parece que una persona que declara que su deseo es un ejército todo lo perfecto que cabe en lo humano pueda considerarse ni pacifista, ni partidario del desarme, ni enemigo del monopolio legal de la violencia.
Eso sí. La larga lista de unidades que conformaban el ejército de la República no debe esconder el bosque del importante adelgazamiento del mismo. Azaña y sus asesores suprimieron 37 regimientos de infantería, cuatro batallones de montaña, nueve batallones de cazadores, 17 regimientos de caballería, un regimiento de ferrocarriles y dos batallones de ingenieros. Un decreto de 16 de junio reorganiza las áreas militares y suprime las categorías de capitán general y teniente general (que Franco resucitó y, por lo que sé, resucitadas siguen); y luego tomó otra serie de medidas, entre las cuales, quizá, la que más se conoce es la decisión de clausurar la Academia Militar de Zaragoza, que entonces era dirigida por el general Franco.
Los diez militares que hemos citado formaban el llamado Gabinete Militar, conocido en muchos cuartos de banderas de aquella época como Gabinete Negro. Emilio Mola, el general que se alzaría con Franco en el 36 desde Pamplona, es la fuente que más escritos ha dejado por parte de, por así decirlo, la oposición a la reforma. Según esta versión, el Gabinete Negro tuvo como principal función delimitar quién debía ascender y acceder en cada caso al mando en las tropas. Es, ya lo digo, la versión de Mola; pero resulta difícil de creer a la luz de los acontecimientos, a menos que presupongamos a los asesores de Azaña un desconocimiento total de las cojeras ideológicas de los compañeros a los que ascendieron o mantuvieron.
Los autores de los panegíricos franquistas tras la guerra, como Arrarás, hablan sin ambages de mutilación al referirse a las medidas de Azaña. Sin embargo, unos seis meses después de comenzada la reforma, Azaña pudo ir a las Cortes y vanagloriarse de que las oposiciones habían sido nimias; y no mentía. No obstante, no son pocos los indicios de que lo que pasó realmente es que los militares habían quedado, tras la proclamación de la República, en cierto estado de incertidumbre que les impidió organizarse y reaccionar. Lo cierto es que los hechos acabaron por demostrar que no eran pocos de ellos los que estaban radicalmente en contra de la reforma y, de hecho, aquellos pocos militares que además eran diputados (caso de Fernández Castillejo, Joaquín Fanjul o Tomás Peire) combatieron diversos proyectos de Azaña todo lo que pudieron. No fueron los únicos que combatieron la reforma. También lo hicieron las derechas patronales, las cuales rechazaban una de las medidas de la reforma: la creación del Consorcio de Industrias Militares, que consideraban era una competencia desleal contra las industrias privadas. El Consorcio englobaba a la Fábrica Nacional de Toledo, la Fábrica de Artillería de Sevilla, la Fábrica de Pólvoras y Explosivos de Granada, la Fábrica de Pólvora de Murcia, la Fábrica de Armas Portátiles de Oviedo y la Fábrica de Cañones de Trubia. Fue disuelto en 1935, durante el bienio de las derechas.
Si avanzamos en la lectura de quienes opinaron sobre estas reformas, encontramos que no se cuestiona su origen principal. El propio general Mola, por ejemplo, admite que, acabada la guerra de Marruecos (tras el desembarco de Alhucemas que, según cierto periódico, fue realizado por 10.000 españoles de nacionalidad francesa) «no sólo la oficialidad profesional era excesiva, sino también el propio ejército permanente era demasiado aparato bélico para las necesidades de la nación». No obstante, si podemos considerar a Mola portavoz de los militares (o, por lo menos, de ciertos militares, que no eran pocos en los cuartos de banderas) dicha reducción fue excesiva. Mola calculaba en 1933, en este sentido, que en caso de movilización (es decir, si se deshacía la situación de paz) harían falta 4.000 oficiales más de los que había dejado Azaña; y debo decir que en este punto parece que llevaba razón, puesto que, una vez iniciada la guerra civil, es obvio que el ejército republicano quedó huero de oficiales (y los improvisó a partir de los milicianos de partidos políticos y sindicatos); y en el bando franquista, mucho más dotado, aún así hubo que «tirar» de Falange, de los requetés y de cuerpos como los alféreces provisionales. Y esto era así a pesar de que el ejército se había deshecho de entre 10.000 y 12.000 militares.
Otro de los elementos de la reforma de Azaña que fue, a todas luces, imperdonable por parte de los militares que un día serían golpistas, fue la racionalización de los ascensos. Azaña tenía muy claro que el núcleo de la oposición desde el Ejército estaba en las unidades africanas; y si alguna duda le quedaba, en agosto de 1932 la disiparía cuando viese que el general Sanjurjo, héroe de Alhucemas, le montaba un golpe de Estado. Así las cosas, dentro de los dos grandes bandos de las fuerzas armadas españolas, es decir escalafonófilos [esta palabra me la invento yo para no llamarlos chusqueros] y africanos, optó por los primeros y, en palabras de Mola, hizo que los militares que estaban acostumbrados a ascender por méritos de guerra «marcasen el paso en el escalafón per saecula saeculorum».
En el diario de Azaña hay una entrada de 1933 que es muy reveladora del daño que hizo a los africanos esta medida y que es, además, muy sintomática a la luz de los acontecimientos posteriores. Dice Azaña:
He recibido en el Ministerio al general Vera, que manda la Octava División. Me dice que el general Franco está muy enojado conmigo por la revisión de ascensos. De hacer el número uno de los generales de brigada ha pasado a ser el veinticuatro. Es lo menos que ha podido ocurrirle. Yo creí durante algún tiempo que aún descendería más.
Por si fuera poco, esta medida se complementó con una ley, de 9 de marzo de 1932, con la que, en mi opinión, Azaña terminó por firmar su divorcio con los militares.
Merced a esta ley, los miembros del Estado Mayor General del Ejército en activo podían ser puestos en situación de reserva mediante decreto gubernamental si: llevaban más de seis meses en situación de disponible; y durante ese tiempo se hubiese provisto algún destino de los correspondientes a su categoría. ¿Qué significa esto? Pues venía a significar que, tras los pases a la reserva voluntarios de 1931, ahora el gobierno se abrogaba el derecho a pasar a la reserva a los oficiales, pues era dueño de dicho pase y también de las condiciones que lo hacían posible. Es decir: para quitar de en medio a un militar, le bastaba con tenerlo seis meses haciendo pasillos.
En resumen o, cuando menos, mi resumen: en realidad, buena parte de los problemas de la República que se hicieron patentes en el golpe de Estado del 18 de julio de 1936 estaban ahí desde el principio, y aún más allá. El problema militar es uno de ellos. Como la reforma agraria, la reforma militar me parece a mí un ejemplo más de una medida bienintencionada y adecuadamente enfocada (como he escrito, hasta los más acendrados enemigos de Azaña y su reforma no osan cuestionar las bases de ésta) pero errónea en sus plazos. Un ministro de defensa socialista, Narcís Serra, haría, medio siglo después, cosas relativamente parecidas (al menos en lo que se refiere a los pases voluntarios a la reserva), pero midiendo los tiempos considerabilísimamente mejor que don Manuel, a quien muchos tienen por político genial pero yo reputo un poco excesivamente pagado de sí mismo, lo cual equivale a decir que le costaba admitir y admitirse que tal vez estaba equivocado tomando tal o cual medida.
Igual que el orden público, igual que la defección revolucionaria a izquierda y derecha del sistema, el problema militar se mostró prácticamente desde el primer momento de existencia de la República, y ya no le abandonó. La República, merced a las reformas tan profundas que comenzó a realizar apenas una semana después de haberse proclamado, se granjeó la oposición de amplias masas de militares, y ya nunca recuperó plenamente su afecto; de hecho, para disponer de cuerpos armados cercanos, tuvo que improvisar unos cuerpos de seguridad, sobre todo los guardias de asalto, que le fuesen afines.
La reforma militar de Azaña, no obstante, se hizo para construir un ejército moderno. Cuando uno lee las críticas de Mola no puede evitar la sensación de notarlas preñadas de cierto tufo a antiguo y a corporativista. Mola carga contra Azaña por considerarlo sectario y, por mucho que en parte pueda tener razón, al hacerlo obvia el principio fundamental de que un ejército no es una realidad propia que se rige por sus propias reglas, sino una institución al servicio de la legalidad constitucional. En eso el general finalmente golpista, pese a las amargas palabras que le dedica a las juntas de defensa, viene a aplicar precisamente la visión de las cosas que éstas propugnaban: dejad a los militares que resuelvan los asuntos de los militares.
Pero Azaña se equivocó. En esto como en tantas cosas, quiso hervir la rana viva echándola a una olla de agua hirviendo. Y, cuando se trata de gobernar, todo el mundo sabe que la única forma de hervir una rana viva es meterla en una olla de agua fría, poner la olla sobre un fuego muy muy suave, y luego ir subiéndolo muy despacio. El gran defecto de este político imperfecto fue considerar que por llevar la razón ante la Historia, los obstáculos habrían de echarse a un lado. De hecho, es justo al revés: cuanta más razón nos da la Historia, más difícil es llevar a cabo lo que pretendemos.
Azaña, por último, cometió un error más. No él sólo, sino el conjunto de los gobiernos republicanos, casi sin excepción. He dicho antes que la proporción buscada era la lógica para cualquier país, es decir un militar por cada cien civiles. Pero eso es así en países donde los civiles no están armados y/o no están usando esas armas para subvertir el orden. A Emilio Castelar, presidente que fue de la I República española, le preguntaron, poco tiempo después del fracaso de aquel ensayo y la vuelta de la monarquía, si seguía siendo republicano. Y contestó: Sí, República, sí; República, siempre. Pero con más Ejército, con más Marina, con más Guardia Civil.
En el fondo, la racionalización, es decir adelgazamiento, de un ejército monárquico, clasista y acostumbrado a intervenir en política, todo ello sin traumas ni enfrentamientos, sólo habría sido posible si dicho ejército hubiese dado por dominada la subversión. Lejos de ello, la República se mostró débil y tornadiza frente a dicha subversión, tanto de las izquierdas cuando gobernaron éstas, como de las derechas cuando llegaron éstas a a mandar. En la España de 1931 a 1933 y de 1936, la violenta oposición cenetista no fue atacada con todo el peso de la ley; en la España del bienio de las derechas, la ultraderecha floreció exenta de obstáculos, lo cual se puede pensar que encantó a los militares, pero no es así porque colaboró para la radicalizar a los viveros de izquierdistas en las Fuerzas Armadas, concentrados sobre todo en el cuerpo de Asalto. Dicho de una manera muy basta, podemos decir, debemos decir, que la intervención del ejército en los destinos políticos de España fue entonces lo que sería ahora: un hecho deleznable; pero lo que no fue es sorpresivo, porque cualquier ejército golpista encontrará la disculpa perfecta para sacar los tanques a la calle en un país en el que los edificios privados son quemados impunemente por alborotadores sin que las fuerzas del orden muevan un dedo; y eso ocurrió cuando la República no tenía ni un mes de vida.
Y el principal defensor de que así fuese, de que así se no-actuase fue, precisamente, el ministro don Manuel Azaña. Azaña, que tuvo mucho poder en aquellos gobiernos republicanos, derrapó demasiadas veces en la misma curva: en la quema de conventos, en las semanas inmediatamente anteriores a Casas Viejas y en el 36, en la escalada de sucesos que culminaría con el asesinato de Calvo-Sotelo. En esas condiciones, su reforma militar, que sobre el papel cabe calificar, a mí me lo parece, de más que bien tirada, se demostró incapaz para evitar, una vez más, el divorcio entre los militares y el pueblo al que pertenecen.
Años después de la pérdida de Cuba, y a la espera de que estalle la guerra de Marruecos, el ejército español presenta una oficialidad acromegálica: 499 generales, 578 coroneles y más de 23.000 oficiales. Para mandar a los soldados tenía el ejército español seis veces más oficiales que el francés, con muchos más efectivos.
A los problemas de la sociedad con el ejército se unen los del propio ejército conmigo mismo. Dentro de la institución castrense no todo son abrazos y consensos. De hecho, entre las diferentes armas se producen muchas disensiones y enfrentamientos más o menos soterrados, que cristalizan, sobre todo, en un sentimiento de abandono y discriminación por parte del arma de infantería. La infantería ha sido siempre la base de todo ejército, cuando menos de tierra (y sin ejército de tierra no hay invasión que valga), pero en aquel entonces sus mandos se sentían preteridos frente a otras armas, sobre todo la de artillería. Los artilleros llevaban cosa de un siglo desarrollando una especie de moral militar específica dentro del ejército, moral que se basaba en varios principios. De entre ellos, uno muy importante era la política de ascensos. Como es lógico en un arma tradicional, los artilleros querían ascender por escalafón, esto es, primero el que más tiempo lleva esperando el ascenso; por esta razón, desde finales del siglo XIX, en distintas épocas y con distinta intensidad, en el arma de Artillería se fomentó un pacto entre caballeros mediante el cual aquel miembro del arma que recibiese un ascenso distinto del correspondiente por escalafón renunciaría a él, cambiándolo por una condecoración las más de las veces. Esta actitud irritaba a buena parte del resto de los militares, a alguno hasta el punto del enfrentamiento frontal, como le ocurriría al dictador Miguel Primo de Rivera, quien llegó a disolver el arma de Artillería (ahí es nada).
En todo caso, fue la irritación del arma de infantería la que estuvo detrás de la creación de la Junta de Defensa de dicho arma en Barcelona, a la que siguieron otros órganos parecidos, que acabaron, sobre todo en los años previos a la dictadura, por convertirse en un auténtico poder fáctico, que ponía y quitaba ministros, y que, como ya hemos visto, dio golpes de Estado encubiertos.
Con fecha 23 de abril de 1931, es decir apenas diez días después del advenimiento de la República, el Ministerio de la Guerra publica una norma por la que modifica el juramento de fidelidad de los militares, que ahora deberán jurar fidelidad al orden constituido, y asevera que aquéllos que se nieguen a pronunciar dicha promesa causarán baja en el Ejército. En ese momento, lo que hay entre la milicia y la República es una calma tensa. Es obvio que los militares no hicieron nada por contravenir la República, lo cual es valorado por el gobierno; pero subsisten las dudas, porque los militares, en buena proporción, son de filiación claramente monárquica.
El 25 de abril, el ministro Manuel Azaña inicia su reforma militar con un famosísimo decreto que concede el pase a la situación de segunda reserva, con el mismo sueldo que disfrutaban en la escala activa, «a todos los oficiales generales del Estado Mayor general, a los de la Guardia Civil y Carabineros y a los de los Cuerpos de Alabarderos, Jurídico Militar, Intendencia, Intervención y Sanidad», así como a los oficiales de las distintas armas y cuerpos, que así lo solicitasen. Ésta fue la piedra angular de la reforma de Azaña y buscaba, claramente, resolver el problema clave del ejército español, que era la abundancia de jefes para tan poco indio. Una vez iniciado este proceso, Azaña comenzó la reforma del ejército propiamente dicha.
Quedan para la Historia los nombres de quienes asesoraron al ministro en esta labor: comandante de Artillería Juan Fernández Saravia; comandante de Caballería Germán Boaso Román; comandante de Artillería Antonio Vidal Lóriga; comandante de Infantería Andrés Fuentes Pérez; comandante de Estado Mayor Ángel Riaño Herrero; comandante de Ingenieros Enrique Escudero Cisneros; comisario de guerra de segunda José de Armas Chirlanda; capitán de Caballería Juan Ayza Bergoños; capitán de Artillería Pedro Romero Rodríguez; y capitán de Intendencia Elviro Ordiales Oroz.
Estos once hombres no sé si sin piedad (contando Azaña) realizaron una poda en la estructura del ejército español que cabe señalar de espectacular. Su objetivo era modernizar la estructura de las fuerzas armadas y llevarlas a una proporción razonable de aproximadamente un militar por cada cien civiles.
En consecuencia, se dividió el país en ocho divisiones orgánicas y se estableció la dotación que habrían de tener, que en cada caso era:
- 2 brigadas de infantería, formadas cada una por dos regimientos, asimismo formados por dos batallones, y teniendo cada batallón 4 compañías de fusileros, una de ametralladoras y una sección de especialistas.
- 1 escuadrón de caballería, con una sección de armas automáticas y otra de infantería ciclista.
- 1 brigada de artillería ligera.
- 1 batallón de zapadores-minadores.
- 1 grupo de transmisiones.
- 1 sección de iluminación.
- 1 escuadrilla de aviación.
- 1 unidad de aeroestación.
- 1 parque divisionario para municionamiento, armamento y material.
- 1 grupo divisionario de intendencia, con una compañía montada de víveres, una compañía automóvil de panadería y dos compañías de servicios.
- 1 grupo divisionario de sanidad, con una sección de ambulancias, una columna de evacuación y un grupo de desinfección.
- 1 sección móvil de evacuación veterinaria.
Además de esta estructura, por así decirlo, por defecto, había unidades más independientes, como dos brigadas mixtas de infantería de montaña, 2 regimientos de carros ligeros de combate, 7 regimientos más de infantería, 1 división de caballería, 4 regimientos de artillería pesada, 4 regimientos de artillería de costa, 3 grupos mixtos de artillería, 2 grupos de defensa contra aeronaves, 4 parques de artillería de cuerpo de ejército, 1 regimiento de zapadores-minadores, 1 parque central de automovilismo, 1 batallón de pontoneros, 1 regimiento de ferrocarriles, 2 grupos autónomos mixtos de zapadores y telégrafos en Baleares, otros dos en Canarias, sendas compañías de intendencia y sanidad en ambas islas, un regimiento de aeroestación, 3 grupos de información de artillería y 1 depósito de ganado.
Parece mucho y, probablemente, lo es a los ojos de muchas personas que se sientan pacifistas. Y es interesante recordarlo porque, aparte de reivindicarse con ello la verdad, también viene bien porque a veces, dentro de las visiones entre románticas e interesadas de la República, se quiere ver en la reforma de Azaña algo así como un desmantelamiento del ejército, fomentado por presuntas ideas antimilitaristas del ministro que luego sería primer ministro y, después, presidente de la República.
Para disgusto de alguno de sus hagiógrafos y/o admiradores, Azaña estaba muy lejos de ser lo que hoy consideraríamos un pacifista. Era, eso sí, una persona obsesionada con que el presupuesto militar se gastase bien, es decir no importase una peseta más de lo necesario, pero tampoco una peseta menos. Sus palabras donde deben pronunciarse, esto es en la sede parlamentaria, son éstas:
El Ejército en España no es mejor ni peor que la Universidad, o que los ingenieros de caminos, o que el Ateneo, o que cualquier otra institución. Lo que pasa es que dentro del funcionamiento del Estado, la institución militar y, por consiguiente, los gastos que acarrea, o son perfectos o son estériles; no hay término medio. Y es por el carárter contencioso del Ejército. El Ejército, en tiempo de paz, no tiene más misión que instuirse para la guerra; pero cuando llega la guerra, si la organización del Ejército no es todo lo perfecta que cabe en lo humano, no sirve para nada, y todo lo que se ha venido gastando y produciendo y trabajando en los años de paz es absolutamente perdido; esto no pasa en ninguna otra institución del Estado.
No parece que una persona que declara que su deseo es un ejército todo lo perfecto que cabe en lo humano pueda considerarse ni pacifista, ni partidario del desarme, ni enemigo del monopolio legal de la violencia.
Eso sí. La larga lista de unidades que conformaban el ejército de la República no debe esconder el bosque del importante adelgazamiento del mismo. Azaña y sus asesores suprimieron 37 regimientos de infantería, cuatro batallones de montaña, nueve batallones de cazadores, 17 regimientos de caballería, un regimiento de ferrocarriles y dos batallones de ingenieros. Un decreto de 16 de junio reorganiza las áreas militares y suprime las categorías de capitán general y teniente general (que Franco resucitó y, por lo que sé, resucitadas siguen); y luego tomó otra serie de medidas, entre las cuales, quizá, la que más se conoce es la decisión de clausurar la Academia Militar de Zaragoza, que entonces era dirigida por el general Franco.
Los diez militares que hemos citado formaban el llamado Gabinete Militar, conocido en muchos cuartos de banderas de aquella época como Gabinete Negro. Emilio Mola, el general que se alzaría con Franco en el 36 desde Pamplona, es la fuente que más escritos ha dejado por parte de, por así decirlo, la oposición a la reforma. Según esta versión, el Gabinete Negro tuvo como principal función delimitar quién debía ascender y acceder en cada caso al mando en las tropas. Es, ya lo digo, la versión de Mola; pero resulta difícil de creer a la luz de los acontecimientos, a menos que presupongamos a los asesores de Azaña un desconocimiento total de las cojeras ideológicas de los compañeros a los que ascendieron o mantuvieron.
Los autores de los panegíricos franquistas tras la guerra, como Arrarás, hablan sin ambages de mutilación al referirse a las medidas de Azaña. Sin embargo, unos seis meses después de comenzada la reforma, Azaña pudo ir a las Cortes y vanagloriarse de que las oposiciones habían sido nimias; y no mentía. No obstante, no son pocos los indicios de que lo que pasó realmente es que los militares habían quedado, tras la proclamación de la República, en cierto estado de incertidumbre que les impidió organizarse y reaccionar. Lo cierto es que los hechos acabaron por demostrar que no eran pocos de ellos los que estaban radicalmente en contra de la reforma y, de hecho, aquellos pocos militares que además eran diputados (caso de Fernández Castillejo, Joaquín Fanjul o Tomás Peire) combatieron diversos proyectos de Azaña todo lo que pudieron. No fueron los únicos que combatieron la reforma. También lo hicieron las derechas patronales, las cuales rechazaban una de las medidas de la reforma: la creación del Consorcio de Industrias Militares, que consideraban era una competencia desleal contra las industrias privadas. El Consorcio englobaba a la Fábrica Nacional de Toledo, la Fábrica de Artillería de Sevilla, la Fábrica de Pólvoras y Explosivos de Granada, la Fábrica de Pólvora de Murcia, la Fábrica de Armas Portátiles de Oviedo y la Fábrica de Cañones de Trubia. Fue disuelto en 1935, durante el bienio de las derechas.
Si avanzamos en la lectura de quienes opinaron sobre estas reformas, encontramos que no se cuestiona su origen principal. El propio general Mola, por ejemplo, admite que, acabada la guerra de Marruecos (tras el desembarco de Alhucemas que, según cierto periódico, fue realizado por 10.000 españoles de nacionalidad francesa) «no sólo la oficialidad profesional era excesiva, sino también el propio ejército permanente era demasiado aparato bélico para las necesidades de la nación». No obstante, si podemos considerar a Mola portavoz de los militares (o, por lo menos, de ciertos militares, que no eran pocos en los cuartos de banderas) dicha reducción fue excesiva. Mola calculaba en 1933, en este sentido, que en caso de movilización (es decir, si se deshacía la situación de paz) harían falta 4.000 oficiales más de los que había dejado Azaña; y debo decir que en este punto parece que llevaba razón, puesto que, una vez iniciada la guerra civil, es obvio que el ejército republicano quedó huero de oficiales (y los improvisó a partir de los milicianos de partidos políticos y sindicatos); y en el bando franquista, mucho más dotado, aún así hubo que «tirar» de Falange, de los requetés y de cuerpos como los alféreces provisionales. Y esto era así a pesar de que el ejército se había deshecho de entre 10.000 y 12.000 militares.
Otro de los elementos de la reforma de Azaña que fue, a todas luces, imperdonable por parte de los militares que un día serían golpistas, fue la racionalización de los ascensos. Azaña tenía muy claro que el núcleo de la oposición desde el Ejército estaba en las unidades africanas; y si alguna duda le quedaba, en agosto de 1932 la disiparía cuando viese que el general Sanjurjo, héroe de Alhucemas, le montaba un golpe de Estado. Así las cosas, dentro de los dos grandes bandos de las fuerzas armadas españolas, es decir escalafonófilos [esta palabra me la invento yo para no llamarlos chusqueros] y africanos, optó por los primeros y, en palabras de Mola, hizo que los militares que estaban acostumbrados a ascender por méritos de guerra «marcasen el paso en el escalafón per saecula saeculorum».
En el diario de Azaña hay una entrada de 1933 que es muy reveladora del daño que hizo a los africanos esta medida y que es, además, muy sintomática a la luz de los acontecimientos posteriores. Dice Azaña:
He recibido en el Ministerio al general Vera, que manda la Octava División. Me dice que el general Franco está muy enojado conmigo por la revisión de ascensos. De hacer el número uno de los generales de brigada ha pasado a ser el veinticuatro. Es lo menos que ha podido ocurrirle. Yo creí durante algún tiempo que aún descendería más.
Por si fuera poco, esta medida se complementó con una ley, de 9 de marzo de 1932, con la que, en mi opinión, Azaña terminó por firmar su divorcio con los militares.
Merced a esta ley, los miembros del Estado Mayor General del Ejército en activo podían ser puestos en situación de reserva mediante decreto gubernamental si: llevaban más de seis meses en situación de disponible; y durante ese tiempo se hubiese provisto algún destino de los correspondientes a su categoría. ¿Qué significa esto? Pues venía a significar que, tras los pases a la reserva voluntarios de 1931, ahora el gobierno se abrogaba el derecho a pasar a la reserva a los oficiales, pues era dueño de dicho pase y también de las condiciones que lo hacían posible. Es decir: para quitar de en medio a un militar, le bastaba con tenerlo seis meses haciendo pasillos.
En resumen o, cuando menos, mi resumen: en realidad, buena parte de los problemas de la República que se hicieron patentes en el golpe de Estado del 18 de julio de 1936 estaban ahí desde el principio, y aún más allá. El problema militar es uno de ellos. Como la reforma agraria, la reforma militar me parece a mí un ejemplo más de una medida bienintencionada y adecuadamente enfocada (como he escrito, hasta los más acendrados enemigos de Azaña y su reforma no osan cuestionar las bases de ésta) pero errónea en sus plazos. Un ministro de defensa socialista, Narcís Serra, haría, medio siglo después, cosas relativamente parecidas (al menos en lo que se refiere a los pases voluntarios a la reserva), pero midiendo los tiempos considerabilísimamente mejor que don Manuel, a quien muchos tienen por político genial pero yo reputo un poco excesivamente pagado de sí mismo, lo cual equivale a decir que le costaba admitir y admitirse que tal vez estaba equivocado tomando tal o cual medida.
Igual que el orden público, igual que la defección revolucionaria a izquierda y derecha del sistema, el problema militar se mostró prácticamente desde el primer momento de existencia de la República, y ya no le abandonó. La República, merced a las reformas tan profundas que comenzó a realizar apenas una semana después de haberse proclamado, se granjeó la oposición de amplias masas de militares, y ya nunca recuperó plenamente su afecto; de hecho, para disponer de cuerpos armados cercanos, tuvo que improvisar unos cuerpos de seguridad, sobre todo los guardias de asalto, que le fuesen afines.
La reforma militar de Azaña, no obstante, se hizo para construir un ejército moderno. Cuando uno lee las críticas de Mola no puede evitar la sensación de notarlas preñadas de cierto tufo a antiguo y a corporativista. Mola carga contra Azaña por considerarlo sectario y, por mucho que en parte pueda tener razón, al hacerlo obvia el principio fundamental de que un ejército no es una realidad propia que se rige por sus propias reglas, sino una institución al servicio de la legalidad constitucional. En eso el general finalmente golpista, pese a las amargas palabras que le dedica a las juntas de defensa, viene a aplicar precisamente la visión de las cosas que éstas propugnaban: dejad a los militares que resuelvan los asuntos de los militares.
Pero Azaña se equivocó. En esto como en tantas cosas, quiso hervir la rana viva echándola a una olla de agua hirviendo. Y, cuando se trata de gobernar, todo el mundo sabe que la única forma de hervir una rana viva es meterla en una olla de agua fría, poner la olla sobre un fuego muy muy suave, y luego ir subiéndolo muy despacio. El gran defecto de este político imperfecto fue considerar que por llevar la razón ante la Historia, los obstáculos habrían de echarse a un lado. De hecho, es justo al revés: cuanta más razón nos da la Historia, más difícil es llevar a cabo lo que pretendemos.
Azaña, por último, cometió un error más. No él sólo, sino el conjunto de los gobiernos republicanos, casi sin excepción. He dicho antes que la proporción buscada era la lógica para cualquier país, es decir un militar por cada cien civiles. Pero eso es así en países donde los civiles no están armados y/o no están usando esas armas para subvertir el orden. A Emilio Castelar, presidente que fue de la I República española, le preguntaron, poco tiempo después del fracaso de aquel ensayo y la vuelta de la monarquía, si seguía siendo republicano. Y contestó: Sí, República, sí; República, siempre. Pero con más Ejército, con más Marina, con más Guardia Civil.
En el fondo, la racionalización, es decir adelgazamiento, de un ejército monárquico, clasista y acostumbrado a intervenir en política, todo ello sin traumas ni enfrentamientos, sólo habría sido posible si dicho ejército hubiese dado por dominada la subversión. Lejos de ello, la República se mostró débil y tornadiza frente a dicha subversión, tanto de las izquierdas cuando gobernaron éstas, como de las derechas cuando llegaron éstas a a mandar. En la España de 1931 a 1933 y de 1936, la violenta oposición cenetista no fue atacada con todo el peso de la ley; en la España del bienio de las derechas, la ultraderecha floreció exenta de obstáculos, lo cual se puede pensar que encantó a los militares, pero no es así porque colaboró para la radicalizar a los viveros de izquierdistas en las Fuerzas Armadas, concentrados sobre todo en el cuerpo de Asalto. Dicho de una manera muy basta, podemos decir, debemos decir, que la intervención del ejército en los destinos políticos de España fue entonces lo que sería ahora: un hecho deleznable; pero lo que no fue es sorpresivo, porque cualquier ejército golpista encontrará la disculpa perfecta para sacar los tanques a la calle en un país en el que los edificios privados son quemados impunemente por alborotadores sin que las fuerzas del orden muevan un dedo; y eso ocurrió cuando la República no tenía ni un mes de vida.
Y el principal defensor de que así fuese, de que así se no-actuase fue, precisamente, el ministro don Manuel Azaña. Azaña, que tuvo mucho poder en aquellos gobiernos republicanos, derrapó demasiadas veces en la misma curva: en la quema de conventos, en las semanas inmediatamente anteriores a Casas Viejas y en el 36, en la escalada de sucesos que culminaría con el asesinato de Calvo-Sotelo. En esas condiciones, su reforma militar, que sobre el papel cabe calificar, a mí me lo parece, de más que bien tirada, se demostró incapaz para evitar, una vez más, el divorcio entre los militares y el pueblo al que pertenecen.