La Historia está llena de misterios sin resolver. Cosas que nadie sabe a ciencia cierta cómo ocurrieron. Conforme nos vamos más atrás en el tiempo, más densidad de misterios encontramos, y más historiadores que, muchas veces, son fundamentalmente especuladores, interpretadores de los signos de la realidad, que les llegan en forma de mitos, cuentos, canciones, leyendas, restos arqueológicos o versiones absolutamente parciales.
Los misterios, en todo caso, no son exclusivos de la Historia Antigua. De hecho, a día de hoy no hace ni ochenta años de uno de los episodios históricos que más inquietud ha despertado y sobre el que, en el fondo, menos consenso hay: la Gran Depresión americana. Por increíble que pueda parecer en un hecho ocurrido hace tan poco tiempo, además en el país más desarrollado del mundo, hoy es el día que sigue habiendo una discusión abierta sobre por qué ocurrió.
Sabemos, por supuesto, qué ocurrió. Todo empezó el 24 de octubre de 1929, el día que ha pasado a la Historia como el Jueves Negro; y su tremenda continuación, cinco días después, en el conocido como Martes Negro. Como siempre cuando hablamos de asuntos relacionados con la cotización financiera, en realidad estamos hablando de expectativas.
Los economistas, cuando no les escucha nadie y no pueden ser acusados de ser políticamente incorrectos, suelen decir que para un elevado crecimiento económico no hay nada mejor que una gran catástrofe natural o, mejor, una guerra. Sobre todo si la ganas, claro. Ambas situaciones son susceptibles de generar fuertes destrucciones que generan reconstrucciones lo cual, paradójicamente, funciona como revulsivo económico. En los felices años veinte del siglo ídem, las economías ganadoras de la primera guerra mundial, y sustancialmente los Estados Unidos que, además de ganarla, no había tenido pérdidas en su territorio, experimentaron un crecimiento extraordinario; a costa, por cierto, de los países perdedores y los neutrales, que habían hecho su agosto durante la guerra. Es el caso de España, que se forró de pasta mientras el resto de Europa se daba de hostias, pero para la que el final de la guerra fue un desastre económico de primera magnitud, especialmente en el caso de Cataluña.
En los años veinte se generó cierta expectativa de crecimiento interminable. La fiesta no parecía ser capaz de parar. Entonces la ciencia económica era puramente liberal, así pues tenía una creencia ciega en que el mercado se autorregula sin problemas. Especialmente, los economistas clásicos creían que el gran tridente de la economía (esto es: precios, salarios y tipos de interés) tendía, de forma natural, al equilibrio. Por ejemplo: si los precios caen, los salarios ganan poder adquisitivo, luego las personas incrementan la demanda, lo cual eleva los precios: reequilibrio. O: si los precios caen los tipos de interés, que no son sino un precio (del dinero) caerán también; pero entonces será más barato invertir, con lo que la inversión productiva crecerá, crecerá el empleo, aumentarán los salarios, con ellos la demanda, y con ella los precios: reequilibrio.
La consecuencia fundamental de creer en las teorías del reequilibrio es que permite creer en situaciones de crecimiento constante, esto es, el sistema se va reequilibrando en niveles de producción y renta cada vez superiores. Esta convicción hizo a muchos inversores financieros muy descuidados. Invertir en los mercados de capitales (la Bolsa es uno de ellos, y es el ejemplo que casi siempre se toma) se parece un poco a jugar al ajedrez: importa tu movimiento, pero también importan los movimientos que tu contrincante hará después de ese movimiento tuyo. Cuando compramos una acción a 1.000 estamos comprando la expectativa de que se ponga a 1.000 y algo (a menos que seamos un inversor gilipollas, que también los hay); si nuestra expectativa es que baje a 990, en lugar de comprarla, la venderemos. Tenemos, pues, que tener una expectativa de crecimiento del valor, expectativa que, además, debe superar a la rentabilidad libre de riesgo, que es la que podemos obtener sin mancharnos las manos. Por ejemplo, si una letra del Tesoro español, que es un activo fidelísimo con alta calificación crediticia, nos da un 3,5% de interés, entonces nuestra inversión con riesgo (compra de acciones) debe poseer una expectativa de revalorización del 3,51% o superior.
El cadillac de la operativa bursátil es la compra a crédito: yo compro un paquetón de acciones el 1 de enero con un dinero que no tengo; alguien me lo presta al 6% anual. Pero yo hago eso porque tengo la expectativa de que, en un año, las acciones que compro van a revalorizarse, digamos, un 20%. El 31 de diciembre vendo las acciones, que son mías, pillo el 20%, le devuelvo a mi acreedor sus seis puntitos, y con los 14 que me sobran me compro un buen juego de palos de golf. Tutti contenti.
Pero no hay más que expectativas. ¿Qué es lo que ocurre cuando no se cumplen?
Una historia, probablemente falsa, nos dice que Joseph Kennedy, el patriarca de la familia que acabaría dando a los Estados Unidos un presidente, un casi presidente y un senador voceras, no se pilló los dedos en la crisis bursátil del 29 porque algunas semanas antes, mientras le lustraban los zapatos en la Quinta Avenida, su limpiabotas le dijo: «Eh, señor Kennedy, ¿quiere un buen soplo para Wall Street? Me han dicho que es seguro». Kennedy, al instante, pensó: de una Bolsa donde hasta los limpiabotas meten dinero lo mejor que se puede hacer es marcharse.
La anécdota, ya lo he dicho, es probablemente falsa. Pero, al mismo tiempo, cierta. Porque lo que es un hecho es que, en los Estados Unidos de 1929, había una confianza ciega en el avance permanente de las cotizaciones bursátiles (como he dicho, una especie de teoría del reequilibrio insinuada), y ese era un fenómeno del que participaba la sociedad americana entera. También los limpiabotas. Pero, claro, un limpiabotas, para comprar en Bolsa, tiene que comprar a crédito.
El 3 de septiembre de aquel año, el índice Dow Jones encontró su cima: 381,17 puntos. A partir de ahí, empezó a caer y en un mes perdió cosa de un 17%. Esto disparó la inquietud del personal, y llegó el Jueves Negro. Ante la caída en picado de aquel día, los grandes banqueros americanos se reunieron, juntaron su pasta y al día siguiente, viernes 25, se presentaron en el parqué haciendo ofertas de compra de grandes paquetes de acciones de empresas señeras del mercado, a precios por encima de las cotizaciones oficiales. Esto calmó los ánimos, aunque sólo durante un par de días.
El fin de semana fue un constante bombardeo periodístico. La prensa, siempre tan amiga de describir las cosas con tintes dramáticos, le calentó la cabeza de tal forma a los norteamericanos durante el fin de semana que el lunes todos los traders del mercado se presentaron en el parqué con los bolsillos llenos de órdenes de venta como sea, a cualquier precio: el americano medio había decidido irse de najas de la Bolsa.
El lunes 28, las cotizaciones cayeron un 13% y el Martes Negro un 12% más, lo cual es, con perdón de la expresión, la puta leche. En esa semana se volatilizó un valor equivalente de 30.000 millones de dólares. Lo cual lo mismo no nos da ni frío ni calor pues hoy, en Wall Street, un día de bajada normalita, «desaparecen» 100.000 millones de dólares sin que los informativos televisivos siquiera se hagan eco. Sin embargo, para que podáis valorar la magnitud del hostión, os diré que Estados Unidos no había llegado a gastarse 30.000 millones de dólares en el esfuerzo bélico de la primera guerra mundial.
O sea: 17% en el mes previo, más o menos un 10% el jueves, un 13% el lunes y un 12% el martes. Eso es una caidita del 43%, más o menos. Ahora pensad en el limpiabotas. Con unas ganancias de, digamos, 500 dólares mensuales, entró en la Bolsa el 3 de septiembre comprando 1.500 dólares en acciones a crédito, con dos meses de plazo: debe devolverlo el 3 de noviembre. Le prestaron el dinero al 6% anual, pero como son dos meses, o sea la sexta parte del año, debe pagar un 1%: el 3 de noviembre debe devolver 1.515 dólares. Y… ¿qué tiene? Pues acciones que valen 1.500 x 0,43 = 645 dólares... y bajando. El 29 de octubre, nuestro limpiabotas necesita encontrar, en cinco días, 355 dólares, lo cual es el 70% de lo que gana en un mes, es decir, él tarda 21 días en ganar tanto dinero (eso suponiendo que no coma, que duerma en la calle y que se fume, como cantaba Moncho Alpuente, los pelillos del sobaco).
Aquí tenéis, mutatis mutandis, el triste rostro escondido de la compra bursátil a crédito.
Los limpiabotas, en todo caso, no se suicidaron. Los que se tiraron desde los balcones de sus casas y de sus oficinas fueron los grandes especuladores del mercado, ya que ellos eran como el limpiabotas, sólo que donde éste había pedido 1.500 dólares, ellos habían pedido un millón, o diez, o cien millones de dólares. Pero, con todos los respetos hacia los financieros, la Gran Depresión fue mucho más que eso. De todas las fotos que he visto que hacen la crónica de aquellos tiempos hay una que siempre me ha enternecido especialmente y, como ocurre hoy con casi todo, la podéis ver en Internet, reproduce la cena de Navidad en casa de un granjero de Iowa. Fijaros en la imagen. El granjero tiene cuatro hijos (no sabemos si su mujer ha muerto o simplemente no posa) que comen de pie, porque en esa casa sólo hay una silla. Las vestimentas de los niños en la cena más importante del año lo dicen todo. Y la comida no se ve, ellos la tapan, pero se adivina magra y escasa. A la derecha de la foto se adivina el hornillo sobre el que se calienta el café.
Es de justicia reconocer que, probablemente, los grandes paganos de la Depresión fueron los granjeros estadounidenses, los trabajadores agrícolas. Buena parte de ellos eran propietarios y dejaron de serlo. Toda crisis financiera (bursátil) acaba siendo pronto una crisis bancaria, porque los bancos son, al fin y al cabo, los que están detrás de todos esos préstamos que, repentinamente, pasan a ser fallidos. Cuando un banco va mal, llama a retreta a todo dinero y lo pone a formar en su caja fuerte; esto quiere decir que se aplica a una política de recuperación de créditos como sea y, cuando no los puede recuperar o cobrar, ejecuta la garantía inherente al préstamo, que suele ser hipotecaria.
En 1932, el comercio mundial era la mitad que en 1929. La primera consecuencia de la Gran Depresión fue una paralización brutal de la actividad económica que afectó a los intercambios, lo cual afectó directamente a la agricultura. Los agricultores perdieron negocio y, en esas condiciones, no pudieron servir los créditos que tenían, y los bancos se quedaron con sus granjas. Cualquiera que se siente un sábado por la tarde delante del televisor a ver pelis americanas verá que, en cuanto a la acción transcurre en los estados agrícolas, la figura del banco buitre que se queda con la granja del prota sigue, aún hoy, presente en los guiones.
El segundo gran pagano fue el obrero industrial. En el mes y medio que siguió al Martes Negro se perdieron en Estados Unidos unos 15.000 empleos diarios, creando un ejército de parados casi coincidente con la cifra actual de asalariados de la economía española (ahí es nada).
¿Qué pasó en la Gran Depresión? Bueno, ya he dicho que eso no es tan fácil de contestar. Para mí está claro, desde luego, que la teoría del reequilibrio falló y que quien tenía razón era John Maynard Keynes. En una serie de cartas abiertas que le escribió al presidente Roosevelt durante la Depresión, este conocido economista dejó claro que la Gran Depresión demuestra que una economía puede llegar a generar ingresos tan bajos que no merece la pena producir más, y equilibrarse en esa situación, sin ser capaz de salir de ahí. La teoría de Keynes, y de muchos después de él, es que ese «empujoncito» que necesita la economía tiene que venir del gasto público. Lo cierto es que FDR le hizo bastante caso pues la política que sacó a Estados Unidos de la Depresión, el conocido como New Deal, se basó, sobre todo, en un programa bestial de obras públicas que permitió al Estado dar curro a un montón de parados.
También se ha dicho que la Gran Depresión fue una crisis de sobreproducción, y probablemente es cierto. En un entorno de optimismo total, de expectativas siempre crecientes, la generación de capacidad productiva tiende a no tener fin. Sin embargo, quien genera capacidad productiva está actuando en la oferta, pero luego está la demanda. De alguna forma, la economía estadounidense, y mundial, en los años veinte, cayó en lo que muchos llaman la situación de la bicicleta: mientras sigas pedaleando no hay problema; pero si te paras, te esmorras la jeta contra el suelo. Una vez más, la teoría del reequilibrio opera aquí. Esa teoría nos dice, o decía, que si el consumo decrece, también lo harán los tipos de interés, con lo que las inversiones serán más baratas y crecerán. Fue también Keynes quien explicó algo por otra parte muy obvio: quien invierte, el empresario, lo hace porque la inversión es barata, sí. Pero necesita otra cosa, que es la expectativa de beneficio.
Todos tememos a la inflación. Sobre todo aquellos de nosotros, que somos legión, que hemos vivido o vivimos inflaciones de dos dígitos (10% anual o más). Pero hay algo peor que la inflación, y es la deflación. El descenso generalizado y continuado de precios se produce por un derrumbe de las expectativas que detrae el consumo hasta tan punto que la oferta no se sostiene a los precios en los que fue inicialmente formulada. El problema de la deflación es cuando genera una espiral en la que oferta y demanda se responden la una a la otra con apuestas cada vez más a la baja; en esa situación, los precios caen, pero también caen las rentas (fundamentalmente, porque lo que es precio para el comprador es renta para el vendedor), generándose una espiral de pobreza, una contracción del consumo, en la que cada vez más producción sobra, luego cada vez hacen falta menos trabajadores, luego cada vez hay más paro, luego vuelve a caer la renta, luego los precios reaccionan cayendo de nuevo, luego la producción desciende, luego sobran de nuevo trabajadores…
Y así mucho, como decían del Bolero de Ravel.
Y, eso, sin tener en cuenta que estés endeudado. Porque, en un entorno deflacionario, será difícil que el interés de tu deuda caiga al mismo ritmo que lo hacen tus ingresos, por lo que, a mayor deflación, más deuda real tienes, luego eres más pobre, luego consumes menos, luego los precios bajan, luego sobran más trabajadores…
Y así mucho, again.
Hay, no obstante, más dudas. Se discute mucho, por ejemplo, sobre si la política monetaria fue la adecuada pues, de hecho, tras la primera guerra mundial la política monetaria (es decir, la que controla los efectivos que tiene a su disposición el sistema) tendió a ser claramente deflacionaria. En todo caso, lo que está más claro es que, desde el punto de vista monetario, una vez que la Depresión estalló, no se hizo gran cosa por pararla. Digo esto porque en un entorno deflacionario, el pánico hace que muchas personas, en realidad, intensifiquen su pobreza, al malvender los activos de que disponen (inmuebles, acciones, bonos, etc.) que en ese momento no valen gran cosa. Muchos economistas piensan que la Reserva Federal debería haber tomado una medida bastante parecida al famoso Corralito argentino, impidiendo estas disposiciones durante un tiempo.
¿Y España? Pues España fue pagano de aquella situación, como el resto del mundo, porque la Depresión fue rápidamente exportada por su inventor. Europa estaba saliendo aún de una guerra muy cruel, reconstruyéndose a crédito americano, y a todos nos pasó un poco lo que al granjero de la foto. Muchos bancos norteamericanos reaccionaron a la situación repatriando masas de capital, con lo que exportaron el problema. A principios de la década de los 30, España tenía tasas de paro pavorosas en muchas áreas, que fueron el caldo de cultivo de la mayor parte de los grandes conflictos de orden público que se produjeron durante la República.
Y la pregunta habitual es: ¿puede volver a pasar? Y yo os respondo: si los economistas, que son muy leídos, no se atreven a contestar esa pregunta, ¿por qué narices me pedís a mí que lo haga?
Teóricamente, la crisis bursátil no puede volver a ocurrir porque los mercados, hoy, tienen disciplinas más estrechas que hace ochenta años y hoy no se pueden producir caídas de esta magnitud sin que se intervenga en el mercado o incluso se cierre. Eso sí, teóricamente. Porque, al final, estamos hablando de expectativas. Si el personal tiene malas expectativas y quiere pirarse del parqué, lo hará. Le podrás cerrar el parqué un día, dos, un mes o dos. Pero si en ese tiempo no les tranquilizas, en cuanto vuelvas a abrir las puertas, allí estarán para vender.
Hay, en mi opinión, una parte sustancial de la Gran Depresión que sigue viva: las expectativas excesivas, a veces incluso alimentadas por quienes menos deberían hacerlo, es decir los políticos. Tener buen feeling del futuro no es malo; pero sí lo es que ese feeling, en realidad, no se sustente en nada. Hace veinte o treinta años, todo el mundo estaba acostumbrado a ver la economía como una especie de gráfica sinusoidal, con ciclos expansivos y recesivos más o menos regulares. Desde la primera guerra del Golfo, más o menos, vivimos un periodo continuamente expansivo, lo cual es ya mucho tiempo (unos quince años) y nos puede llevar a considerar que la fiesta ya no va a parar.
Más o menos lo mismo que pensaron nuestros abuelos y bisabuelos.
viernes, septiembre 07, 2007
miércoles, septiembre 05, 2007
Los hombrecillos verdes ya son abuelos
Supongo que las personas aficionadas a la Historia somos, asimismo, aficionadas a los aniversarios más o menos redondos. Por eso, no quiero que pase el año 2007 sin recordar un aniversario, si bien no específico de la Historia de España, sí, desde luego, de bastante impacto en nuestros pagos (y en todos).
En este año que estamos viviendo hace sesenta que nació el fenómeno OVNI.
El 24 de junio de 1947, un hombre de negocios y piloto de avioneta que entonces tenía 32 años, Kenneth Arnold, reportó haber visto varios objetos volar en fila cerca de Mount Rainier, Washington. No está muy claro la forma que tenían, pero la descripción que al parecer prendió entre los periodistas fue la de que aquellas naves se movían como un platillo de café si se lanza para que rebote sobre el agua (al parecer, por lo tanto, hay gente en el mundo que se dedica a lanzar platillos de café para que reboten sobre el agua). Es, al parecer, el origen de la costumbre de llamarle a eso platillo volante.
Evidentemente, los extraterrestres que fueron a visitar Mount Rainer no estaban solos. En las semanas posteriores, comenzaron los avistamientos, y la cosa tomó proporciones mundiales a partir del 4 de julio, cuando una tripulación de la United Airlines dijo ver nueve platillos volantes por la zona, y la prensa se echó de bruces a la historia. A partir de ese momento, los avistamientos se contaron por docenas de modo que se ha llegado a estimar más de 800 sólo en aquel año 1947.
De donde se deduce que los extraterrestres leen habitualmente la prensa.
En aquel año sucedió todavía otra cosa más, susceptible de animar la imaginación humana. Ese mismo mes de junio, un granjero de Nuevo México, Mack Brazel, descubrió en sus terrenos unos extraños restos. Pocos días después, el 9 de julio, la prensa ya daba por hecho que se trataba de los restos de un platillo volante. Al parecer, Brazel había encontrado los restos el 14 de junio, pero no le había dado demasiada importancia. Fue días después, cuando todos los periódicos empezaron a dar la matraca con lo de Arnold, cuando se mosqueó y llamó al sheriff, el cual habría tomado muestras del aparato ya en los primeros días de julio, en plena euforia ufológica, y la bola comenzó a crecer.
No mucho, durante algunos años. Sin embargo, a partir de los años ochenta, el incidente de Roswell ha tenido una especie de segunda juventud, a la luz de libros e investigaciones realizadas sobre el hecho. El clímax se alcanzó ahora hace unos doce años, cuando en Reino Unido apareció el supuesto video de la autopsia que se le habría practicado al cuerpo de uno de los extraterrestres encontrados tras lo que, según esta teoría, sería el accidente de un platillo volante con personal dentro (recientes investigaciones de la Guardia Civil española parecen apuntar a que la hostia se debió a un exceso de velocidad, motivo por el cual ya se ha iniciado el preceptivo proceso de retirada de puntos al conductor de la nave).
Los escépticos suelen defender que lo que Brazel encontró tirado en su campo eran los restos de un globo estratosférico, es decir uno más de un proyecto, llamado Proyecto Mogul, que Estados Unidos habría estado preparando para utilizar globos para soltar bombas atómicas sobre países enemigos desde grandes alturas. Pero hasta esta tesis tiene su parte morbosa, pues también se ha llegado a decir que el Proyecto Mogul utilizó prisioneros de guerra japoneses, bajitos y delgaditos, para meterlos en las cestas de aquellos globos (que yo sepa, nunca se ha explicado para qué tenían que ir esos enanos asiáticos en el globo, aparte de para congelarse), por lo que, según esta teoría, en efecto los restos de Roswell contenían cuerpos, aunque no eran cuerpos de extraterrestres, sino de… japoneses. O sea, para medio mundo, la misma historia mutatis mutandis.
Curiosa teoría. Empezaría por una pregunta: en junio de 1947, esos japoneses tan desgraciados eran prisioneros… ¿de qué guerra exactamente?
En fin. Yo no soy experto en ciencia y, además, he aprendido a lo largo de los años que no hay labor más idiota que discutir sobre OVNIS. Quienes no creemos en la cosa tenemos una visión absolutamente escéptica, y quienes creen en ello absolutamente creyente. Pero no puedo resistirme a decir un par de cosas.
Como leí una vez en un artículo de Sheldon Glashow, premio Nobel de Física y profe de mates y física en la Universidad de Boston para más datos, resulta bastante estúpido considerar que veremos a un extraterrestre antes de oírlo. Contra lo que suele pensar mucha gente, es más bien poco probable que si existe otra vida en el Universo, sea exactamente como la nuestra, o sea con cabezas, manos, brazos, piernas, pies y abogados; esto lo explica muy bien Carl Sagan en su afamada serie Cosmos. Sin embargo, argumenta Glashow, lo que difícilmente cambiará de una civilización a otra es la tecnología, porque la tecnología se basa en la suma de inteligencia y naturaleza (es decir, en la aplicación de una sobre la otra), o sea en la física, la química, el magnetismo y todas esas cosas tan difíciles de entender, y que son más o menos las mismas allí donde vayamos.
La tesis es ésta: una civilización extraterrestre podrá ser notablemente diferente a nosotros. Podrá no tener bazos, o no tener ojos. Podrá alimentarse de helio en lugar de morcilla de Burgos. Pero, en el momento en que se plantee viajar por el espacio a grandes distancias, hará lo mismo que hemos hecho nosotros: enviar ondas antes que cuerpos.
En efecto: enviar una señal de radio de aquí a Neptuno es, y siempre será, millones de veces más sencillo, y barato, que enviar a un ingeniero aeronáutico de setenta y seis kilos, nacido en Jarandilla de la Vera. Por esa regla de tres, alguien que es capaz, como en Close Encounters, de enviar una nave con colorines a esa casa rural galáctica llamada Tierra, ha sido capaz antes de enviar ondas. Así pues, antes que verlos, los oiríamos. Y, si no los oímos, es que no les vemos ni, de momento, les veremos.
Y, ¿qué oiríamos? Carl Sagan, en su novela Contactos, aporta una hipótesis sugestiva: números primos.
Hablábamos antes de vida inteligente. Porque supongo que estamos de acuerdo en que no nos basta con que haya vida; puede existir un planeta con agua helada en sus casquetes polares, dentro de la cual vivan paramecios y vorticelas que se reproduzcan por meiosis (y aquí, exactamente aquí, acaban mis recuerdos de la Biología de primero de BUP). Pero si esos paramecios no son capaces de abstraer, de concatenar, y de pensar, nosotros podremos descubrirlos a ellos algún día; pero ellos no nos descubrirían ni con la ayuda del paramecio McGyver.
Para que una supuesta civilización alienígena pueda venir por aquí a darse un garbeo necesita, pues, ser inteligente. Ser capaz de reflexionar sobre lo que le rodea, y cambiarlo. Lo que pasa es que esa reflexión no tiene por qué ser la misma entre distintas formas de vida. El ejemplo que se me ocurre es la química orgánica. La llamamos así, creo, porque se ocupa de los compuestos que portan los elementos que asimismo componen la vida en la Tierra. Pero, claro, si el cuerpo de los extraterrestres pontevedrianos (del planeta Pontevedria, que está al lado del planeta Oriense) no está basado en esos elementos sino en, digamos, el tantalio, entonces su química orgánica será distinta. Todo eso sin tener en cuenta que es estadísticamente imposible que humanos y pontevedrianos hayamos sido capaces de desarrollar la misma notación para la formulación química (de momento, los humanos estamos solos en el Universo, y ya hemos inventado varias), por lo que mensajes entre civilizaciones basados en dicha notación química probablemente no serían entendidos.
La reflexión lleva a Sagan a la conclusión de que sólo hay un conocimiento científico abstracto universal: las matemáticas; y, dentro de las matemáticas, eso que los matemáticos llaman teoría de los números. O sea, si yo golpeo el suelo con el pie una vez y mi vecino lo golpea dos veces, entonces mi vecino ha hecho mi mismo gesto el doble de veces que yo. Y eso es así en la Tierra, en Neptuno, en la Nube de Magallanes e incluso en la Comunidad Autónoma de Euskadi. ¿Reflexionará toda vida inteligente sobre el origen de la vida, sobre la estructura básica de la materia o sobre las figuras cónicas? Probablemente sí, aunque no es seguro. Pero con lo que no puede haberse dejado de encontrar es con los números. Máxime si se ha planteado viajar, personalmente o con las ondas, a millones de años-luz. Los números están ahí, en la naturaleza. Un ciempiés tiene catorce patas (creo); otra civilización podrá decir Kgtterds en lugar de catorce, pero seguirá siendo catorce, esto es uno más que Jgdsttgs, que, como todo el mundo sabe, significa trece.
Si los números son universales, también lo son sus relaciones. Por lo tanto, en todo el universo, los números pares son divisibles por dos. Y, reflexionaba Sagan, existirán los números primos, esto es aquéllos que sólo son divisibles por sí mismos y por la unidad. Y serán los mismos.
Si alguien inteligente se sienta a la consola de su emisor de ondas de radio y aprieta el pulsor que hace salir la señal (digamos, un pitido) cuatro veces, sabrá, porque es inteligente, que no está describiendo un número primo, porque cuatro es divisible por dos. Y, si piensa un poquito en el hipotético receptor de su señal, acabará dándose cuenta de que, si es inteligente, también sabrá entender esta diferencia.
Así las cosas, si algún día, escuchando las emisiones de radio que llegan a la Tierra desde cualquier punto del universo, escuchásemos cuatro pitidos, podríamos pensar que es una emisión inteligente, o no; podría ser fruto de la casualidad, o algún fenómeno natural que no sabría yo explicar. Pero si escuchamos una emisión que emite primero un pitido; luego dos; luego tres; luego cinco; luego siete; luego once; luego trece; si escuchamos eso, digo, sabremos que es una emisión realizada por vida inteligente, porque está reproduciendo la lista de los números primos, y eso no puede ser fruto de la caótica acción de la casualidad. Y si esa emisión, como sería lógico, empieza a repetirse, entonces la cosa estará más que clara.
Éste es el tipo de cosas que, en mi opinión, debería explicar una televisión verdaderamente educativa y de servicio público, en lugar de enfangarse en historietas sobre que si en un pueblo de Huesca alguien ha visto una paellera de colores desde cuyo borde unos hombrecillos color lavanda saludaban con la mano.
La historia de la búsqueda de vida inteligente desde un punto de vista más, ejem, sólido que la creencia en hombrecillos verdes que disparan pistolas láser comienza, que yo sepa, en la localidad de Green Bank, en Virginia. Allí existía, supongo que existirá aún, un observatorio de radioastronomía en el que trabajaba un joven científico llamado Frank Drake, que fue el primero que pensó un poco en serio en eso de recibir emisiones desde el espacio exterior. Para ello, contó con la colaboración de un ingeniero del prestigioso Massachussetts Institute of Technology (MIT), Sam Harris, el cual le prestó a Drake un amplificador que éste necesitaba adjuntar a la parabólica del observatorio para tratar de captar estas señales. En la noche del 7 al 8 de abril de 1960, el hombre se abrió por primera vez de orejas para intentar escuchar señales extraterrestres. Aquella noche Drake probó con Tau Ceti, una estrella que está aquí al lado, a 12 años-luz; y con Epsilon Eridani, a 10,5. No tuvo éxito. Nadie lo ha tenido desde entonces.
La actividad de Drake, unida al trabajo paralelo en el mismo campo de dos físicos de la universidad de Cornell, Giuseppe Cocconi y Philip Morrison, llevó a la comunidad científica a interesarse por la pregunta de cuántas civilizaciones extraterrestres pueden existir en ese inmenso barrio de favelas siderales que llamamos Universo visible (o, más bien, audible).
El punto de partida de los científicos que se reunieron en Green Bank a finales de 1961 era el que ya he expresado by the way Glashow: civilización inteligente será aquélla capaz de generar tecnologías susceptibles de ser captadas por la radioastronomía, no por las pupilas. Bajo este punto de vista, las civilizaciones inteligentes y suficientemente tecnológicas como para hacerse oír eran el subconjunto de las civilizaciones inteligentes, las cuales eran un subconjunto de aquellos planetas donde se hubiera generado la vida, los cuales eran un subconjunto de los planetas habitables de sistemas con soles similares al sol, los cuales eran un subconjunto de todas las estrellas similares al sol (pues no todas éstas tendrían planetas).
Como cualquier estudiante aplicadillo de matemáticas sabe, si sumamos probabilidades las incrementamos y si las multiplicamos las reducimos. La probabilidad de que alguien lea este post O de que se llame Eduardo (o = suma) es más alta que las dos probabilidades separadas (la suma de los lectores de este blog y los Eduardos incluye a los que lo leen y no se llaman así y los que se llaman así y no lo leen); mientras que la probabilidad de que alguien lea este artículo Y se llame Eduardo (y = multiplicación) es más pequeña: además de estar leyendo el blog, amigo, tienes que llamarte Eduardo para cumplir la condición.
Basándose en esto, Drake creó una fórmula en la que probabilidad de que se generen en el universo estrellas parecidas al sol se multiplicaba por las probabilidades de existencia de un planeta habitable, de generación de vida, de generación de inteligencia y de generación de tecnología. Y todo ello multiplicado por la vida media de la civilización (pues nosotros desapareceremos algún día, así pues es probable que, si hay o va a haber vida en el Universo, no seamos contemporáneos de ella). Es la conocida como ecuación de Drake, y aquéllos de entre los científicos que creen en la existencia de otras vidas en el Universo le profesan, de una forma u otra, pleitesía.
En Green Bank se reunieron once científicos que, básicamente, discutieron sobre las probabilidades que había que fijar en cada uno de los multiplicandos de la ecuación de Drake. No fue fácil. No estaban muy de acuerdo, por ejemplo, sobre la posibilidad de aparición de un planeta habitable en un sistema generado por una estrella del tamaño del sol. En torno a la formación de la vida, había incluso quien pensaba que la probabilidad correspondiente no era cero coma algo, sino igual a uno. Ese alguien era un joven astrónomo llamado Carl Sagan. Sagan sostenía que la vida había aparecido en la Tierra por la interacción de una serie de elementos muy comunes en el Universo y, por así decirlo, sin sorpresas; en consecuencia, pensaba que, siempre que se diesen las mismas circunstancias, la vida acabaría por surgir. También eran muy optimistas en torno al desarrollo de la inteligencia. Alguno de los asistentes incluso llegó a sostener que, en la propia Tierra, la inteligencia se había desarrollado no una, sino dos veces: una, en el homo sapiens; y otra, en los delfines.
Tras todas aquellas discusiones, los coleguitas de Green Bank llegaron a la conclusión de que N, es decir el número probable de civilizaciones tecnológicamente preparadas para enviar señales desde allí fuera, estaba entre 1.000 y 1.000.000.000.
Este resultado, a mi acientífico modo de ver extraordinariamente optimista, es el que está detrás de las actividades SETI (Search for Extraterrestrial Intelligence, búsqueda de inteligencia extraterrestre) que se han producido, con sus altos y sus bajos presupuestarios, en los últimos cuarenta años. Lo cierto es que todas las actividades SETI se han hecho a ciegas; se han hecho para buscar algo que no se sabe a ciencia cierta siquiera si existe; ésta es la razón por lo que, a pesar de que no oculto mi admiración por Carl Sagan, encuentro, en su caso, pelín exageradas sus ácidas críticas a la alquimia o a la astrología como seudociencias que se basan en que sus acólitos crean sin ver. Pues eso mismo, creer sin ver, es SETI. La diferencia entre SETI y la astrología está, a mi modo de ver, en la seriedad del trabajo que contiene uno, mientras que la otra es una coña marinera. Con los años, el magisterio de Sagan se ha hecho más que evidente; pero no hay que olvidar que tras el segundo congreso sobre este tema, celebrado en 1971 en Byukaran, Armenia, el matemático Alfred Adler llegó a referirse, por escrito, a Sagan como «un imbécil con talento» que «cabalga en las sutilezas y profundidades que los prudentes apenas se atreven a recorrer de puntillas e invade terrenos de los que no conoce nada». Sic.
Con todo, y dado que la discusión científica sobre la vida inteligente en el universo es muchísimo más interesante que la consulta al mejor vidente mediático del momento, en las últimas décadas el asunto de la vida en el Universo ha dado para discusiones muy jugosas. No pocos biólogos, por ejemplo, han discutido el relativo determinismo de Sagan, señalando que, si bien podría ser cierto que en determinadas condiciones siempre aparecerá la vida, lo que no está nada claro es que vaya a aparecer algo parecido al hombre. Incluso se ha discutido el punto de vista que sitúa el listón de la inteligencia tecnológica en la perceptibilidad radioastronómica. Para algunos científicos, las tecnologías de radio no tienen por qué ser las que desarrolle siempre una civilización tecnológica.
Sea o no sea cierto que los OVNIS existen, lo que no cabe desmentir es que el asunto se ha convertido en un negocio de proporciones galácticas. Tengo por mí que la ufología tiene su punto, porque a muchas personas les sirve, en su tierna adolescencia, como punto de entrada a la lectura. Cuando tienes catorce años no sueles tener el cuerpo para leer a Sandor Marai, pero sí te molan enormemente esas historias sobre que si hay una piedra inca de hace tres mil años donde aparece un sumo sacerdote que es el vivo retrato de José Luis Perales; o que si hay unas marcas en un campo de Illinois que parecen ser de las ruedas de un Volvo S60 de quinientos metros de eslora. Así, pues, lees. Lees cosas que lo mismo no te educan demasiado la mente, pero por lo menos lees. Una vez pillado el ritmillo, lo mismo en unos años acabas en Marai. Que es de lo que se trata.
Y, claro, si algún día te encuentras de bruces con algún alienígena extraterrestre, siempre te queda la posibilidad de saludarle preguntándole, como el bilbaino del chiste: «Y, tu civilización, ¿cuántos kilos levanta?» Aunque yo, que tengo un espíritu ligeramente volteriano, creo que lo primero que les preguntaría sería si han inventado los impuestos; dependiendo de la respuesta, incluso podría llegar a decidirme por la abducción voluntaria.
En este año que estamos viviendo hace sesenta que nació el fenómeno OVNI.
El 24 de junio de 1947, un hombre de negocios y piloto de avioneta que entonces tenía 32 años, Kenneth Arnold, reportó haber visto varios objetos volar en fila cerca de Mount Rainier, Washington. No está muy claro la forma que tenían, pero la descripción que al parecer prendió entre los periodistas fue la de que aquellas naves se movían como un platillo de café si se lanza para que rebote sobre el agua (al parecer, por lo tanto, hay gente en el mundo que se dedica a lanzar platillos de café para que reboten sobre el agua). Es, al parecer, el origen de la costumbre de llamarle a eso platillo volante.
Evidentemente, los extraterrestres que fueron a visitar Mount Rainer no estaban solos. En las semanas posteriores, comenzaron los avistamientos, y la cosa tomó proporciones mundiales a partir del 4 de julio, cuando una tripulación de la United Airlines dijo ver nueve platillos volantes por la zona, y la prensa se echó de bruces a la historia. A partir de ese momento, los avistamientos se contaron por docenas de modo que se ha llegado a estimar más de 800 sólo en aquel año 1947.
De donde se deduce que los extraterrestres leen habitualmente la prensa.
En aquel año sucedió todavía otra cosa más, susceptible de animar la imaginación humana. Ese mismo mes de junio, un granjero de Nuevo México, Mack Brazel, descubrió en sus terrenos unos extraños restos. Pocos días después, el 9 de julio, la prensa ya daba por hecho que se trataba de los restos de un platillo volante. Al parecer, Brazel había encontrado los restos el 14 de junio, pero no le había dado demasiada importancia. Fue días después, cuando todos los periódicos empezaron a dar la matraca con lo de Arnold, cuando se mosqueó y llamó al sheriff, el cual habría tomado muestras del aparato ya en los primeros días de julio, en plena euforia ufológica, y la bola comenzó a crecer.
No mucho, durante algunos años. Sin embargo, a partir de los años ochenta, el incidente de Roswell ha tenido una especie de segunda juventud, a la luz de libros e investigaciones realizadas sobre el hecho. El clímax se alcanzó ahora hace unos doce años, cuando en Reino Unido apareció el supuesto video de la autopsia que se le habría practicado al cuerpo de uno de los extraterrestres encontrados tras lo que, según esta teoría, sería el accidente de un platillo volante con personal dentro (recientes investigaciones de la Guardia Civil española parecen apuntar a que la hostia se debió a un exceso de velocidad, motivo por el cual ya se ha iniciado el preceptivo proceso de retirada de puntos al conductor de la nave).
Los escépticos suelen defender que lo que Brazel encontró tirado en su campo eran los restos de un globo estratosférico, es decir uno más de un proyecto, llamado Proyecto Mogul, que Estados Unidos habría estado preparando para utilizar globos para soltar bombas atómicas sobre países enemigos desde grandes alturas. Pero hasta esta tesis tiene su parte morbosa, pues también se ha llegado a decir que el Proyecto Mogul utilizó prisioneros de guerra japoneses, bajitos y delgaditos, para meterlos en las cestas de aquellos globos (que yo sepa, nunca se ha explicado para qué tenían que ir esos enanos asiáticos en el globo, aparte de para congelarse), por lo que, según esta teoría, en efecto los restos de Roswell contenían cuerpos, aunque no eran cuerpos de extraterrestres, sino de… japoneses. O sea, para medio mundo, la misma historia mutatis mutandis.
Curiosa teoría. Empezaría por una pregunta: en junio de 1947, esos japoneses tan desgraciados eran prisioneros… ¿de qué guerra exactamente?
En fin. Yo no soy experto en ciencia y, además, he aprendido a lo largo de los años que no hay labor más idiota que discutir sobre OVNIS. Quienes no creemos en la cosa tenemos una visión absolutamente escéptica, y quienes creen en ello absolutamente creyente. Pero no puedo resistirme a decir un par de cosas.
Como leí una vez en un artículo de Sheldon Glashow, premio Nobel de Física y profe de mates y física en la Universidad de Boston para más datos, resulta bastante estúpido considerar que veremos a un extraterrestre antes de oírlo. Contra lo que suele pensar mucha gente, es más bien poco probable que si existe otra vida en el Universo, sea exactamente como la nuestra, o sea con cabezas, manos, brazos, piernas, pies y abogados; esto lo explica muy bien Carl Sagan en su afamada serie Cosmos. Sin embargo, argumenta Glashow, lo que difícilmente cambiará de una civilización a otra es la tecnología, porque la tecnología se basa en la suma de inteligencia y naturaleza (es decir, en la aplicación de una sobre la otra), o sea en la física, la química, el magnetismo y todas esas cosas tan difíciles de entender, y que son más o menos las mismas allí donde vayamos.
La tesis es ésta: una civilización extraterrestre podrá ser notablemente diferente a nosotros. Podrá no tener bazos, o no tener ojos. Podrá alimentarse de helio en lugar de morcilla de Burgos. Pero, en el momento en que se plantee viajar por el espacio a grandes distancias, hará lo mismo que hemos hecho nosotros: enviar ondas antes que cuerpos.
En efecto: enviar una señal de radio de aquí a Neptuno es, y siempre será, millones de veces más sencillo, y barato, que enviar a un ingeniero aeronáutico de setenta y seis kilos, nacido en Jarandilla de la Vera. Por esa regla de tres, alguien que es capaz, como en Close Encounters, de enviar una nave con colorines a esa casa rural galáctica llamada Tierra, ha sido capaz antes de enviar ondas. Así pues, antes que verlos, los oiríamos. Y, si no los oímos, es que no les vemos ni, de momento, les veremos.
Y, ¿qué oiríamos? Carl Sagan, en su novela Contactos, aporta una hipótesis sugestiva: números primos.
Hablábamos antes de vida inteligente. Porque supongo que estamos de acuerdo en que no nos basta con que haya vida; puede existir un planeta con agua helada en sus casquetes polares, dentro de la cual vivan paramecios y vorticelas que se reproduzcan por meiosis (y aquí, exactamente aquí, acaban mis recuerdos de la Biología de primero de BUP). Pero si esos paramecios no son capaces de abstraer, de concatenar, y de pensar, nosotros podremos descubrirlos a ellos algún día; pero ellos no nos descubrirían ni con la ayuda del paramecio McGyver.
Para que una supuesta civilización alienígena pueda venir por aquí a darse un garbeo necesita, pues, ser inteligente. Ser capaz de reflexionar sobre lo que le rodea, y cambiarlo. Lo que pasa es que esa reflexión no tiene por qué ser la misma entre distintas formas de vida. El ejemplo que se me ocurre es la química orgánica. La llamamos así, creo, porque se ocupa de los compuestos que portan los elementos que asimismo componen la vida en la Tierra. Pero, claro, si el cuerpo de los extraterrestres pontevedrianos (del planeta Pontevedria, que está al lado del planeta Oriense) no está basado en esos elementos sino en, digamos, el tantalio, entonces su química orgánica será distinta. Todo eso sin tener en cuenta que es estadísticamente imposible que humanos y pontevedrianos hayamos sido capaces de desarrollar la misma notación para la formulación química (de momento, los humanos estamos solos en el Universo, y ya hemos inventado varias), por lo que mensajes entre civilizaciones basados en dicha notación química probablemente no serían entendidos.
La reflexión lleva a Sagan a la conclusión de que sólo hay un conocimiento científico abstracto universal: las matemáticas; y, dentro de las matemáticas, eso que los matemáticos llaman teoría de los números. O sea, si yo golpeo el suelo con el pie una vez y mi vecino lo golpea dos veces, entonces mi vecino ha hecho mi mismo gesto el doble de veces que yo. Y eso es así en la Tierra, en Neptuno, en la Nube de Magallanes e incluso en la Comunidad Autónoma de Euskadi. ¿Reflexionará toda vida inteligente sobre el origen de la vida, sobre la estructura básica de la materia o sobre las figuras cónicas? Probablemente sí, aunque no es seguro. Pero con lo que no puede haberse dejado de encontrar es con los números. Máxime si se ha planteado viajar, personalmente o con las ondas, a millones de años-luz. Los números están ahí, en la naturaleza. Un ciempiés tiene catorce patas (creo); otra civilización podrá decir Kgtterds en lugar de catorce, pero seguirá siendo catorce, esto es uno más que Jgdsttgs, que, como todo el mundo sabe, significa trece.
Si los números son universales, también lo son sus relaciones. Por lo tanto, en todo el universo, los números pares son divisibles por dos. Y, reflexionaba Sagan, existirán los números primos, esto es aquéllos que sólo son divisibles por sí mismos y por la unidad. Y serán los mismos.
Si alguien inteligente se sienta a la consola de su emisor de ondas de radio y aprieta el pulsor que hace salir la señal (digamos, un pitido) cuatro veces, sabrá, porque es inteligente, que no está describiendo un número primo, porque cuatro es divisible por dos. Y, si piensa un poquito en el hipotético receptor de su señal, acabará dándose cuenta de que, si es inteligente, también sabrá entender esta diferencia.
Así las cosas, si algún día, escuchando las emisiones de radio que llegan a la Tierra desde cualquier punto del universo, escuchásemos cuatro pitidos, podríamos pensar que es una emisión inteligente, o no; podría ser fruto de la casualidad, o algún fenómeno natural que no sabría yo explicar. Pero si escuchamos una emisión que emite primero un pitido; luego dos; luego tres; luego cinco; luego siete; luego once; luego trece; si escuchamos eso, digo, sabremos que es una emisión realizada por vida inteligente, porque está reproduciendo la lista de los números primos, y eso no puede ser fruto de la caótica acción de la casualidad. Y si esa emisión, como sería lógico, empieza a repetirse, entonces la cosa estará más que clara.
Éste es el tipo de cosas que, en mi opinión, debería explicar una televisión verdaderamente educativa y de servicio público, en lugar de enfangarse en historietas sobre que si en un pueblo de Huesca alguien ha visto una paellera de colores desde cuyo borde unos hombrecillos color lavanda saludaban con la mano.
La historia de la búsqueda de vida inteligente desde un punto de vista más, ejem, sólido que la creencia en hombrecillos verdes que disparan pistolas láser comienza, que yo sepa, en la localidad de Green Bank, en Virginia. Allí existía, supongo que existirá aún, un observatorio de radioastronomía en el que trabajaba un joven científico llamado Frank Drake, que fue el primero que pensó un poco en serio en eso de recibir emisiones desde el espacio exterior. Para ello, contó con la colaboración de un ingeniero del prestigioso Massachussetts Institute of Technology (MIT), Sam Harris, el cual le prestó a Drake un amplificador que éste necesitaba adjuntar a la parabólica del observatorio para tratar de captar estas señales. En la noche del 7 al 8 de abril de 1960, el hombre se abrió por primera vez de orejas para intentar escuchar señales extraterrestres. Aquella noche Drake probó con Tau Ceti, una estrella que está aquí al lado, a 12 años-luz; y con Epsilon Eridani, a 10,5. No tuvo éxito. Nadie lo ha tenido desde entonces.
La actividad de Drake, unida al trabajo paralelo en el mismo campo de dos físicos de la universidad de Cornell, Giuseppe Cocconi y Philip Morrison, llevó a la comunidad científica a interesarse por la pregunta de cuántas civilizaciones extraterrestres pueden existir en ese inmenso barrio de favelas siderales que llamamos Universo visible (o, más bien, audible).
El punto de partida de los científicos que se reunieron en Green Bank a finales de 1961 era el que ya he expresado by the way Glashow: civilización inteligente será aquélla capaz de generar tecnologías susceptibles de ser captadas por la radioastronomía, no por las pupilas. Bajo este punto de vista, las civilizaciones inteligentes y suficientemente tecnológicas como para hacerse oír eran el subconjunto de las civilizaciones inteligentes, las cuales eran un subconjunto de aquellos planetas donde se hubiera generado la vida, los cuales eran un subconjunto de los planetas habitables de sistemas con soles similares al sol, los cuales eran un subconjunto de todas las estrellas similares al sol (pues no todas éstas tendrían planetas).
Como cualquier estudiante aplicadillo de matemáticas sabe, si sumamos probabilidades las incrementamos y si las multiplicamos las reducimos. La probabilidad de que alguien lea este post O de que se llame Eduardo (o = suma) es más alta que las dos probabilidades separadas (la suma de los lectores de este blog y los Eduardos incluye a los que lo leen y no se llaman así y los que se llaman así y no lo leen); mientras que la probabilidad de que alguien lea este artículo Y se llame Eduardo (y = multiplicación) es más pequeña: además de estar leyendo el blog, amigo, tienes que llamarte Eduardo para cumplir la condición.
Basándose en esto, Drake creó una fórmula en la que probabilidad de que se generen en el universo estrellas parecidas al sol se multiplicaba por las probabilidades de existencia de un planeta habitable, de generación de vida, de generación de inteligencia y de generación de tecnología. Y todo ello multiplicado por la vida media de la civilización (pues nosotros desapareceremos algún día, así pues es probable que, si hay o va a haber vida en el Universo, no seamos contemporáneos de ella). Es la conocida como ecuación de Drake, y aquéllos de entre los científicos que creen en la existencia de otras vidas en el Universo le profesan, de una forma u otra, pleitesía.
En Green Bank se reunieron once científicos que, básicamente, discutieron sobre las probabilidades que había que fijar en cada uno de los multiplicandos de la ecuación de Drake. No fue fácil. No estaban muy de acuerdo, por ejemplo, sobre la posibilidad de aparición de un planeta habitable en un sistema generado por una estrella del tamaño del sol. En torno a la formación de la vida, había incluso quien pensaba que la probabilidad correspondiente no era cero coma algo, sino igual a uno. Ese alguien era un joven astrónomo llamado Carl Sagan. Sagan sostenía que la vida había aparecido en la Tierra por la interacción de una serie de elementos muy comunes en el Universo y, por así decirlo, sin sorpresas; en consecuencia, pensaba que, siempre que se diesen las mismas circunstancias, la vida acabaría por surgir. También eran muy optimistas en torno al desarrollo de la inteligencia. Alguno de los asistentes incluso llegó a sostener que, en la propia Tierra, la inteligencia se había desarrollado no una, sino dos veces: una, en el homo sapiens; y otra, en los delfines.
Tras todas aquellas discusiones, los coleguitas de Green Bank llegaron a la conclusión de que N, es decir el número probable de civilizaciones tecnológicamente preparadas para enviar señales desde allí fuera, estaba entre 1.000 y 1.000.000.000.
Este resultado, a mi acientífico modo de ver extraordinariamente optimista, es el que está detrás de las actividades SETI (Search for Extraterrestrial Intelligence, búsqueda de inteligencia extraterrestre) que se han producido, con sus altos y sus bajos presupuestarios, en los últimos cuarenta años. Lo cierto es que todas las actividades SETI se han hecho a ciegas; se han hecho para buscar algo que no se sabe a ciencia cierta siquiera si existe; ésta es la razón por lo que, a pesar de que no oculto mi admiración por Carl Sagan, encuentro, en su caso, pelín exageradas sus ácidas críticas a la alquimia o a la astrología como seudociencias que se basan en que sus acólitos crean sin ver. Pues eso mismo, creer sin ver, es SETI. La diferencia entre SETI y la astrología está, a mi modo de ver, en la seriedad del trabajo que contiene uno, mientras que la otra es una coña marinera. Con los años, el magisterio de Sagan se ha hecho más que evidente; pero no hay que olvidar que tras el segundo congreso sobre este tema, celebrado en 1971 en Byukaran, Armenia, el matemático Alfred Adler llegó a referirse, por escrito, a Sagan como «un imbécil con talento» que «cabalga en las sutilezas y profundidades que los prudentes apenas se atreven a recorrer de puntillas e invade terrenos de los que no conoce nada». Sic.
Con todo, y dado que la discusión científica sobre la vida inteligente en el universo es muchísimo más interesante que la consulta al mejor vidente mediático del momento, en las últimas décadas el asunto de la vida en el Universo ha dado para discusiones muy jugosas. No pocos biólogos, por ejemplo, han discutido el relativo determinismo de Sagan, señalando que, si bien podría ser cierto que en determinadas condiciones siempre aparecerá la vida, lo que no está nada claro es que vaya a aparecer algo parecido al hombre. Incluso se ha discutido el punto de vista que sitúa el listón de la inteligencia tecnológica en la perceptibilidad radioastronómica. Para algunos científicos, las tecnologías de radio no tienen por qué ser las que desarrolle siempre una civilización tecnológica.
Sea o no sea cierto que los OVNIS existen, lo que no cabe desmentir es que el asunto se ha convertido en un negocio de proporciones galácticas. Tengo por mí que la ufología tiene su punto, porque a muchas personas les sirve, en su tierna adolescencia, como punto de entrada a la lectura. Cuando tienes catorce años no sueles tener el cuerpo para leer a Sandor Marai, pero sí te molan enormemente esas historias sobre que si hay una piedra inca de hace tres mil años donde aparece un sumo sacerdote que es el vivo retrato de José Luis Perales; o que si hay unas marcas en un campo de Illinois que parecen ser de las ruedas de un Volvo S60 de quinientos metros de eslora. Así, pues, lees. Lees cosas que lo mismo no te educan demasiado la mente, pero por lo menos lees. Una vez pillado el ritmillo, lo mismo en unos años acabas en Marai. Que es de lo que se trata.
Y, claro, si algún día te encuentras de bruces con algún alienígena extraterrestre, siempre te queda la posibilidad de saludarle preguntándole, como el bilbaino del chiste: «Y, tu civilización, ¿cuántos kilos levanta?» Aunque yo, que tengo un espíritu ligeramente volteriano, creo que lo primero que les preguntaría sería si han inventado los impuestos; dependiendo de la respuesta, incluso podría llegar a decidirme por la abducción voluntaria.
lunes, septiembre 03, 2007
Cartas cruzadas (III): ¿Qué nos queda de la dominación musulmana?
¿Qué tal? ¿Habéis sido buenos? Eso espero. Yo, por mi parte, he hecho estas semanas las cosas lo mejor que he podido, lo cual quiere decir que he descansado a lo bestia. Una de las cosas que me ha dado tiempo a hacer ha sido acercarme un rato al zoo, donde alguien me sopló que se encontraba, en un intercambio de verano, el elefante Tiburcio. Al parecer, según él mismo me refirió, tiene algunos problemas técnicos cuando echa a correr por las estepas, pues la trompa tiende a quedársele atrás, se le mete entre las piernas y, bastante a menudo, acaba dándose uno o dos trompazos en los huevos; y, por una sencilla ley de proporcionalidad, a mayores huevos mayor dolor, así pues las testicularias a los elefantes les suelen doler bastante. Por eso vino a Madrid, para estudiar un Máster Velocípedo Paquidérmico que se imparte en la Casa de Campo y que, al parecer, tiene bastante fama entre los proboscídeos.
Tuvimos, pues, Tiburcio y yo ocasión de tomarnos un par de café y hablar de esto y de esotro. Hablamos de Pío Baroja, de la identidad oriental y de Gil-Robles, entre otros asuntos variados. Tiburcio intentó explicarme no sé qué del nirvana, pero es que cuando se pone a explicarte eso, su cuerpo se levanta unos centímetros del suelo, y a mí la visión de un elefante levitando me pone nervioso. Inevitablemente, yo le interrumpía con alguna pregunta chorras, rompiendo su concentración.
Una vez que nos separamos quedamos, cómo no, en seguir escribiéndonos cartas. Y me ha parecido un detalle adecuado el comenzar esta nueva serie de posts con las siguientes que nos hemos cruzado, en las que el tema ha sido propuesto por Tiburcio. Contendemos hoy sobre la pregunta de si persiste, o no, huella de la dominación musulmana en nuestra España de hoy.
He aquí lo alumbrado.
La carta de Tiburcio
Querido JdJ:
Cuando Europa ninguneaba al franquismo, a éste le gustaba exaltar los tradicionales lazos que nos unían al mundo árabe, como si una visita de Saddam Hussein a Madrid (que se produjo) pudiera reemplazar la de de Gaulle, que nunca se produjo y ya le hubiera gustado a Franco. Pero la leyenda de que España tiene unos lazos tradicionales con el mundo árabe no terminó con Franco. Los políticos de la democracia la han retomado y ahora ha adquirido carta de naturaleza en la Alianza de Civilizaciones, que parece que España, por haber tenido en su territorio a los árabes durante 700 años, pudiera tener con ellos una relación especial y privilegiada. Pero, ¿es eso cierto? ¿Qué nos queda de verdad de esos setecientos años?
Mi respuesta es muy poco, casi nada: unos cuantos centenares de palabras en el idioma, la música flamenca, la Alhambra y algunos monumentos más, y los pinchos morunos (esto último es una suposición mía).
Lo primero que he oído en ocasiones es que la invasión árabe separó la Historia medieval de España de la del resto del continente, nos hizo distintos e impidió que el feudalismo alcanzase su pleno desarrollo en nuestro país. Quienes afirman eso suelen tener en la cabeza una Historia medieval de Europa estándar, para la que todo lo que no hubiera ocurrido en el norte de Francia, Flandes y el Rhin no cuenta. España tuvo su invasión árabe. Italia tuvo dominación bizantina, invasiones lombardas, ocupación árabe en Sicilia y el sur, luchas con el Imperio… Inglaterra tuvo invasiones vikingas, conquista normanda y Carta Magna… ¿Quién tuvo una Edad Media normal?
La siguiente leyenda es la de la España de las tres culturas, conviviendo en paz y armonía. Es cierto que musulmanes, judíos y cristianos no se tiraban los trastos a la cabeza en nuestro país, lo cual en el contexto de la Edad Media ya era mucho. Pero esa coexistencia pacífica no la tenemos que confundir con multiculturalismo. El judío vivía en su judería, el cristiano en su barrio y el moro en su morería; de mezclarse, poco. Que el califa cordobés tuviera médicos judíos y los reyes cristianos recurrieran a prestamistas judíos, no es un ejemplo de tolerancia, sino de sentido práctico. Las aspirinas y los maravedíes no conocen de religión.
La España de las tres culturas empezó a estropearse a finales del siglo XI, cuando primero los almorávides y luego los almohades, llegaron a la Península trayendo la jihad y una moral más austera. Almorávides y almohades eran guerreros puritanos y fanáticos, que no estaban dispuestos a las componendas y acomodaciones con los cristianos que los reyes de taifas practicaban. Los cristianos respondieron con la misma moneda y entre ellos empezó a difundirse un espíritu de cruzada, que se hizo evidente en las Navas de Tolosa.
Cuando los Reyes Católicos unieron las coronas de Castilla y Aragón e iniciaron la construcción de un estado moderno en España, lo hicieron bajo la base de la unidad religiosa. No es casualidad que la única institución que al principio era común a ambos reinos fuese la Inquisición. En el siglo XV, disensión religiosa equivalía a disensión política y, después de las experiencias de las guerras civiles castellanas, lo último que querían los Reyes Católicos eran vasallos que no se doblegaran.
Tras la conquista de Granada, los musulmanes que quedaron en España vivieron como una minoría marginada, malamente tolerada y con poco contacto con el resto del país. La rebelión de las Alpujarras y la posterior expulsión de los moriscos en 1609 marcaron el fin de esa minoría. En todo caso, para cuando esa minoría desapareció de nuestro país, hacía mucho que los musulmanes habían dejado de contar en España. No hay más que ver las «numerosas» ocasiones en las que las obras literarias del siglo XVI introducen algún personaje morisco, aunque sea de secundario.
En Muslims in the Philippines, el historiador filipino Cesar Adib Majul cuenta sorprendido cómo los informes que escribían los sacerdotes españoles sobre los musulmanes de Mindanao y Sulu mostraban una ignorancia supina sobre el Islam. En su libro incluye un par de descripciones de la oración musulmana escritas por curas españoles del siglo XVI, que muestran que no se habían enterado de nada. Cesar Adib Majul no entiende que los españoles conocieran tan poco de una religión a la que se habían enfrentado durante setecientos años. Yo lo entiendo: la nacionalidad española, tal y como se había ido forjando desde el siglo XIV, lo había hecho en contra del moro. La guerra contra el moro se había configurado como un elemento clave de la identidad nacional. El moro no era español. Conocer su cultura y su religión falsa no merecían la pena. El período de Al-Andalus no formaba parte de la Historia de España, era otra cosa.
Con los Borbones, España, que había dejado de ser una potencia hegemónica, se volvió un poco más normal. Seguíamos siendo muy católicos, pero habíamos bajado en varios grados nuestra militancia. Nuestra política exterior ya no se movía según parámetros religiosos, sino de interés geoestratégico, como los de todo el mundo. Los Borbones no llevaron a cabo una política antimusulmana. Donde hubo luchas con los musulmanes (norte de África y sur de Filipinas) fue sólo porque éstos interferían en nuestros intereses. Los musulmanes ya nos interesaban tan poco que ni tan siquiera les odiábamos.
La Guerra de África, que empezó a lo tonto y acabó ocupando 66 años de nuestra historia, tampoco llevó a una mejor comprensión del musulmán. Más bien sirvió para que triunfasen los estereotipos. Todos los musulmanes eran iguales que los rifeños a los que nos costaba tanto derrotar: taimados, traicioneros, embusteros, crueles, perezosos… Es más, durante todos esos años y aún después, triunfó la palabra moro, que denotaba tanto el prejuicio como la ignorancia, porque podía utilizarse tanto para designar al norteafricano (tanto al árabe como al bereber), al árabe (que no se le pidiera a la gente hilar con que hay árabes cristianos o que en el norte de África hay musulmanes que no son árabes; y ya no hablemos de quienes eran capaces de distinguir entre árabes, turcos y persas, que eso era para nota) como al musulmán.
Sin el aislamiento del franquismo, sin el petróleo de Oriente Medio (por el interés te quiero, Andrés) y sin los monumentos árabes de nuestro país, que se han convertido en una fuente de ingresos turísticos, posiblemente hoy tendríamos tan olvidado nuestro pasado musulmán como tenía a Franco aquel estudiante que te preguntó por el dictador Fernando Franco.
Lo dicho. De moros no nos queda casi nada y los famosos 700 años que los tuvimos en la Península empiezan a desdibujarse tanto como los 70.000 años que tuvimos a los neandertales.
La carta de JdJ
Querido Tiburcio:
Creo que el problema está en el concepto de traza. Para que a una sociedad le queden trazas de otras que en otros tiempos se desarrollaron en su tierra no hace falta que las costumbres, ni la religión, se mantengan. De hecho, España y Europa son civilizaciones cristianas, y ello es así a pesar de que hoy por hoy el complicado entramado de formas de pensar y de actuar impulsado por la creencia en Jesucristo no esté demasiado presente en nuestro día a día.
En tal sentido, yo sí considero que la dominación musulmana ha dejado una honda huella en nosotros, huella permanente aún hoy en día; y esto es lo que hace que nos parezcamos, en algunas cosas, poco a nuestros vecinos europeos, con los que se supone que compartimos patio de luces.
La principal traza de la civilización musulmana en España es, paradójicamente, negativa. No podemos negar que somos medio musulmanes por la forma en que los rechazamos. Cuando en el siglo XIX al Vaticano ya no le quedaba ningún imperio ni ningún reino al que adjuntar a sus ambiciones diplomáticas, pasotismo éste que permitió la creación del Estado italiano; cuando eso pasaba, digo, España seguía prestando su pleno apoyo al desprestigiado vicario de Cristo. Y esto es así porque España tuvo que defender la cristiandad como ninguna otra nación de Europa se vio obligada a hacer. Para un saboyano, por ejemplo, defender la cristiandad era un concepto invasor: coger el ferry e irse a tomar Jerusalén. Para los españoles, sin embargo, defender la cruz supuso recuperar las campanas de la catedral de Santiago pues los musulmanes, en España, entraron hasta la cocina.
Asimismo, en mi opinión nuestro pasado musulmán nos genera un contacto y una relación muy especial con el Mogreb. Esto tiene que ver muy directamente con la reivindicación de Ceuta y Melilla. No son pocas las personas que identifican el caso de Ceuta y de Melilla con el de Gibraltar cuando, en realidad, no tienen nada que ver. Del Peñón fueron desalojados españoles para hacerle sitio a unos ingleses que querían instalarse ahí por motivos estratégicos; sin embargo, cuando los musulmanes comenzaron a crear en el Mogreb sociedades complejas y entes nacionales, los españoles ya estaban en Ceuta y en Melilla, de donde no habían desalojado a nadie. La presencia en el Mogreb ha sido siempre parte de la Historia de España y, en realidad, a mí me sorprende mucho escuchar a las voces que defienden que España debe afirmar su identidad musulmana negarle, de seguido, el Mogreb su derecho a afirmar su identidad cristiana, a través precisamente de Ceuta y Melilla. ¿En qué quedamos? La relación de España con el norte de África ha sido siempre distinta de la que ha tenido el resto de Europa.
Creo que lo natural que debemos hacer los españoles con nuestro pasado musulmán es algo parecido a lo que hacen los australianos con su pasado quinqui. Durante mucho tiempo, los australianos han sabido que su nación surgió, en buena medida, de los detritus sociales de que Inglaterra se quería deshacer, ladrones y asesinos que no tenían cabida en la metrópoli y que por ello fueron desplazados al culo del mundo, supongo, con la esperanza de que se los merendase un jaquetón. Esto ha generado una relación conflictiva con esa identidad que, con el tiempo, se lima, y hoy es el día en el que muchos australianos, lejos de huir de esa identidad, la exageran, haciendo de sus antepasados unos hijoputas de mayor caletre de lo que en realidad lo fueron. El caso es tener un antepasado realmente impresentable.
La dominación musulmana de España, de haberse consolidado, nos habría jodido bien. Tras unos siglos muy buenos, el modus vivendi musulmán se estaba degradando en España, primero por presión de los fundamentalistas, y segundo por la extrema atomización del poder: los famosos reinos de taifas. La Alhambra es muy bonita, pero Boabdil estaba, cuando fue expulsado, a punto de echar su reino a los brazos de los genoveses, a falta de nada mejor. Seguir siendo musulmanes nos habría apartado de la evolución que se estaba cociendo en Europa; y qué decir del sueño imperial, puesto que no creo que ningún siervo de Alá le hubiese dado un duro a Colón, así pues hoy los culebrones televisivos estarían todos repletos de personajes llamados Sebastiao Nuno y Dulce Amarela, y hablarían portugués. Lo cual no excluye, por cierto, que nosotros mismos lo hablásemos también.
Desde ese punto de vista, el barrido de la religión musulmana de España es, quizá, un proceso inevitable, una de esas cosas que, en los libros de historiografía marxista, pasan sí o sí porque las tendencias sociales quieren. Pero de ahí a negar ese pasado hay un paso muy grande. Ellos nos dejaron una concepción de la vida que, si bien no cabe calificar de hedonista, sí lo es, desde luego, comparada con la de nuestros vecinos del norte. Una parte de nuestra fogosidad, de nuestro individualismo, elementos nucleares de nuestra creatividad, tienen que ver con la visión del mundo que tuvieron aquellas sociedades musulmanas.
Son, por así decirlo, nuestro hecho diferencial europeo.
Tuvimos, pues, Tiburcio y yo ocasión de tomarnos un par de café y hablar de esto y de esotro. Hablamos de Pío Baroja, de la identidad oriental y de Gil-Robles, entre otros asuntos variados. Tiburcio intentó explicarme no sé qué del nirvana, pero es que cuando se pone a explicarte eso, su cuerpo se levanta unos centímetros del suelo, y a mí la visión de un elefante levitando me pone nervioso. Inevitablemente, yo le interrumpía con alguna pregunta chorras, rompiendo su concentración.
Una vez que nos separamos quedamos, cómo no, en seguir escribiéndonos cartas. Y me ha parecido un detalle adecuado el comenzar esta nueva serie de posts con las siguientes que nos hemos cruzado, en las que el tema ha sido propuesto por Tiburcio. Contendemos hoy sobre la pregunta de si persiste, o no, huella de la dominación musulmana en nuestra España de hoy.
He aquí lo alumbrado.
La carta de Tiburcio
Querido JdJ:
Cuando Europa ninguneaba al franquismo, a éste le gustaba exaltar los tradicionales lazos que nos unían al mundo árabe, como si una visita de Saddam Hussein a Madrid (que se produjo) pudiera reemplazar la de de Gaulle, que nunca se produjo y ya le hubiera gustado a Franco. Pero la leyenda de que España tiene unos lazos tradicionales con el mundo árabe no terminó con Franco. Los políticos de la democracia la han retomado y ahora ha adquirido carta de naturaleza en la Alianza de Civilizaciones, que parece que España, por haber tenido en su territorio a los árabes durante 700 años, pudiera tener con ellos una relación especial y privilegiada. Pero, ¿es eso cierto? ¿Qué nos queda de verdad de esos setecientos años?
Mi respuesta es muy poco, casi nada: unos cuantos centenares de palabras en el idioma, la música flamenca, la Alhambra y algunos monumentos más, y los pinchos morunos (esto último es una suposición mía).
Lo primero que he oído en ocasiones es que la invasión árabe separó la Historia medieval de España de la del resto del continente, nos hizo distintos e impidió que el feudalismo alcanzase su pleno desarrollo en nuestro país. Quienes afirman eso suelen tener en la cabeza una Historia medieval de Europa estándar, para la que todo lo que no hubiera ocurrido en el norte de Francia, Flandes y el Rhin no cuenta. España tuvo su invasión árabe. Italia tuvo dominación bizantina, invasiones lombardas, ocupación árabe en Sicilia y el sur, luchas con el Imperio… Inglaterra tuvo invasiones vikingas, conquista normanda y Carta Magna… ¿Quién tuvo una Edad Media normal?
La siguiente leyenda es la de la España de las tres culturas, conviviendo en paz y armonía. Es cierto que musulmanes, judíos y cristianos no se tiraban los trastos a la cabeza en nuestro país, lo cual en el contexto de la Edad Media ya era mucho. Pero esa coexistencia pacífica no la tenemos que confundir con multiculturalismo. El judío vivía en su judería, el cristiano en su barrio y el moro en su morería; de mezclarse, poco. Que el califa cordobés tuviera médicos judíos y los reyes cristianos recurrieran a prestamistas judíos, no es un ejemplo de tolerancia, sino de sentido práctico. Las aspirinas y los maravedíes no conocen de religión.
La España de las tres culturas empezó a estropearse a finales del siglo XI, cuando primero los almorávides y luego los almohades, llegaron a la Península trayendo la jihad y una moral más austera. Almorávides y almohades eran guerreros puritanos y fanáticos, que no estaban dispuestos a las componendas y acomodaciones con los cristianos que los reyes de taifas practicaban. Los cristianos respondieron con la misma moneda y entre ellos empezó a difundirse un espíritu de cruzada, que se hizo evidente en las Navas de Tolosa.
Cuando los Reyes Católicos unieron las coronas de Castilla y Aragón e iniciaron la construcción de un estado moderno en España, lo hicieron bajo la base de la unidad religiosa. No es casualidad que la única institución que al principio era común a ambos reinos fuese la Inquisición. En el siglo XV, disensión religiosa equivalía a disensión política y, después de las experiencias de las guerras civiles castellanas, lo último que querían los Reyes Católicos eran vasallos que no se doblegaran.
Tras la conquista de Granada, los musulmanes que quedaron en España vivieron como una minoría marginada, malamente tolerada y con poco contacto con el resto del país. La rebelión de las Alpujarras y la posterior expulsión de los moriscos en 1609 marcaron el fin de esa minoría. En todo caso, para cuando esa minoría desapareció de nuestro país, hacía mucho que los musulmanes habían dejado de contar en España. No hay más que ver las «numerosas» ocasiones en las que las obras literarias del siglo XVI introducen algún personaje morisco, aunque sea de secundario.
En Muslims in the Philippines, el historiador filipino Cesar Adib Majul cuenta sorprendido cómo los informes que escribían los sacerdotes españoles sobre los musulmanes de Mindanao y Sulu mostraban una ignorancia supina sobre el Islam. En su libro incluye un par de descripciones de la oración musulmana escritas por curas españoles del siglo XVI, que muestran que no se habían enterado de nada. Cesar Adib Majul no entiende que los españoles conocieran tan poco de una religión a la que se habían enfrentado durante setecientos años. Yo lo entiendo: la nacionalidad española, tal y como se había ido forjando desde el siglo XIV, lo había hecho en contra del moro. La guerra contra el moro se había configurado como un elemento clave de la identidad nacional. El moro no era español. Conocer su cultura y su religión falsa no merecían la pena. El período de Al-Andalus no formaba parte de la Historia de España, era otra cosa.
Con los Borbones, España, que había dejado de ser una potencia hegemónica, se volvió un poco más normal. Seguíamos siendo muy católicos, pero habíamos bajado en varios grados nuestra militancia. Nuestra política exterior ya no se movía según parámetros religiosos, sino de interés geoestratégico, como los de todo el mundo. Los Borbones no llevaron a cabo una política antimusulmana. Donde hubo luchas con los musulmanes (norte de África y sur de Filipinas) fue sólo porque éstos interferían en nuestros intereses. Los musulmanes ya nos interesaban tan poco que ni tan siquiera les odiábamos.
La Guerra de África, que empezó a lo tonto y acabó ocupando 66 años de nuestra historia, tampoco llevó a una mejor comprensión del musulmán. Más bien sirvió para que triunfasen los estereotipos. Todos los musulmanes eran iguales que los rifeños a los que nos costaba tanto derrotar: taimados, traicioneros, embusteros, crueles, perezosos… Es más, durante todos esos años y aún después, triunfó la palabra moro, que denotaba tanto el prejuicio como la ignorancia, porque podía utilizarse tanto para designar al norteafricano (tanto al árabe como al bereber), al árabe (que no se le pidiera a la gente hilar con que hay árabes cristianos o que en el norte de África hay musulmanes que no son árabes; y ya no hablemos de quienes eran capaces de distinguir entre árabes, turcos y persas, que eso era para nota) como al musulmán.
Sin el aislamiento del franquismo, sin el petróleo de Oriente Medio (por el interés te quiero, Andrés) y sin los monumentos árabes de nuestro país, que se han convertido en una fuente de ingresos turísticos, posiblemente hoy tendríamos tan olvidado nuestro pasado musulmán como tenía a Franco aquel estudiante que te preguntó por el dictador Fernando Franco.
Lo dicho. De moros no nos queda casi nada y los famosos 700 años que los tuvimos en la Península empiezan a desdibujarse tanto como los 70.000 años que tuvimos a los neandertales.
La carta de JdJ
Querido Tiburcio:
Creo que el problema está en el concepto de traza. Para que a una sociedad le queden trazas de otras que en otros tiempos se desarrollaron en su tierra no hace falta que las costumbres, ni la religión, se mantengan. De hecho, España y Europa son civilizaciones cristianas, y ello es así a pesar de que hoy por hoy el complicado entramado de formas de pensar y de actuar impulsado por la creencia en Jesucristo no esté demasiado presente en nuestro día a día.
En tal sentido, yo sí considero que la dominación musulmana ha dejado una honda huella en nosotros, huella permanente aún hoy en día; y esto es lo que hace que nos parezcamos, en algunas cosas, poco a nuestros vecinos europeos, con los que se supone que compartimos patio de luces.
La principal traza de la civilización musulmana en España es, paradójicamente, negativa. No podemos negar que somos medio musulmanes por la forma en que los rechazamos. Cuando en el siglo XIX al Vaticano ya no le quedaba ningún imperio ni ningún reino al que adjuntar a sus ambiciones diplomáticas, pasotismo éste que permitió la creación del Estado italiano; cuando eso pasaba, digo, España seguía prestando su pleno apoyo al desprestigiado vicario de Cristo. Y esto es así porque España tuvo que defender la cristiandad como ninguna otra nación de Europa se vio obligada a hacer. Para un saboyano, por ejemplo, defender la cristiandad era un concepto invasor: coger el ferry e irse a tomar Jerusalén. Para los españoles, sin embargo, defender la cruz supuso recuperar las campanas de la catedral de Santiago pues los musulmanes, en España, entraron hasta la cocina.
Asimismo, en mi opinión nuestro pasado musulmán nos genera un contacto y una relación muy especial con el Mogreb. Esto tiene que ver muy directamente con la reivindicación de Ceuta y Melilla. No son pocas las personas que identifican el caso de Ceuta y de Melilla con el de Gibraltar cuando, en realidad, no tienen nada que ver. Del Peñón fueron desalojados españoles para hacerle sitio a unos ingleses que querían instalarse ahí por motivos estratégicos; sin embargo, cuando los musulmanes comenzaron a crear en el Mogreb sociedades complejas y entes nacionales, los españoles ya estaban en Ceuta y en Melilla, de donde no habían desalojado a nadie. La presencia en el Mogreb ha sido siempre parte de la Historia de España y, en realidad, a mí me sorprende mucho escuchar a las voces que defienden que España debe afirmar su identidad musulmana negarle, de seguido, el Mogreb su derecho a afirmar su identidad cristiana, a través precisamente de Ceuta y Melilla. ¿En qué quedamos? La relación de España con el norte de África ha sido siempre distinta de la que ha tenido el resto de Europa.
Creo que lo natural que debemos hacer los españoles con nuestro pasado musulmán es algo parecido a lo que hacen los australianos con su pasado quinqui. Durante mucho tiempo, los australianos han sabido que su nación surgió, en buena medida, de los detritus sociales de que Inglaterra se quería deshacer, ladrones y asesinos que no tenían cabida en la metrópoli y que por ello fueron desplazados al culo del mundo, supongo, con la esperanza de que se los merendase un jaquetón. Esto ha generado una relación conflictiva con esa identidad que, con el tiempo, se lima, y hoy es el día en el que muchos australianos, lejos de huir de esa identidad, la exageran, haciendo de sus antepasados unos hijoputas de mayor caletre de lo que en realidad lo fueron. El caso es tener un antepasado realmente impresentable.
La dominación musulmana de España, de haberse consolidado, nos habría jodido bien. Tras unos siglos muy buenos, el modus vivendi musulmán se estaba degradando en España, primero por presión de los fundamentalistas, y segundo por la extrema atomización del poder: los famosos reinos de taifas. La Alhambra es muy bonita, pero Boabdil estaba, cuando fue expulsado, a punto de echar su reino a los brazos de los genoveses, a falta de nada mejor. Seguir siendo musulmanes nos habría apartado de la evolución que se estaba cociendo en Europa; y qué decir del sueño imperial, puesto que no creo que ningún siervo de Alá le hubiese dado un duro a Colón, así pues hoy los culebrones televisivos estarían todos repletos de personajes llamados Sebastiao Nuno y Dulce Amarela, y hablarían portugués. Lo cual no excluye, por cierto, que nosotros mismos lo hablásemos también.
Desde ese punto de vista, el barrido de la religión musulmana de España es, quizá, un proceso inevitable, una de esas cosas que, en los libros de historiografía marxista, pasan sí o sí porque las tendencias sociales quieren. Pero de ahí a negar ese pasado hay un paso muy grande. Ellos nos dejaron una concepción de la vida que, si bien no cabe calificar de hedonista, sí lo es, desde luego, comparada con la de nuestros vecinos del norte. Una parte de nuestra fogosidad, de nuestro individualismo, elementos nucleares de nuestra creatividad, tienen que ver con la visión del mundo que tuvieron aquellas sociedades musulmanas.
Son, por así decirlo, nuestro hecho diferencial europeo.