Los noticiarios informan hoy de la muerte del profesor Fuentes Quintana.
Cuando el tiempo pasa, apenas queda espacio en las mentes para recordar a los primeros espadas. Así pues, ahora que han pasado ya 30 años desde 1977, un año crucial para la democracia española, quizá, los que recuerden algo, recuerden la figura de Adolfo Suárez, que era el presidente del Gobierno. Y se nos quedará en el tintero, entre otros, el nombre de Enrique Fuentes Quintana.
El recuerdo personal que tengo de Fuentes Quintana es como de hace veintipico de años. Aquel verano fui alumno de un curso de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo de Santander. Cualquiera que haya estado sabe de lo que hablo; una universidad de verano es un foro cultural, pero con sus muchos relajos por razón del lugar y sobre todo la época. Alguien, por cierto, un amigo mío muy metido en política, me presentó en la cafetería del palacio, aquel año, a un joven político de Alianza Popular, un tipo con futuro me aseguró mi amigo, que me dio la mano perfectamente trajeado y con un minúsculo maletín en la otra mano; se llamaba, y se llama, José María Aznar.
A lo que voy. Yo estaba en un curso en el que se producían las conferencias una detrás de otra; los alumnos tomábamos notas, a veces; otras no. Entonces se corrió la voz por todo el palacio de que había un curso de verano... ¡con exámenes! Un curso cuyo profesor encargaba a los alumnos lecturas tras las clases sobre las que hacía preguntas al día siguiente.
Era un curso sobre fiscalidad y su director era Enrique Fuentes Quintana.
El nombre del profesor quedará para los libros de Historia y para las monografías económicas. Y, sin embargo, los españoles le debemos mucho más que ese reconocimiento. Le debemos, a él y a sus compañeros de viaje, incluidos los representantes sindicales y empresariales, una buena parte de nuestra democracia; pues la Historia demuestra, son muchos los ejemplos, que la mejor forma de alejar a un pueblo de la creencia en la libertad y en la democracia es empobrecerlo.
Francisco Franco, caudillo de España, cometió muchos errores. El penúltimo de ellos fue pensar que España, por no se sabe qué unidad de destino en lo universal, podía dar la espalda a lo que estaba pasando en la economía mundial. Un puñado de meses antes de que muriese el dictador, en Oriente Medio ocurrió la guerra del Yon Kippur, que ocasionó la violenta reacción del mundo árabe, el cual decidió castigar a Occidente poniéndole el petróleo a un precio mucho más elevado. Es la llamada crisis del petróleo (o primera crisis del petróleo; hubo otra en los años ochenta, causada por la guerra entre Irán e Irak). Esta crisis fue muy profunda y grave pero, aún así, los ministros económicos de Franco escuchaban, un consejo de ministros detrás de otro, la misma cantinela en respuesta a sus propuestas de política económica: «Lo que usted quiera, pero que no suba la gasolina».
Franco vino a morir, más o menos, en el momento en que esta situación ya no se sostenía, motivo por el cual la economía española, además de entrar en democracia, se sumió en una situación de alta inflación de dos dígitos, más o menos el doble de la europea, e incremento exponencial del desempleo. Para colmo, aquel año 77 se produjo ese enero sangriento que filmó Juan Antonio Bardem, dentro del cual se inscriben los asesinatos de los abogados laboralistas de Atocha. En una situación de muy fuertes enfrentamientos políticos, en año 1977 fue el elegido por los falangistas decididos a la transición democrática (o sea, Suárez, Martín Villa et altera) para comenzar la verdadera normalización democrática del país. Ahora la denostamos; España está llena de gentes que dicen que si la Transición fue incompleta, que si esto, que si lo otro. Y es que de toros, desde la andanada, entiende cualquiera.
Todo ese montaje, todo; todo, incluida la legalización de los partidos políticos, las autonomías, la reforma de las fuerzas de orden público, la normalización militar, todo, repito, estaba en peligro si seguíamos empobreciéndonos, si continuábamos nuestra marcha hacia el colapso económico. Dicho colapso, sin embargo, se impidió, y la herramienta para dicho freno fueron los llamados Pactos de La Moncloa, negociados en el actual domicilio de José Luis Rodríguez Zapatero en el mes de agosto de 1977.
En los Pactos de la Moncloa no ganó absolutamente nadie; salvo todos, claro. Los Pactos de la Moncloa son una cesión por parte de todos, como debe de ser. Cuando un cuerpo está enfermo, muy enfermo, todos los órganos han de colaborar para la curación; no es momento de expresar reivindicaciones egoístas.
Los firmantes de los Pactos, de Santiago Carrillo a Manuel Fraga, observados desde la trastienda por otros negociantes tan importantes como los políticos como eran empresarios y sindicatos, firmaron al pie de un papel que decía muchas cosas. Decía, por ejemplo, que se iniciaría una política monetaria restrictiva para acabar con la inflación, lo cual quería decir restringir el acceso de todos a los recursos monetarios. Decía que las revisiones salariales en la negociación colectiva se harían de acuerdo con inflación prevista y no pasada, lo cual quiere decir que los trabajadores asumirían en sus salarios las desviaciones reales en el crecimiento de precios, que las hubo, y gordísimas, en los años posteriores.
Firmaron la fijación de un cambio más realista de la peseta, a todas luces sobrevaluada en aquellos tiempos lo cual, para un país que importaba buena parte de lo que hacía, fue un sacrificio de la leche; notablemente para las industrias, cuyos bienes de equipo (maquinaria, por ejemplo) eran casi todos importados, y que empezaron a pagar en carísimos dólares.
Firmaron, por último, el inicio de una mayor estabilidad presupuestaria, es decir reducción del gasto público; y el inicio de una flexibilización del mercado laboral, pues aquella España, que laboralmente hablando era la España de Franco o, mejor dicho, de Girón, era una España en la que, como decía José Sazatornil Saza en una película de las de la época, resultaba más fácil divorciarte de tu mujer que de tus obreros (y eso que aún no había divorcio).
En los pactos se sentaron también las bases de la reforma fiscal que culminaría otro político hoy fallecido, Francisco Fernández Ordóñez, Pacordóñez.
Los Pactos de la Moncloa conforman un plan de estabilización a largo plazo de gran acierto que, por lo tanto, debe anotarse en el haber de quienes los firmaron: Adolfo Suárez, Enrique Tierno Galván, Santiago Carrillo, Felipe González, Joan Raventós, Josep María Triginer, Juan Ajuriaguerra, Leopoldo Calvo Sotelo, Manuel Fraga y Miquel Roca i Junyent. Y no me quiero olvidar de Carlos Ferrer Salat, entonces presidente de la Confederación Española de Organizaciones Empresariales, ni de los líderes sindicales Nicolás Redondo Senior (UGT) y Marcelino Camacho (Comisiones Obreras).
Y es lógico que un pacto de contenido económico fuese preparado por el ministro de Economía de aquel gobierno. O sea, Enrique Fuentes Quintana.
Hoy que, insisto, a tantos les parece que la Transición fue una torpeza, estos hechos aparecen como algo extraño, distinto, ajeno a nosotros. En 1977 se dieron unos niveles de consenso político entre enemigos declarados que, desde luego, no tienen ni comparación con estos tiempos presentes nuestros, todo comprensión y diálogo.
jueves, junio 07, 2007
martes, junio 05, 2007
El himno
Sólo unas líneas para recordar, más por folclorismo que por otra cosa, que la tentativa que parece tomar cuerpo ahora de que el himno español tenga letra no es nueva. Esto de que cuando suena en público la Marcha Real no se puede sino tararear ya se le había ocurrido a Franco, motivo por el cual permitió la tentativa de uno de sus intelectuales de cámara, José María Pemán, para que intentase ponerle letra.
Lo cierto es que el poema escrito por Pemán era un poco horterilla y disperso, motivo por el cual, supongo, no medró. Aparte las imágenes casi ultraístas, como la de unas ruedas cantando (¿ein?), que se me hace complicadilla.
No obstante lo dicho, a mí me parece obvio que Pemán intentó diseñar un himno para todos los españoles donde alguno de los leiv-motivs del franquismo naciente (creo que la letra está compuesta en 1938) aparece matizado. Por ejemplo: el himno dice alzad los brazos y no alzad el brazo, que es lo que debería decir en un himno fascista. Asimismo, dice Viva España y no Arriba España, que era el grito de la Falange triunfante. Eso sí, también tiene mensajes subliminales. Está la referencia a los yunques, explícita en la época, aunque quizá hoy no le diga mucho a mucha gente. Está la referencia a la marcha de España sobre el azul del mar, interesante metáfora cromática que creo yo vinculada al color de ciertas camisas. Y está la referencia a una vida nueva, también obviamente vinculada a la idea de un pasado reciente no tan glorioso (o sea, la República).
He aquí, en todo caso, la horteradilla.
Viva España, alzad los brazos, hijos
del pueblo español,
que vuelve a resurgir.
Gloria a la Patria que supo seguir,
sobre el azul del mar el caminar del sol.
Gloria a la Patria que supo seguir,
sobre el azul del mar el caminar del sol.
¡Triunfa España! Los yunques y las ruedas
cantan al compás
del himno de la fe.
¡Triunfa España! Los yunques y las ruedas
cantan al compás
del himno de la fe.
Juntos con ellos cantemos de pie
la vida nueva y fuerte del trabajo y paz.
Viva España, alzad los brazos, hijos
del pueblo español,
que vuelve a resurgir.
Gloria a la Patria que supo seguir,
sobre el azul del mar el caminar del sol.
Gloria a la Patria que supo seguir,
sobre el azul del mar el caminar del sol.
Lo cierto es que el poema escrito por Pemán era un poco horterilla y disperso, motivo por el cual, supongo, no medró. Aparte las imágenes casi ultraístas, como la de unas ruedas cantando (¿ein?), que se me hace complicadilla.
No obstante lo dicho, a mí me parece obvio que Pemán intentó diseñar un himno para todos los españoles donde alguno de los leiv-motivs del franquismo naciente (creo que la letra está compuesta en 1938) aparece matizado. Por ejemplo: el himno dice alzad los brazos y no alzad el brazo, que es lo que debería decir en un himno fascista. Asimismo, dice Viva España y no Arriba España, que era el grito de la Falange triunfante. Eso sí, también tiene mensajes subliminales. Está la referencia a los yunques, explícita en la época, aunque quizá hoy no le diga mucho a mucha gente. Está la referencia a la marcha de España sobre el azul del mar, interesante metáfora cromática que creo yo vinculada al color de ciertas camisas. Y está la referencia a una vida nueva, también obviamente vinculada a la idea de un pasado reciente no tan glorioso (o sea, la República).
He aquí, en todo caso, la horteradilla.
Viva España, alzad los brazos, hijos
del pueblo español,
que vuelve a resurgir.
Gloria a la Patria que supo seguir,
sobre el azul del mar el caminar del sol.
Gloria a la Patria que supo seguir,
sobre el azul del mar el caminar del sol.
¡Triunfa España! Los yunques y las ruedas
cantan al compás
del himno de la fe.
¡Triunfa España! Los yunques y las ruedas
cantan al compás
del himno de la fe.
Juntos con ellos cantemos de pie
la vida nueva y fuerte del trabajo y paz.
Viva España, alzad los brazos, hijos
del pueblo español,
que vuelve a resurgir.
Gloria a la Patria que supo seguir,
sobre el azul del mar el caminar del sol.
Gloria a la Patria que supo seguir,
sobre el azul del mar el caminar del sol.
Una Lolita barroca
Un refrán español dice que «tiran más dos tetas que dos carretas». Su significado está fuera de toda duda, al menos para los hombres. Así las cosas, la Historia no es parca en momentos en los que la mujer, en tanto que elemento de atractivo sexual para el hombre, ha tenido un papel importante. Quizá la más conocida por todos es la historia de amor entre Helena y Paris, que provocó, según Homero, la guerra de Troya. En realidad, poco importa que aquel enfrentamiento tuviese, que las tuvo, otras y muy distintas raíces. La hipótesis amatoria es tan verídica que todos la hemos creído sin problemas.
Hoy quiero hablaros de una Lolita barroca que estuvo a punto de provocar lo más parecido en su época a una guerra mundial (guerra que, por todo lo demás, acabaría por producirse, años más tarde, sin su concurso). Sobre lo de Lolita, es éste un mito contemporáneo que se debe a la novela del mismo título del escritor Vladimir Nabokov. Una Lolita es una mujer aún niña que, a pesar de ello, tiene ya (y/o lo fomenta) un fuerte atractivo sexual para los hombres.
Nuestra Lolita es francesa, se llama Carlota Margarita de Montmorency, es hija del Condestable de Francia (todo un cargo) y tiene, en 1609, quince años. Así pues, se le podría adaptar la letra de aquella canción de Hilario Camacho que decía:
Tienes ya quince años, cuerpo de ola
y tu madre no quiere que salgas sola.
En aquel entonces, era normal que los adolescentes, y sobre todo las adolescentes, se casaran. La vida era más corta que ahora, al frisar los cuarenta cualquiera estaba ya para los restos y, además, entre las gentes importantes era fundamental atar compromisos y sellar alianzas. A la de Montmorency la pretendió un candidato de su nivel, Enrique de Borbón, Príncipe de Condé, que entonces contaba 21 años de edad.
Reina en Francia Enrique IV, que a la sazón tiene 56 años, edad que, ya lo hemos dicho, no tiene nada que ver con los 56 años de hoy en día, que pasa tanta gente yendo al gimnasio, practicando el paddle y comprándose coches marca BMW; para entonces, era ya una edad provecta en la que los hombres de bien comenzaban a volver su cara a Dios y olvidar las cosas mundanas. No así nuestro Henry el cual, a lo que se ve, todavía quería vivir la vida y, cuando vio a la núbil Carlota Margarita, se prendó de ella, con tal fuerza que el propio Enrique de Borbón, consciente de que el que manda, manda, incluso le planteó anular sus planes de boda para dejar el camino libre al viejo monarca rijoso. El rey, sin embargo, guardó las formas, se hizo el ofendido, y le dio a Enrique su permiso para los esponsales.
El matrimonio Borbón-De Montmorency se celebró el 17 de mayo de 1609 y, tras dicho acto, el rey llamó a la pareja para una ceremonia que era tradicional entre las bodas de alcurnia francesas de la época: el besamanos a la reina por parte de la novia. Así pues, los recién casados se fueron a Fontainebleau, el lugar donde entonces residían la mayor parte del tiempo los reyes de Francia, pensando que tal besuqueo les llevaría todo lo más un par de días; pero se quedaron más de diez, en los que el novio fue descubriendo, poco a poco, que el rey no podía pasar sin el babeo diario al ver cerca de sí a la tierna Lolita de sus sueños.
Como quiera que aquellos eran reyes absolutos y no los que hay ahora, o sea hacían su real gana, Enrique no tuvo más que ordenar a su vasallo el Príncipe que quedase a su servicio, o sea cerca de él; obviamente, las habilidades políticas del Borbón le importaban una mierda; él lo que quería era tirarse a la niña. Claro que eso también lo sabía su marido, motivo por el cual contestó que vale, que se quedaba (tampoco tenía elección); pero solo.
Taimado como buen francés, el rey Enrique comenzó a adular a su vasallo. Le ofreció ser miembro de su Consejo (dicho de otra forma: como me gusta tu bollicao, te nombro ministro), a lo que Enrique de Borbón le contestó: como que sí, pero mi mujer no se queda. Eso mosqueó bastante al monarca que, por toda respuesta, sacó de su interior al cabroncete que llevaba, así pues resolvió sitiar al celoso marido por hambre. Ordenó a su hacienda que no se le pagasen sueldos, ni gajes, ni pensiones; es más: hizo saber en la Corte que quien le prestase dinero dejaría de gozar de sus, a todas luces, veletudas proclividades.
La pasión del rey iba en aumento. Según los relatos de la época, salía de palacio, se tocaba con una barba postiza y con ropas impropias de su condición y se iba a espiar el paso de Carlota Margarita allí donde estuviere. La princesita, sin embargo, estaba bien guardada por su celoso marido, quien la hacía acompañar siempre por una compañía de ertzainas de la época lo cual, según nos cuenta en su relación sobre el caso el general italo-español Ambrosio Spínola, tuvo como consecuencia que el rey «vino a encenderse más». A buen entendedor…
Así las cosas, el rey dio al príncipe un ultimátum: o en diez días se trasladaba la familia Borbón-Montmorency a la Corte, o el señor Príncipe se iba derechito a la Bastilla; los cargos, ya se vería. La reacción del príncipe fue aceptar (nos ha jodido), pero con el matiz de que él iría personalmente a buscar a su esposa para llegarse ambos juntos a Fontainebleau. El rey, ciego de pasión, no vio la jugada, y aceptó.
Borbón se fue a por su mujer y, una vez ella en la grupa de su caballo, tiró hacia el Este y se presentó en Bruselas, posesión española, donde pidió más o menos lo que hoy denominamos asilo político.
[Debéis recordar que estamos en 1609. Aunque décadas después, y hasta hoy, España la reinarán los Borbones, entonces aún reina la casa de Austria; más concretamente para ese año, Felipe III.]
Enrique IV montó en cólera. Hizo varias cosas. En primer lugar, impulsar una campaña de imagen internacional en la que, cual Miguel Sebastián barroco, lanzó contra el príncipe toda serie de remoquetes, vituperios, y acusaciones de pasadas lisonjas con otras mujeres, a fuer de convencer a su adolescente esposa de que su marido era un pendón desorejado que la haría muy infeliz. También pensó, pura y simplemente, en raptarla. No obstante, lo que le sirvió fue la apelación a la familia. Papá Condestable y la tita Madame de Angulema se dedicaron a escribirle cartas a la niña, a la que terminaron por convencer de que debía volver.
La huida de Enrique de Borbón provocó un problema político de primer nivel. Se había pasado a las Provincias Unidas (más o menos el territorio del actual Benelux: Bélgica, Países Bajos y Luxemburgo), que era algo así como el Vietnam de la Europa barroca: cuando las potencias, es decir España, Francia e Inglaterra, no se querían hostiar directamente, lo hacían en las Provincias Unidas a cuenta de la religión, ya que los holandeses querían ser protestantes pero la corona española era fiel defensora del catolicismo (la guerra de las Provincias Unidas duró décadas y décadas y quien mejor os la puede explicar es el elefante Tiburcio, que la ha estudiado mucho más que yo durante sus estancias selváticas).
España, acojonada en un primer momento, quiso sacarse el problema de encima y, una vez Enrique de Borbón en Bruselas, resolvió darle el pase y exigirle que saliese de terrenos españoles en 72 horas, cosa que hizo marchándose a Colonia. Sin embargo, en los días que siguieron no pocos consejeros del rey en Madrid se acordaron de Antonio Pérez, desleal secretario de Felipe II que había sido expulsado de la Corte y había recibido refugio en París, de donde el rey francés se había negado a extraditarlo. Donde las dan las toman, monsieur, debieron pensar; invitaron al Borbón a regresar a Bruselas, donde lo acogieron.
El intento de rapto de Carlota Margarita fue todo un suceso. Ya hemos dicho que, para entonces, ella ya estaba de acuerdo en ser raptada. Sin embargo, hubo filtraciones y los españoles supieron de las intenciones del embajador francés, motivo por el cual decidieron trasladar a la niña de su residencia en el palacio de Orange al palacio de Bruselas, donde podían poner un soldado de los tercios en cada esquina y sería, por lo tanto, imposible raptar incluso a una puta cucaracha. Esto provocó que el embajador francés y la voluntariamente protorraptada acordasen adelantar el hecho a la noche del mismo día en el que hablaban.
Ese día, Carlota fingió estar indispuesta (el eterno cariño, me duele la cabeza) para poder dormir sola. Además, todos los franceses que estaban en la cena se retiraron muy pronto, aunque lo que hicieron fue esconderse en un jardín que había debajo dela ventana del dormitorio de la princesa. Así se quedaron todos esperando hasta las dos de la mañana, hora en la que penetraron en el palacio de Orange dos compañías de caballeros a caballo y seiscientos burgueses armados (y es que los franceses, cuando raptan, raptan a lo grande).
El príncipe se despertó con el bullicio y, al punto, salió echando leches a la alcoba de su mujer, cuyo vestíbulo se encontró repleto de nobles y otros personajes franceses, a los que empezó a insultar y a amenazar. Cómo debió ponerse el tipo que siendo él sólo contra varias decenas de nobles, apoyados además por decenas de caballeros y seiscientos tipos armados en el jardín, consiguió que los franceses se jiñasen y se piraran sin la princesa, que se quedó allí, como diría Almodóvar, al borde de un ataque de nervios.
Enrique IV, cuando se enteró, dijo lo que Groucho Marx: «¡Más madera, es la guerra!»
La guerra, sí. Había en el área de las Provincias Unidas un conflicto de posesiones, uno más, el que afectaba al ducado de Clèves, pretendido por el conde de Neoburgo, católico; y el de Brandemburgo, protestante. Con esta disculpa, pues eso era, Enrique formó un ejército y entró en Flandes. En realidad, todos aquellos piqueros, caballeros y trenes de artillería no tenían más razón de ser que recuperar a su Lolita. España reaccionó con una leva de 6.000 valones, 6.000 alemanes, 2.500 soldados austriacos y se hizo fuerte en Filippeville, en la provincia de Namur, muy cerca de la raya de Francia. La niña pidió el divorcio pero los españoles le contestaron que en su mundo el único que divorciaba era el Papa (y el Papa no dijo nada; bastante estaba con estar en Roma, au dessus de la melée, evitando que le cagase a él el palomo).
¿Qué ocurrió? Pues nada. Un tronado lo resolvió.
El 14 de mayo de 1610, cuando la guerra francoespañola se mascaba, el rey francés salió del Louvre para darse un paseo y un baño de masas por París. Se paseó por las calles de la capital, entonces más estrechas que hoy en día, en una carroza descubierta. A la altura de la calle de la Ferronerie, al parar por la densidad del tráfico, un católico desequilibrado, Juan Francisco de Ravaillac, se subió a una rueda de la carroza y le asestó dos puñaladas en el corazón, como dicen hoy los portavoces del SAMUR, ambas incompatibles con la vida. Quería librar a Francia de un rey que había combatido en el bando hugonote, es decir protestante. El asesinato desinfló la guerra, claro, pues la guerra no tenía más razón de ser que la pasión senil de una persona ahora muerta.
Enrique, al principio, no quiso ni siquiera volver a dirigirle la palabra a su esposa; pero la historia nos dice que le dio tres hijos: Ana Genoveva, Luis y Armando, por lo que hemos de concluir que algún tipo de arreglo de pareja habría entre los dos.
Y Europa estuvo a punto de iniciar un baño de sangre por un capricho.
Hoy quiero hablaros de una Lolita barroca que estuvo a punto de provocar lo más parecido en su época a una guerra mundial (guerra que, por todo lo demás, acabaría por producirse, años más tarde, sin su concurso). Sobre lo de Lolita, es éste un mito contemporáneo que se debe a la novela del mismo título del escritor Vladimir Nabokov. Una Lolita es una mujer aún niña que, a pesar de ello, tiene ya (y/o lo fomenta) un fuerte atractivo sexual para los hombres.
Nuestra Lolita es francesa, se llama Carlota Margarita de Montmorency, es hija del Condestable de Francia (todo un cargo) y tiene, en 1609, quince años. Así pues, se le podría adaptar la letra de aquella canción de Hilario Camacho que decía:
Tienes ya quince años, cuerpo de ola
y tu madre no quiere que salgas sola.
En aquel entonces, era normal que los adolescentes, y sobre todo las adolescentes, se casaran. La vida era más corta que ahora, al frisar los cuarenta cualquiera estaba ya para los restos y, además, entre las gentes importantes era fundamental atar compromisos y sellar alianzas. A la de Montmorency la pretendió un candidato de su nivel, Enrique de Borbón, Príncipe de Condé, que entonces contaba 21 años de edad.
Reina en Francia Enrique IV, que a la sazón tiene 56 años, edad que, ya lo hemos dicho, no tiene nada que ver con los 56 años de hoy en día, que pasa tanta gente yendo al gimnasio, practicando el paddle y comprándose coches marca BMW; para entonces, era ya una edad provecta en la que los hombres de bien comenzaban a volver su cara a Dios y olvidar las cosas mundanas. No así nuestro Henry el cual, a lo que se ve, todavía quería vivir la vida y, cuando vio a la núbil Carlota Margarita, se prendó de ella, con tal fuerza que el propio Enrique de Borbón, consciente de que el que manda, manda, incluso le planteó anular sus planes de boda para dejar el camino libre al viejo monarca rijoso. El rey, sin embargo, guardó las formas, se hizo el ofendido, y le dio a Enrique su permiso para los esponsales.
El matrimonio Borbón-De Montmorency se celebró el 17 de mayo de 1609 y, tras dicho acto, el rey llamó a la pareja para una ceremonia que era tradicional entre las bodas de alcurnia francesas de la época: el besamanos a la reina por parte de la novia. Así pues, los recién casados se fueron a Fontainebleau, el lugar donde entonces residían la mayor parte del tiempo los reyes de Francia, pensando que tal besuqueo les llevaría todo lo más un par de días; pero se quedaron más de diez, en los que el novio fue descubriendo, poco a poco, que el rey no podía pasar sin el babeo diario al ver cerca de sí a la tierna Lolita de sus sueños.
Como quiera que aquellos eran reyes absolutos y no los que hay ahora, o sea hacían su real gana, Enrique no tuvo más que ordenar a su vasallo el Príncipe que quedase a su servicio, o sea cerca de él; obviamente, las habilidades políticas del Borbón le importaban una mierda; él lo que quería era tirarse a la niña. Claro que eso también lo sabía su marido, motivo por el cual contestó que vale, que se quedaba (tampoco tenía elección); pero solo.
Taimado como buen francés, el rey Enrique comenzó a adular a su vasallo. Le ofreció ser miembro de su Consejo (dicho de otra forma: como me gusta tu bollicao, te nombro ministro), a lo que Enrique de Borbón le contestó: como que sí, pero mi mujer no se queda. Eso mosqueó bastante al monarca que, por toda respuesta, sacó de su interior al cabroncete que llevaba, así pues resolvió sitiar al celoso marido por hambre. Ordenó a su hacienda que no se le pagasen sueldos, ni gajes, ni pensiones; es más: hizo saber en la Corte que quien le prestase dinero dejaría de gozar de sus, a todas luces, veletudas proclividades.
La pasión del rey iba en aumento. Según los relatos de la época, salía de palacio, se tocaba con una barba postiza y con ropas impropias de su condición y se iba a espiar el paso de Carlota Margarita allí donde estuviere. La princesita, sin embargo, estaba bien guardada por su celoso marido, quien la hacía acompañar siempre por una compañía de ertzainas de la época lo cual, según nos cuenta en su relación sobre el caso el general italo-español Ambrosio Spínola, tuvo como consecuencia que el rey «vino a encenderse más». A buen entendedor…
Así las cosas, el rey dio al príncipe un ultimátum: o en diez días se trasladaba la familia Borbón-Montmorency a la Corte, o el señor Príncipe se iba derechito a la Bastilla; los cargos, ya se vería. La reacción del príncipe fue aceptar (nos ha jodido), pero con el matiz de que él iría personalmente a buscar a su esposa para llegarse ambos juntos a Fontainebleau. El rey, ciego de pasión, no vio la jugada, y aceptó.
Borbón se fue a por su mujer y, una vez ella en la grupa de su caballo, tiró hacia el Este y se presentó en Bruselas, posesión española, donde pidió más o menos lo que hoy denominamos asilo político.
[Debéis recordar que estamos en 1609. Aunque décadas después, y hasta hoy, España la reinarán los Borbones, entonces aún reina la casa de Austria; más concretamente para ese año, Felipe III.]
Enrique IV montó en cólera. Hizo varias cosas. En primer lugar, impulsar una campaña de imagen internacional en la que, cual Miguel Sebastián barroco, lanzó contra el príncipe toda serie de remoquetes, vituperios, y acusaciones de pasadas lisonjas con otras mujeres, a fuer de convencer a su adolescente esposa de que su marido era un pendón desorejado que la haría muy infeliz. También pensó, pura y simplemente, en raptarla. No obstante, lo que le sirvió fue la apelación a la familia. Papá Condestable y la tita Madame de Angulema se dedicaron a escribirle cartas a la niña, a la que terminaron por convencer de que debía volver.
La huida de Enrique de Borbón provocó un problema político de primer nivel. Se había pasado a las Provincias Unidas (más o menos el territorio del actual Benelux: Bélgica, Países Bajos y Luxemburgo), que era algo así como el Vietnam de la Europa barroca: cuando las potencias, es decir España, Francia e Inglaterra, no se querían hostiar directamente, lo hacían en las Provincias Unidas a cuenta de la religión, ya que los holandeses querían ser protestantes pero la corona española era fiel defensora del catolicismo (la guerra de las Provincias Unidas duró décadas y décadas y quien mejor os la puede explicar es el elefante Tiburcio, que la ha estudiado mucho más que yo durante sus estancias selváticas).
España, acojonada en un primer momento, quiso sacarse el problema de encima y, una vez Enrique de Borbón en Bruselas, resolvió darle el pase y exigirle que saliese de terrenos españoles en 72 horas, cosa que hizo marchándose a Colonia. Sin embargo, en los días que siguieron no pocos consejeros del rey en Madrid se acordaron de Antonio Pérez, desleal secretario de Felipe II que había sido expulsado de la Corte y había recibido refugio en París, de donde el rey francés se había negado a extraditarlo. Donde las dan las toman, monsieur, debieron pensar; invitaron al Borbón a regresar a Bruselas, donde lo acogieron.
El intento de rapto de Carlota Margarita fue todo un suceso. Ya hemos dicho que, para entonces, ella ya estaba de acuerdo en ser raptada. Sin embargo, hubo filtraciones y los españoles supieron de las intenciones del embajador francés, motivo por el cual decidieron trasladar a la niña de su residencia en el palacio de Orange al palacio de Bruselas, donde podían poner un soldado de los tercios en cada esquina y sería, por lo tanto, imposible raptar incluso a una puta cucaracha. Esto provocó que el embajador francés y la voluntariamente protorraptada acordasen adelantar el hecho a la noche del mismo día en el que hablaban.
Ese día, Carlota fingió estar indispuesta (el eterno cariño, me duele la cabeza) para poder dormir sola. Además, todos los franceses que estaban en la cena se retiraron muy pronto, aunque lo que hicieron fue esconderse en un jardín que había debajo dela ventana del dormitorio de la princesa. Así se quedaron todos esperando hasta las dos de la mañana, hora en la que penetraron en el palacio de Orange dos compañías de caballeros a caballo y seiscientos burgueses armados (y es que los franceses, cuando raptan, raptan a lo grande).
El príncipe se despertó con el bullicio y, al punto, salió echando leches a la alcoba de su mujer, cuyo vestíbulo se encontró repleto de nobles y otros personajes franceses, a los que empezó a insultar y a amenazar. Cómo debió ponerse el tipo que siendo él sólo contra varias decenas de nobles, apoyados además por decenas de caballeros y seiscientos tipos armados en el jardín, consiguió que los franceses se jiñasen y se piraran sin la princesa, que se quedó allí, como diría Almodóvar, al borde de un ataque de nervios.
Enrique IV, cuando se enteró, dijo lo que Groucho Marx: «¡Más madera, es la guerra!»
La guerra, sí. Había en el área de las Provincias Unidas un conflicto de posesiones, uno más, el que afectaba al ducado de Clèves, pretendido por el conde de Neoburgo, católico; y el de Brandemburgo, protestante. Con esta disculpa, pues eso era, Enrique formó un ejército y entró en Flandes. En realidad, todos aquellos piqueros, caballeros y trenes de artillería no tenían más razón de ser que recuperar a su Lolita. España reaccionó con una leva de 6.000 valones, 6.000 alemanes, 2.500 soldados austriacos y se hizo fuerte en Filippeville, en la provincia de Namur, muy cerca de la raya de Francia. La niña pidió el divorcio pero los españoles le contestaron que en su mundo el único que divorciaba era el Papa (y el Papa no dijo nada; bastante estaba con estar en Roma, au dessus de la melée, evitando que le cagase a él el palomo).
¿Qué ocurrió? Pues nada. Un tronado lo resolvió.
El 14 de mayo de 1610, cuando la guerra francoespañola se mascaba, el rey francés salió del Louvre para darse un paseo y un baño de masas por París. Se paseó por las calles de la capital, entonces más estrechas que hoy en día, en una carroza descubierta. A la altura de la calle de la Ferronerie, al parar por la densidad del tráfico, un católico desequilibrado, Juan Francisco de Ravaillac, se subió a una rueda de la carroza y le asestó dos puñaladas en el corazón, como dicen hoy los portavoces del SAMUR, ambas incompatibles con la vida. Quería librar a Francia de un rey que había combatido en el bando hugonote, es decir protestante. El asesinato desinfló la guerra, claro, pues la guerra no tenía más razón de ser que la pasión senil de una persona ahora muerta.
Enrique, al principio, no quiso ni siquiera volver a dirigirle la palabra a su esposa; pero la historia nos dice que le dio tres hijos: Ana Genoveva, Luis y Armando, por lo que hemos de concluir que algún tipo de arreglo de pareja habría entre los dos.
Y Europa estuvo a punto de iniciar un baño de sangre por un capricho.