www.asiabudayrollitosprimavera.blogspot.com Nuevo blog de Tiburcio Samsa (antes Inasequible Aldesaliento)
Los más suspicaces de entre los lectores de este blog ya habrán caído en la cuenta de que el nombre de uno de sus corredactores, Inasequible Aldesaliento, es un seudónimo. De hecho, creo que Yaser Arafat e Inasequible son las dos personas que en el siglo XX han mantenido más sigilo sobre su auténtica identidad. Hoy vamos a desvelar aquí este misterio.
Inasequible Aldesaliento se llama, en realidad, Tiburcio Samsa; un ser relativamente desgraciado que ha tenido una vida compleja. Hace ya años que se aficionó por las filosofías orientales y muy especialmente por el budismo. Yo no sé si es muy creyente pero sí que es muy experto; tal vez es que para ser experto en una religión es necesario no creer mucho en ella, o tal vez, simplemente, es que Tiburcio es así.
La profundización en el budismo llevó a Tiburcio a conocer bastante a fondo toda esa historia de la reencarnación, algo que le provocó algunos desarreglos hormonales y, sobre todo, un problema de reencarnación espontánea por el cual una mañana despertó convertido en un elefante. Tras unos momentos de natural desorientación, Samsa (Tiburcio) comenzó a verle el punto fácil a la cosa: siendo elefante ves mundo si te apuntas a un circo; comes mogollón de pan duro si te colocas en un zoo; y, sobre todo, tienes una memoria que te cagas. Ésta fue la razón por la que Tiburcio empezó a leer y a acumular informaciones, algunas de las cuales vierte en este blog como bien sabéis.
Conocí a Tiburcio en el zoo de Copenhague, en marzo del 2001. Iba yo por ahí con clandestinos trozos de pan, porque hoy está prohibido alimentar a los animales en los zoos, pero yo sigo teniendo nostalgia de mis paseos infantiles por la Casa de Fieras del Retiro y de Perico, el simpático elefante que incluso cogía pesetas del suelo con la trompa. Mientras alimentaba indolentemente a un elefante indio, discutía con mi compañero de paseo sobre la Batalla del Ebro. Cuál no sería mi sorpresa cuando, de repente, el elefante que estaba delante de mí dijo: «Qué equivocado estás, chaval; el ejército republicano jamás supo contraatacar».
Yo no es que sea muy tiquismiquis, pero, la verdad, que un elefante me corrigiese en materia bélica, me jodió bastante. En las guerras los elefantes están para portar a los generales y llevarse las hostias, nada más. Así pues, denuncié a Tiburcio ante las autoridades y conseguí que fuese imputado por ser de naturaleza humana reencarnada; le cayeron siete millones de pesetas por estafa y la expulsión de Dinamarca.
Si os estais preguntando cómo es posible que alguien a quien le has obligado a soltar la mosca por valor siete millones de pesetas sea amigo tuyo, os diré que yo, en el fondo, tampoco lo entiendo. Pero es que Tiburcio es muy raro. Claro que, según mi mujer, yo también soy un tanto raro, pues no son normales los coruñeses que se cartean con elefantes.
Dado que Tiburcio lleva una existencia muelle, alimentado por la caridad y ganándose unas monedas a base de barritar las horas y las medias horas, ha tenido tiempo más que suficiente para seguir profundizando en el budismo. Además de viajar por Asia varias veces y tal. Es por eso que Tiburcio ha abierto un blog y sí, todas las mamonadas que llevo escritas en este post son sólo para recomendároslo.
El budismo es cosa extraña a la Historia de España. Asia, no tanto. Algún día hablaremos de Ali-Bey, el irrepetible catalán que la recorrió haciéndose pasar por moro de toda la vida. Y luego está la evangelización del Japón, básicamente fallida, entre otras cosas. En todo caso, supongo que a no pocos de vosotros, el budismo os generará curiosidad. Pues sabed que en el blog de Tiburcio encontraréis la mejor información.
Eso sí, si le queréis preguntar algo, os recomiendo que le mandéis al tiempo una bolsa de cacahuetes.
viernes, marzo 09, 2007
martes, marzo 06, 2007
Cartas Cruzadas (II): Lo peor de la República
En esta segunda edición de nuestras cartas cruzadas, Ina y yo nos hemos planteado la siguiente cuestión: ¿cuál es el personaje que nos parece más nefasto de la II República española? Como era de esperar, no nos hemos puesto de acuerdo, lo cual entiendo que enriquece la sección.
Quedan aquí nuestras dos opiniones.
La carta de Inasequible
Querido Juan:
Cuando me propusiste un debate sobre quién fue el político más nefasto de la II República española, al principio creí que sería una cuestión peliaguda. La II República estuvo plagada de medianías, algunas inocuas y otras bastante peligrosas. Ha sido el deseo de reivindicar la II República frente a la dictadura franquista lo que ha hecho que muchas de esas medianías se mitificasen y adquiriesen casi el tinte de genios.
Como te digo, pensé que me costaría encontrar entre tanto mediocre quién fue el más nefasto de todos, pero la respuesta me vino antes de lo que me esperaba. El peor de todos fue, sin duda, Francisco Largo Caballero.
Cuando llegó la República, Largo Caballero era el secretario general del principal partido de izquierdas, el PSOE, y de uno de los principales sindicatos españoles, la UGT. Tenía 62 años y una larga carrera política a sus espaldas: entró en el ayuntamiento de Madrid en 1905 y en las Cortes en 1917 y había sido consejero de Estado durante la dictadura de Primo de Rivera. Tenía fama de hombre austero y nadie dudaba de su dominio de la cuestión obrera. De hecho fue el primer Ministro de Trabajo de la República y fue un Ministro competente.
El Largo Caballero que me cae simpático termina en 1933 y ahí empieza el Largo Caballero que me irrita y que fue un desastre.
Largo Caballero se tomó fatal la victoria de las derechas en las elecciones de noviembre de 1933. Fue en ese momento donde empieza a dar muestras, como tantos otros políticos de la época, de un concepto patrimonialista de la República: si la República no estaba mandada por los suyos, que eran los verdaderos republicanos, entonces no era legítima y la insurrección se convertía en una herramienta válida para derrocarla.
Es cierto que esta actitud la tuvieron muchos y que ya desde antes de 1933 había muchos políticos españoles con ganas de llegar a las manos con los contrarios. ¿Por qué me parece peor Largo Caballero que José Antonio Primo de Rivera o el fascista José María Albiñana, por poner dos ejemplos? Por la sencilla razón de que Largo Caballero podía movilizar a grandes masas y fue el responsable de la radicalización del principal partido de la izquierda y de uno de los principales sindicatos. José Antonio Primo de Rivera y José María Albiñana jugaban casi en los márgenes del sistema y apenas sí lograban el respeto de sus teóricos aliados de derechas. En una España más tranquila apenas habrían podido jugar al papel de moscas cojoneras. Ellos solitos nunca hubieran podido ni derribar el sistema ni crear disturbios importantes. Largo Caballero sí que tenía las masas para hacerlo y lo intentó. Lo menos que se puede decir es que fue un irresponsable.
He mencionado una de sus motivaciones para actuar como actuó: el sentido patrimonialista de la República. La otra está más extendida y quien esté libre de ella que tire la primera piedra: la vanidad. A Largo Caballero le apodaron el Lenin español y sospecho que el apodo se le subió a la cabeza. Me imagino que la idea de ser el padre de la Unión de Repúblicas Soviéticas Españolas debió de producirle más de un orgasmo. Ser Ministro de Trabajo lo es cualquiera, pero líder de una revolución proletaria…
Desde comienzos de 1934 Largo Caballero considera que es necesario un levantamiento proletario: hay que echar a las derechas del poder y asegurarle a él un lugar preeminente en la Historia de los pueblos. Sus tesis radicales triunfaron en el comité nacional del PSOE , provocando la dimisión de moderados como Besteiro, Saborit y Trifón Gómez. Gracias en buena medida a Largo Caballero, el PSOE desde enero de 1934 inicia una deriva hacia la extralegalidad.
Ya sólo podemos conjeturar lo que habría ocurrido en octubre de 1934 si el PSOE hubiera optado por la legalidad y las derechas hubieran visto en él a un aliado para mantener el orden republicano. Los revolucionarios de octubre hicieron lo peor que pueden hacer los insurgentes: ser derrotados. La revolución de octubre fue un prodigio de mala organización y optimismo desenfrenado. Igual de chapucera que el Alzamiento del 18 de julio de 1936. Lo peor que tuvo fue que colocó a España en la cuesta abajo de la guerra civil. Tras octubre de 1934, las derechas no pudieron ver a las izquierdas más que como unos revolucionarios peligrosos contra los que había que armarse. Las izquierdas, por su parte, llenas de revanchismo y con el recuerdo de la dura represión, sobre todo en Asturias, se prometieron que la próxima vez lo harían mejor y saldarían cuentas debidamente.
Por desgracia, ni el fracaso de octubre de 1934 ni los meses que pasó en la cárcel devolvieron el seso a Largo Caballero. Hay ancianos que en la senectud pierden la cabeza por alguna corista y tratan de volver a sentirse jóvenes entre sus brazos. A Largo Caballero le pasó eso con la revolución. Fue una tragedia para España que sus niveles de testosterona no hubieran sido más elevados y no hubiera optado más bien por vivir alguna aventura loca con alguna obrera del sindicato. Como digo, lo vivido no le había enseñado nada. Durante la campaña electoral de 1936 pronunció perlas como que si las derechas ganaban, él procedería a «declarar la guerra civil». Poco antes había declarado, con moderación manifiesta, que deseaba una República sin lucha de clases y pensaba que para ello era necesario que desapareciera una clase. Pensemos que esto lo decía el líder del principal partido de la izquierda y un hombre que tenía posibilidades reales de llegar al gobierno.
Durante los últimos meses de paz, Largo Caballero se dedicó a lo que mejor sabía hacer por aquellos días: inflamar a las multitudes con soflamas revolucionarias. Toda una demostración de prudencia en el ambiente electrizado de la España de 1936.
En resumen, cuando haya que elaborar la lista de responsables de que España tuviera una guerra civil, uno de los lugares de honor habría que reservárselo a Largo Caballero, el Lenin español.
La carta de JdJ
Querido Ina:
Me propones que te escriba una carta explicándote cuál fue, en mi opinión, el personaje más nefasto de la II República española. Desde entonces a hoy, que he empezado a cabrilear los dedos sobre el teclado, han pasado varios días. No sabía qué escribirte. Fundamentalmente, porque no acababa de entender el sentido de tu propuesta. No sé si por personaje más nefasto de la República entendemos quien más daño le quiso hacer o quien más daño le pudo hacer. Y no es asunto baladí. Porque si la opción es la primera, creo que elegiría al general Sanjurjo, porque fue el personaje que viajó, en poco más de un año, de poner a la guardia civil al servicio de la República a dirigir un golpe de Estado contra ella; además de dirigir el golpe de Estado del 36, algo que la Historia posterior tiende a ocultar. Es, evidentemente, quien menos quiso a la República y quien menos creyó, de consuno, en la capacidad de los españoles de resolver democráticamente sus problemas.
Sanjurjo, no obstante, no fue quien más daño le hizo a la República. Se pasó buena parte de aquellos años obviamente apartado de la vida pública. Quien más daño le hizo a la República, a mi entender, fue Manuel Azaña.
Sí, Azaña, sí. Ya sé, Ina, que Azaña tiene muy buena prensa. Ya sé que es un político que tiene la rara cualidad de que ambas partes del espectro actual, izquierdas y derechas, lo reclaman para su acervo ideológico. Ya sé que, para muchos españoles, Azaña ejemplifica el respeto por los valores democráticos y la ambición de una España mejor, una España moderna, justa y solidaria. Y yo no dudo que Azaña albergaba esos altos deseos. A los políticos, sin embargo, no se les juzga por sus visiones, sino por sus acciones.
En primer lugar, Azaña cargó con algunas de las grandes reformas que tenían que cambiar a España. Fue el adalid del laicismo del Estado (con su famosa sentencia parlamentaria, «España ha dejado de ser católica»); como ministro de la Guerra, realizó la reforma del ejército, una reforma que, a trazo grueso, le copiaría Narcís Serra varias décadas después; y, como presidente del gobierno republicano del primer bienio (1931-1933), impulsó la reforma agraria.
Y, sin embargo, fracasó en los tres intentos.
El laicismo del Estado se consiguió a base de una violencia que la República pagaría muy cara con el tiempo. No cuesta imaginarse las tristes entrevistas que muchos diplomáticos republicanos acabarían teniendo en las cancillerías de Europa y América, durante la guerra civil, pidiendo una ayuda militar y política que no llegaba desde países que les contestaban, machaconamente: es que usted quema iglesias y no hace nada por impedirlo. Estados Unidos tuvo una guerra civil por el asunto de la esclavitud; pero, una vez terminada, a nadie se le ocurrió quemar y saquear las plantaciones sureñas donde habían trabajado generaciones de esclavos negros; y mucho menos se le ocurrió a los políticos yankees dar orden a la Guardia Nacional de observar el espectáculo sin intervenir. En España, sin embargo, el laicismo del Estado significó la patente de corso de la violencia contra el catolicismo; patente de corso que comenzó en el famoso consejo de ministros al que le llegó la noticia del saqueo del convento de la calle de la Flor. El propagandismo franquista se pasó décadas refocilándose en la idea de que Azaña albergaba un resquemor agrio contra los curas. Será verdad sólo a medias, si acaso. Pero lo cierto es que no supo ver, cuando ya era presidente del Gobierno, que la libertad de expresión consiste en defender el derecho de tu enemigo a hablar (porque defender el de tu amigo es demasiado fácil); y que el respeto a las libertades públicas consiste en garantizárselas a quien más odias.
La reforma del ejército consistió en ofrecer a un montón de mandos el retiro a sueldo completo para limpiar los cuarteles de militares estrellados sin otra cosa que hacer que pensar en asonadas. Insisto en que esta reforma fue copiada por el general Gutiérrez Mellado primero, y por Narcís Serra después, durante la Transición y los primeros gobiernos del PSOE. La Historia deberá reconocer, algún día, que Gutiérrez Mellado y Serra lo hicieron setenta veces mejor que Azaña. Básicamente porque cuando el fascismo se planteó dar la vuelta a la tortilla de la Transición, apenas encontró para ello a un marino pirado, un guardia civil dispuesto a todo y un general con ínfulas de ser lo que no era. Sin embargo Azaña, tras su tan cacareada reforma militar, dejó intacto el conflicto básico del ejército español de la época (africanos contra amigos del escalafón) y a la inmensa mayoría de quienes odiaban la República con mando en plaza. A Gutiérrez Mellado le pilló el golpe del 23-F con un solo conspirador de talla al frente de una capitanía general (bueno, dos si contamos a Merry Gordon). El 18 de julio del 36, y sin contar más apoyos que los hubo, Francisco Franco era capitán general de Canarias, dominaba el ejército de África, y Emilio Mola tenía a su disposición Navarra entera, con lo que eso suponía.
Y la reforma agraria. ¡Ay, la reforma agraria!
Hay toda una corriente de la Historia de la República dedicada a esto. Ahora veo que se publican libros tendentes a demostrar que salió mejor de lo que siempre se ha dicho. Yo no dudo que en la República llegase a haber entregas de tierras y, sobre todo, lo que hubo fue la famosa Ley de Términos Municipales, según la cual un patrón agrícola no podía buscar jornaleros en otro pueblo mientras en el suyo hubiese un jornalero parado; ley que generó un alza inmediata de los salarios rurales. Pero es que el problema de la reforma agraria de Azaña no es tanto lo que hizo, como lo que no hizo. Y aquí llegamos al gran reproche que yo, cuando menos, tengo para este político.
Azaña era un maestro de la creación de expectativas. Una persona poco dada a medir sus palabras. Hombre político cien por cien, no escatimaba un apoyo si para conseguirlo tenía que decir algo pasado de tono. Así las cosas, durante el bienio constituyente de la República, durante el cual fue en su mayor parte él presidente del gobierno, utilizó muy a menudo el verbo triturar. Azaña prometió triturar el viejo Estado monárquico, triturar las estructuras de poder económico, triturar todo lo que no le gustaba. Probablemente, en él ese verbo no era más que una metáfora inelegante. Pero Azaña no podía olvidar que, en la misma manifestación y de la mano, llevaba aliados para los cuales el significado del verbo triturar era literal; porque el socialismo de los años 30, en tanto que marxista y propugnador de la lucha de clases, lo que quería era triturar, literalmente, a la derecha política y social.
Así pues, Azaña prometió: trituraremos el viejo régimen. Luego llegó la reforma agraria, y los jornaleros del sur vieron cómo los señoritos de siempre seguían al frente de sus latifundios; jodidos, eso sí; pagando salarios más altos, eso sí. Pero no triturados. Y decidieron triturarlos ellos. Eso fue Castilblanco, o Casas Viejas, el pozo de mierda en el que se ahogó Azaña. Y la culpa la tuvo él, porque él fue quien le dio Red Bull a esos sueños de violencia impune y lucha de clases.
Con los catalanes le pasó exactamente lo mismo. Para ganarse a la Esquerra, que dominaba al electorado catalán como no lo ha vuelto a hacer un partido político en Cataluña ni creo que vuelva jamás, Azaña les cantó los cantos de sirena que hicieron falta. Luego, cuando llegó el momento de rellenar las grandes palabras estatutarias de pesetas, él mismo se tuvo que poner de canto, porque las cuentas no salían. Pero no tuvo, claro, la fuerza moral de frenar las ansias golpistas de la Generalitat cuando, en 1934, las derechas tascaron el freno de la autonomía o, más bien, la frenaron como se frenan los reactores comerciales: invirtiendo los motores. Es más que probable que Azaña tratase, en privado, de refrenar las iras catalanistas, así como las obreristas del PSOE que en el 34 estaba preparando el golpe de Estado que daría en octubre. Pero lo que queda para el juicio de la Historia son las palabras públicas; y en los mitines prerrevolucionarios de Azaña, en sus discursos de finales del 33 y del 34, hay mucho más de veladas amenazas justificadas que de intento de disminuir la crispación. Siempre lo mismo. Hay un LP de los Kinks que se llama: Give the people what they want. Si cambiamos give por tell, tenemos a Manuel Azaña.
De lo que pasó después de las elecciones del Frente Popular, mejor no hablar. Azaña se dejó nombrar presidente de la República, algo que no debió permitir porque sabía que era una jugada de Largo para quitarlo de en medio en el juego del poder. Y, una vez estallada la guerra, fue derivando lentamente hacia posiciones comprensivas y pacíficas (sus famosas tres pes: paz, piedad y perdón) que le habrían hecho un gran favor a España de haber existido, un suponer, en febrero del 36. Porque, a la luz de la modernidad, de nuestros días, es claro que la democracia nos da derecho a batir al contrario en las urnas, pero no a machacarlo. Se dirá: es que Azaña temía el advenimiento del fascismo. Pero, ya que era tan inteligente, podría haberse dado cuenta de qué elemento se repite en multitud de advenimientos fascistas en la Europa de su época: el miedo a la revolución marxista. La mejor manera de luchar contra el fascismo habría sido equidistarse de ambos extremos, haber sido una auténtica izquierda republicana de corte burgués, haber cambiado el país poco a poco pero, eso sí, sin dejar que ni falangistas ni albiñanistas ni japistas extremos, pero tampoco socialistas revolucionarios, anarcosindicalistas, poumistas o comunistas, tirasen una piedra sin recibir una pelota de goma o similar. Ni un solo día de su vida, la República dejó de ser un enorme problema de orden público. Y, de eso, la responsabilidad es de Manuel Azaña, que la gobernó.
Por lo demás, algo que resulta curioso, casi increíble, es que un régimen que llegó mediante una rebelión cívica y pacífica como la del 14 de abril de 1931 estuviese, apenas unas semanas después, provocando muertos, heridos e incendios. En 1931 la olla estaba caliente; pero es obvio que alguien subió el fuego aún más.
Y, aunque en realidad quien más gobernó fue el Partido Radical nadie, durante los cinco años que duró la II República española, tuvo más tiempo en su poder el mando de la cocina que Manuel Azaña. Él fue la gran referencia de la izquierda burguesa, tenía el respeto del Partido Socialista y una creíble imagen exterior. En 1931, podía haber presentado este programa político: paz para todo el país; piedad para los desfavorecidos; perdón para quienes hasta hoy nos han dominado. Pero, para darse cuenta de que ésa era la vía, Manuel Azaña tuvo que perder una guerra civil.
Tampoco es como para alabarle las capacidades visionarias.
Quedan aquí nuestras dos opiniones.
La carta de Inasequible
Querido Juan:
Cuando me propusiste un debate sobre quién fue el político más nefasto de la II República española, al principio creí que sería una cuestión peliaguda. La II República estuvo plagada de medianías, algunas inocuas y otras bastante peligrosas. Ha sido el deseo de reivindicar la II República frente a la dictadura franquista lo que ha hecho que muchas de esas medianías se mitificasen y adquiriesen casi el tinte de genios.
Como te digo, pensé que me costaría encontrar entre tanto mediocre quién fue el más nefasto de todos, pero la respuesta me vino antes de lo que me esperaba. El peor de todos fue, sin duda, Francisco Largo Caballero.
Cuando llegó la República, Largo Caballero era el secretario general del principal partido de izquierdas, el PSOE, y de uno de los principales sindicatos españoles, la UGT. Tenía 62 años y una larga carrera política a sus espaldas: entró en el ayuntamiento de Madrid en 1905 y en las Cortes en 1917 y había sido consejero de Estado durante la dictadura de Primo de Rivera. Tenía fama de hombre austero y nadie dudaba de su dominio de la cuestión obrera. De hecho fue el primer Ministro de Trabajo de la República y fue un Ministro competente.
El Largo Caballero que me cae simpático termina en 1933 y ahí empieza el Largo Caballero que me irrita y que fue un desastre.
Largo Caballero se tomó fatal la victoria de las derechas en las elecciones de noviembre de 1933. Fue en ese momento donde empieza a dar muestras, como tantos otros políticos de la época, de un concepto patrimonialista de la República: si la República no estaba mandada por los suyos, que eran los verdaderos republicanos, entonces no era legítima y la insurrección se convertía en una herramienta válida para derrocarla.
Es cierto que esta actitud la tuvieron muchos y que ya desde antes de 1933 había muchos políticos españoles con ganas de llegar a las manos con los contrarios. ¿Por qué me parece peor Largo Caballero que José Antonio Primo de Rivera o el fascista José María Albiñana, por poner dos ejemplos? Por la sencilla razón de que Largo Caballero podía movilizar a grandes masas y fue el responsable de la radicalización del principal partido de la izquierda y de uno de los principales sindicatos. José Antonio Primo de Rivera y José María Albiñana jugaban casi en los márgenes del sistema y apenas sí lograban el respeto de sus teóricos aliados de derechas. En una España más tranquila apenas habrían podido jugar al papel de moscas cojoneras. Ellos solitos nunca hubieran podido ni derribar el sistema ni crear disturbios importantes. Largo Caballero sí que tenía las masas para hacerlo y lo intentó. Lo menos que se puede decir es que fue un irresponsable.
He mencionado una de sus motivaciones para actuar como actuó: el sentido patrimonialista de la República. La otra está más extendida y quien esté libre de ella que tire la primera piedra: la vanidad. A Largo Caballero le apodaron el Lenin español y sospecho que el apodo se le subió a la cabeza. Me imagino que la idea de ser el padre de la Unión de Repúblicas Soviéticas Españolas debió de producirle más de un orgasmo. Ser Ministro de Trabajo lo es cualquiera, pero líder de una revolución proletaria…
Desde comienzos de 1934 Largo Caballero considera que es necesario un levantamiento proletario: hay que echar a las derechas del poder y asegurarle a él un lugar preeminente en la Historia de los pueblos. Sus tesis radicales triunfaron en el comité nacional del PSOE , provocando la dimisión de moderados como Besteiro, Saborit y Trifón Gómez. Gracias en buena medida a Largo Caballero, el PSOE desde enero de 1934 inicia una deriva hacia la extralegalidad.
Ya sólo podemos conjeturar lo que habría ocurrido en octubre de 1934 si el PSOE hubiera optado por la legalidad y las derechas hubieran visto en él a un aliado para mantener el orden republicano. Los revolucionarios de octubre hicieron lo peor que pueden hacer los insurgentes: ser derrotados. La revolución de octubre fue un prodigio de mala organización y optimismo desenfrenado. Igual de chapucera que el Alzamiento del 18 de julio de 1936. Lo peor que tuvo fue que colocó a España en la cuesta abajo de la guerra civil. Tras octubre de 1934, las derechas no pudieron ver a las izquierdas más que como unos revolucionarios peligrosos contra los que había que armarse. Las izquierdas, por su parte, llenas de revanchismo y con el recuerdo de la dura represión, sobre todo en Asturias, se prometieron que la próxima vez lo harían mejor y saldarían cuentas debidamente.
Por desgracia, ni el fracaso de octubre de 1934 ni los meses que pasó en la cárcel devolvieron el seso a Largo Caballero. Hay ancianos que en la senectud pierden la cabeza por alguna corista y tratan de volver a sentirse jóvenes entre sus brazos. A Largo Caballero le pasó eso con la revolución. Fue una tragedia para España que sus niveles de testosterona no hubieran sido más elevados y no hubiera optado más bien por vivir alguna aventura loca con alguna obrera del sindicato. Como digo, lo vivido no le había enseñado nada. Durante la campaña electoral de 1936 pronunció perlas como que si las derechas ganaban, él procedería a «declarar la guerra civil». Poco antes había declarado, con moderación manifiesta, que deseaba una República sin lucha de clases y pensaba que para ello era necesario que desapareciera una clase. Pensemos que esto lo decía el líder del principal partido de la izquierda y un hombre que tenía posibilidades reales de llegar al gobierno.
Durante los últimos meses de paz, Largo Caballero se dedicó a lo que mejor sabía hacer por aquellos días: inflamar a las multitudes con soflamas revolucionarias. Toda una demostración de prudencia en el ambiente electrizado de la España de 1936.
En resumen, cuando haya que elaborar la lista de responsables de que España tuviera una guerra civil, uno de los lugares de honor habría que reservárselo a Largo Caballero, el Lenin español.
La carta de JdJ
Querido Ina:
Me propones que te escriba una carta explicándote cuál fue, en mi opinión, el personaje más nefasto de la II República española. Desde entonces a hoy, que he empezado a cabrilear los dedos sobre el teclado, han pasado varios días. No sabía qué escribirte. Fundamentalmente, porque no acababa de entender el sentido de tu propuesta. No sé si por personaje más nefasto de la República entendemos quien más daño le quiso hacer o quien más daño le pudo hacer. Y no es asunto baladí. Porque si la opción es la primera, creo que elegiría al general Sanjurjo, porque fue el personaje que viajó, en poco más de un año, de poner a la guardia civil al servicio de la República a dirigir un golpe de Estado contra ella; además de dirigir el golpe de Estado del 36, algo que la Historia posterior tiende a ocultar. Es, evidentemente, quien menos quiso a la República y quien menos creyó, de consuno, en la capacidad de los españoles de resolver democráticamente sus problemas.
Sanjurjo, no obstante, no fue quien más daño le hizo a la República. Se pasó buena parte de aquellos años obviamente apartado de la vida pública. Quien más daño le hizo a la República, a mi entender, fue Manuel Azaña.
Sí, Azaña, sí. Ya sé, Ina, que Azaña tiene muy buena prensa. Ya sé que es un político que tiene la rara cualidad de que ambas partes del espectro actual, izquierdas y derechas, lo reclaman para su acervo ideológico. Ya sé que, para muchos españoles, Azaña ejemplifica el respeto por los valores democráticos y la ambición de una España mejor, una España moderna, justa y solidaria. Y yo no dudo que Azaña albergaba esos altos deseos. A los políticos, sin embargo, no se les juzga por sus visiones, sino por sus acciones.
En primer lugar, Azaña cargó con algunas de las grandes reformas que tenían que cambiar a España. Fue el adalid del laicismo del Estado (con su famosa sentencia parlamentaria, «España ha dejado de ser católica»); como ministro de la Guerra, realizó la reforma del ejército, una reforma que, a trazo grueso, le copiaría Narcís Serra varias décadas después; y, como presidente del gobierno republicano del primer bienio (1931-1933), impulsó la reforma agraria.
Y, sin embargo, fracasó en los tres intentos.
El laicismo del Estado se consiguió a base de una violencia que la República pagaría muy cara con el tiempo. No cuesta imaginarse las tristes entrevistas que muchos diplomáticos republicanos acabarían teniendo en las cancillerías de Europa y América, durante la guerra civil, pidiendo una ayuda militar y política que no llegaba desde países que les contestaban, machaconamente: es que usted quema iglesias y no hace nada por impedirlo. Estados Unidos tuvo una guerra civil por el asunto de la esclavitud; pero, una vez terminada, a nadie se le ocurrió quemar y saquear las plantaciones sureñas donde habían trabajado generaciones de esclavos negros; y mucho menos se le ocurrió a los políticos yankees dar orden a la Guardia Nacional de observar el espectáculo sin intervenir. En España, sin embargo, el laicismo del Estado significó la patente de corso de la violencia contra el catolicismo; patente de corso que comenzó en el famoso consejo de ministros al que le llegó la noticia del saqueo del convento de la calle de la Flor. El propagandismo franquista se pasó décadas refocilándose en la idea de que Azaña albergaba un resquemor agrio contra los curas. Será verdad sólo a medias, si acaso. Pero lo cierto es que no supo ver, cuando ya era presidente del Gobierno, que la libertad de expresión consiste en defender el derecho de tu enemigo a hablar (porque defender el de tu amigo es demasiado fácil); y que el respeto a las libertades públicas consiste en garantizárselas a quien más odias.
La reforma del ejército consistió en ofrecer a un montón de mandos el retiro a sueldo completo para limpiar los cuarteles de militares estrellados sin otra cosa que hacer que pensar en asonadas. Insisto en que esta reforma fue copiada por el general Gutiérrez Mellado primero, y por Narcís Serra después, durante la Transición y los primeros gobiernos del PSOE. La Historia deberá reconocer, algún día, que Gutiérrez Mellado y Serra lo hicieron setenta veces mejor que Azaña. Básicamente porque cuando el fascismo se planteó dar la vuelta a la tortilla de la Transición, apenas encontró para ello a un marino pirado, un guardia civil dispuesto a todo y un general con ínfulas de ser lo que no era. Sin embargo Azaña, tras su tan cacareada reforma militar, dejó intacto el conflicto básico del ejército español de la época (africanos contra amigos del escalafón) y a la inmensa mayoría de quienes odiaban la República con mando en plaza. A Gutiérrez Mellado le pilló el golpe del 23-F con un solo conspirador de talla al frente de una capitanía general (bueno, dos si contamos a Merry Gordon). El 18 de julio del 36, y sin contar más apoyos que los hubo, Francisco Franco era capitán general de Canarias, dominaba el ejército de África, y Emilio Mola tenía a su disposición Navarra entera, con lo que eso suponía.
Y la reforma agraria. ¡Ay, la reforma agraria!
Hay toda una corriente de la Historia de la República dedicada a esto. Ahora veo que se publican libros tendentes a demostrar que salió mejor de lo que siempre se ha dicho. Yo no dudo que en la República llegase a haber entregas de tierras y, sobre todo, lo que hubo fue la famosa Ley de Términos Municipales, según la cual un patrón agrícola no podía buscar jornaleros en otro pueblo mientras en el suyo hubiese un jornalero parado; ley que generó un alza inmediata de los salarios rurales. Pero es que el problema de la reforma agraria de Azaña no es tanto lo que hizo, como lo que no hizo. Y aquí llegamos al gran reproche que yo, cuando menos, tengo para este político.
Azaña era un maestro de la creación de expectativas. Una persona poco dada a medir sus palabras. Hombre político cien por cien, no escatimaba un apoyo si para conseguirlo tenía que decir algo pasado de tono. Así las cosas, durante el bienio constituyente de la República, durante el cual fue en su mayor parte él presidente del gobierno, utilizó muy a menudo el verbo triturar. Azaña prometió triturar el viejo Estado monárquico, triturar las estructuras de poder económico, triturar todo lo que no le gustaba. Probablemente, en él ese verbo no era más que una metáfora inelegante. Pero Azaña no podía olvidar que, en la misma manifestación y de la mano, llevaba aliados para los cuales el significado del verbo triturar era literal; porque el socialismo de los años 30, en tanto que marxista y propugnador de la lucha de clases, lo que quería era triturar, literalmente, a la derecha política y social.
Así pues, Azaña prometió: trituraremos el viejo régimen. Luego llegó la reforma agraria, y los jornaleros del sur vieron cómo los señoritos de siempre seguían al frente de sus latifundios; jodidos, eso sí; pagando salarios más altos, eso sí. Pero no triturados. Y decidieron triturarlos ellos. Eso fue Castilblanco, o Casas Viejas, el pozo de mierda en el que se ahogó Azaña. Y la culpa la tuvo él, porque él fue quien le dio Red Bull a esos sueños de violencia impune y lucha de clases.
Con los catalanes le pasó exactamente lo mismo. Para ganarse a la Esquerra, que dominaba al electorado catalán como no lo ha vuelto a hacer un partido político en Cataluña ni creo que vuelva jamás, Azaña les cantó los cantos de sirena que hicieron falta. Luego, cuando llegó el momento de rellenar las grandes palabras estatutarias de pesetas, él mismo se tuvo que poner de canto, porque las cuentas no salían. Pero no tuvo, claro, la fuerza moral de frenar las ansias golpistas de la Generalitat cuando, en 1934, las derechas tascaron el freno de la autonomía o, más bien, la frenaron como se frenan los reactores comerciales: invirtiendo los motores. Es más que probable que Azaña tratase, en privado, de refrenar las iras catalanistas, así como las obreristas del PSOE que en el 34 estaba preparando el golpe de Estado que daría en octubre. Pero lo que queda para el juicio de la Historia son las palabras públicas; y en los mitines prerrevolucionarios de Azaña, en sus discursos de finales del 33 y del 34, hay mucho más de veladas amenazas justificadas que de intento de disminuir la crispación. Siempre lo mismo. Hay un LP de los Kinks que se llama: Give the people what they want. Si cambiamos give por tell, tenemos a Manuel Azaña.
De lo que pasó después de las elecciones del Frente Popular, mejor no hablar. Azaña se dejó nombrar presidente de la República, algo que no debió permitir porque sabía que era una jugada de Largo para quitarlo de en medio en el juego del poder. Y, una vez estallada la guerra, fue derivando lentamente hacia posiciones comprensivas y pacíficas (sus famosas tres pes: paz, piedad y perdón) que le habrían hecho un gran favor a España de haber existido, un suponer, en febrero del 36. Porque, a la luz de la modernidad, de nuestros días, es claro que la democracia nos da derecho a batir al contrario en las urnas, pero no a machacarlo. Se dirá: es que Azaña temía el advenimiento del fascismo. Pero, ya que era tan inteligente, podría haberse dado cuenta de qué elemento se repite en multitud de advenimientos fascistas en la Europa de su época: el miedo a la revolución marxista. La mejor manera de luchar contra el fascismo habría sido equidistarse de ambos extremos, haber sido una auténtica izquierda republicana de corte burgués, haber cambiado el país poco a poco pero, eso sí, sin dejar que ni falangistas ni albiñanistas ni japistas extremos, pero tampoco socialistas revolucionarios, anarcosindicalistas, poumistas o comunistas, tirasen una piedra sin recibir una pelota de goma o similar. Ni un solo día de su vida, la República dejó de ser un enorme problema de orden público. Y, de eso, la responsabilidad es de Manuel Azaña, que la gobernó.
Por lo demás, algo que resulta curioso, casi increíble, es que un régimen que llegó mediante una rebelión cívica y pacífica como la del 14 de abril de 1931 estuviese, apenas unas semanas después, provocando muertos, heridos e incendios. En 1931 la olla estaba caliente; pero es obvio que alguien subió el fuego aún más.
Y, aunque en realidad quien más gobernó fue el Partido Radical nadie, durante los cinco años que duró la II República española, tuvo más tiempo en su poder el mando de la cocina que Manuel Azaña. Él fue la gran referencia de la izquierda burguesa, tenía el respeto del Partido Socialista y una creíble imagen exterior. En 1931, podía haber presentado este programa político: paz para todo el país; piedad para los desfavorecidos; perdón para quienes hasta hoy nos han dominado. Pero, para darse cuenta de que ésa era la vía, Manuel Azaña tuvo que perder una guerra civil.
Tampoco es como para alabarle las capacidades visionarias.
domingo, marzo 04, 2007
[Pequeña] nómina de asonadas
Una de las cosas para las que me parece útil el conocimiento de la Historia es para luchar contra los tópicos. Dado que en el pasado, muchas veces, las cosas no fueron como ahora, conocer la Historia supone luchar contra esa sensación tópica que mucha gente tiene (por eso es tópica) de que todo lo que vivimos hoy lo hemos vivido siempre.
Una sensación tópica con la que he vivido desde hace muchos años es una suerte de superioridad que no pocas personas en España sienten hacia otros países de habla hispana. Esta sensación parte de la consideración de España, y de su Historia, como un ente que se ha visto y se ve libre de los problemas estructurales que se hacen evidentes en no pocos países de Latinoamérica.
Lo cierto, sin embargo, es que no hay un solo problema que estos países experimenten o hayan experimentado que nos sea ajeno a nosotros. Es cierto, por ejemplo, que en los países latinoamericanos ha habido dictaduras pavorosas; también lo es que alguno de ellos, caso de Chile, acumulan en su Historia más años de democracia que nosotros mismos. Es cierto que no pocos países latinoamericanos están fuertemente endeudados; como lo es que en la España de finales del siglo XIX el servicio de la deuda estatal consumía casi la mitad del presupuesto público, situación de bancarrota de facto que algunos países latinoamericanos no han alcanzado nunca.
También se suele recordar mucho, en España, lo comunes que son las asonadas militares en los países latinoamericanos. Y de eso va este post.
Lo que sigue es la descripción somera de los pronunciamientos militares ocurridos en España de los que yo tengo noticia por mis lecturas, a lo largo del siglo XIX.
Todos sabemos que esta Historia empieza con el 2 de mayo, fecha en la que se produce un levantamiento popular contra los franceses invasores. Levantamiento que, tras varios años de guerrilla y guerra a secas, consiguió la salida de las tropas de Napoleón y el regreso a España de Fernando VII, rey Borbón, a quien el pueblo de Madrid saludó con el grito de ¡Vivan las caenas!, o sea viva las cadenas, en indicación de rechazo a las ideas liberales y democráticas de los franceses y el apoyo al absolutismo español de toda la vida.
Fernando VII militaba, a todas luces, en aquella idea de que España debía ser una monarquía absoluta, así pues, apoyado como he dicho por el pueblo, procedió, nada más llegar a la capital de España, a clausurar el palacio de María de Aragón, donde se reunían las Cortes nacidas del sueño de Cádiz, y a perseguir a los liberales.
Esto, sin embargo, airó a no pocos liberales, algunos de ellos militares, que habían ansiado la vuelta del rey, pero de un rey más democrático. Por eso, en diciembre de 1814, el general Espoz y Mina comenzó la larga retahíla de golpes de Estado militares decimonónicos, con un intento fallido de asaltar la ciudadela de Pamplona, tras el cual huyó a Francia [Nota para coruñeses: la mujer de Espoz y Mina era doña Juana de Vega, mujer que da nombre a una centriquísima calle de nuestra ciudad]. Pocos meses después, en 1815, era el general Díaz Porlier quien dirigía un golpe de Estado liberal en Galicia, también fracasado, que le costó la vida, pues fue ahorcado. En 1816 aún hubo otra conspiración liberal, conocida como El Triángulo, de resultas de la cual fue también ahorcado uno de sus cabecillas, Vicente Richard.
Cero de tres es un resultado como para desanimar a cualquiera. Pero no a nuestros militares afrancesados. Esperaron un poquito, hasta el 5 de abril de 1817, fecha del levantamiento de Caldetas, dirigido por los generales Lacy y Miláns del Bosch, antepasado éste del Miláns del Bosch que asimismo se alzaría contra el gobierno democrático en Valencia el 23 de febrero de 1981. En 1818, por supuesto, tocaba golpe, aunque no hubo, porque fue abortado por la policía antes de tiempo. Su inspirador, el coronel Joaquín Vidal, fue apresado y ahorcado, algunos meses después, junto con otros catorce colegas de asonada.
El empeño de los liberales por dar el golpe (en los dos sentidos de la frase) acabaría por encontrar su razón de ser en la famosísima sublevación de Cabezas de San Juan; la de Riego, sí.
La cosa es como sigue. En las postrimerías de 1819, las cosas en la América española se estaban poniendo decúbito prono para España pues todos los pueblos del Cono Sur y Centroamérica suspiraban, y más que suspiraban, por su independencia. Fernando VII se dio cuenta de que tenía que enviar allí a los marines a repartir leches, razón por la cual concentró en Cádiz a un número nada desdeñable de tropas, a las órdenes del general O’Donell. Aquella guerra, la de América, era a principios del siglo XIX tan impopular entre la tropa como lo sería la de Marruecos cien años después; ni soldados ni oficiales querían ir a Perú, a Colombia, a Chile o a la Pampa a diñarla de cualquier mosquetonazo. Al parecer, aquéllos que aún sentían arder en su pecho el fuego patrio lo apagaron con la ayuda de los reales de vellón de, generosamente, habrían repartido ciertos extraños señores argentinos que a Cádiz se allegaron para comprar voluntades. El gobierno, mosqueado con O’Donell, le quitó el mando; pero no, no era él quien más trabajaba por el golpe, sino eso que llamamos los mandos intermedios. El 1 de enero de 1820, el comandante del segundo batallón de Asturias, Rafael del Riego, se pronunció en Cabezas de San Juan y declamó: a América, que vaya la repostera autora de tus días. Esta vez, sin embargo, no se produjo el tipo fueguillo rápidamente acalmado; no habían pasado más que unas horas y al pronunciamiento de Riego se unían otros en La Coruña, Ferrol y Vigo (esa liberal Galicia decimonónica), y luego el pronunciamiento del marqués de Lazán en Zaragoza, Mina en Navarra y, finalmente, el de O’Donell en Ocaña.
El rey juró la Constitución liberal y Riego quedaría impreso en nuestra iconografía como símbolo de la libertad. Él y su himno, que es el himno que, por error, hace un año o así le tocaron al equipo español de Copa Davis en Australia. Ese himno que mucha gente canta con una letra que dice:
Si los curas y frailes supieran
la paliza que van a llevar
bajarían del coro cantando:
¡Libertad, libertad, libertad!
Aunque yo puedo ofrecer otras versiones de la época. Por ejemplo, ésta se cantaba por los tiempos de primera guerra carlista:
Disfrazado de perro de presa
un carlista se vino a Madrid
pero un guardia del Ayuntamiento
la morcilla le dio en Chamberí.
O ésta otra, propia de algunos años más tarde:
Espartero le dio a la reina
¡Hija mía de mi corazón
si no tienes bastante milicia
formaremos otro batallón…
El siguiente golpe de Estado se produce en 1823, que es lo que tarda Fernando VII en hartarse de la farsa liberal y conseguir que las monarquías absolutas europeas le metan en España a los Cien Mil Hijos de San Luis para darle la vuelta a la tortilla.
Como es bien sabido, en aquella Corte absolutista again de Fernando VII, el rey Capullo, se produjo el choque de trenes de la competencia entre dos mujeres, ambas cuñadas del rey. Eran ellas María Francisca, esposa del infante Don Carlos (de donde el carlismo); y la otra Luisa Carlota, esposa del también infante Francisco de Paula. Eran, pues, el Marichalar y el Urdangarín de la época, sólo que ellas manejaban de la leche y venían a representar las dos vías de evolución de la monarquía borbónica: una, absolutista a machamartillo y la otra, algo más moderada y liberaloide.
María Francisca fue la primera en mover ficha con las asonadas del brigadier Capapé, por un lado; y de los generales Grimarest y Bessières, por el otro. No llegaron a nada porque los ejércitos estaban hasta las cejas de oficiales liberales, así pues era difícil moverlos con un objetivo absolutista. Posteriormente, un cabecilla absolutista catalán, José Bussons, conocido como El Jep dels Estanys, y el coronel Rafi-Vidal, dieron otro golpe de Estado, fracasado, en Cataluña.
Muerto el rey y comenzadas las guerras carlistas, la rueda de las asonadas no dejó de rodar. Poco después de dicho fallecimiento, el capitán Cardero dirigió un golpe de Estado contra el gobierno moderado, golpe que consistió en tomar con ochocientos hombres la Casa de Correos (actual sede de la Comunidad de Madrid, en la Puerta del Sol) y hacerse fuerte allí. Fue un golpe de coña, pero aún así fue trágico porque el general que allí fue a sofocarlo, José Canterac, habría de morir estúpidamente. Los sublevados, por cierto, no fueron castigados. Salieron de la Casa tocando marchitas y más contentos que unas pascuas, camino del frente del Norte.
También hemos de anotar, en aquella época, el golpe del general Latre en Andalucía, o el motín de los sargentos de La Granja, en el que la regente fue obligada a firmar un decreto volviendo a poner en vigor la Constitución del 12, La Pepa. O la sublevación de oficiales de la brigada de Van-Halen en Aravaca [siempre que leo esto me los imagino bajando a Madrid por la cuesta de las Perdices, con melenas hasta los hombros y guitarras eléctricas]; o la sublevación de Miranda de Ebro donde perdió la vida Ceballos de la Escalera; o la de Pamplona, donde moriría el general Sarsfield.
En 1840, terminada la guerra civil (por el momento), progresistas y moderados debían convivir; pero lo cierto es que éstos últimos, apoyados por la reina regente, querían el mal del jefe progresista Espartero y quedarse con el poder. Por esta razón, en octubre de 1841, dos generales: Manuel de la Concha y Diego de León, dirigen una operación de secuestro de la reina Isabel II y de su hermana la infanta Luisa Fernanda, secuestro que no puede llevarse a cabo por la heroica resistencia del regimiento de alabarderos de palacio, al mando del coronel Dulce.
Espartero creyó haber cortado la cabeza de la serpiente con la ejecución de Diego de León. Sin embargo, poco después de la ejecución, Borso di Carminati se alzó en Zaragoza, y se vio secundado por Piquero y Montes de Oca en Vitoria, O’Donell en Pamplona (sí, el mismo que se había unido a Riego; hay militares que le dan a pelo y a pluma) y Oribe en Toro. La sublevación, no obstante, fracasó.
En 1843, sin embargo, los enemigos de los progresistas habían conseguido crear un ambiente en su contra en media España. El general Narváez, el Espadón de Loja, se había coligado con el general Serrano, el que hoy da nombre a la calle pija, así como Zurbano y Seoane; se alzó en Torrejón de Ardoz, donde aún no había una base militar estadounidense, pero se dominaba Madrid. El regente salió por patas de España.
No obstante, dentro del propio gobierno conservador habría disensiones, y la negativa que recibieron sus facciones más progres de reformar la Constitución les movió a montar, casi ipso facto, movidas en Cataluña, Aragón, Galicia, Alicante, Murcia y Cartagena. Los progresistas, por su parte, se nuclearon alrededor del general Zurbano –such is life‑ el cual se animó a alzarse en su tierra, Logroño, más concretamente en las cercanías de Haro, en un pronunciamiento que Narváez aplastó sin demasiado esfuerzo, y que le costó la vida.
No obstante, ya hemos visto que los progresistas, o sea liberales, no cejaban fácilmente en el empeño de alzarse. El 2 de abril de 1846 hubo una sublevación en Lugo; en mayo de 1848, el comandante Buceta toma la plaza Mayor de Madrid, invasión que declinó no sin una dura lucha en la que moriría el general José Fulgosio. En Sevilla, poco después, se sublevaron el comandante Del Portal y el capitán Mola (abuelo del general Mola que se alzaría con Franco el 18 de julio de 1936). En febrero de 1854 el golpe fue en Zaragoza y lo dio el coronel Hose. En junio, nuevamente O’Donell, junto con los generales Dulce, Ros de Olano y Echagüe, se enfrentaría con las tropas gubernamentales, comandadas por el general Blaser, el puente de Vicálvaro, enfrentamiento tras el cual se retiraron al bello castillo de Manzanares, desde donde se lanzaría un célebre manifiesto, que redactó el no menos célebre político Antonio Cánovas del Castillo. Espartero apareció en Zaragoza y en Madrid el pueblo se sublevó, a las órdenes del general Evaristo San Miguel. Entre la Vicalvarada, la llegada de Espartero y tal, la revolución triunfó.
¿Tranquilidad? Ni de coña. En 1856, dos años después, ya estaban los propios liberales progresistas divididos. El personal adoraba a Espartero, pero odiaba a O’Donell, que era ministro de la guerra. Por ello, la Milicia Nacional se alzó contra él y O’Donell tuvo que reunir para hacerle frente nada menos que 10.000 hombres. A partir de ahí la cosa se calma un poco, entre otras cosas porque estábamos en guerra en África y no era cosa de andar con milongas. Pero, aún así, en 1860 habría un pronunciamiento carlista, dirigido por el mariscal Jaime Ortega.
Para entonces, gobernaba O’Donell y su Unión Patriótica, pero, a pesar de la retirada de Espartero a Logroño, había otros militares liberales que querían destacar. Por ejemplo, Juan Prim, quien dirigió el pronunciamiento de Villarejo, en enero de 1866. Tampoco hay que olvidar la sublevación del cuartel de San Gil, el 22 de junio de 1866, cuando los progresistas jugaron un órdago contra O’Donell con el concurso de Manuel Becerra y de conocidos conspiradores como Pierrad. Este golpe dio para dos días de luchas y casi mil muertos (a los que hay que sumar 68, sí, 68 fusilados).
Muerto O’Donell le sucedió González Bravo, quien dejó de hacer caso a algunos militares amigos del conde de La Bisbal, lo cual provocó que éstos empezasen a pensar, rápidamente, en apiolárselo. Para ello no dudaron en aliarse con Prim, el cual, hemos de recordar, se había alzado contra su otrora jefe político. Pero les dio igual. Esta alianza de difícil naturaleza fue la que estuvo detrás del alzamiento, el 18 de septiembre de 1868, del comandante de la fragata Zaragoza, Topete, en Cádiz; alzamiento que terminaría con la victoria del puente de Alcolea y esa revolución que llamamos La Gloriosa, por la cual la reina Isabel II fue puesta de patitas en Francia. Aquel experimento, como sabemos, acabaría con la disolución del parlamento por el general Pavía y el golpe de Estado de Martínez Campos que trajo de nuevo a los Borbones a España en la persona de Alfonso XII.
Tras la Restauración, el golpismo quedó de manos de los políticos progresistas más radicales, sobre todo Ruiz Zorrilla, quien llegó a alzar tropas, con poco éxito, en Badajoz. Luego empezó la moda de los levantamientos republicanos. Un tal Ferrándiz, comandante, se alzó con treinta soldados (sic) en Santa Coloma de Farnés; otro sargento, llamado Casero, lo hizo en Cartagena y en Madrid, en septiembre de 1889, se alzó el brigadier Villacampa.
¿Los habéis contado? Yo sí: son cuarenta. Entre 1808 y 1889, que son 80 años, contáis cuarenta asonadas, y seguro que no están todas. Y ni siquiera hemos terminado el siglo. En el siglo XX aún nos quedarían por contar el golpe de Primo de Rivera, los dos golpes contra Primo (el de San Juan y el de Sánchez Guerra), la sublevación de Jaca, la de Cuatro Vientos, la revolución de Asturias; podemos incluir en la lista de golpes ese nonato que fue la creación de las Juntas de Defensa; y, por supuesto, no podemos olvidar ni el golpe de estado de 1936 ni el de 1981.
Con esta cantidad de muertos en el armario, ¿quién se siente superior?
Una sensación tópica con la que he vivido desde hace muchos años es una suerte de superioridad que no pocas personas en España sienten hacia otros países de habla hispana. Esta sensación parte de la consideración de España, y de su Historia, como un ente que se ha visto y se ve libre de los problemas estructurales que se hacen evidentes en no pocos países de Latinoamérica.
Lo cierto, sin embargo, es que no hay un solo problema que estos países experimenten o hayan experimentado que nos sea ajeno a nosotros. Es cierto, por ejemplo, que en los países latinoamericanos ha habido dictaduras pavorosas; también lo es que alguno de ellos, caso de Chile, acumulan en su Historia más años de democracia que nosotros mismos. Es cierto que no pocos países latinoamericanos están fuertemente endeudados; como lo es que en la España de finales del siglo XIX el servicio de la deuda estatal consumía casi la mitad del presupuesto público, situación de bancarrota de facto que algunos países latinoamericanos no han alcanzado nunca.
También se suele recordar mucho, en España, lo comunes que son las asonadas militares en los países latinoamericanos. Y de eso va este post.
Lo que sigue es la descripción somera de los pronunciamientos militares ocurridos en España de los que yo tengo noticia por mis lecturas, a lo largo del siglo XIX.
Todos sabemos que esta Historia empieza con el 2 de mayo, fecha en la que se produce un levantamiento popular contra los franceses invasores. Levantamiento que, tras varios años de guerrilla y guerra a secas, consiguió la salida de las tropas de Napoleón y el regreso a España de Fernando VII, rey Borbón, a quien el pueblo de Madrid saludó con el grito de ¡Vivan las caenas!, o sea viva las cadenas, en indicación de rechazo a las ideas liberales y democráticas de los franceses y el apoyo al absolutismo español de toda la vida.
Fernando VII militaba, a todas luces, en aquella idea de que España debía ser una monarquía absoluta, así pues, apoyado como he dicho por el pueblo, procedió, nada más llegar a la capital de España, a clausurar el palacio de María de Aragón, donde se reunían las Cortes nacidas del sueño de Cádiz, y a perseguir a los liberales.
Esto, sin embargo, airó a no pocos liberales, algunos de ellos militares, que habían ansiado la vuelta del rey, pero de un rey más democrático. Por eso, en diciembre de 1814, el general Espoz y Mina comenzó la larga retahíla de golpes de Estado militares decimonónicos, con un intento fallido de asaltar la ciudadela de Pamplona, tras el cual huyó a Francia [Nota para coruñeses: la mujer de Espoz y Mina era doña Juana de Vega, mujer que da nombre a una centriquísima calle de nuestra ciudad]. Pocos meses después, en 1815, era el general Díaz Porlier quien dirigía un golpe de Estado liberal en Galicia, también fracasado, que le costó la vida, pues fue ahorcado. En 1816 aún hubo otra conspiración liberal, conocida como El Triángulo, de resultas de la cual fue también ahorcado uno de sus cabecillas, Vicente Richard.
Cero de tres es un resultado como para desanimar a cualquiera. Pero no a nuestros militares afrancesados. Esperaron un poquito, hasta el 5 de abril de 1817, fecha del levantamiento de Caldetas, dirigido por los generales Lacy y Miláns del Bosch, antepasado éste del Miláns del Bosch que asimismo se alzaría contra el gobierno democrático en Valencia el 23 de febrero de 1981. En 1818, por supuesto, tocaba golpe, aunque no hubo, porque fue abortado por la policía antes de tiempo. Su inspirador, el coronel Joaquín Vidal, fue apresado y ahorcado, algunos meses después, junto con otros catorce colegas de asonada.
El empeño de los liberales por dar el golpe (en los dos sentidos de la frase) acabaría por encontrar su razón de ser en la famosísima sublevación de Cabezas de San Juan; la de Riego, sí.
La cosa es como sigue. En las postrimerías de 1819, las cosas en la América española se estaban poniendo decúbito prono para España pues todos los pueblos del Cono Sur y Centroamérica suspiraban, y más que suspiraban, por su independencia. Fernando VII se dio cuenta de que tenía que enviar allí a los marines a repartir leches, razón por la cual concentró en Cádiz a un número nada desdeñable de tropas, a las órdenes del general O’Donell. Aquella guerra, la de América, era a principios del siglo XIX tan impopular entre la tropa como lo sería la de Marruecos cien años después; ni soldados ni oficiales querían ir a Perú, a Colombia, a Chile o a la Pampa a diñarla de cualquier mosquetonazo. Al parecer, aquéllos que aún sentían arder en su pecho el fuego patrio lo apagaron con la ayuda de los reales de vellón de, generosamente, habrían repartido ciertos extraños señores argentinos que a Cádiz se allegaron para comprar voluntades. El gobierno, mosqueado con O’Donell, le quitó el mando; pero no, no era él quien más trabajaba por el golpe, sino eso que llamamos los mandos intermedios. El 1 de enero de 1820, el comandante del segundo batallón de Asturias, Rafael del Riego, se pronunció en Cabezas de San Juan y declamó: a América, que vaya la repostera autora de tus días. Esta vez, sin embargo, no se produjo el tipo fueguillo rápidamente acalmado; no habían pasado más que unas horas y al pronunciamiento de Riego se unían otros en La Coruña, Ferrol y Vigo (esa liberal Galicia decimonónica), y luego el pronunciamiento del marqués de Lazán en Zaragoza, Mina en Navarra y, finalmente, el de O’Donell en Ocaña.
El rey juró la Constitución liberal y Riego quedaría impreso en nuestra iconografía como símbolo de la libertad. Él y su himno, que es el himno que, por error, hace un año o así le tocaron al equipo español de Copa Davis en Australia. Ese himno que mucha gente canta con una letra que dice:
Si los curas y frailes supieran
la paliza que van a llevar
bajarían del coro cantando:
¡Libertad, libertad, libertad!
Aunque yo puedo ofrecer otras versiones de la época. Por ejemplo, ésta se cantaba por los tiempos de primera guerra carlista:
Disfrazado de perro de presa
un carlista se vino a Madrid
pero un guardia del Ayuntamiento
la morcilla le dio en Chamberí.
O ésta otra, propia de algunos años más tarde:
Espartero le dio a la reina
¡Hija mía de mi corazón
si no tienes bastante milicia
formaremos otro batallón…
El siguiente golpe de Estado se produce en 1823, que es lo que tarda Fernando VII en hartarse de la farsa liberal y conseguir que las monarquías absolutas europeas le metan en España a los Cien Mil Hijos de San Luis para darle la vuelta a la tortilla.
Como es bien sabido, en aquella Corte absolutista again de Fernando VII, el rey Capullo, se produjo el choque de trenes de la competencia entre dos mujeres, ambas cuñadas del rey. Eran ellas María Francisca, esposa del infante Don Carlos (de donde el carlismo); y la otra Luisa Carlota, esposa del también infante Francisco de Paula. Eran, pues, el Marichalar y el Urdangarín de la época, sólo que ellas manejaban de la leche y venían a representar las dos vías de evolución de la monarquía borbónica: una, absolutista a machamartillo y la otra, algo más moderada y liberaloide.
María Francisca fue la primera en mover ficha con las asonadas del brigadier Capapé, por un lado; y de los generales Grimarest y Bessières, por el otro. No llegaron a nada porque los ejércitos estaban hasta las cejas de oficiales liberales, así pues era difícil moverlos con un objetivo absolutista. Posteriormente, un cabecilla absolutista catalán, José Bussons, conocido como El Jep dels Estanys, y el coronel Rafi-Vidal, dieron otro golpe de Estado, fracasado, en Cataluña.
Muerto el rey y comenzadas las guerras carlistas, la rueda de las asonadas no dejó de rodar. Poco después de dicho fallecimiento, el capitán Cardero dirigió un golpe de Estado contra el gobierno moderado, golpe que consistió en tomar con ochocientos hombres la Casa de Correos (actual sede de la Comunidad de Madrid, en la Puerta del Sol) y hacerse fuerte allí. Fue un golpe de coña, pero aún así fue trágico porque el general que allí fue a sofocarlo, José Canterac, habría de morir estúpidamente. Los sublevados, por cierto, no fueron castigados. Salieron de la Casa tocando marchitas y más contentos que unas pascuas, camino del frente del Norte.
También hemos de anotar, en aquella época, el golpe del general Latre en Andalucía, o el motín de los sargentos de La Granja, en el que la regente fue obligada a firmar un decreto volviendo a poner en vigor la Constitución del 12, La Pepa. O la sublevación de oficiales de la brigada de Van-Halen en Aravaca [siempre que leo esto me los imagino bajando a Madrid por la cuesta de las Perdices, con melenas hasta los hombros y guitarras eléctricas]; o la sublevación de Miranda de Ebro donde perdió la vida Ceballos de la Escalera; o la de Pamplona, donde moriría el general Sarsfield.
En 1840, terminada la guerra civil (por el momento), progresistas y moderados debían convivir; pero lo cierto es que éstos últimos, apoyados por la reina regente, querían el mal del jefe progresista Espartero y quedarse con el poder. Por esta razón, en octubre de 1841, dos generales: Manuel de la Concha y Diego de León, dirigen una operación de secuestro de la reina Isabel II y de su hermana la infanta Luisa Fernanda, secuestro que no puede llevarse a cabo por la heroica resistencia del regimiento de alabarderos de palacio, al mando del coronel Dulce.
Espartero creyó haber cortado la cabeza de la serpiente con la ejecución de Diego de León. Sin embargo, poco después de la ejecución, Borso di Carminati se alzó en Zaragoza, y se vio secundado por Piquero y Montes de Oca en Vitoria, O’Donell en Pamplona (sí, el mismo que se había unido a Riego; hay militares que le dan a pelo y a pluma) y Oribe en Toro. La sublevación, no obstante, fracasó.
En 1843, sin embargo, los enemigos de los progresistas habían conseguido crear un ambiente en su contra en media España. El general Narváez, el Espadón de Loja, se había coligado con el general Serrano, el que hoy da nombre a la calle pija, así como Zurbano y Seoane; se alzó en Torrejón de Ardoz, donde aún no había una base militar estadounidense, pero se dominaba Madrid. El regente salió por patas de España.
No obstante, dentro del propio gobierno conservador habría disensiones, y la negativa que recibieron sus facciones más progres de reformar la Constitución les movió a montar, casi ipso facto, movidas en Cataluña, Aragón, Galicia, Alicante, Murcia y Cartagena. Los progresistas, por su parte, se nuclearon alrededor del general Zurbano –such is life‑ el cual se animó a alzarse en su tierra, Logroño, más concretamente en las cercanías de Haro, en un pronunciamiento que Narváez aplastó sin demasiado esfuerzo, y que le costó la vida.
No obstante, ya hemos visto que los progresistas, o sea liberales, no cejaban fácilmente en el empeño de alzarse. El 2 de abril de 1846 hubo una sublevación en Lugo; en mayo de 1848, el comandante Buceta toma la plaza Mayor de Madrid, invasión que declinó no sin una dura lucha en la que moriría el general José Fulgosio. En Sevilla, poco después, se sublevaron el comandante Del Portal y el capitán Mola (abuelo del general Mola que se alzaría con Franco el 18 de julio de 1936). En febrero de 1854 el golpe fue en Zaragoza y lo dio el coronel Hose. En junio, nuevamente O’Donell, junto con los generales Dulce, Ros de Olano y Echagüe, se enfrentaría con las tropas gubernamentales, comandadas por el general Blaser, el puente de Vicálvaro, enfrentamiento tras el cual se retiraron al bello castillo de Manzanares, desde donde se lanzaría un célebre manifiesto, que redactó el no menos célebre político Antonio Cánovas del Castillo. Espartero apareció en Zaragoza y en Madrid el pueblo se sublevó, a las órdenes del general Evaristo San Miguel. Entre la Vicalvarada, la llegada de Espartero y tal, la revolución triunfó.
¿Tranquilidad? Ni de coña. En 1856, dos años después, ya estaban los propios liberales progresistas divididos. El personal adoraba a Espartero, pero odiaba a O’Donell, que era ministro de la guerra. Por ello, la Milicia Nacional se alzó contra él y O’Donell tuvo que reunir para hacerle frente nada menos que 10.000 hombres. A partir de ahí la cosa se calma un poco, entre otras cosas porque estábamos en guerra en África y no era cosa de andar con milongas. Pero, aún así, en 1860 habría un pronunciamiento carlista, dirigido por el mariscal Jaime Ortega.
Para entonces, gobernaba O’Donell y su Unión Patriótica, pero, a pesar de la retirada de Espartero a Logroño, había otros militares liberales que querían destacar. Por ejemplo, Juan Prim, quien dirigió el pronunciamiento de Villarejo, en enero de 1866. Tampoco hay que olvidar la sublevación del cuartel de San Gil, el 22 de junio de 1866, cuando los progresistas jugaron un órdago contra O’Donell con el concurso de Manuel Becerra y de conocidos conspiradores como Pierrad. Este golpe dio para dos días de luchas y casi mil muertos (a los que hay que sumar 68, sí, 68 fusilados).
Muerto O’Donell le sucedió González Bravo, quien dejó de hacer caso a algunos militares amigos del conde de La Bisbal, lo cual provocó que éstos empezasen a pensar, rápidamente, en apiolárselo. Para ello no dudaron en aliarse con Prim, el cual, hemos de recordar, se había alzado contra su otrora jefe político. Pero les dio igual. Esta alianza de difícil naturaleza fue la que estuvo detrás del alzamiento, el 18 de septiembre de 1868, del comandante de la fragata Zaragoza, Topete, en Cádiz; alzamiento que terminaría con la victoria del puente de Alcolea y esa revolución que llamamos La Gloriosa, por la cual la reina Isabel II fue puesta de patitas en Francia. Aquel experimento, como sabemos, acabaría con la disolución del parlamento por el general Pavía y el golpe de Estado de Martínez Campos que trajo de nuevo a los Borbones a España en la persona de Alfonso XII.
Tras la Restauración, el golpismo quedó de manos de los políticos progresistas más radicales, sobre todo Ruiz Zorrilla, quien llegó a alzar tropas, con poco éxito, en Badajoz. Luego empezó la moda de los levantamientos republicanos. Un tal Ferrándiz, comandante, se alzó con treinta soldados (sic) en Santa Coloma de Farnés; otro sargento, llamado Casero, lo hizo en Cartagena y en Madrid, en septiembre de 1889, se alzó el brigadier Villacampa.
¿Los habéis contado? Yo sí: son cuarenta. Entre 1808 y 1889, que son 80 años, contáis cuarenta asonadas, y seguro que no están todas. Y ni siquiera hemos terminado el siglo. En el siglo XX aún nos quedarían por contar el golpe de Primo de Rivera, los dos golpes contra Primo (el de San Juan y el de Sánchez Guerra), la sublevación de Jaca, la de Cuatro Vientos, la revolución de Asturias; podemos incluir en la lista de golpes ese nonato que fue la creación de las Juntas de Defensa; y, por supuesto, no podemos olvidar ni el golpe de estado de 1936 ni el de 1981.
Con esta cantidad de muertos en el armario, ¿quién se siente superior?