Estos días ando bastante liado y tengo poco tiempo para leer, que es la preescritura, y para escribir. Por eso, el ritmo de publicación de artículos se ha tenido que ralentizar un poco, o al menos ésa es la impresión que yo tengo.
En todo caso, trato de imponerme la norma de pasarme por aquí, bien para escribir, bien para colocar algún escrito de Inasequible, una vez cada dos días, más o menos. Hoy me toca pero, como es viernes, y ya sabéis que los post de los viernes me los tomo un poco para salir de la norma, no os voy a hablar de Historia. Os voy a hablar de vosotros.
Alguien me habló hace poco de Google Analytics. Es un servicio gratuito con el que, tras colocar oportuna rutina en el código de la página, consigues obtener datos sobre tu página. No muy convencido, pues yo soy bastante descreído para estas cosas porque no las conozco, tiré para delante. Esto fue hace cinco días. Ahora que ya han pasado, puedo deciros lo que este servicio dice de nosotros.
Acuden a esta tertulia aproximadamente unos 150 visitantes cada jornada. Hay días que nos hemos quedado a piques de ser 200 (nuestro very best es de 197 visitantes en un día) y los fines de semana descansamos (en torno a 60 visitas). Uno de cada tres visitantes es recurrente, aunque tengo para mí que este dato es un poco más elevado en la realidad y está influido por el hecho de que la recogida de datos lleva sólo unos días.
El usuario medio de este blog lee, cada vez que viene, 1,4 páginas. Lo cual quiere decir, o así lo interpreto yo, que con la oferta que tiene el blog en su portada conseguimos que buena parte de los visitantes pinchen en algún otro enlace y se lean algún artículo ya antiguo. Esto me alegra.
La mayor parte de vosotros llega al blog directamente escribiendo la dirección en la barra de navegación. Aunque, según Google, el buscador Google está ganando peso en la forma de llegar aquí. Esto a mí me ha gustado especialmente, pues he de confesar que a veces, cuando he pensado en escribir sobre algún tema, me he preguntado a mí mismo: ¿no estarás abordando algo que no le interesa a nadie? Y no es así: uno ve luego que hay personas buscando en internet referencias sobre los asuntos que ha escrito; comunidad de intereses que se me hace enormemente placentera.
De las 897 visitas producidas en los últimos días, 707 se han realizado desde España. La mayor parte de vosotros está en Madrid (192 visitas). A continuación nos siguen los barceloneses (63 visitas) y vallisoletanos. La cuarta ciudad es Mejorada del Campo (hola, colegas, aqui al lado estamos), Valencia, Sevilla, Palma, Reus, Rota y... ¡cómo no! La Coruña, sí, a minha terra. Y aquí debo parar porque, cuando he expandido la lista, me he encontrado con 169 emplazamientos más. Confieso que he tenido que tirar de atlas para saber dónde están Samper del Sal, Nuevo Rocío, Pozán de Vero, Corralejo, Poblete, Flechilla, Cuatretonda o Asprillas.
¿Tenéis curiosidad por saber qué pais sigue después de España? Pues es México lindo y querido, seguido de su vecino del norte, los Estados Unidos de Norteamérica (espero que no sean los herederos de Dillinger, en cuyo caso voy dado). Luego está Francia (¿será por lo de las campañas napoleónicas?), Colombia, Venezuela, Argentina, Reino Unido, Alemania, Italia, Tailandia, Perú, Chile, Ecuador, República Dominicana, Países Bajos, Bolivia, Taiwan, Rumanía, Polonia, Guatemala, Brasil, la República Checa, Filipinas, Cuba, Japón, Marruecos, Honduras, Suiza, Noruega, Irlanda, El Salvador y Camboya. He querido citar todos los países porque a todos, si leeis este post, os quiero saludar. Hola, colegas.
Dado que Google Analytics es una herramienta de marketing, estoy en condiciones de informaros de los ingresos que me habéis reportado: 897 visitas, a cero dólares cada una, resultado cero dólares. Y así pienso continuar.
Bienvenidos todos.
viernes, enero 26, 2007
miércoles, enero 24, 2007
1888:España se enseña
Al llegar el siglo XIX, a España la miró un tuerto. El siglo empezó con el follón de los españoles con Godoy y la invasión francesa (por fin, España en manos de quien siempre la había ambicionado), situación que sólo se enderezó mediante una rebelión nacional, durante la cual se inventó la guerra de guerrillas. En un ejercicio de esquizofrenia muy español, quienes combatían al francés, al tiempo, redactaban una Constitución basada en los principios de la revolución francesa. Tras la marcha del invasor pensaron que esos principios liberales alumbrarían la vida de España, pero no fue así. El país comenzó a vivir una longa noite de pedra (frase que da título a un bellísimo poema), con algún que otro intermedio liberal, durante la cual se desangró en la más duradera guerra civil que jamás se haya vivido en nuestro país.
Por medio, a España se le fueron cayendo los últimos adornos de ese vestido repujado que había sido su imperio. A hombros de gigantes llamados Bolívar, San Martín, O’Higgins, la joya de nuestra corona, Latinoamérica, se independizó, de forma que, a finales del siglo, apenas nos quedaban Filipinas, Puerto Rico y Cuba, amén de las posesiones africanas.
Algún día, espero que no muy lejano, os contaré por qué la calle de Madrid que registra más intensidad de tráfico se llama de Raimundo Fernández Villaverde. Como adelanto, os diré que la situación que este hacendista hubo de enfrentar al final del siglo no le desmerece nada a la de los países hoy endeudados y empobrecidos. España se pasó el siglo XIX desangrándose y, en las últimas boqueadas del siglo, estaba para los restos. Nadie apostaba un duro por ella como nación moderna y capaz.
Nadie, no. Hubo dos personas que sí apostaron por España. Y ganaron. Su victoria queda oculta por la Historia porque, diez años después, la pérdida de Cuba nos sumiría en el más profundo pesimismo sobre nosotros mismos. Pero antes, en 1888, fuimos grandes. Y lo fuimos gracias a Práxedes Mateo Sagasta y, sobre todo, a Francisco de Paula Ríus y Taulet, alcalde de Barcelona.
En 1851, inaugurando una edad moderna aún no acabada, se celebró en Inglaterra la primera Exposición Universal. Fue todo un espectáculo organizado por los ingleses para mostrar al mundo las maravillas de la revolución industrial, aquellas máquinas que eran capaces de realizar como si tal cosa el trabajo esforzado de decenas de hombres forzudos. Quienes tuvieron la suerte de acudir a aquella exposición pudieron verla incluso tras caer la tarde, bajo la iluminación de gas que allí se estrenó.
A la exposición de Londres siguió la de París, la cual, según las crónicas, fue invadida por expositores alemanes, muy empeñados en demostrar la grandeza de su nación. Luego llegó la de Filadelfia, de la que en Europa se contaron bondades sin fin, Viena, Turín… Todo aquél que quería ser algo en el concierto internacional parecía tener que demostrarlo montando una exposición.
Ésta fue la idea que se le ocurrió a Eugenio R. Serrano de Casanova, un extraño hombre de negocios español que editaba una revista para turistas en Bélgica. Acostumbrado al negocio de generar visitantes para que se gasten pasta, albergó la idea de organizar una gran feria de muestras en España, y se decidió por Barcelona porque, de todas las capitales españoles, era la que estaba más cerca de la frontera que los visitantes deberían traspasar. En Amberes, Casanova contactó con otro español, Alejandro Sallé, que se movía por esos mundos de las ferias y, de hecho, poseía varios edificios desmontables, stands los llamamos hoy. Ambos se asociaron para montar la feria y abrieron despacho de influencias en la calle de Escudillers de Barcelona.
Casanova montó una junta directiva de lo que hasta entonces sólo era una feria de muestras con algunos de los grandes personajes del todo Barcelona empresarial del momento: Juan Pujol, Francisco López Fabra, Manuel Durán i Bas, Manuel Porcar, José María Nadal, Félix Maciá Bonaplata, Román Macaya i Gilbert, Ramón de Manjarrés y Francisco Sitjá. Al alcalde de Barcelona, Ríus y Taulet, le ofreció la presidencia honorífica, por aquello de que figurase y pusiera algo de pasta. A principios de 1887, toda esta parafernalia se había ido al carajo, el dinero no aparecía por ningún lugar y el proyecto, por la vía de los hechos, estaba abandonado.
Éste debería haber sido el destino de la Exposición Universal de Barcelona de no haber sido por Ríus y Taulet. Al alcalde de Barcelona, con mucha probabilidad, lo movieron dos razones para tirar para delante: la primera, sus convicciones políticas: era muy liberal, muy dinástico y muy español. Y las tres cosas: el liberalismo, la casa reinante y España entera, necesitaban, en aquel momento, de un empujoncito. El segundo factor que probablemente valoró fue la visión de que el proyecto le podría ayudar en sus proyectos de cambiar Barcelona. Porque si alguien cree que los cambios que operaron en la ciudad los Juegos Olímpicos de 1992 son grandes, eso sólo significa que no tiene 150 años de edad para recordar cómo puede una Exposición Universal cambiar una ciudad.
En 1887, el Borbón regresado, o más bien restaurado, Alfonso XII, había muerto. Era regente de España María Cristina de Habsburgo-Lorena, una extranjera de escaso carisma, cuyo hijo, el futuro rey, era aún tan sólo un niño. Para colmo, en Barcelona ya comenzaban a percibirse los problemas derivados del enfrentamiento entre un Estado centralista y una sociedad crecientemente regionalista. Esto se notaba, sobre todo, a través del teatro, que era el espectáculo de masas de la época. La mayoría de los autores de éxito catalanes se dedicaron entonces a la parodia. Se pusieron de moda las gatadas, que eran obras satíricas que ridiculizaban algún estreno patrio, normalmente dedicado a ensalzar las virtudes de lo español. Son ejemplos La Esquella de la Torratxa o El Castell de Tres Dragons, de lectura deliciosa aún hoy en día (traducidas, en mi caso), que escribió Federico Soler, o Serafí Pitarra, como solía firmar. Prueba de cómo se pusieron las cosas es la orden de 27 de enero de 1867, dada por el gobernador civil de Barcelona, Cayetano Bonafós, y que dicta lo siguiente (las cursivas son mías): «En vista de la comunicación pasada a este Ministerio por el Censor interino de teatros del Reino con fecha 4 del corriente, en la que se hace notar el gran número de producciones dramáticas que se presentan a la Censura escritas en los diferentes dialectos, y considerando que esta novedad ha de contribuir a fomentar el espíritu autóctono de las mismas, destruyendo el medio más eficaz para que se generalice el uso de la lengua nacional: la Reina (q.D.g.) ha tenido a bien disponer que en adelante no se admitan a la Censura obras dramáticas que estén exclusivamente escritas en cualquiera de los dialectos de las provincias españolas».
Hecha la ley, hecha la trampa. Pitarra y los demás empezaron a escribir obras bilingües. En ellas, todos los personajes imbéciles, avaros, vagos, feos, gordos, malolientes y flatulentos hablan en español; y George Clooney y Angelina Jolie, indefectiblemente, hablan la lengua de los jordis.
A Ríus, estas situaciones le escocían. Y, por eso, tuvo, como diría Luther King, un sueño: soñó con el espacio dejado por un feo cuartel ya derruido convertido en un hermoso parque, el parque de la Ciudadela, y dentro de él, una Exposición Universal. Soñó que la familia real acudía a Barcelona a inaugurar la exposición, y era vitoreada por las calles. Y, nada más despertarse del sueño, decidió que lo haría. Quizá, quizá, se dijo eso que dice mi nunca-suficientemente-admirada Eva Longoria: porque yo lo valgo.
Después de algunos contactos previos con comerciantes e industriales de la zona, Ríus, consciente de que nada era posible sin el concurso de Madrid, a Madrid se vino. Visitó al presidente del gobierno, el liberal Sagasta, quien le dio buenas palabras, pero, probablemente, no estaba pensando sino en darle largas. Sagasta argumentó la delicada situación creada en España con la muerte del rey, que eliminaba toda posibilidad de andar con cachondeos. Ése era el momento que esperaba Ríus: cuando le respondió que lo que él quería era a los Borbones en Barcelona, inaugurando la Exposición, al viejo político liberal le hicieron los ojos chiribitas. Aún así, no dio su brazo a torcer. Citó a Ríus para dos días después, quizá para decirle que se lo había pensado y que pasaba. Pero a los dos días, el alcalde de Barcelona se presentó en el despacho del presidente con el proyecto de la Exposición completo. Hasta el último detalle. Sagasta cedió. El Estado contribuyó a la Exposición Universal con una subvención directa de dos millones de pesetas (un pastón) y la autorización al Ayuntamiento para celebrar un sorteo de la Lotería Nacional a beneficio de la Exposición.
Ríus montó un equipo organizador a su imagen y semejanza, donde era figura cimera su más estrecho colaborador Carlos Pirozzini; y el gobierno, por su parte, nombró comisario regio al más prominente banquero catalán de la época, Manuel Girona. Sin embargo, la organización no fue fácil. En primer lugar, Barcelona y España entera se tomaron aquella historia a beneficio de inventario. La mayoría de los barceloneses pensaban que la Exposición era una cáscara vacía, una iniciativa sin contenido (sí, sí, la Historia se repite constantemente: como el Fórum de las Culturas). Alguien redactó un manifiesto aseverando que la Exposición iba a arruinar a la ciudad, lo tradujo a varios idiomas y lo distribuyó en el extranjero, buscando que los diferentes países decidiesen no venir. Quizá el punto más peligroso para la Exposición fue la defección del líder catalanista Valentí Almirall. Almirall había sido nombrado consejero de la Exposición, pero dimitió en septiembre de 1887, menos de un año antes de la celebración, mediante un durísimo manifiesto público en el que renegaba de la convocatoria por considerar que suponía un triunfo del españolismo (que lo fue, por cierto).
Otro frente de críticas para el Ayuntamiento fueron, cómo no, las obras. Se pensó en levantar un monumento a Colón y, a partir del mismo, abrir un agradable paseo lleno de palmeras. A los barceloneses de hoy les parecerá que la idea es brillante y hermosa; pero han de saber que sus tatarabuelos bautizaron a aquella avenida Paseo de las Escobas, dijeron que las palmeras eran feísimas, que morirían de frío en invierno, y unas cuantas cosas más. Impasible el ademán, el ayuntamiento barcelonés seguía con sus obras y, expandiéndose hacia el Tibidabo, se encontró con un albañal, un barrizal infecto donde además a nadie se le ocurría aventurarse con algo de valor encima, no sé si me entendéis. En aquel lugar lóbrego y asqueroso se levantó la Rambla de Cataluña, y fue obra tan capital e importante que, cuentan las crónicas, los propietarios de la zona, a quienes su urbanización medró en buena medida, quisieron regalarle un solar en la calle a Ríus, que se negó a tomarlo.
La fiebre de la Exposición fue fiebre constructora. En nada menos que 53 días se levantó el Hotel Internacional, en el mismo paseo de Colón. Un edificio de cinco plantas al estilo de los grandes hoteles europeos diseñado para dar alojamiento a los visitantes extranjeros en una ciudad que todavía lo era de fondas y hostales, repleta, pues, de eso que se denomina hoteles de tres arañas. Se convocó un concurso para construir el hotel, pero era tan poco el tiempo que sólo se presentó, en plan sietemachos, un arquitecto, Luis Doménech i Montaner, que cumplió, eso sí, a base de contratar a 222 albañiles y 440 peones, que se dice pronto. Los barceloneses se hacían lenguas. ¡El Hotel Internacional tenía un chef francés! Se llamaba Bourgeois y trabajaba en una cocina enorme, en una de cuyas planchas se podían hacer 400 filetes a la vez. Dado que la concesión para levantar el hotel sólo llegaba al tiempo de la Exposición, al terminar ésta fue derribado.
El arco de triunfo que conmemora la Exposición costó 125.000 pesetas. El Palacio de Bellas Artes, 600.000. El enorme Palacio de la Industria (50.000 metros cuadrados de modernidad), 1.700.000 pesetas. Incluso se construyó un puente, que comunicaba las instalaciones del mar con las de la tierra. Medía 145 metros de largo. Además de palacios, se construyeron quioscos y restaurantes varios, tres montañas rusas, fuentes, cascadas, lagos y estatuas.
La Exposición fue un éxito sin paliativos. Acudieron 6.233 expositores españoles. Lógicamente, quien más aportó fue Barcelona (2.074), seguida de Logroño (456) y Tarragona (302). Hubo pabellones de Alemania, Austria-Hungría, Bélgica, Bolivia, Chile, China, Ecuador, Estados Unidos, Francia, Inglaterra, Italia, Japón, Paraguay, Portugal, Turquía, Rusia, Suecia, Noruega, Uruguay y Suiza. La exposición se inauguró el 20 de mayo, pero la familia real española se quedó hasta el 6 de julio. Ríus y Taulet había tenido un sueño, y no había despertado.
A todos nos hace gracia el pasado. Miramos en la tele o en el cine las imágenes de hace casi un siglo, esas tomas de cine aceleradas en las que la gente anda de una forma tan graciosa, y nos da la impresión de estar viendo un mundo pacato, infradesarrollado, en el que no pasaba nada. Sin embargo, esto es incierto no pocas veces, y ésta es una de ellas. La Exposición Universal de 1888 fue para Barcelona y para España un escaparate de oro. Una forma de decirle al mundo que en un país en el que nadie creía, en un lugar que todo el mundo más allá de los Pirineos imaginaba poblado de toreros, navajeros, salteadores de caminos y majas, había muchas personas, físicas y jurídicas, tan hermanadas con el progreso como cualquier otra sociedad europea. En la Exposición de Barcelona, España enseñó sus productos agrícolas, su maquinaria, sus procesos de producción, enseñó sus telas, su siderurgia, su industria de armamento; España enseñó y se enseñó, lo cual quiere decir que dejó bien clara su vocación de subirse al entonces aún débil, traqueteante tren de Europa.
Eso, con todos los respetos, no hay olimpiada que lo iguale.
Por medio, a España se le fueron cayendo los últimos adornos de ese vestido repujado que había sido su imperio. A hombros de gigantes llamados Bolívar, San Martín, O’Higgins, la joya de nuestra corona, Latinoamérica, se independizó, de forma que, a finales del siglo, apenas nos quedaban Filipinas, Puerto Rico y Cuba, amén de las posesiones africanas.
Algún día, espero que no muy lejano, os contaré por qué la calle de Madrid que registra más intensidad de tráfico se llama de Raimundo Fernández Villaverde. Como adelanto, os diré que la situación que este hacendista hubo de enfrentar al final del siglo no le desmerece nada a la de los países hoy endeudados y empobrecidos. España se pasó el siglo XIX desangrándose y, en las últimas boqueadas del siglo, estaba para los restos. Nadie apostaba un duro por ella como nación moderna y capaz.
Nadie, no. Hubo dos personas que sí apostaron por España. Y ganaron. Su victoria queda oculta por la Historia porque, diez años después, la pérdida de Cuba nos sumiría en el más profundo pesimismo sobre nosotros mismos. Pero antes, en 1888, fuimos grandes. Y lo fuimos gracias a Práxedes Mateo Sagasta y, sobre todo, a Francisco de Paula Ríus y Taulet, alcalde de Barcelona.
En 1851, inaugurando una edad moderna aún no acabada, se celebró en Inglaterra la primera Exposición Universal. Fue todo un espectáculo organizado por los ingleses para mostrar al mundo las maravillas de la revolución industrial, aquellas máquinas que eran capaces de realizar como si tal cosa el trabajo esforzado de decenas de hombres forzudos. Quienes tuvieron la suerte de acudir a aquella exposición pudieron verla incluso tras caer la tarde, bajo la iluminación de gas que allí se estrenó.
A la exposición de Londres siguió la de París, la cual, según las crónicas, fue invadida por expositores alemanes, muy empeñados en demostrar la grandeza de su nación. Luego llegó la de Filadelfia, de la que en Europa se contaron bondades sin fin, Viena, Turín… Todo aquél que quería ser algo en el concierto internacional parecía tener que demostrarlo montando una exposición.
Ésta fue la idea que se le ocurrió a Eugenio R. Serrano de Casanova, un extraño hombre de negocios español que editaba una revista para turistas en Bélgica. Acostumbrado al negocio de generar visitantes para que se gasten pasta, albergó la idea de organizar una gran feria de muestras en España, y se decidió por Barcelona porque, de todas las capitales españoles, era la que estaba más cerca de la frontera que los visitantes deberían traspasar. En Amberes, Casanova contactó con otro español, Alejandro Sallé, que se movía por esos mundos de las ferias y, de hecho, poseía varios edificios desmontables, stands los llamamos hoy. Ambos se asociaron para montar la feria y abrieron despacho de influencias en la calle de Escudillers de Barcelona.
Casanova montó una junta directiva de lo que hasta entonces sólo era una feria de muestras con algunos de los grandes personajes del todo Barcelona empresarial del momento: Juan Pujol, Francisco López Fabra, Manuel Durán i Bas, Manuel Porcar, José María Nadal, Félix Maciá Bonaplata, Román Macaya i Gilbert, Ramón de Manjarrés y Francisco Sitjá. Al alcalde de Barcelona, Ríus y Taulet, le ofreció la presidencia honorífica, por aquello de que figurase y pusiera algo de pasta. A principios de 1887, toda esta parafernalia se había ido al carajo, el dinero no aparecía por ningún lugar y el proyecto, por la vía de los hechos, estaba abandonado.
Éste debería haber sido el destino de la Exposición Universal de Barcelona de no haber sido por Ríus y Taulet. Al alcalde de Barcelona, con mucha probabilidad, lo movieron dos razones para tirar para delante: la primera, sus convicciones políticas: era muy liberal, muy dinástico y muy español. Y las tres cosas: el liberalismo, la casa reinante y España entera, necesitaban, en aquel momento, de un empujoncito. El segundo factor que probablemente valoró fue la visión de que el proyecto le podría ayudar en sus proyectos de cambiar Barcelona. Porque si alguien cree que los cambios que operaron en la ciudad los Juegos Olímpicos de 1992 son grandes, eso sólo significa que no tiene 150 años de edad para recordar cómo puede una Exposición Universal cambiar una ciudad.
En 1887, el Borbón regresado, o más bien restaurado, Alfonso XII, había muerto. Era regente de España María Cristina de Habsburgo-Lorena, una extranjera de escaso carisma, cuyo hijo, el futuro rey, era aún tan sólo un niño. Para colmo, en Barcelona ya comenzaban a percibirse los problemas derivados del enfrentamiento entre un Estado centralista y una sociedad crecientemente regionalista. Esto se notaba, sobre todo, a través del teatro, que era el espectáculo de masas de la época. La mayoría de los autores de éxito catalanes se dedicaron entonces a la parodia. Se pusieron de moda las gatadas, que eran obras satíricas que ridiculizaban algún estreno patrio, normalmente dedicado a ensalzar las virtudes de lo español. Son ejemplos La Esquella de la Torratxa o El Castell de Tres Dragons, de lectura deliciosa aún hoy en día (traducidas, en mi caso), que escribió Federico Soler, o Serafí Pitarra, como solía firmar. Prueba de cómo se pusieron las cosas es la orden de 27 de enero de 1867, dada por el gobernador civil de Barcelona, Cayetano Bonafós, y que dicta lo siguiente (las cursivas son mías): «En vista de la comunicación pasada a este Ministerio por el Censor interino de teatros del Reino con fecha 4 del corriente, en la que se hace notar el gran número de producciones dramáticas que se presentan a la Censura escritas en los diferentes dialectos, y considerando que esta novedad ha de contribuir a fomentar el espíritu autóctono de las mismas, destruyendo el medio más eficaz para que se generalice el uso de la lengua nacional: la Reina (q.D.g.) ha tenido a bien disponer que en adelante no se admitan a la Censura obras dramáticas que estén exclusivamente escritas en cualquiera de los dialectos de las provincias españolas».
Hecha la ley, hecha la trampa. Pitarra y los demás empezaron a escribir obras bilingües. En ellas, todos los personajes imbéciles, avaros, vagos, feos, gordos, malolientes y flatulentos hablan en español; y George Clooney y Angelina Jolie, indefectiblemente, hablan la lengua de los jordis.
A Ríus, estas situaciones le escocían. Y, por eso, tuvo, como diría Luther King, un sueño: soñó con el espacio dejado por un feo cuartel ya derruido convertido en un hermoso parque, el parque de la Ciudadela, y dentro de él, una Exposición Universal. Soñó que la familia real acudía a Barcelona a inaugurar la exposición, y era vitoreada por las calles. Y, nada más despertarse del sueño, decidió que lo haría. Quizá, quizá, se dijo eso que dice mi nunca-suficientemente-admirada Eva Longoria: porque yo lo valgo.
Después de algunos contactos previos con comerciantes e industriales de la zona, Ríus, consciente de que nada era posible sin el concurso de Madrid, a Madrid se vino. Visitó al presidente del gobierno, el liberal Sagasta, quien le dio buenas palabras, pero, probablemente, no estaba pensando sino en darle largas. Sagasta argumentó la delicada situación creada en España con la muerte del rey, que eliminaba toda posibilidad de andar con cachondeos. Ése era el momento que esperaba Ríus: cuando le respondió que lo que él quería era a los Borbones en Barcelona, inaugurando la Exposición, al viejo político liberal le hicieron los ojos chiribitas. Aún así, no dio su brazo a torcer. Citó a Ríus para dos días después, quizá para decirle que se lo había pensado y que pasaba. Pero a los dos días, el alcalde de Barcelona se presentó en el despacho del presidente con el proyecto de la Exposición completo. Hasta el último detalle. Sagasta cedió. El Estado contribuyó a la Exposición Universal con una subvención directa de dos millones de pesetas (un pastón) y la autorización al Ayuntamiento para celebrar un sorteo de la Lotería Nacional a beneficio de la Exposición.
Ríus montó un equipo organizador a su imagen y semejanza, donde era figura cimera su más estrecho colaborador Carlos Pirozzini; y el gobierno, por su parte, nombró comisario regio al más prominente banquero catalán de la época, Manuel Girona. Sin embargo, la organización no fue fácil. En primer lugar, Barcelona y España entera se tomaron aquella historia a beneficio de inventario. La mayoría de los barceloneses pensaban que la Exposición era una cáscara vacía, una iniciativa sin contenido (sí, sí, la Historia se repite constantemente: como el Fórum de las Culturas). Alguien redactó un manifiesto aseverando que la Exposición iba a arruinar a la ciudad, lo tradujo a varios idiomas y lo distribuyó en el extranjero, buscando que los diferentes países decidiesen no venir. Quizá el punto más peligroso para la Exposición fue la defección del líder catalanista Valentí Almirall. Almirall había sido nombrado consejero de la Exposición, pero dimitió en septiembre de 1887, menos de un año antes de la celebración, mediante un durísimo manifiesto público en el que renegaba de la convocatoria por considerar que suponía un triunfo del españolismo (que lo fue, por cierto).
Otro frente de críticas para el Ayuntamiento fueron, cómo no, las obras. Se pensó en levantar un monumento a Colón y, a partir del mismo, abrir un agradable paseo lleno de palmeras. A los barceloneses de hoy les parecerá que la idea es brillante y hermosa; pero han de saber que sus tatarabuelos bautizaron a aquella avenida Paseo de las Escobas, dijeron que las palmeras eran feísimas, que morirían de frío en invierno, y unas cuantas cosas más. Impasible el ademán, el ayuntamiento barcelonés seguía con sus obras y, expandiéndose hacia el Tibidabo, se encontró con un albañal, un barrizal infecto donde además a nadie se le ocurría aventurarse con algo de valor encima, no sé si me entendéis. En aquel lugar lóbrego y asqueroso se levantó la Rambla de Cataluña, y fue obra tan capital e importante que, cuentan las crónicas, los propietarios de la zona, a quienes su urbanización medró en buena medida, quisieron regalarle un solar en la calle a Ríus, que se negó a tomarlo.
La fiebre de la Exposición fue fiebre constructora. En nada menos que 53 días se levantó el Hotel Internacional, en el mismo paseo de Colón. Un edificio de cinco plantas al estilo de los grandes hoteles europeos diseñado para dar alojamiento a los visitantes extranjeros en una ciudad que todavía lo era de fondas y hostales, repleta, pues, de eso que se denomina hoteles de tres arañas. Se convocó un concurso para construir el hotel, pero era tan poco el tiempo que sólo se presentó, en plan sietemachos, un arquitecto, Luis Doménech i Montaner, que cumplió, eso sí, a base de contratar a 222 albañiles y 440 peones, que se dice pronto. Los barceloneses se hacían lenguas. ¡El Hotel Internacional tenía un chef francés! Se llamaba Bourgeois y trabajaba en una cocina enorme, en una de cuyas planchas se podían hacer 400 filetes a la vez. Dado que la concesión para levantar el hotel sólo llegaba al tiempo de la Exposición, al terminar ésta fue derribado.
El arco de triunfo que conmemora la Exposición costó 125.000 pesetas. El Palacio de Bellas Artes, 600.000. El enorme Palacio de la Industria (50.000 metros cuadrados de modernidad), 1.700.000 pesetas. Incluso se construyó un puente, que comunicaba las instalaciones del mar con las de la tierra. Medía 145 metros de largo. Además de palacios, se construyeron quioscos y restaurantes varios, tres montañas rusas, fuentes, cascadas, lagos y estatuas.
La Exposición fue un éxito sin paliativos. Acudieron 6.233 expositores españoles. Lógicamente, quien más aportó fue Barcelona (2.074), seguida de Logroño (456) y Tarragona (302). Hubo pabellones de Alemania, Austria-Hungría, Bélgica, Bolivia, Chile, China, Ecuador, Estados Unidos, Francia, Inglaterra, Italia, Japón, Paraguay, Portugal, Turquía, Rusia, Suecia, Noruega, Uruguay y Suiza. La exposición se inauguró el 20 de mayo, pero la familia real española se quedó hasta el 6 de julio. Ríus y Taulet había tenido un sueño, y no había despertado.
A todos nos hace gracia el pasado. Miramos en la tele o en el cine las imágenes de hace casi un siglo, esas tomas de cine aceleradas en las que la gente anda de una forma tan graciosa, y nos da la impresión de estar viendo un mundo pacato, infradesarrollado, en el que no pasaba nada. Sin embargo, esto es incierto no pocas veces, y ésta es una de ellas. La Exposición Universal de 1888 fue para Barcelona y para España un escaparate de oro. Una forma de decirle al mundo que en un país en el que nadie creía, en un lugar que todo el mundo más allá de los Pirineos imaginaba poblado de toreros, navajeros, salteadores de caminos y majas, había muchas personas, físicas y jurídicas, tan hermanadas con el progreso como cualquier otra sociedad europea. En la Exposición de Barcelona, España enseñó sus productos agrícolas, su maquinaria, sus procesos de producción, enseñó sus telas, su siderurgia, su industria de armamento; España enseñó y se enseñó, lo cual quiere decir que dejó bien clara su vocación de subirse al entonces aún débil, traqueteante tren de Europa.
Eso, con todos los respetos, no hay olimpiada que lo iguale.
martes, enero 23, 2007
Si eres buen poeta, serás mal estratega
Aquí os dejo este post de Ina, una pequeña lección que nos enseña que es difícil hacer dos cosas bien a la vez: o se escriben buenos versos, o se sabe gobernar.
Al-Mutamid Ibn Abbad (1039-1095) fue el último rey de Sevilla. Fue un rey hábil, ejemplo de que ya había maquiavélicos antes de Maquiavelo, al que le tocó gobernar sobre un reino débil, situado entre dos vecinos demasiado poderosos: el Reino de Castilla y los almorávides. Más que por su infortunado reinado, hoy lo recordamos por sus poemas: Al-Mutamid fue uno de los mejores poetas hispano-musulmanes. De hecho, fue mejor poeta que rey.
Te escribo consciente de que estás lejos de mí,
y en mi corazón, la congoja de la tristeza;
no escriben los cálamos sino mis lágrimas
que trazan un escrito de amor sobre la página de la mejilla;
si no lo impidiera la gloria, te visitaría apasionado
y a escondidas, como visita el rocío los pétalos de la rosa;
te besaría los labios rojos bajo el velo
y te abrazaría del cinturón al collar.
¡Ausente de mi lado, estás junto a mí!
Si de mis ojos estás ausente, no de mi corazón.
¡Cumple la promesa que nos hicimos, pues yo,
tú lo sabes, cumplo mi parte!
(traducción de María Jesús Rubiera Mata)
En junio de 1090, los almorávides volvieron, pero esta vez ya no iban a ser las marionetas de nadie. En septiembre tomaron Granada. Una prueba de cómo habían menospreciado los reyes de taifas a los almorávides fue que al-Mutamid fue a felicitar al caudillo almorávide Yusuf ibn Tašufin por la conquista y a sugerirle de paso que le entregase la ciudad a cambio de Algeciras, que los almorávides tenían ocupada desde 1085. Ibn-Tašufin debió de ponerle los puntos sobre las íes, porque tras esa entrevista al-Mutamid le dijo al rey de Badajoz: «Ponte a salvo, porque ya has visto lo que le ha ocurrido al señor de Granada y lo que mañana me ocurrirá a mí». Probablemente fue entonces cuando por primera vez en su vida entendió que él y los demás reyes de taifas navegaban en el mismo barco y que eran más los intereses que les unían que los que les separaban. Pero ya era demasiado tarde.
Al-Mutamid e Ibn Al-Aftas de Badajoz pudieron ayuda a Alfonso VI. Los almorávides no necesitaban mejor excusa moral que ésa para declararles la guerra. Aunque según estaban las cosas, les hubiesen acabado declarando la guerra con excusa o sin excusa. En marzo de 1091, los almorávides conquistaron Córdoba, cuyo gobernador, al-Mamun, uno de los hijos de al-Mutamid, acabó con la cabeza puesta en una pica. Sevilla fue asediada y cayó en septiembre el mismo año. Tras eso, para al-Mutamid, vinieron el exilio entre camelleros norteafricanos, la pobreza y la muerte.
Al-Mutamid Ibn Abbad (1039-1095) fue el último rey de Sevilla. Fue un rey hábil, ejemplo de que ya había maquiavélicos antes de Maquiavelo, al que le tocó gobernar sobre un reino débil, situado entre dos vecinos demasiado poderosos: el Reino de Castilla y los almorávides. Más que por su infortunado reinado, hoy lo recordamos por sus poemas: Al-Mutamid fue uno de los mejores poetas hispano-musulmanes. De hecho, fue mejor poeta que rey.
Te escribo consciente de que estás lejos de mí,
y en mi corazón, la congoja de la tristeza;
no escriben los cálamos sino mis lágrimas
que trazan un escrito de amor sobre la página de la mejilla;
si no lo impidiera la gloria, te visitaría apasionado
y a escondidas, como visita el rocío los pétalos de la rosa;
te besaría los labios rojos bajo el velo
y te abrazaría del cinturón al collar.
¡Ausente de mi lado, estás junto a mí!
Si de mis ojos estás ausente, no de mi corazón.
¡Cumple la promesa que nos hicimos, pues yo,
tú lo sabes, cumplo mi parte!
(traducción de María Jesús Rubiera Mata)
Cuando subió al trono en 1068, al-Mutamid se encontró con un reino próspero, que era además uno de los más poderosos de Al-Andalus, aunque no tan poderoso que pudiera enfrentarse a Castilla.
Aunque lo suyo fuera más el vino y las mujeres (o sea, como Julio Iglesias; esta nota es de JdJ) que el guerrear, al-Mutamid no pudo sustraerse a ese gran deporte de los reyes de taifas: conspirar y tocarle las narices a los vecinos. En 1070, Sevilla conquistó Córdoba y eso le abrió el apetito a al-Mutamid, a quien empezó a apetecer tener un pisito en Torrevieja y practicar el esquí en Sierra Nevada, es decir, expandirse hacia el este. Allí le salió al paso Alfonso VI de Castilla, que ayudó al rey de Toledo al-Mamun a ocupar Córdoba. Alfonso VI entendía que Sevilla podía ser un rival mucho más peligroso que el débil y mediatizado Toledo. Al-Mamun no vivió lo suficiente como para gozar por mucho tiempo de su triunfo. Murió envenenado y en 1076 al-Mutamid recuperó Córdoba y poco después conquistó la cuenca alta del Guadiana y Murcia. Había logrado su objetivo del pisito en Torrevieja. En cambio lo de hacer esquí en Sierra Nevada se le resistiría. El rey taifa de Granada, Abd-Allah, resultó igual de correoso que al-Mutamid y la partida entre ambos terminó en tablas.
En 1085, Alfonso VI de Castilla conquistó Toledo y eso cambió muchas cosas. Una cosa era que les matonease regularmente y les exigiese el pago de tributo (las parias). Otra cosa era que les conquistase y les privase de harenes, palacios y poder. Los reyes de taifas estaban demasiado desunidos y recelaban demasiado los unos de los otros como para presentar un frente unido frente a Castilla. Por otra parte, militarmente las tornas habían cambiado y los ejércitos andalusíes no eran rival para la caballería pesada cristiana.
Fue entonces que a al-Mutamid y a Abd-Allah se les ocurrió llamar al primo de Zumosol. Inteligentes como eran, olvidaron la máxima histórica de que nadie saca a otro las castañas del fuego a cambio de nada. En este caso el primo de Zumosol eran los almorávides, un grupo de bereberes fanatizados que en medio siglo habían conseguido formar un imperio que abarcaba Marruecos, el oeste de Argelia y buena parte de Mauritania. He leído en algún sitio que al-Mutamid más que llamar a los almorávides quería jugar con la amenaza de que los podía llamar para achantar a Alfonso VI. Es posible, pero me parece más probable que el maquiavélico al-Mutamid pensase que, una vez en la Península, no le costaría trabajo manipular a esos camelleros norteafricanos incultos. Desde la sofisticada al-Andalus resultaba fácil menospreciar a los vecinos del sur.
Los almorávides desembarcaron en Algeciras en el verano de 1086. En octubre del mismo año, los almorávides y sus aliados andalusíes derrotaron a los cristianos en la batalla de Sagrajas/Zalaca, en el reino de taifa de Badajoz. En esa batalla los andalusíes pusieron la carne de cañón (de lanza en este caso): la infantería, que aguantó malamente, o más bien no aguantó el absoluto, la acometida de los caballeros pesados cristianos. La victoria la pusieron los almorávides, cuyos jinetes ligeros, más maniobreros que los cristianos, envolvieron por las alas a éstos y los deshicieron.
Lo interesante es que los almorávides no aprovecharon la victoria. En lugar de adentrarse territorio cristiano, volvieron grupas y regresaron a África, donde había estallado una rebelión en sus dominios. Así pues, la jugada les había salido redonda a los reyes de taifas: le habían dado un revolcón a Alfonso VI, que en lo sucesivo se andaría con un poco más de tiento en sus tratos con al-Andalus. Y todo a cambio de unos cuantos muertos.
En todo caso Sagrajas/Zalaca no pasó de ser un revolcón humillante, pero revolcón al fin y al cabo, para Alfonso VI. Enseguida volvió a enredar en los asuntos de al-Andalus, en esta ocasión en Murcia, donde se había desatado la rebelión de ibn-Rasif a la que Alfonso VI miraba con simpatía y apoyaba bajo cuerda. Al-Mutamid cayó en el viejo error de pensar que lo que funcionó bien una vez tiene que funcionar bien una segunda, y llamó a los almorávides en 1088.
El objetivo en esta ocasión era que le ayudasen a tomar la importante fortaleza de Aledo, equidistante entre Murcia y Lorca. Esta vez las cosas se torcieron: una cosa eran las batallas en campo abierto, donde la caballería ligera almorávide era temible; otra cosa era un asedio, que requiere paciencia y conocimientos de ingeniería. El asedio duró muchos meses y fue infructuoso. Los almorávides lo abandonaron y regresaron a África con amargura. Habían fracasado y las primeras semillas de la disensión con los reyes de taifas habían aparecido.
Podemos pensar que en su primer desembarco en España los almorávides habían ido de pardillos porque no conocían bien la situación local. Ahora la conocían lo suficientemente bien como para entender que al-Andalus era una fruta madura y apetitosa. Era una tierra rica gobernada por unos reyezuelos y unas élites a las que les preocupaban más el vino y las mujeres que el Islam. Hartos de esas élites corruptas, una parte del pueblo de a pie, así como los juristas, simpatizaban con los puritanos almorávides. Para terminar de completar el panorama, los reinos de taifas eran débiles en lo militar y lo político.
En junio de 1090, los almorávides volvieron, pero esta vez ya no iban a ser las marionetas de nadie. En septiembre tomaron Granada. Una prueba de cómo habían menospreciado los reyes de taifas a los almorávides fue que al-Mutamid fue a felicitar al caudillo almorávide Yusuf ibn Tašufin por la conquista y a sugerirle de paso que le entregase la ciudad a cambio de Algeciras, que los almorávides tenían ocupada desde 1085. Ibn-Tašufin debió de ponerle los puntos sobre las íes, porque tras esa entrevista al-Mutamid le dijo al rey de Badajoz: «Ponte a salvo, porque ya has visto lo que le ha ocurrido al señor de Granada y lo que mañana me ocurrirá a mí». Probablemente fue entonces cuando por primera vez en su vida entendió que él y los demás reyes de taifas navegaban en el mismo barco y que eran más los intereses que les unían que los que les separaban. Pero ya era demasiado tarde.
Al-Mutamid e Ibn Al-Aftas de Badajoz pudieron ayuda a Alfonso VI. Los almorávides no necesitaban mejor excusa moral que ésa para declararles la guerra. Aunque según estaban las cosas, les hubiesen acabado declarando la guerra con excusa o sin excusa. En marzo de 1091, los almorávides conquistaron Córdoba, cuyo gobernador, al-Mamun, uno de los hijos de al-Mutamid, acabó con la cabeza puesta en una pica. Sevilla fue asediada y cayó en septiembre el mismo año. Tras eso, para al-Mutamid, vinieron el exilio entre camelleros norteafricanos, la pobreza y la muerte.
Al-Mutamid se convertiría para los últimos andalusíes en el símbolo de la suerte que les esperaba. Cuando en el siglo XIV, los granadinos se preguntaban si debían recurrir a los meriníes norteafricanos para que les ayudasen frente a los cristianos, el recuerdo de al-Mutamid estaba en la mente de todos. Y en una crónica de ese período, cuando se relatan los acontecimientos de la época de al-Mutamid, se pone en sus labios cuál era la alternativa en el futuro para los andalusíes: terminar o de porqueros en Castilla o de camelleros en África.