Hoy la cosa va de entretener y provocar la risa. A ver si lo consigo.
La errata periodística es una institución. Siempre ha existido y siempre existirá. Pero es un hecho que se da más en aquellos medios de comunicación donde la profesionalidad brilla por su ausencia.
El franquismo supuso el extrañamiento de media España que, como poco, tuvo dificultades para desarrollar sus capacidades. Esto afectó a nuestra ciencia, a la educación, al deporte incluso. Y el periodismo no iba a ser una excepción. Durante algunas décadas, yo diría que hasta que a mediados de los sesenta la formación del periodista comenzó a remontar el vuelo, los medios de comunicación, y sobre todo aquéllos de titularidad estatal (los periódicos y emisoras del Movimiento Nacional, y la tele, por supuesto pública) estaban repletos de profesionales difícilmente catalogables como tales; la combinación de este efecto con el hecho de que las técnicas entonces usadas para la realización de los periódicos propendían más a la errata que hoy en día, pues hoy, cuando menos, los procesadores de texto no nos dejan escribir cavallo; la combinación de todo esto, digo, multiplicó los errores.
Un escritor, Evaristo Acevedo, se dedicó durante años a ser implacable perseguidor de aquellas marcianadas. Fruto de dicho trabajo fue una serie de libros, que tituló El despiste nacional, que hoy se pueden encontrar en algunas librerías de viejo. Os los recomiendo. Lo que hoy me voy a aplicar a copiar es sólo una pequeñísima parte de las muchas y deliciosas risas que os va a provocar la lectura.
Las cursivas que leeréis a partir de ahora son, obviamente, mías.
Veamos, por ejemplo, el parte meteorológico que el periódico Falange, de Las Palmas de Gran Canaria, publicó el 1 de marzo de 1961:
«Un anticiclón canario suministra los polvos en el archipiélago. La presión atmosférica está descendiendo en Canarias por entrada de aire caliente en las capas bajas. Tiempo probable: seguirá el régimen de polvos en Canarias, con aire caliente».
Según algunas noticias, el régimen de polvos ha permanecido en Canarias no 24 horas, sino 45 años (y lo que te rondaré…). Lo que no sabía yo es que los polvos de los canarios dependen de los anticiclones. Dado que tienen muchos, será por eso que le llaman las Islas Afortunadas.
Otro periódico de ampuloso nombre, Patria, de Granada, publicó en 1960 una noticia que deja claro que hay personas que, por cambiar, hasta cambian, con la madurez, de padre:
«El mayor triunfo de la noche fue el éxito del español Eduardo Gamir, autor de la maravillosa decoración y adorno (para esa noche) de los salones y palacio de Versalles. Gamir, descendiente de diplomático hasta 1942, en que se dedicó por entero a su vocación artística (...)»
O esta otra del Diario de Barcelona de 1959, que demuestra que hay pueblos con costumbres muy distintas a las nuestras:
«En una ocasión, durante una recepción en el Kremlin, alguien brindó por la esposa de Kruschev y éste, levantando su cosa, dijo que se lo debía todo a su esposa.»
Y yo que creía que cuando se lo debes todo a tu esposa la cosa se levanta sola…
Otra muestra de las burradas que se pueden escribir cuando no se sabe escribir. Es del diario Córdoba, cuyo domicilio no tiene secreto, y se refiere a una concentración de ex combatientes (todos del mismo bando, claro) en 1961:
«DESFILE.- Formadas las unidades, se colocarán para oír la santa misa y estar presentes en la revista que efectuará el excelentísimo señor general gobernador militar, apoyando la cabeza en la esquina de la calle de la Concepción».
Hemos de suponer que los ex combatientes acabarían todos con una cefalea de campeonato.
Otra capullada, del mismo diario. Titular deportivo:
«Emocionante encuentro y reparto de goles en el Jaén-San Fernando: 0-0».
Excelente reparto: cero para ti, cero para mí…
La noticia que sigue es curiosa. ¿Es una errata? ¿Una broma? A saber. Yo la copio. Es de El Comercio de Gijón, octubre de 1965.
«En el barrio de la Luz y a consecuencia de las últimas lluvias se registraron diversas inundaciones a consecuencia de reventar un colector. Los bomberos sofocaron la inundación, que en algunas casas llegó a alcanzar medio metro de altura, especialmente en los portales. Pero la sorpresa fue grande al extraerse del mismo, entre otros objetos, más de sesenta bragas».
Hay que reconocer que, en esta noticia, hay muchos indicios de que su redactor era un perfecto ignorante. En la misma frase atribuye las inundaciones a dos causas distintas, luego dice que la inundación fue sofocada como si se tratase de un vulgar incendio, después dice que la inundación fue más severa en los portales, cuando, en realidad, allí se junto el agua no por ser portales, sino por estar a ras de suelo… Pero lo de las bragas... confieso que a lo de las bragas no le encuentro explicación.
Un redactor del Diario de Avisos de Santa Cruz de La Palma escribió, en 1963, que los agricultores habían reclamado «que en el Plan de Desarrollo se posterguen sus legítimos intereses»; con lo que demostró que no tenía ni puta idea de qué significa el verbo postergar.
Véase, también, esta semblanza de la actriz Liz Taylor publicada por La Nueva España de Oviedo en 1964. Que la lean especialmente los médicos, a ver si aprenden.
«En 1961, al principio del rodaje de Cleopatra en Londres, Liz pasó por una dolorosa experiencia que puso en peligro su vida. Fue preciso que le hiciesen la traqueotomía en una pierna para poder salvarla. Después de este accidente, ella había jurado no volver a poner los pies en Inglaterra».
Ni los pies ni, en consecuencia, la traquea…
Ésta se la dedico a mi amigo Omalaled, que me estará leyendo (espero): pecador: El Correo Español, 18 de octubre de 1960.
«En cuanto al control del cohete desde la Tierra, se hace destacar que la transmisión de los datos recogidos por radio desde ochenta kilómetros, que viene a ser la distancia que separa Marte de la Tierra, sería bastante difícil».
Vean ésta de Los Sitios, periódico de Gerona, publicada en 1962:
«Llegó la tarántula.
Ayer llegaron a la dehesa y se dirigieron hacia el paseo situado a continuación de la ronda de Fernando Puig, grandes camiones cargados con postes, lonas y demás enseres propios de las instalaciones desmontables y allí empezaron a levantar la “casa”, que nos enteramos se trata de un teatro.»
Tras atenta lectura de la noticia, lanzamos esta hipótesis: ¿no será que al redactor le informaron de la llegada a Gerona de la farándula, palabra que él, sólo por casualidad, desconocía?
En fin, por último, y para que se vea que no sólo la LOGSE hace estragos, ésta del ABC, de 1963, sacada de un artículo analítico sobre la situación de Hispanoamérica.
«Con mirada española no se puede contemplar sin emoción ese entrañable trozo de planeta que va desde el sur de río Grande hasta el cabo de Buena Esperanza».
Pues no. Lo que va desde el sur del río Grande al cabo de Buena Esperanza no es un trozo, sino un cacho enorme de planeta. Porque resulta que el cabo de Buena Esperanza no está en América, sino en África.
Ya sabéis: El despiste nacional. Si mercadeais cualquier día por ahí y lo veis, gastaros un par de euros. No os decepcionará.
sábado, enero 06, 2007
martes, enero 02, 2007
Dillinger
¿Me habéis echado de menos? Espero que sí. Yo, por mi parte, aunque ya sé que esto es voluntario, me siento un poco culpable por mi ausencia. Quizá por eso, hoy os voy a obsequiar con un ladrillo. Parece que tiene poca relación con la Historia de España, y es, realmente, una relación muy vaga. Pero si algún día tenéis la oportunidad de repasar las hemerotecas de los años 1933 y 1934, veréis que no tanto. Hoy hablamos de un fenómeno mediático mundial como hoy lo puedan ser Madonna o David Beckham. Aunque un poco distinto. Vamos allá. Buen viaje
Yo creo que en el mundo hay dos cosas que son mediáticas por excelencia, y esas cosas son el deporte y el crimen. No hay nadie a quien la gente guste de seguir más que a los deportistas de elite y a los enemigos públicos. El crimen ha despertado siempre en nosotros una suerte de fascinación que proviene, sobre todo, del mito de Robin Hood: la gente tiende a sentir simpatía, cuando no admiración, por las personas que están fuera de la ley porque las rodea de un aura de respeto hacia los menos favorecidos.
Hay muchos criminales famosos. De ellos, algunos consiguieron salir del ámbito de su propio país para hacerse internacionales. Entre estos se encuentra un español: Eleuterio Sánchez, alias El Lute, cuya rocambolesca historia de fugas y atracos le hizo tan famoso que hasta un grupo musical conocido en su momento, Boney M., le hizo una canción que fue hit parade en no pocos países. Con todo, los criminales mundialmente famosos por excelencia son los estadounidenses. De entre estos escojo uno, hoy quizá bastante olvidado pero que en su día fue la pera limonera, y que es mi preferido: John Dillinger.
¿Por qué me gusta más Dillinger que otros delincuentes? Bueno, en primer lugar, porque no era tan sanguinario como otros; no era, como lo podían ser aquella pareja de bestias pardas que se llamaron Clyde Barrow y Bonnie Parker, adicto a la violencia. Y, si tenemos en cuenta a la tercera gran banda criminal de la época (la de Ma Barker, también glosada, por cierto, por Boney M.), desplegó cierta conmiseración hacia las víctimas de sus atracos que otros, como los Barker, no hicieron, pues éstos se dedicaban al secuestro.
A no pocos americanos, en cualquier caso, Dillinger los enamoró durante el año, más o menos, que duró su resplandor. En el curso del atraco al First National Bank de East Chicago, cuando Dillinger entró en la sucursal, sacó su arma y declaró que estaba allí para robar el banco, un cliente que en esos momentos estaba cobrando un cheque, lo dejó en el mostrador y dio unos pasos atrás, con las manos alzadas. «Tranquilo, amigo», le dijo Dillinger; «cobre su cheque; no queremos su dinero, queremos el del banco».
En la América de 1933, sumida en el negro pozo de la gran depresión, esas cosas hicieron parecer a Dillinger un nuevo Jesse James. A él, por lo demás, esa identificación le encantaba.
John Dillinger nació en Oak Hill, Indianápolis, el 22 de junio de 1903. Su familia era de clase media y, de hecho, a lo largo de su vida su padre haría cosas (por ejemplo, el traslado familiar a Mooresville) que demostraron que tenía posibles. Sin embargo, la riqueza económica no lo es todo; a veces no es nada en lo absoluto. La madre de Dillinger murió siendo su hijo muy niño y su padre tuvo hacia él una actitud extraña. Por una parte, le preocupaba que su hijo se descarriase, y en gran parte el traslado a Mooresville fue producto del hecho de comprobar que su hijo se estaba haciendo pandillero. Por otra, sin embargo, el único momento en el que la frialdad entre padre e hijo cedió fue cuando el segundo fue un delincuente famoso. Todo parece indicar que Dillinger, más que un niño mal criado, fue un niño malamente criado.
Los coqueteos de Dillinger con el delito de poca monta cambiaron radicalmente la noche del 6 de septiembre de 1924 cuando, junto con Ed Singleton, otro punto filipino, Dillinger decidió darle el palo a B. F. Morgan, que tenía una tienda de ultramarinos y tenía la costumbre de bajar el sábado por la tarde a la ciudad a cortarse el pelo con la recaudación del día. Dillinger, borracho, abordó en solitario a Morgan con un revólver y una barra de hierro, arma ésta última con la que atizó en la cabeza a su víctima. Ladrón y robado focejearon y la pistola se disparó. Dillinger, creyendo que había herido a Morgan, salió echando leches del lugar camino del coche donde le esperaba Singleton. Pero Singleton no estaba.
Todo parece indicar que el sheriff y el juez le hicieron una encerrona. Ambos convencieron a Dillinger padre e hijo de que la condena sería leve si confesaba, así pues el juicio se celebró sin que el acusado hubiese designado abogado. Además, Dillinger se declaró culpable. Le cayeron de diez a veinte años, que debía cumplir en una institución llamada Pendleton. Cuando, no pocos años después, le fue además denegada una libertad bajo palabra, y sintiéndose por ello, muy probablemente, despechado con el objetivo de tratar de ser un hombre de bien, Dillinger decidió profundizar en su vida de hampón y, en una petición absolutamente sorprendente, solicitó ser trasladado del relativamente cómodo Pendleton a la cárcel de Michigan City.
A todas luces, quería jugar la Champions League del crimen.
En Michigan City, Dillinger hizo dos amistades fundamentales: Harry “Pete” Pierpont y Homer van Meter. Van Meter era un tipo con mucho sentido del humor, amigo de las humoradas. Pierpont era un ladrón en toda regla, que tenía su banda ya formada. Estaban con él John “Red” Hamilton, Charles Makley y Russell “Bobbie” Clark, todos ellos delincuentes experimentados, todos ellos puteros. En 1932, se les unió al grupo Walter Dietrich, un ladrón muy veterano que había estado en la banda del delincuente que inventó el asalto a bancos planificado, el prusiano Herman K. Lamm, conocido como Baron Lamm, y que fue, en efecto, la primera persona que se dio cuenta de que para robar un banco hay que hacer muchos deberes, estudiar el edificio, las salidas, las rutinas policiales, las rutas de escape, etc. Van Meter no era de la partida porque Pierpont lo consideraba un gilipollas. Pero no le perdáis de vista, porque volverá a aparecer desde la ventana del segundo piso del albergue de Little Bohemia, Wisconsin, disparando su metralleta.
Dillinger fue liberado el 10 de mayo de 1933 por razones humanitarias (su madrastra agonizaba) por el gobernador de Indiana, Paul V. McNutt. Antes, Pierpont, que lo quería captar para que le ayudase a escapar a él y a su banda, le había dado una lista con los bancos más lucrativos de robar. Dillinger decidió hacer carrera como ladrón de bancos, para lo cual se asoció con unos tales Noble Claycomb y William Shaw. Este trío atracó un supermercado en Indianápolis, con el increíble botín de 100 dólares, durante el cual Dillinger perdió los nervios y golpeó a un viejo en la boca con su pistola.
Animado por este primer éxito, Dillinger decidió robar su primer banco. Escogió New Carlisle, en Ohio, y su New Carlisle National Bank, que atracó el 10 de junio de 1933. En este caso, el botín fue de 10.600 dólares pero, aún así, Dillinger, un poco borracho de éxito, volvió a Indianápolis y convenció a Shaw para preparar dos robos más esa misma noche, aunque en ese caso se llevaron de conductor a un delincuente distinto, John “Lefty” Parker. Atracaron una farmacia y, al salir, descubrieron que Parker había aparcado el coche como un buen ciudadano; les costó dios y ayuda salir corriendo de allí. En el segundo atraco, un supermercado, se encontraron con que lo habían atracado tantas veces que ya no tenía apenas dinero en las cajas.
Después de pasar su cumpleaños (22 de junio), Dillinger y Shaw eligieron para su siguiente atraco el Marshall’s Fields Thread Mills, en Monticello, Indiana. Pensaron en atracar al gerente de la fábrica cuando llevaba la nómina al banco, pero un cambio en las costumbres de éste les llevó a atracar la fábrica. El atraco salió mal. De hecho, el gerente salió detrás de ellos, revolver en mano, y Dillinger tuvo que herirle en una pierna. Desesperados, atracaron un mercado de fruta unas horas después. Habían sacado 175 cochinos dólares.
Probablemente, Dillinger se dio cuenta de que le faltaba experiencia, así que decidió iniciar una corta vida de subalterno. En las siguientes tres semanas, participó en unos diez atracos a bancos realizados por tres bandas diferentes, entre ellas la de Homer van Meter. En julio, Dillinger decidió volver a liderar su propio atraco y eligió un banco de Daleville. El día anterior, la policía trincó a sus compinches (Shaw y Claycomb), pero no se arredró: en la fecha señalada, 17 de julio de 1933, había encontrado otros dos compañeros y estaba en el banco.
En el atraco de Daleville fue donde Dillinger hizo, por primera vez, un gesto que luego repetiría: saltar ágilmente, apoyándose en una sola mano, el mostrador del banco. De hecho, la primera fama, por así decirlo, de Dillinger, fue ser conocido como El Saltador.
Aquel verano llegó el amor. Dillinger se enamoró de Mary Longnaker, hermana de un compañero de la cárcel de Michigan City, Jim Jenkins.
A principios de agosto de 1933, Dillinger robó otro banco, el First National de Montpelier, Indiana. Para entonces, ya estaba sobre sus pasos el policía que le persiguió con más ahínco, Matt Leach, quien a pesar de su nombre era un croata emigrado, algo tartamudo, o sea un poco como el personaje del detective Gregory Medaboy en la soberbia serie televisiva Policías de Nueva York. El día 14 de agosto, Leach trincó a tres compinches de Dillinger, pero no a éste, que estaba en Blufton, Ohio, robando un banco, por supuesto. En los siguientes días, Leach intentó atrapar a Dillinger en una localidad llamada Fary y también en la casa de Mary Longnaker, pero en ambos casos al ladrón lo protegió su baraka: en el primer caso se acababa de ir y en el segundo no se presentó.
El 6 de septiembre, Dillinger robó el State Bank de Massachussets Avenue, en Indianápolis. Tras lo cual, y una vez que consiguió hacer algo de pasta, se planteó devolver favores: tenía que ayudar a Pierpont a huir de la prisión.
Contó con la ayuda de dos mujeres: Pearl Elliot y Mary Kinder; ésta última tenía un hermano en la misma prisión y, tras la fuga, se haría amante de Pierpont. La noche del 12 de septiembre, Dillinger tiró por la tapia de la cárcel un paquete con tres pistolas dentro, que Pierpont debería recoger al día siguiente. Cosa que no hizo porque alguien las recogió antes. Pero no se desanimó. Unos diez días después, sobornó al empleado de una empresa de hilados para que dejase colocar cuatro pistolas dentro de una caja de camisas destinada a la cárcel (algunos reclusos trabajaban dentro cosiendo cuellos) y marcó la caja con una equis. Este truco sí que funcionó, pero Dillinger no pudo, por así decirlo, disfrutarlo.
El 22 de septiembre, Dillinger decidió que ya era hora de echar un polvo con Mary Longnaker. Sin embargo, al llegar allí se encontró con dos policías que allí había apostado Leach, que lo detuvieron. Así pues, mientras Pierpont y los demás se fugaban de Michigan City, Dillinger entraba en la cárcel de Dayton. Allí, no se sabe muy bien cómo, se cansó de Mary y se lió con una mujer mestiza, Billie Fechette.
Dillinger quedó preso en Lima, Ohio, en una cárcel más bien pequeña, casi familiar, donde era vigilado por un policía bonachón por el que al parecer sentía bastante afecto, Jess Sarber. Pierpont se presentó allí acompañado por Makley y Clark. Tras encañonar al sheriff, éste presentó resistencia, así que Pierpont le disparó, además de golpearle en la cabeza. De resultas de aquellas heridas, el policía murió. Tras evadirse, la banda se proveyó de armas y chalecos antibalas asaltando dos comisarías de policía, una en Auburn, Indiana, y otra en Perú, Ohio.
Después de eso, la banda Dillinger propiamente dicha, es decir con Pierpont, empezó su labor delictiva. Atracaron el Central National Bank de Greencastle, Indiana, el 23 de octubre. Fue después de ese robo cuando Dillinger comenzó a tomar la costumbre de llamar por teléfono a Matt Leach, llamándole tartaja hijoputa y cachondeánse de que no era capaz de pillarle. Leach respondió montando un operativo para pillar a Dillinger a mediados de noviembre, a la salida de una visita al médico, pero Dillinger escapó gracias a su habilidad como conductor: hizo eso que se ve en muchas películas (y que no es nada fácil de hacer) de colarse a toda velocidad entre dos tranvías que están a punto de cruzarse, para dejar al perseguidor detrás sin poder seguirte.
A la banda le iban bien las cosas. Su núcleo duro, formado por Dillinger, Pierpont, Makley, Clark y Hamilton, estaba muy unido. Tenían, eso sí, problemas con dos miembros secundarios, pues uno de ellos, Copeland, bebía demasiado, y el otro, Shouse, parecía estar obsesionado con tirarse a Billie Frechette. Esto, sin embargo, no les detuvo a la hora de planificar su siguiente golpe, el 20 de noviembre, en Racine, Wisconsin. Fue en la sucursal del American Bank and Trust Company, y las cosas fueron medio mal. En primer lugar, Makley hirió en la cadera a un empleado, que aún así consiguió tocar el timbre de alarma. El policía que se presentó en el banco (pensando que era una falsa alarma) fue reducido por los atracadores. El segundo policía recibió disparos de Makley, aunque no mortales. Para entonces se había formado ya una gran multitud en la acera de enfrente del banco, así que los atracadores tomaron varios rehenes para salir. En la calle, tuvieron que defenderse con la ametralladora contra dos policías que estaban en un salón de billar cercano. Los coches de aquella época eran esos con enormes estribos que se ven en las pelis de gangsters. En dichos estribos era donde solían llevar a los rehenes (para evitar los disparos). Una mujer que se llevaron de rehén se quejó de frío y Dillinger la cubrió con su abrigo. Este es el tipo de detalles que lo hicieron tan famoso para la opinión pública.
El 5 de diciembre de 1933, se levantó la Ley Seca en Estados Unidos. Para entonces, ocho de los diez delincuentes más buscados de los Estados Unidos eran miembros de la banda de Dillinger, que se empezaba a conocer así a pesar de que Harry Pierpont era tan líder como John. Quizá por eso, o sólo por fastidiar, Matt Leach arrestó a la madre de Pierpont, detalle éste que enfureció al ladrón.
Aquella Navidad, los Dillinger se fueron a Florida, a esperar a que las cosas se calmasen y a pasar unos días de fiesta. Hay una película de Sergio Leone, Once upon a time in America, que narra la historia de una banda mafiosa judía. Siempre he pensado que hay ciertos paralelismos entre esa historia y la de Dillinger. En primer lugar, la trama gira alrededor de la competencia entre dos líderes, que son David “Noodles” Aaronson (Robert de Niro) y Maximilian “Max” Bercovicz (James Woods); Dillinger y Pierpont nunca compitieron, pero a este último no le hacía demasiada gracia que toda la fama fuese para el primero. En segundo lugar, en la película de Leone la banda también se va a Florida y recibe allí la noticia del final de la Ley Seca, y, de hecho, dicha decisión y la estancia de la banda Dillinger en Daytona Beach casi se produjeron al mismo tiempo. Ignoro, sin embargo, si hablamos de coincidencias, o existe algún tipo de identificación.
En Florida, los celos de Dillinger hacia Shouse estallaron, de forma que expulsó a Billie Frechette del grupo. También pasó otra cosa: estando en la playa, los periódicos siguieron publicando las fechorías de la banda de Dillinger. Habían cruzado una frontera jodida: ahora eran culpables de los crímenes que se cometían en el Medio Oeste sí o sí. Incluso aunque no los hubiesen cometido.
Visto lo visto, la banda decidió refugiarse en el culo del mundo y, para eso, escogieron una pequeña ciudad: Tucson, Arizona. Dado que andaban cortos de dinero, decidieron robar un banco más. Fue una decisión personal de Dillinger y Hamilton, muy precipitada. Escogieron el First National Bank de East Chicago y para la labor decidieron buscarse un conductor nuevo. Los empleados del banco lograron dar la alarma, motivo por el cual, cuando Dillinger quiso salir con el dinero, había cuatro policías fuera: necesitaba rehenes. Utilizó a un empleado del banco y a un policía que había logrado reducir por haber entrado en el banco sin precauciones (como podéis ver, en aquel entonces la policía no se tomaba nada en serio las alarmas de los bancos), llamado Hobart Wilgus.
A la salida del banco, Wilgus hizo otro movimiento típico de película: se echó a un lado, para dejar a la vista a Dillinger, que iba detrás de él, y que así su compañero, el patrullero Pat O’Malley, pudiera dispararle. Ocurrió así, pero Dillinger llevaba chaleco; el ladrón repelió la agresión y una de sus balas agujereó el corazón de O’Malley.
Al salir de Michigan City, Dillinger dijo bien claro que estaba dispuesto a matar para no volver a la cárcel. Ese día pagó su fielato.
Para entonces, la policía de las principales ciudades del Medio Oeste, y muy especialmente Chicago, tenía por obsesión principal trincar a Dillinger y los suyos. Pero fueron los bonachones polis de Tucson, Arizona, quienes lo hicieron. En realidad, hubo algunas casualidades que conspiraron para ello. En primer lugar, un incendio. Makley, Clark y la novia de éste, Opal Long (que debía de ser corpulenta, pues su alias era Mack Truck), se alojaron en un hotel que sufrió un incendio. El bombero William Benedict les ayudó a sacar sus cosas de la habitación (de hecho, estuvo a punto de bajar una caja llena de armas) y, dado aquel trato tan cercano, cuando se fijó en la comisaría en las fotos de los criminales más buscados, los reconoció. Siguiendo la pista del traslado de los huéspedes del hotel a un apartamento, la policía detuvo allí a Makley y Clark, a este último no sin oposición y tras una pelea un poco cómica en la que un policía, el sargento Frank Eyman, queriendo arrearle una hostia a Clark, en realidad se la dio a su compañero Chet Sherman. Después de eso, simplemente esperaron a que apareciese por la casa Pierpont. Cuando éste llegó, Eyman le contó una de indios (que le faltaba un papel para el coche que tenía que recoger en comisaría) y lo llevó a la boca del lobo, donde fue arrestado. Cuando se supo cogido, Pierpont trató de tragarse un papel que le obligaron a escupir. Era la dirección donde estaba Dillinger. El único daño que sufrió la policía fue un dedo de una mano del agente Dallas Ford, a quien se lo rompió la Camiona con la puerta cuando intentaba entrar en la casa de Makley y Clark.
Lo que sigue es muy americano. Una de las razones por las que en los años treinta floreció el crimen fue la Ley Seca; pero la otra fue el entonces escaso desarrollo de las leyes federales. Los delincuentes, de hecho, lo tenían fácil a la hora de delinquir si eran capaces de huir a otro estado (esto lo hemos visto también en muchas películas). El FBI, entonces, tenía 266 agentes para todo Estados Unidos. La policía no podía comprometerse a perseguir a alguien hasta el fin del mundo; apenas hasta la raya del condado o del Estado.
Esta situación provocó que, una vez detenida la banda, comenzase la feria sobre quién se lo llevaría. Nuestros delincuentes, hemos de recordarlo, están en Arizona, estado en el que no han hecho demasiadas putaditas. Leach e Indiana reclamaron inmediatamente la extradición; pero otro tanto hizo Ohio, y lo hizo, además, con el argumento, sólido, de que tenían prelación ya que en su seno se había producido un delito de sangre (el asesinato de Jess Sarber en Lima). Con todo, la discusión no era sólo legal. Para entonces, todos estos delincuentes tenían precio puesto a su cabeza y, en realidad, la policía de Tucson (y sólo la policía, porque al pobre bombero Benedict no le dejaron pillar cacho) quería extraditar a la banda a… el estado que pusiera más pasta sobre la mesa. Incluso contrataron un abogado para que llevase las negociaciones. Para que luego digamos que el Estatuto catalán es pesetero.
Aquella polémica (mejor diríamos puja) hizo de Dillinger un delincuente famoso en todo Estados Unidos y todo el mundo. Finalmente, hubo negociaciones políticas por parte del gobernador de Indiana, Paul McNutt, quien como veremos tenía razones para presionar en tal sentido. Finalmente, Indiana convenció a Ohio para que le dejasen quedarse con Dillinger si los otros detenidos eran extraditados a Ohio (acuerdo lógico, pues no era Dillinger, sino Pierpont, quien había matado a Sarber). La cosa parecía hecha, pero en esas apareció Wisconsin. La banda había hecho cosas allí y este estado ofrecía cosas interesantes: primero, más pasta que nadie. Segundo, un sistema procesal en el que era posible juzgar y condenar a alguien en 24 horas, lejos de los dilatados trucos de abogados listillos. Tercero, en Wisconsin no había pena de muerte. Así pues, la extradición a Wisconsin era un chollo para la policía de Tucson y para los propios delincuentes, que se salvaban de la silla eléctrica. Quizá en conexión con esta sorpresa de última hora, el abogado de los detenidos presentó un alegato de habeas corpus, con el objeto de ganar tiempo a favor de esta última oferta.
Indiana jugó fuerte. Envió a Tucson a un peso pesado, Robert Estill, acusador público, que ya había intentado condenar a muerte a Dillinger por la muerte del agente O’Malley. Estill estaba muy motivado. Su gobernador, McNutt, sonaba para candidato a la Casa Blanca, y él era su mano derecha. Ambos pensaban que Dillinger les abriría las puertas de la Presidencia. Y no se equivocaban: fue quien se las cerró, como veremos pronto.
Estill viajó acompañado de Hobart Wilgus, el policía a quien Dillinger tomó de rehen en Chicago, quien lo reconoció sin problemas como el asesino de O’Malley. Ahora que Indiana tenía una razón de peso para pujar por el detenido, presionó al gobernador de Arizona y consiguió de él un acuerdo para sacar a todos los detenidos de tapadillo. De hecho, Dillinger estaba en un avión antes incluso de que se viese el alegato de habeas corpus presentado en su favor. Luego hubo otro factor que ayudó a Estill: incomprensiblemente, cuando al resto de la banda se le ofreció elegir Wisconsin para la extradición, se negaron a firmarla hasta que la novia de Pierpont, Mary Kinder, fuese totalmente exculpada. En ese ínterin, el listillo Estill se coló y se los llevó a todos. Eso sí, se comprometía a que los tres detenidos que no eran Dillinger volverían a Indiana porque eran evadidos de una de sus prisiones, pero serían inmediatamente extraditados para ser juzgados por lo de Lima.
Mientras ocurría todo esto, no menos de 1.100 personas desfilaban, como en un zoo, por la cárcel de Tucson. Todo el mundo quería ver de cerca a la banda de Dillinger.
A la llegada a Indiana, en el aeropuerto había una multitud esperando al gran Dillinger. Por imposición de la prensa, Estill y la sheriff de Lake Country, Lillian Holey (guardiana de Dillinger), posaron para los fotógrafos. A petición de éstos, Dillinger apoyó el codo derecho en el hombro de Estill, y éste le pasó el brazo por la espalda. Tengo una copia de esa foto y puedo dar fe de que es escandalosa. Nadie diría que los tipos que están ahí son un fiscal y el tipo al que quiere freír en la silla. La actitud de Dillinger es confianzuda y chulesca. Cuando la foto se publicó, fue un escándalo, un escándalo que acabó salpicando a McNutt. Adiós a su carrera política.
Ya sé que no tiene nada que ver, pero hace algunos meses, cuando nuestro presidente Zapatero se dejó, torpemente, fotografiar con un pañuelo palestino, me acordé de Estill y de Dillinger. Los hombres públicos tienen que ser listos y darse cuenta de la imagen que van a dar ciertas fotos. Y lo mismo es una conexión forzada por mi parte. Lo mismo es que Eugene O’Neal tenía razón cuando decía que no existe en presente ni el futuro, sino sólo el pasado repitiéndose una y otra vez.
El 6 de febrero de 1934, en una pequeña sala atestada de gente, comenzó en Crown Point, Indiana, el juicio contra Dillinger, presidido por el juez William J. Murray. Para dicho juicio, Dillinger había contratado a un abogado, Louis Piquett, uno de esos abogados que es casi más delincuente que los delincuentes a los que defiende (o sin casi). De hecho, fue Piquett el encargado de organizar la fuga de Dillinger de Crown Point. Se citó con un juez de Indiana y le pagó varios miles de dólares para que introdujese en la cárcel un revólver (habéis leído bien: un juez. God bless America).
Una vez que se hizo con la pistola que el misterioso juez introdujo en la cárcel, Dillinger resolvió fugarse el 3 de marzo de 1934. Para ello, redujo primero al guardia Sam Cahoon, con el que descendió del segundo al primer piso de la cárcel y al que utilizó para engañar a otro policía, Ernest Blunk, y reducirlo también. Utilizó a éste para atraer a otros tres guardias e irlos encerrando, tras lo cual se aplicó a buscar armas. Sabiendo que el alcalde tenía ametralladoras en su oficina, bajó de nuevo con Blunk hasta la recepción, separada del despacho del alcaide por una puerta enrejada. A través de las rejas encañonó al guardia de la puerta, quien la abrió sin oposición. Tras reducir a un guardia nacional, Dillinger tomó dos ametralladoras. Estaba ya en la entrada de la cárcel, pero fuera había como treinta policías. Así que resolvió salir por detrás. Entregó una ametralladora a un convicto negro, Herbert Youngblood, y con dos presos más se desplazó a la parte posterior de la cárcel, donde tomaron a tres guardias desprevenidos y los metieron en el garaje. A este grupo acabó uniendo al cocinero de la cárcel, los pinches, algunos presos con condenas leves y la suegra del alcaide. Luego se le metió en la cabeza huir en un Buick que había en el garaje y, cuando le dijeron que las llaves las tenía el alcaide, ni corto ni perezoso volvió a entrar en la cárcel para reclamárselas. Para cuando se dio cuenta de que estaba perdiendo mucho tiempo, la alarma ya empezaba a correrse.
Youngblood y Dillinger salieron por la parte posterior de la cárcel (por donde, al parecer, la policía no había pensado que fuese necesario vigilar), donde abordaron a un mecánico, robaron un coche y se llevaron el mecánico de rehén (aunque, al parecer, este tipo, Ed Saager, en realidad pensaba que le estaban encalomando alguna labor policial), además del eterno Blunk, que como vemos se pasó toda la acción de aquí para allá, con la pistola de Dillinger en las costillas. Cuando Dillinger soltó a los rehenes, incluso les dio dinero. Un poco antes, por cierto, en el coche, les había enseñado la pistola auténtica que tenía y, no se sabe muy bien por qué, le dio por decir que era de madera; que había logrado escaparse de la cárcel con la sola ayuda de una pistola falsa. Aunque esto no es verdad, fue relatado por los testigos a la prensa y generó todo un mito que el propio Dillinger acabaría medio creyéndose (se hizo fotos en casa de su padre con una pistola de madera, afectando que era la de la fuga).
El 4 de marzo, recién huido, Dillinger reconstituyó su banda en Chicago con Hamilton, su antiguo amigo Homer van Meter y un tercer tipo, siniestro, llamado Lester Gillis, aunque era más conocido como Baby Face Nelson por su cara de niño. Baby Face era un sicópata amante de armarla y disparar a la primera de cambio, un poco al estilo del personaje que recrea Joe Pesci en Goodfellas. Al grupo se unió Billie Frechette, con la que Dillinger se había reconciliado, y un amigo de Van Meter, Eddie Green, que aportó al sexto miembro de la banda, Tommy Carroll. Esta fue la banda que, el 6 de marzo de 1934, atracó el Security National Bank and Trust Company de Sioux Falls, South Dakota. La cosa no iba mal hasta que se vio llegar al banco a un policía fuera de servicio, que se acercó movido por la curiosidad porque el atraco empezaba a tener público, momento que Baby Face escogió para subirse a un mostrador y empezar a disparar su metralleta. Eso sirvió para crear tanta expectación que se calcula que en la calle se juntaron 1.000 personas, por lo menos. Por ello, los atracadores comenzaron a acumular rehenes, más de diez. Los atracadores huyeron en n coche con cuatro mujeres y un hombre atestando los estribos. El botín animó a Dillinger, quien decidió que ahora atracarían el First National Bank de Mason City, Iowa. Fue una elección acertada, porque aquel día las cajas del banco tenían la fabulosa cantidad de 240.000 dólares.
Green, Hamilton y Van Meter entraron en el banco aullando como los indios de las películas de ídem. Luego entró Dillinger. Teóricamente, el banco tenía especiales elementos de protección (un tipo en una habitación con capacidad de disparar bombas de gas), pero fallaron parcialmente. Eso sí, un juez que estaba en un piso alto del edifico del banco vio a Dillinger y le disparó, hiriéndole en un hombro. Esto decidió al líder a ordenar la marcha, pero el fortunón seguía en la caja de seguridad. Hamilton fue encargado de recogerlo, pero lo cierto es que el cajero del banco, de nombre Fisher, le engañó. Primero, se las arregló para entrar primero en la caja acorazada, cuya pesada puerta de rejas se mantenía abierta con un saco de calderilla que se dejaba en el suelo. Fisher le ofreció a Hamilton el saco y éste lo cogió, momento en el que la puerta se cerró. A partir de ahí, Hamilton empezó a reclamar los billetes y Fisher a entregárselos muy lentamente, empezando por los más pequeños. Para cuando Dillinger gritó que había que irse, Hamilton no sólo tenía apenas 20.000 dólares sino que además tuvo que huir cargando con una pesada bolsa de calderilla.
Los atracadores salieron a la calle rodeados de rehenes. El juez disparó de nuevo, hiriendo en el hombro a Hamilton. Al llegar al coche de huida, decidieron llevarse todos los rehenes. Algunos tuvieron que subirse en los guardabarros. El coche parecía más bien una apuesta de borrachos de a ver cuántos nos subimos que la huida de una banda de delincuentes. Había entre 21 y 26 pasajeros, según las versiones.
La huida fue de coña. Unas pocas manzanas más allá del banco, una señora ya mayor, Minnie Piehm, gritó cuando el coche pasó delante de su casa, y los ladrones, como si fuera un taxi, pararon y la dejaron bajarse. A otro rehén le robaron una bolsa de bocadillos que llevaba y los gangsters se pusieron a comer. Otra mujer se mareó y también pararon para que se bajase. A otra le dio un ataque de histeria y también la liberaron.
Pero no les cogieron. Estuvieron a punto unos días después e incluso hirieron a Dillinger en una pierna, pero no les cogieron.
Para tratar de huir de tanta persecución, la banda acabó ocultándose en Wisconsin, en un albergue llamado Little Bohemia, puesto que su dueño, Emil Wanatka, era un austrohúngaro que había emigrado a Estados Unidos para participar en las obras de reconstrucción de San Francisco tras el terremoto de 1906. Al poco de llegar, Wanatka acabó descubriendo que sus huéspedes iban armados, juntó piezas, y se dio cuenta de que Dillinger era Dillinger. Se lo dijo, y el ladrón reaccionó con tranquilidad, pero sin quitarle un ojo de encima. Le dijo que estarían unos días y que luego se irían, y que no pasaría nada.
Sin embargo, Wanatka acabó decidiendo que era mejor informar a la policía, para lo cual escribió una carta. El problema era echar esa carta, claro. Se la dio a su esposa, Nan Wanatka, quien después pidió permiso para ir a una fiesta de cumpleaños que celebraba su familia. Dillinger la dejó ir pero, mientras conducía, Nan Wanatka se dio cuenta de que un coche la seguía (era Baby Face). Así que aceleró hasta la casa de su hermano, Lloyd la Porte, y lo hizo subir en el coche antes de que Nelson llegase a verlos y luego repitió la jugada para sacarlo del coche con la carta. A Nelson le justificó el extraño rodeo que había dado afirmando que había ido a comprar bombones para la fiesta. De todas formas, dado que era sábado y la carta no saldría hasta el lunes, y temiendo estar muertos para entonces, el entorno de los Wanatka se las arregló para llamar al FBI, que llegó casi cuando los Dillinger ya se habían ido.
La operación policial fue un fracaso. Cuando empezaron a gritar eso de FBI, salgan con las manos en alto, los que salieron fueron tres clientes del albergue y dos camareros y los policías, creyendo que eran la banda, los acribillaron (uno de ellos murió). Inmediatamente, Van Meter comenzó a disparar desde el segundo piso y Carroll desde el techo. Luego, los gangsters huyeron por la parte de atrás hacia un lago, donde la policía los persiguió; pero la información que tenían del terreno era tan pobre que una partida cayó en una zanja y otra tropezó con una valla de espino. Sólo pudieron detener a las novias. Unos agentes del FBI se acercaron por la casa del operador de la centralita telefónica, Alvin Koerner, donde fueron masacrados por Baby Face Nelson. Eso sí, el que salió herido fue Hamilton, que moriría algunos días después. Carroll cayó algún tiempo más tarde en Waterloo, Iowa.
Cinco estados pusieron cada uno 1.000 dólares para alimentar la recompensa por Dillinger. Un pastón. Ahora, ya no podía estar seguro de que quien le reconociese cerrase la boca.
En mayo, Dillinger se sometió a una operación de cirugía estética que, al parecer, no le dejó muy distinto de cómo era. El 22 de junio, día de su cumpleaños, el FBI lo declaró Enemigo Público Número 1 y el Departamento de Justicia subió su caché: 10.000 dólares. Dillinger decidió que tenía que marcharse a México, pero necesitaba dinero para empezar una nueva vida. Él y Van Meter seleccionaron el Merchants National Bank de South Bend, Indiana. Muy a su pesar, tuvo que admitir en la partida, de nuevo, al impredecible Baby Face. El atraco se produjo el 30 de junio.
En el curso de dicho atraco, Van Meter disparó sobre un policía que iba a entrar en el banco, pero los ladrones comenzaron a notar que el personal se les ponía en contra. Un joyero, Harry Berg, salió de su tienda y disparó a Baby Face, que vigilaba en la puerta del banco. Un joven, Joseph Pawlovsky, se le echó la espalda, y Nelson tuvo que dispararle en una mano para reducirlo. En la huida, Van Meter fue alcanzado en la cabeza.
Dillinger cada vez estaba más cercado. Pero fue, finalmente, una mujer quien le daría al FBI, más concretamente al agente especial Melvin Purvis que dirigía la caza, la ocasión de emboscarlo. Dado que Billie Frechette estaba en la trena, Dillinger se lió con una mocita de Chicago, Polly Hamilton, que tenía una amiga, Anna Sage, con graves problemas. Sage era rumana y estaba a punto de ser deportada. En realidad, lo que le movió a delatar a Dillinger no fue tanto el dinero como la promesa (por cierto, falsa) de que no sería deportada. El caso es que informó al FBI de una tarde en la que los tres iban a ir al cine. El FBI no quiso detener a Dillinger en la sala y le esperó a la salida. En el curso del enfrentamiento, el ladrón recibió un disparo mortal.
Un mes después de la muerte de Dillinger, Homer van Meter fue localizado; murió en el tiroteo que se montó. Dos semanas después, Pierpont era ajusticiado en la silla eléctrica, no sin antes intentar huir de la prisión estatal de Ohio en Columbus junto a su compañero Makley. Se creyeron la leyenda de Dillinger y construyeron dos pistolas de jabón, con las que no llegaron muy lejos. Makley murió en el tiroteo.
Clark, por su parte, fue condenado a cadena perpetua.
El 27 de noviembre de 1934, la policía siguió a un coche sospechoso en el que iban dos hombres y una mujer; los dos hombres eran Baby Face Nelson y un compinche, John Paul Chase. Al llegar a su altura, el hombre ordenó a la mujer que se agachase y ambos hombres comenzaron a disparar. Pero Nelson disparaba con la izquierda, así que no tenía precisión; y Chase, aunque podía apuntar, no se dio cuenta de que disparaba proyectiles dundún, que se abrían al atravesar el parabrisas del otro coche, con lo que su daño era escaso. El FBI respondió a la agresión. El coche logró huir, pero a la mañana siguiente el cuerpo de Baby Face apareció, desnudo y muerto, en una cuneta.
El fin de John Dillinger y de su banda. Y de una época, no mejor que la actual, desde luego. Pero, tal vez, más llena de historias.
Si has llegado hasta aquí, que sepas que te haces acreedor de que otro día te cuente la historia de Bonnie & Clyde.
Yo creo que en el mundo hay dos cosas que son mediáticas por excelencia, y esas cosas son el deporte y el crimen. No hay nadie a quien la gente guste de seguir más que a los deportistas de elite y a los enemigos públicos. El crimen ha despertado siempre en nosotros una suerte de fascinación que proviene, sobre todo, del mito de Robin Hood: la gente tiende a sentir simpatía, cuando no admiración, por las personas que están fuera de la ley porque las rodea de un aura de respeto hacia los menos favorecidos.
Hay muchos criminales famosos. De ellos, algunos consiguieron salir del ámbito de su propio país para hacerse internacionales. Entre estos se encuentra un español: Eleuterio Sánchez, alias El Lute, cuya rocambolesca historia de fugas y atracos le hizo tan famoso que hasta un grupo musical conocido en su momento, Boney M., le hizo una canción que fue hit parade en no pocos países. Con todo, los criminales mundialmente famosos por excelencia son los estadounidenses. De entre estos escojo uno, hoy quizá bastante olvidado pero que en su día fue la pera limonera, y que es mi preferido: John Dillinger.
¿Por qué me gusta más Dillinger que otros delincuentes? Bueno, en primer lugar, porque no era tan sanguinario como otros; no era, como lo podían ser aquella pareja de bestias pardas que se llamaron Clyde Barrow y Bonnie Parker, adicto a la violencia. Y, si tenemos en cuenta a la tercera gran banda criminal de la época (la de Ma Barker, también glosada, por cierto, por Boney M.), desplegó cierta conmiseración hacia las víctimas de sus atracos que otros, como los Barker, no hicieron, pues éstos se dedicaban al secuestro.
A no pocos americanos, en cualquier caso, Dillinger los enamoró durante el año, más o menos, que duró su resplandor. En el curso del atraco al First National Bank de East Chicago, cuando Dillinger entró en la sucursal, sacó su arma y declaró que estaba allí para robar el banco, un cliente que en esos momentos estaba cobrando un cheque, lo dejó en el mostrador y dio unos pasos atrás, con las manos alzadas. «Tranquilo, amigo», le dijo Dillinger; «cobre su cheque; no queremos su dinero, queremos el del banco».
En la América de 1933, sumida en el negro pozo de la gran depresión, esas cosas hicieron parecer a Dillinger un nuevo Jesse James. A él, por lo demás, esa identificación le encantaba.
John Dillinger nació en Oak Hill, Indianápolis, el 22 de junio de 1903. Su familia era de clase media y, de hecho, a lo largo de su vida su padre haría cosas (por ejemplo, el traslado familiar a Mooresville) que demostraron que tenía posibles. Sin embargo, la riqueza económica no lo es todo; a veces no es nada en lo absoluto. La madre de Dillinger murió siendo su hijo muy niño y su padre tuvo hacia él una actitud extraña. Por una parte, le preocupaba que su hijo se descarriase, y en gran parte el traslado a Mooresville fue producto del hecho de comprobar que su hijo se estaba haciendo pandillero. Por otra, sin embargo, el único momento en el que la frialdad entre padre e hijo cedió fue cuando el segundo fue un delincuente famoso. Todo parece indicar que Dillinger, más que un niño mal criado, fue un niño malamente criado.
Los coqueteos de Dillinger con el delito de poca monta cambiaron radicalmente la noche del 6 de septiembre de 1924 cuando, junto con Ed Singleton, otro punto filipino, Dillinger decidió darle el palo a B. F. Morgan, que tenía una tienda de ultramarinos y tenía la costumbre de bajar el sábado por la tarde a la ciudad a cortarse el pelo con la recaudación del día. Dillinger, borracho, abordó en solitario a Morgan con un revólver y una barra de hierro, arma ésta última con la que atizó en la cabeza a su víctima. Ladrón y robado focejearon y la pistola se disparó. Dillinger, creyendo que había herido a Morgan, salió echando leches del lugar camino del coche donde le esperaba Singleton. Pero Singleton no estaba.
Todo parece indicar que el sheriff y el juez le hicieron una encerrona. Ambos convencieron a Dillinger padre e hijo de que la condena sería leve si confesaba, así pues el juicio se celebró sin que el acusado hubiese designado abogado. Además, Dillinger se declaró culpable. Le cayeron de diez a veinte años, que debía cumplir en una institución llamada Pendleton. Cuando, no pocos años después, le fue además denegada una libertad bajo palabra, y sintiéndose por ello, muy probablemente, despechado con el objetivo de tratar de ser un hombre de bien, Dillinger decidió profundizar en su vida de hampón y, en una petición absolutamente sorprendente, solicitó ser trasladado del relativamente cómodo Pendleton a la cárcel de Michigan City.
A todas luces, quería jugar la Champions League del crimen.
En Michigan City, Dillinger hizo dos amistades fundamentales: Harry “Pete” Pierpont y Homer van Meter. Van Meter era un tipo con mucho sentido del humor, amigo de las humoradas. Pierpont era un ladrón en toda regla, que tenía su banda ya formada. Estaban con él John “Red” Hamilton, Charles Makley y Russell “Bobbie” Clark, todos ellos delincuentes experimentados, todos ellos puteros. En 1932, se les unió al grupo Walter Dietrich, un ladrón muy veterano que había estado en la banda del delincuente que inventó el asalto a bancos planificado, el prusiano Herman K. Lamm, conocido como Baron Lamm, y que fue, en efecto, la primera persona que se dio cuenta de que para robar un banco hay que hacer muchos deberes, estudiar el edificio, las salidas, las rutinas policiales, las rutas de escape, etc. Van Meter no era de la partida porque Pierpont lo consideraba un gilipollas. Pero no le perdáis de vista, porque volverá a aparecer desde la ventana del segundo piso del albergue de Little Bohemia, Wisconsin, disparando su metralleta.
Dillinger fue liberado el 10 de mayo de 1933 por razones humanitarias (su madrastra agonizaba) por el gobernador de Indiana, Paul V. McNutt. Antes, Pierpont, que lo quería captar para que le ayudase a escapar a él y a su banda, le había dado una lista con los bancos más lucrativos de robar. Dillinger decidió hacer carrera como ladrón de bancos, para lo cual se asoció con unos tales Noble Claycomb y William Shaw. Este trío atracó un supermercado en Indianápolis, con el increíble botín de 100 dólares, durante el cual Dillinger perdió los nervios y golpeó a un viejo en la boca con su pistola.
Animado por este primer éxito, Dillinger decidió robar su primer banco. Escogió New Carlisle, en Ohio, y su New Carlisle National Bank, que atracó el 10 de junio de 1933. En este caso, el botín fue de 10.600 dólares pero, aún así, Dillinger, un poco borracho de éxito, volvió a Indianápolis y convenció a Shaw para preparar dos robos más esa misma noche, aunque en ese caso se llevaron de conductor a un delincuente distinto, John “Lefty” Parker. Atracaron una farmacia y, al salir, descubrieron que Parker había aparcado el coche como un buen ciudadano; les costó dios y ayuda salir corriendo de allí. En el segundo atraco, un supermercado, se encontraron con que lo habían atracado tantas veces que ya no tenía apenas dinero en las cajas.
Después de pasar su cumpleaños (22 de junio), Dillinger y Shaw eligieron para su siguiente atraco el Marshall’s Fields Thread Mills, en Monticello, Indiana. Pensaron en atracar al gerente de la fábrica cuando llevaba la nómina al banco, pero un cambio en las costumbres de éste les llevó a atracar la fábrica. El atraco salió mal. De hecho, el gerente salió detrás de ellos, revolver en mano, y Dillinger tuvo que herirle en una pierna. Desesperados, atracaron un mercado de fruta unas horas después. Habían sacado 175 cochinos dólares.
Probablemente, Dillinger se dio cuenta de que le faltaba experiencia, así que decidió iniciar una corta vida de subalterno. En las siguientes tres semanas, participó en unos diez atracos a bancos realizados por tres bandas diferentes, entre ellas la de Homer van Meter. En julio, Dillinger decidió volver a liderar su propio atraco y eligió un banco de Daleville. El día anterior, la policía trincó a sus compinches (Shaw y Claycomb), pero no se arredró: en la fecha señalada, 17 de julio de 1933, había encontrado otros dos compañeros y estaba en el banco.
En el atraco de Daleville fue donde Dillinger hizo, por primera vez, un gesto que luego repetiría: saltar ágilmente, apoyándose en una sola mano, el mostrador del banco. De hecho, la primera fama, por así decirlo, de Dillinger, fue ser conocido como El Saltador.
Aquel verano llegó el amor. Dillinger se enamoró de Mary Longnaker, hermana de un compañero de la cárcel de Michigan City, Jim Jenkins.
A principios de agosto de 1933, Dillinger robó otro banco, el First National de Montpelier, Indiana. Para entonces, ya estaba sobre sus pasos el policía que le persiguió con más ahínco, Matt Leach, quien a pesar de su nombre era un croata emigrado, algo tartamudo, o sea un poco como el personaje del detective Gregory Medaboy en la soberbia serie televisiva Policías de Nueva York. El día 14 de agosto, Leach trincó a tres compinches de Dillinger, pero no a éste, que estaba en Blufton, Ohio, robando un banco, por supuesto. En los siguientes días, Leach intentó atrapar a Dillinger en una localidad llamada Fary y también en la casa de Mary Longnaker, pero en ambos casos al ladrón lo protegió su baraka: en el primer caso se acababa de ir y en el segundo no se presentó.
El 6 de septiembre, Dillinger robó el State Bank de Massachussets Avenue, en Indianápolis. Tras lo cual, y una vez que consiguió hacer algo de pasta, se planteó devolver favores: tenía que ayudar a Pierpont a huir de la prisión.
Contó con la ayuda de dos mujeres: Pearl Elliot y Mary Kinder; ésta última tenía un hermano en la misma prisión y, tras la fuga, se haría amante de Pierpont. La noche del 12 de septiembre, Dillinger tiró por la tapia de la cárcel un paquete con tres pistolas dentro, que Pierpont debería recoger al día siguiente. Cosa que no hizo porque alguien las recogió antes. Pero no se desanimó. Unos diez días después, sobornó al empleado de una empresa de hilados para que dejase colocar cuatro pistolas dentro de una caja de camisas destinada a la cárcel (algunos reclusos trabajaban dentro cosiendo cuellos) y marcó la caja con una equis. Este truco sí que funcionó, pero Dillinger no pudo, por así decirlo, disfrutarlo.
El 22 de septiembre, Dillinger decidió que ya era hora de echar un polvo con Mary Longnaker. Sin embargo, al llegar allí se encontró con dos policías que allí había apostado Leach, que lo detuvieron. Así pues, mientras Pierpont y los demás se fugaban de Michigan City, Dillinger entraba en la cárcel de Dayton. Allí, no se sabe muy bien cómo, se cansó de Mary y se lió con una mujer mestiza, Billie Fechette.
Dillinger quedó preso en Lima, Ohio, en una cárcel más bien pequeña, casi familiar, donde era vigilado por un policía bonachón por el que al parecer sentía bastante afecto, Jess Sarber. Pierpont se presentó allí acompañado por Makley y Clark. Tras encañonar al sheriff, éste presentó resistencia, así que Pierpont le disparó, además de golpearle en la cabeza. De resultas de aquellas heridas, el policía murió. Tras evadirse, la banda se proveyó de armas y chalecos antibalas asaltando dos comisarías de policía, una en Auburn, Indiana, y otra en Perú, Ohio.
Después de eso, la banda Dillinger propiamente dicha, es decir con Pierpont, empezó su labor delictiva. Atracaron el Central National Bank de Greencastle, Indiana, el 23 de octubre. Fue después de ese robo cuando Dillinger comenzó a tomar la costumbre de llamar por teléfono a Matt Leach, llamándole tartaja hijoputa y cachondeánse de que no era capaz de pillarle. Leach respondió montando un operativo para pillar a Dillinger a mediados de noviembre, a la salida de una visita al médico, pero Dillinger escapó gracias a su habilidad como conductor: hizo eso que se ve en muchas películas (y que no es nada fácil de hacer) de colarse a toda velocidad entre dos tranvías que están a punto de cruzarse, para dejar al perseguidor detrás sin poder seguirte.
A la banda le iban bien las cosas. Su núcleo duro, formado por Dillinger, Pierpont, Makley, Clark y Hamilton, estaba muy unido. Tenían, eso sí, problemas con dos miembros secundarios, pues uno de ellos, Copeland, bebía demasiado, y el otro, Shouse, parecía estar obsesionado con tirarse a Billie Frechette. Esto, sin embargo, no les detuvo a la hora de planificar su siguiente golpe, el 20 de noviembre, en Racine, Wisconsin. Fue en la sucursal del American Bank and Trust Company, y las cosas fueron medio mal. En primer lugar, Makley hirió en la cadera a un empleado, que aún así consiguió tocar el timbre de alarma. El policía que se presentó en el banco (pensando que era una falsa alarma) fue reducido por los atracadores. El segundo policía recibió disparos de Makley, aunque no mortales. Para entonces se había formado ya una gran multitud en la acera de enfrente del banco, así que los atracadores tomaron varios rehenes para salir. En la calle, tuvieron que defenderse con la ametralladora contra dos policías que estaban en un salón de billar cercano. Los coches de aquella época eran esos con enormes estribos que se ven en las pelis de gangsters. En dichos estribos era donde solían llevar a los rehenes (para evitar los disparos). Una mujer que se llevaron de rehén se quejó de frío y Dillinger la cubrió con su abrigo. Este es el tipo de detalles que lo hicieron tan famoso para la opinión pública.
El 5 de diciembre de 1933, se levantó la Ley Seca en Estados Unidos. Para entonces, ocho de los diez delincuentes más buscados de los Estados Unidos eran miembros de la banda de Dillinger, que se empezaba a conocer así a pesar de que Harry Pierpont era tan líder como John. Quizá por eso, o sólo por fastidiar, Matt Leach arrestó a la madre de Pierpont, detalle éste que enfureció al ladrón.
Aquella Navidad, los Dillinger se fueron a Florida, a esperar a que las cosas se calmasen y a pasar unos días de fiesta. Hay una película de Sergio Leone, Once upon a time in America, que narra la historia de una banda mafiosa judía. Siempre he pensado que hay ciertos paralelismos entre esa historia y la de Dillinger. En primer lugar, la trama gira alrededor de la competencia entre dos líderes, que son David “Noodles” Aaronson (Robert de Niro) y Maximilian “Max” Bercovicz (James Woods); Dillinger y Pierpont nunca compitieron, pero a este último no le hacía demasiada gracia que toda la fama fuese para el primero. En segundo lugar, en la película de Leone la banda también se va a Florida y recibe allí la noticia del final de la Ley Seca, y, de hecho, dicha decisión y la estancia de la banda Dillinger en Daytona Beach casi se produjeron al mismo tiempo. Ignoro, sin embargo, si hablamos de coincidencias, o existe algún tipo de identificación.
En Florida, los celos de Dillinger hacia Shouse estallaron, de forma que expulsó a Billie Frechette del grupo. También pasó otra cosa: estando en la playa, los periódicos siguieron publicando las fechorías de la banda de Dillinger. Habían cruzado una frontera jodida: ahora eran culpables de los crímenes que se cometían en el Medio Oeste sí o sí. Incluso aunque no los hubiesen cometido.
Visto lo visto, la banda decidió refugiarse en el culo del mundo y, para eso, escogieron una pequeña ciudad: Tucson, Arizona. Dado que andaban cortos de dinero, decidieron robar un banco más. Fue una decisión personal de Dillinger y Hamilton, muy precipitada. Escogieron el First National Bank de East Chicago y para la labor decidieron buscarse un conductor nuevo. Los empleados del banco lograron dar la alarma, motivo por el cual, cuando Dillinger quiso salir con el dinero, había cuatro policías fuera: necesitaba rehenes. Utilizó a un empleado del banco y a un policía que había logrado reducir por haber entrado en el banco sin precauciones (como podéis ver, en aquel entonces la policía no se tomaba nada en serio las alarmas de los bancos), llamado Hobart Wilgus.
A la salida del banco, Wilgus hizo otro movimiento típico de película: se echó a un lado, para dejar a la vista a Dillinger, que iba detrás de él, y que así su compañero, el patrullero Pat O’Malley, pudiera dispararle. Ocurrió así, pero Dillinger llevaba chaleco; el ladrón repelió la agresión y una de sus balas agujereó el corazón de O’Malley.
Al salir de Michigan City, Dillinger dijo bien claro que estaba dispuesto a matar para no volver a la cárcel. Ese día pagó su fielato.
Para entonces, la policía de las principales ciudades del Medio Oeste, y muy especialmente Chicago, tenía por obsesión principal trincar a Dillinger y los suyos. Pero fueron los bonachones polis de Tucson, Arizona, quienes lo hicieron. En realidad, hubo algunas casualidades que conspiraron para ello. En primer lugar, un incendio. Makley, Clark y la novia de éste, Opal Long (que debía de ser corpulenta, pues su alias era Mack Truck), se alojaron en un hotel que sufrió un incendio. El bombero William Benedict les ayudó a sacar sus cosas de la habitación (de hecho, estuvo a punto de bajar una caja llena de armas) y, dado aquel trato tan cercano, cuando se fijó en la comisaría en las fotos de los criminales más buscados, los reconoció. Siguiendo la pista del traslado de los huéspedes del hotel a un apartamento, la policía detuvo allí a Makley y Clark, a este último no sin oposición y tras una pelea un poco cómica en la que un policía, el sargento Frank Eyman, queriendo arrearle una hostia a Clark, en realidad se la dio a su compañero Chet Sherman. Después de eso, simplemente esperaron a que apareciese por la casa Pierpont. Cuando éste llegó, Eyman le contó una de indios (que le faltaba un papel para el coche que tenía que recoger en comisaría) y lo llevó a la boca del lobo, donde fue arrestado. Cuando se supo cogido, Pierpont trató de tragarse un papel que le obligaron a escupir. Era la dirección donde estaba Dillinger. El único daño que sufrió la policía fue un dedo de una mano del agente Dallas Ford, a quien se lo rompió la Camiona con la puerta cuando intentaba entrar en la casa de Makley y Clark.
Lo que sigue es muy americano. Una de las razones por las que en los años treinta floreció el crimen fue la Ley Seca; pero la otra fue el entonces escaso desarrollo de las leyes federales. Los delincuentes, de hecho, lo tenían fácil a la hora de delinquir si eran capaces de huir a otro estado (esto lo hemos visto también en muchas películas). El FBI, entonces, tenía 266 agentes para todo Estados Unidos. La policía no podía comprometerse a perseguir a alguien hasta el fin del mundo; apenas hasta la raya del condado o del Estado.
Esta situación provocó que, una vez detenida la banda, comenzase la feria sobre quién se lo llevaría. Nuestros delincuentes, hemos de recordarlo, están en Arizona, estado en el que no han hecho demasiadas putaditas. Leach e Indiana reclamaron inmediatamente la extradición; pero otro tanto hizo Ohio, y lo hizo, además, con el argumento, sólido, de que tenían prelación ya que en su seno se había producido un delito de sangre (el asesinato de Jess Sarber en Lima). Con todo, la discusión no era sólo legal. Para entonces, todos estos delincuentes tenían precio puesto a su cabeza y, en realidad, la policía de Tucson (y sólo la policía, porque al pobre bombero Benedict no le dejaron pillar cacho) quería extraditar a la banda a… el estado que pusiera más pasta sobre la mesa. Incluso contrataron un abogado para que llevase las negociaciones. Para que luego digamos que el Estatuto catalán es pesetero.
Aquella polémica (mejor diríamos puja) hizo de Dillinger un delincuente famoso en todo Estados Unidos y todo el mundo. Finalmente, hubo negociaciones políticas por parte del gobernador de Indiana, Paul McNutt, quien como veremos tenía razones para presionar en tal sentido. Finalmente, Indiana convenció a Ohio para que le dejasen quedarse con Dillinger si los otros detenidos eran extraditados a Ohio (acuerdo lógico, pues no era Dillinger, sino Pierpont, quien había matado a Sarber). La cosa parecía hecha, pero en esas apareció Wisconsin. La banda había hecho cosas allí y este estado ofrecía cosas interesantes: primero, más pasta que nadie. Segundo, un sistema procesal en el que era posible juzgar y condenar a alguien en 24 horas, lejos de los dilatados trucos de abogados listillos. Tercero, en Wisconsin no había pena de muerte. Así pues, la extradición a Wisconsin era un chollo para la policía de Tucson y para los propios delincuentes, que se salvaban de la silla eléctrica. Quizá en conexión con esta sorpresa de última hora, el abogado de los detenidos presentó un alegato de habeas corpus, con el objeto de ganar tiempo a favor de esta última oferta.
Indiana jugó fuerte. Envió a Tucson a un peso pesado, Robert Estill, acusador público, que ya había intentado condenar a muerte a Dillinger por la muerte del agente O’Malley. Estill estaba muy motivado. Su gobernador, McNutt, sonaba para candidato a la Casa Blanca, y él era su mano derecha. Ambos pensaban que Dillinger les abriría las puertas de la Presidencia. Y no se equivocaban: fue quien se las cerró, como veremos pronto.
Estill viajó acompañado de Hobart Wilgus, el policía a quien Dillinger tomó de rehen en Chicago, quien lo reconoció sin problemas como el asesino de O’Malley. Ahora que Indiana tenía una razón de peso para pujar por el detenido, presionó al gobernador de Arizona y consiguió de él un acuerdo para sacar a todos los detenidos de tapadillo. De hecho, Dillinger estaba en un avión antes incluso de que se viese el alegato de habeas corpus presentado en su favor. Luego hubo otro factor que ayudó a Estill: incomprensiblemente, cuando al resto de la banda se le ofreció elegir Wisconsin para la extradición, se negaron a firmarla hasta que la novia de Pierpont, Mary Kinder, fuese totalmente exculpada. En ese ínterin, el listillo Estill se coló y se los llevó a todos. Eso sí, se comprometía a que los tres detenidos que no eran Dillinger volverían a Indiana porque eran evadidos de una de sus prisiones, pero serían inmediatamente extraditados para ser juzgados por lo de Lima.
Mientras ocurría todo esto, no menos de 1.100 personas desfilaban, como en un zoo, por la cárcel de Tucson. Todo el mundo quería ver de cerca a la banda de Dillinger.
A la llegada a Indiana, en el aeropuerto había una multitud esperando al gran Dillinger. Por imposición de la prensa, Estill y la sheriff de Lake Country, Lillian Holey (guardiana de Dillinger), posaron para los fotógrafos. A petición de éstos, Dillinger apoyó el codo derecho en el hombro de Estill, y éste le pasó el brazo por la espalda. Tengo una copia de esa foto y puedo dar fe de que es escandalosa. Nadie diría que los tipos que están ahí son un fiscal y el tipo al que quiere freír en la silla. La actitud de Dillinger es confianzuda y chulesca. Cuando la foto se publicó, fue un escándalo, un escándalo que acabó salpicando a McNutt. Adiós a su carrera política.
Ya sé que no tiene nada que ver, pero hace algunos meses, cuando nuestro presidente Zapatero se dejó, torpemente, fotografiar con un pañuelo palestino, me acordé de Estill y de Dillinger. Los hombres públicos tienen que ser listos y darse cuenta de la imagen que van a dar ciertas fotos. Y lo mismo es una conexión forzada por mi parte. Lo mismo es que Eugene O’Neal tenía razón cuando decía que no existe en presente ni el futuro, sino sólo el pasado repitiéndose una y otra vez.
El 6 de febrero de 1934, en una pequeña sala atestada de gente, comenzó en Crown Point, Indiana, el juicio contra Dillinger, presidido por el juez William J. Murray. Para dicho juicio, Dillinger había contratado a un abogado, Louis Piquett, uno de esos abogados que es casi más delincuente que los delincuentes a los que defiende (o sin casi). De hecho, fue Piquett el encargado de organizar la fuga de Dillinger de Crown Point. Se citó con un juez de Indiana y le pagó varios miles de dólares para que introdujese en la cárcel un revólver (habéis leído bien: un juez. God bless America).
Una vez que se hizo con la pistola que el misterioso juez introdujo en la cárcel, Dillinger resolvió fugarse el 3 de marzo de 1934. Para ello, redujo primero al guardia Sam Cahoon, con el que descendió del segundo al primer piso de la cárcel y al que utilizó para engañar a otro policía, Ernest Blunk, y reducirlo también. Utilizó a éste para atraer a otros tres guardias e irlos encerrando, tras lo cual se aplicó a buscar armas. Sabiendo que el alcalde tenía ametralladoras en su oficina, bajó de nuevo con Blunk hasta la recepción, separada del despacho del alcaide por una puerta enrejada. A través de las rejas encañonó al guardia de la puerta, quien la abrió sin oposición. Tras reducir a un guardia nacional, Dillinger tomó dos ametralladoras. Estaba ya en la entrada de la cárcel, pero fuera había como treinta policías. Así que resolvió salir por detrás. Entregó una ametralladora a un convicto negro, Herbert Youngblood, y con dos presos más se desplazó a la parte posterior de la cárcel, donde tomaron a tres guardias desprevenidos y los metieron en el garaje. A este grupo acabó uniendo al cocinero de la cárcel, los pinches, algunos presos con condenas leves y la suegra del alcaide. Luego se le metió en la cabeza huir en un Buick que había en el garaje y, cuando le dijeron que las llaves las tenía el alcaide, ni corto ni perezoso volvió a entrar en la cárcel para reclamárselas. Para cuando se dio cuenta de que estaba perdiendo mucho tiempo, la alarma ya empezaba a correrse.
Youngblood y Dillinger salieron por la parte posterior de la cárcel (por donde, al parecer, la policía no había pensado que fuese necesario vigilar), donde abordaron a un mecánico, robaron un coche y se llevaron el mecánico de rehén (aunque, al parecer, este tipo, Ed Saager, en realidad pensaba que le estaban encalomando alguna labor policial), además del eterno Blunk, que como vemos se pasó toda la acción de aquí para allá, con la pistola de Dillinger en las costillas. Cuando Dillinger soltó a los rehenes, incluso les dio dinero. Un poco antes, por cierto, en el coche, les había enseñado la pistola auténtica que tenía y, no se sabe muy bien por qué, le dio por decir que era de madera; que había logrado escaparse de la cárcel con la sola ayuda de una pistola falsa. Aunque esto no es verdad, fue relatado por los testigos a la prensa y generó todo un mito que el propio Dillinger acabaría medio creyéndose (se hizo fotos en casa de su padre con una pistola de madera, afectando que era la de la fuga).
El 4 de marzo, recién huido, Dillinger reconstituyó su banda en Chicago con Hamilton, su antiguo amigo Homer van Meter y un tercer tipo, siniestro, llamado Lester Gillis, aunque era más conocido como Baby Face Nelson por su cara de niño. Baby Face era un sicópata amante de armarla y disparar a la primera de cambio, un poco al estilo del personaje que recrea Joe Pesci en Goodfellas. Al grupo se unió Billie Frechette, con la que Dillinger se había reconciliado, y un amigo de Van Meter, Eddie Green, que aportó al sexto miembro de la banda, Tommy Carroll. Esta fue la banda que, el 6 de marzo de 1934, atracó el Security National Bank and Trust Company de Sioux Falls, South Dakota. La cosa no iba mal hasta que se vio llegar al banco a un policía fuera de servicio, que se acercó movido por la curiosidad porque el atraco empezaba a tener público, momento que Baby Face escogió para subirse a un mostrador y empezar a disparar su metralleta. Eso sirvió para crear tanta expectación que se calcula que en la calle se juntaron 1.000 personas, por lo menos. Por ello, los atracadores comenzaron a acumular rehenes, más de diez. Los atracadores huyeron en n coche con cuatro mujeres y un hombre atestando los estribos. El botín animó a Dillinger, quien decidió que ahora atracarían el First National Bank de Mason City, Iowa. Fue una elección acertada, porque aquel día las cajas del banco tenían la fabulosa cantidad de 240.000 dólares.
Green, Hamilton y Van Meter entraron en el banco aullando como los indios de las películas de ídem. Luego entró Dillinger. Teóricamente, el banco tenía especiales elementos de protección (un tipo en una habitación con capacidad de disparar bombas de gas), pero fallaron parcialmente. Eso sí, un juez que estaba en un piso alto del edifico del banco vio a Dillinger y le disparó, hiriéndole en un hombro. Esto decidió al líder a ordenar la marcha, pero el fortunón seguía en la caja de seguridad. Hamilton fue encargado de recogerlo, pero lo cierto es que el cajero del banco, de nombre Fisher, le engañó. Primero, se las arregló para entrar primero en la caja acorazada, cuya pesada puerta de rejas se mantenía abierta con un saco de calderilla que se dejaba en el suelo. Fisher le ofreció a Hamilton el saco y éste lo cogió, momento en el que la puerta se cerró. A partir de ahí, Hamilton empezó a reclamar los billetes y Fisher a entregárselos muy lentamente, empezando por los más pequeños. Para cuando Dillinger gritó que había que irse, Hamilton no sólo tenía apenas 20.000 dólares sino que además tuvo que huir cargando con una pesada bolsa de calderilla.
Los atracadores salieron a la calle rodeados de rehenes. El juez disparó de nuevo, hiriendo en el hombro a Hamilton. Al llegar al coche de huida, decidieron llevarse todos los rehenes. Algunos tuvieron que subirse en los guardabarros. El coche parecía más bien una apuesta de borrachos de a ver cuántos nos subimos que la huida de una banda de delincuentes. Había entre 21 y 26 pasajeros, según las versiones.
La huida fue de coña. Unas pocas manzanas más allá del banco, una señora ya mayor, Minnie Piehm, gritó cuando el coche pasó delante de su casa, y los ladrones, como si fuera un taxi, pararon y la dejaron bajarse. A otro rehén le robaron una bolsa de bocadillos que llevaba y los gangsters se pusieron a comer. Otra mujer se mareó y también pararon para que se bajase. A otra le dio un ataque de histeria y también la liberaron.
Pero no les cogieron. Estuvieron a punto unos días después e incluso hirieron a Dillinger en una pierna, pero no les cogieron.
Para tratar de huir de tanta persecución, la banda acabó ocultándose en Wisconsin, en un albergue llamado Little Bohemia, puesto que su dueño, Emil Wanatka, era un austrohúngaro que había emigrado a Estados Unidos para participar en las obras de reconstrucción de San Francisco tras el terremoto de 1906. Al poco de llegar, Wanatka acabó descubriendo que sus huéspedes iban armados, juntó piezas, y se dio cuenta de que Dillinger era Dillinger. Se lo dijo, y el ladrón reaccionó con tranquilidad, pero sin quitarle un ojo de encima. Le dijo que estarían unos días y que luego se irían, y que no pasaría nada.
Sin embargo, Wanatka acabó decidiendo que era mejor informar a la policía, para lo cual escribió una carta. El problema era echar esa carta, claro. Se la dio a su esposa, Nan Wanatka, quien después pidió permiso para ir a una fiesta de cumpleaños que celebraba su familia. Dillinger la dejó ir pero, mientras conducía, Nan Wanatka se dio cuenta de que un coche la seguía (era Baby Face). Así que aceleró hasta la casa de su hermano, Lloyd la Porte, y lo hizo subir en el coche antes de que Nelson llegase a verlos y luego repitió la jugada para sacarlo del coche con la carta. A Nelson le justificó el extraño rodeo que había dado afirmando que había ido a comprar bombones para la fiesta. De todas formas, dado que era sábado y la carta no saldría hasta el lunes, y temiendo estar muertos para entonces, el entorno de los Wanatka se las arregló para llamar al FBI, que llegó casi cuando los Dillinger ya se habían ido.
La operación policial fue un fracaso. Cuando empezaron a gritar eso de FBI, salgan con las manos en alto, los que salieron fueron tres clientes del albergue y dos camareros y los policías, creyendo que eran la banda, los acribillaron (uno de ellos murió). Inmediatamente, Van Meter comenzó a disparar desde el segundo piso y Carroll desde el techo. Luego, los gangsters huyeron por la parte de atrás hacia un lago, donde la policía los persiguió; pero la información que tenían del terreno era tan pobre que una partida cayó en una zanja y otra tropezó con una valla de espino. Sólo pudieron detener a las novias. Unos agentes del FBI se acercaron por la casa del operador de la centralita telefónica, Alvin Koerner, donde fueron masacrados por Baby Face Nelson. Eso sí, el que salió herido fue Hamilton, que moriría algunos días después. Carroll cayó algún tiempo más tarde en Waterloo, Iowa.
Cinco estados pusieron cada uno 1.000 dólares para alimentar la recompensa por Dillinger. Un pastón. Ahora, ya no podía estar seguro de que quien le reconociese cerrase la boca.
En mayo, Dillinger se sometió a una operación de cirugía estética que, al parecer, no le dejó muy distinto de cómo era. El 22 de junio, día de su cumpleaños, el FBI lo declaró Enemigo Público Número 1 y el Departamento de Justicia subió su caché: 10.000 dólares. Dillinger decidió que tenía que marcharse a México, pero necesitaba dinero para empezar una nueva vida. Él y Van Meter seleccionaron el Merchants National Bank de South Bend, Indiana. Muy a su pesar, tuvo que admitir en la partida, de nuevo, al impredecible Baby Face. El atraco se produjo el 30 de junio.
En el curso de dicho atraco, Van Meter disparó sobre un policía que iba a entrar en el banco, pero los ladrones comenzaron a notar que el personal se les ponía en contra. Un joyero, Harry Berg, salió de su tienda y disparó a Baby Face, que vigilaba en la puerta del banco. Un joven, Joseph Pawlovsky, se le echó la espalda, y Nelson tuvo que dispararle en una mano para reducirlo. En la huida, Van Meter fue alcanzado en la cabeza.
Dillinger cada vez estaba más cercado. Pero fue, finalmente, una mujer quien le daría al FBI, más concretamente al agente especial Melvin Purvis que dirigía la caza, la ocasión de emboscarlo. Dado que Billie Frechette estaba en la trena, Dillinger se lió con una mocita de Chicago, Polly Hamilton, que tenía una amiga, Anna Sage, con graves problemas. Sage era rumana y estaba a punto de ser deportada. En realidad, lo que le movió a delatar a Dillinger no fue tanto el dinero como la promesa (por cierto, falsa) de que no sería deportada. El caso es que informó al FBI de una tarde en la que los tres iban a ir al cine. El FBI no quiso detener a Dillinger en la sala y le esperó a la salida. En el curso del enfrentamiento, el ladrón recibió un disparo mortal.
Un mes después de la muerte de Dillinger, Homer van Meter fue localizado; murió en el tiroteo que se montó. Dos semanas después, Pierpont era ajusticiado en la silla eléctrica, no sin antes intentar huir de la prisión estatal de Ohio en Columbus junto a su compañero Makley. Se creyeron la leyenda de Dillinger y construyeron dos pistolas de jabón, con las que no llegaron muy lejos. Makley murió en el tiroteo.
Clark, por su parte, fue condenado a cadena perpetua.
El 27 de noviembre de 1934, la policía siguió a un coche sospechoso en el que iban dos hombres y una mujer; los dos hombres eran Baby Face Nelson y un compinche, John Paul Chase. Al llegar a su altura, el hombre ordenó a la mujer que se agachase y ambos hombres comenzaron a disparar. Pero Nelson disparaba con la izquierda, así que no tenía precisión; y Chase, aunque podía apuntar, no se dio cuenta de que disparaba proyectiles dundún, que se abrían al atravesar el parabrisas del otro coche, con lo que su daño era escaso. El FBI respondió a la agresión. El coche logró huir, pero a la mañana siguiente el cuerpo de Baby Face apareció, desnudo y muerto, en una cuneta.
El fin de John Dillinger y de su banda. Y de una época, no mejor que la actual, desde luego. Pero, tal vez, más llena de historias.
Si has llegado hasta aquí, que sepas que te haces acreedor de que otro día te cuente la historia de Bonnie & Clyde.