Pasado mañana lunes, 20 de noviembre, se producirá el aniversario de la muerte frente al pelotón de fusilamiento de la cárcel de Alicante, de José Antonio Primo de Rivera. Hoy, este aniversario ha quedado para la celebración de algunos grupúsculos políticos con tan poco apoyo que son extraparlamentarios. Sin embargo, no hace mucho tiempo, ese aniversario era conmemorado por España entera. Porque resulta que ese grupúsculo, la Falange Española, era una especie de partido único que gobernaba el país; aunque es lo más lógico escribir una especie porque el sistema político franquista era un sistema muy sui generis: más que de partido único, era de líder único.
De José Antonio se ha hablado mucho y es, por lo tanto, personaje muy conocido. Era hijo del general Miguel Primo de Rivera, que había sido dictador de España entre 1923 y 1930, y cuya defección fue el principio del fin de la monarquía de Alfonso XIII. Cuentan las crónicas que era un abogado no exento de habilidad como litigante, aunque siempre tuvo un temperamento violento. Salta, nunca mejor dicho, a la escena de la Historia de España durante un acto en Madrid en el que un conferenciante tuvo palabras peyorativas para su padre. José Antonio, desde una fila trasera del público, saltó desde el respaldo del asiento anterior hacia el escenario para darse de hostias con el conferenciante.
Fundó Falange Española, un partido de corte fascista mucho más mussoliniano que hitleriano, que más tarde se fusionaría con las Juntas de Ofensiva Nacional-Sindicalista, de parecida ideología, para formar Falange España y de las JONS. El asesinato del militante Matías Montero fue para él un acicate; cuentan las crónicas que estaba en una cacería cuando recibió la noticia y que, nada más saberla, declaró que sus días de vida cómoda se habían acabado. Yo tengo una foto de José Antonio saliendo del cementerio ese día, y es lo cierto que su rostro lo dice todo.
En tiempos de la República fueron tan comunes los entierros de falangistas muertos violentamente que a José Antonio le pusieron el mote de Simón el Enterrador. Fue parlamentario durante los años de gobiernos de las derechas, aunque sin siquiera acercarse a la posibilidad de gobernar. En febrero de 1936, en las elecciones que ganó el Frente Popular, cometió el error de no pactar con las derechas la inclusión de candidatos de Falange en sus listas. Es bastante chusco pensar que a José Antonio siempre le preocupara que Falange fuese utilizada por otros, porque eso exactamente es lo que hizo Franco con el partido que él había fundado.
La llegada del Frente Popular al gobierno supuso la ilegalización de Falange y la detención de sus dirigentes. Decisión que no puede considerarse en modo alguno ni inmoderada ni antidemocrática. Si consideramos una brutalidad el asesinato por socialistas del diputado José Calvo Sotelo, no podemos olvidar que fueron falangistas joseantonianos los que, algunos meses antes, intentaron hacer lo mismo con un diputado socialista en la calle Goya de Madrid.
José Antonio decía que quería «una España alegre y faldicorta» y algunas otras cosas que suenan bien; pero no cabe duda de que propugnaba, con claridad, un estado fascista. Los 27 puntos programáticos de Falange dejan poco lugar a dudas al respecto. Además de contener algunas de las coletillas propias del franquismo (aquello de «España es una unidad de destino en lo universal» que repetíamos como loros todos los estudiantes de Formación del Espíritu Nacional), los puntos falangistas hablaban sin ambages de un Estado totalitario que, en pura ortodoxia fascista, otorgaba al hombre el derecho a ser libre, pero siempre en el seno de una supraestructura de mayor importancia, la nación. Su gran baza estratégica (punto 9) era la concepción de España como un inmenso sindicato de productores, es decir una especie de Estado sindical (éste, «¡Estado sindical!», era el grito reivindicativo de los falangistas en el primer franquismo) que, a la larga, venía a significar organizar la sociedad como un ejército. Sin embargo, el falangismo tenía indudables ribetes anticapitalistas (véase el punto 10, por ejemplo), que llevaba a algunos de sus miembros más radicales a proponer medidas como la nacionalización de la banca. Se han señalado no pocas veces puntos de anclaje entre falangismo y anarcosindicalismo y hay bastantes testimonios, de hecho, de que parte de la militancia del primero provino del segundo, y aún del marxismo.
Como ya se ha dicho casi todo, a mí me gustaría hoy escribir unas líneas sobre algo que yo creo que se conoce poco, y son los planes y negociaciones que hubo en su día, estallada ya la guerra, para sacar a José Antonio de la cárcel.
José Antonio, por suerte para él, había sido trasladado, en julio de 1936, de la cárcel Modelo de Madrid, donde más que probablemente habría sido masacrado junto con otros correligionarios como Ruiz de Alda, a la de Alicante. Esto permitió que hubiese negociaciones para canjearlo por algún preso republicano de la misma importancia. El candidato fundamental era el hijo del líder socialista Francisco Largo Caballero. Cuando estalló la guerra, este muchacho estaba cumpliendo el servicio militar en la unidad de Transmisiones del Regimiento de El Pardo. El regimiento de El Pardo era claramente golpista, hasta el punto de en su seno se llegó a albergar un plan para asesinar al presidente Manuel Azaña, que tenía allí su residencia. Este plan no se llevó a cabo pero, al estallar la guerra y fracasar el golpe en Madrid, este regimiento se marchó a las cercanas posiciones de Segovia, en poder de los nacionales, y se llevó con él a Largo Caballero hijo. Lo trasladaron a Sevilla, donde Gonzalo Queipo de Llano lo custodiaba.
En septiembre de 1936, el padre de este muchacho, Francisco Largo Caballero, accedió a la presidencia del Gobierno. Su antecesor en el cargo, José Giral, entonces ministro sin cartera encargado, entre otras, de la labor de gestionar los canjes de prisioneros, planteó ante el consejo (formado por socialistas, comunistas, PNV, Izquierda Republicana, Unión Republicana y Esquerra Republicana de Catalunya) el canje Primo de Rivera/Largo Caballero. Pues bien: no sólo todos los grupos políticos se mostraron contrarios al canje, sino que el propio presidente zanjó el tema con una frase lapidaria: «Señores, no me obliguen ustedes a sumir el papel de Guzmán el Bueno».
A pesar de este fracaso palmario, los falangistas no tiraron la toalla. El periodista y escritor falangista Eugenio Montes, gran amigo de José Antonio, tuvo encuentros en París con personas más o menos cercanas con el gobierno del Frente Popular: José Ortega y Gasset, Felipe Sánchez Román y Santiago Alba.
Según escribió Maximiliano García Venero en la biografía por encargo de Manuel Hedilla, que entonces era el Jefe Nacional de Falange, Montes viajó a Burgos desde París para informar al propio Hedilla de que sus gestionen habían tenido éxito, y que Indalecio Prieto, ministro socialista, exigía treinta rehenes y seis millones de pesetas a cambio del líder falangista. Sin embargo, poco tiempo después Prieto, o quienquiera que fuese que hablaba en nombre de Prieto si es que la oferta existió en realidad, se desdijo de ella aduciendo, argumento creíble, que la cárcel de Alicante estaba custodiada por milicianos de la Federación Anarquista Ibérica, y que el Gobierno no tenía autoridad para llegar allí y ordenar que sacasen ni a ese preso ni a ninguno. Esto es, ya digo, más que probablemente cierto, porque los primeros meses de guerra, yo diría que el primer año por lo menos, fueron un lamentable espectáculo de desgobierno en el área republicana, con las bandas y partidos campando por sus respetos. Como muestra, cuando Dolores Ibárruri, La Pasionaria, se dirigía a París algunos meses después, se encontró con la humillante escena de que, a su paso por Barcelona, unos milicianos anarquistas le exigiesen el pasaporte e incluso coqueteasen con la idea de impedirle seguir viaje. Lo cuenta ella misma, indignada, en sus memorias.
La Opción C de Falange fue pasar a la acción. Agustín Aznar, un destacado miembro del partido (sin relación con los Aznar de los que desciende el ex presidente del Gobierno), se fue a visitar a Franco a Cáceres en compañía de otros doce falangistas y después fue a ver a Queipo, quien le dio un millón de pesetas extraídos de la caja del Banco de España de Sevilla. Era septiembre de 1936.
Una vez conseguido el dinero, la partida de falangistas embarcó en la futura patria de Rocío Jurado, Chipiona, en el torpedero alemán Iltis, que les llevó hasta Alicante. A la zona roja, pues.
En Alicante contaban con la ayuda, fundamentalmente, de un alemán, Joaquim von Knobloch, que había sido nombrado cónsul alemán honorario en la ciudad levantina, aunque rechazado por el gobierno republicano por ser miembro del NSDAP (el partido nacionalsocialista de Adolf Hitler).
Agustín Aznar, el falangista de mayor fuste en aquella brigadilla, entró en Alicante con un pasaporte alemán a nombre de August Gaetner, expedido por el consulado alemán en Sevilla. Para desembarcar tuvo que hacerlo de tapadillo, porque el encargado de negocios de la embajada alemana en Madrid, Voelckers, que estaba en Alicante para organizar allí las dependencias consulares, prohibió el desembarco de los españoles desde el torpedero.
Una vez en Alicante, Aznar tomó con contacto con las hermanas Carmen y Matilde Pérez, ambas falangistas e hijas de un práctico del puerto de Alicante que, si hemos de creer el testimonio que ellas mismas dan en el libro de García Venero, pasó, a través de Von Knobloch, información sobre buques llegados al puerto para que fuesen bombardeados por los sublevados.
Entre todos buscaron a un rojo sobornable. Éste resultó ser un tipo al que apodaban El Vaselina (probablemente cenetista). Von Knobloch se le acercó y, haciéndose pasar por periodista, le ofreció 10.000 pesetas por conseguirle una entrevista con Primo de Rivera. Como viese que El Vaselina no le hacía ascos a la historia, se lanzó y le ofreció un millón por liberarlo. El Vaselina contestó lo que los matones de Don Vito Corleone: es difícil, pero se puede intentar.
Entonces, Von Knobloch le dijo que le presentaría a un francés que era quien iba a financiar la operación. El francés era Agustín Aznar.
El Vaselina les dijo que había que darse prisa. Según él, habían llegado de Málaga varias personas con la única intención de matar a José Antonio. De hecho el gobernador de la provincia, el republicano Vázquez Limón, había reforzado la guardia de la cárcel.
A Agustín Aznar intentan detenerlo pocas horas después de aquella entrevista. Se zafa como puede. Entonces se intenta llevarlo al torpedero, pero Voecklers se niega y, más aún, insta a su protocónsul para que el falangista salga de la embajada antes de cuatro horas.
Von Knoblock busca un uniforme de teniente de navío alemán para camuflar a Aznar. El tema es problemático, porque el falangista está gordísimo. Finalmente, con una chaqueta ajustadita y unos pantalones prendidos con imperdibles, Aznar, acompañado por los otros falangistas, embarca en una nave que se hará famosa para la Historia algunos años más tarde: el Graf von Spee.
Von Knoblock fue expulsado de Alicante, ante sus actuaciones claramente pronazis, pero desde Sevilla siguió trabajando para el rescate del líder de Falange.
Entonces, llega el plan D, urdido de la siguiente manera: El consignatario de la naviera Ybarra en Sevilla, Gabriel Ravello, iría a Alicante previamente provisto de algunos millones de pesetas. Una vez llegado su barco, y por costumbre inveterada, los marinos debían presentar sus respetos al gobernador civil, por lo que éste subiría al barco. Una vez en el barco, el práctico del puerto (el falangista Pérez de quien ya hemos hablado, o sea el padre de Carmen y de Matilde) procuraría un encuentro discreto entre Vázquez Limón y Ravello en el que éste trataría de sobornar al gobernador para que salvase a José Antonio.
En el buque cisterna Hansa, y tras una entrevista de Von Knobloch con el propio Franco en el que éste fue informado del plan, llegaron a Alicante el diplomático nazi, Ravello y Pedro Gamero, otro de los falangistas de postín. Llamaron a Voecklers para que subiese al barco a visitarlos, pero éste se negó. Parece que está bastante claro que este Voecklers no quería saber nada con la liberación de José Antonio; lo cual no quiere decir, necesariamente, que fuese prorrepublicano. Ya he dicho que la Falange le hacía mucho más tilín a Mussolini.
Sin embargo, estando ellos en el puerto llegó otro barco alemán, el Deutschland, cuyo mando, el almirante Carls, era mucho más proclive a la cosa. Se mostró dispuesto a ayudar a la conspiración. La operación de subida al barco del gobernador se montó en otro barco alemán, el Sillacs. Pero se presentó Voecklers, y prohibió a Von Knobloch que intentase abordar al gobernador. Los alemanes no volvieron a intentar la liberación.
En paralelo, visto el fracaso, Hedilla y Aznar le plantean a Franco la opción de una toma de comandos. Según García Venero, Franco dio su aprobación (aunque debo decir que no era su estilo, y resulta difícil de creer). El caso es que un centenar de falangistas fue concentrado en Sevilla, entre los cuales, por cierto, se encontraba, siempre según García Venero, el primer español que brilló en la elite de los pesos pesados de boxeo: Paulino Uzcudun. Fue un mes y medio de entrenamiento, pero el comando no llegó a actuar. El plan necesitaba de la complicidad de alguien en zona roja pero, a pesar de ofrecer los falangistas ocho millones y rescatar, junto con José Antonio, al cómplice, no lograron encontrar uno.
Se ha dicho, y yo lo creo, que el empeño republicano por fusilar a José Antonio fue un error. Algunas teorías sostienen, un poco en línea con lo que aquí se ha contado de fuente falangista, que Indalecio Prieto quería que José Antonio acabase en zona nacional, porque consideraba que sus ideas anticapitalistas minarían la retaguardia ideológica de los sublevados y sembrarían la división. No lo sé, pero tiene lógica que alguien, aunque sólo fuese una persona, tuviese en la cúpula republicana la claridad de mente como para darse cuenta de eso. La Falange luchó al lado de Franco con la misma bravura que lo habría hecho de haber estado José Antonio para darle las órdenes. La muerte del Jefe Nacional no minó un ápice la combatividad del bando sublevado y su supervivencia, como poco, habría supuesto un problema para Franco pues, con bastante probabilidad, José Antonio habría puesto muchas dificultades al decreto de unificación que creó la Falange Española Tradicionalista y de las JONS.
Pero esto ya son juicios históricos, esto es, subjetivos.
sábado, noviembre 18, 2006
martes, noviembre 14, 2006
El oro de Moscú
Diciembre de 1956. Estación de tren de Austerlitz, en París. Dos parejas ya maduras toman el tren que une la capital de Francia con Madrid. Bueno, en realidad no. Una de las dos mujeres, probablemente por nervios, tomará un tren con destino a Madrid que no es, sin embargo, aquél en el que las cuatro personas tienen billete. Finalmente podrán reunirse en Burdeos y terminar viaje todos juntos.
Los dos hombres son Mariano Ansó, ex ministro de Justicia del presidente Juan Negrín durante la guerra; y Antonio Melchor de las Heras, abogado del Estado y asesor jurídico del ministerio franquista de Asuntos Exteriores. Ansó lleva, más o menos, veinte años sin poder pisar España. Va a Madrid a entregar algo. Un legado.
El viaje es continuación de una gestión realizada el día 18 de diciembre de ese año, unos días antes pues, por Rómulo Negrín, quien comparece ante Enrique Pérez-Hernández y Moreno, cónsul adjunto de España en París, para hacer entrega de todos los documentos que su padre, Juan Negrín, fallecido algunos días antes en París, atesoraba sobre el oro español entregado en depósito en el Comisariado del Pueblo de Hacienda de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas. El viaje a Madrid viene a completar esta gestión.
Antes de ese día, y también después, los mitos y leyendas en torno al llamado oro de Moscú han sido constantes y, de hecho, a pesar del paso del tiempo es un asunto que aún da bastante que hablar.
Hagamos un poco de historia.
Con el estallido de la guerra, una de las cosas que se rompió fue el Banco de España. Y no sólo por la decisión de la Generalidad de Cataluña, que ya hemos visto, de intervenir sus sedes en la región. Además, entre su cúpula hubo deserciones, sobre todo la del subgobernador, Pedro Pan, que se pasó a la zona nacional. Asimismo, uno de los más reputados miembros de su Servicio de Estudios, Fernández Baños, fue trasladado en diciembre de 1936 a Valencia, desde donde gestionó la salida de España de toda su familia y de él mismo, incorporándose también el Banco de España franquista. Con esto la gestión del Banco, en un momento en el que toda gestión pasó a ser política, no se pudo, en modo alguno, independizar del proceso.
Ya el 13 de septiembre de 1936, Manuel Azaña, presidente de la República; y Juan Negrín, ministro de Hacienda, aparecen como firmantes de un decreto semiclandestino (su facsímil puede consultarse en el libro de Ansó, Yo fui ministro de Negrín, Madrid, Espejo de España, 1976) que autoriza al gobierno, ante el hecho palmario de que las tropas nacionales avanzan hacia Madrid, a trasladar el oro existente en el Banco de España a lugar seguro. Antes incluso de esa fecha, el ministro de Hacienda anterior a Negrín, Enrique Ramos, ya había solicitado autorización al gobierno para que el banco vendiese unos 25 millones de pesetas en oro, aunque en este caso se trataba de defender a la peseta en los mercados internacionales.
Los cálculos más afinados consideran que, en el momento de estallar el conflicto, hay en el Banco de España oro por valor de 5.295 millones de pesetas (para que os hagáis una idea, y apoyándonos en datos que ya he escrito en pasados post, eso viene a ser más o menos el gasto de guerra de Cataluña entre 1936 y 1939, multiplicado por cuatro).
El gobierno de Largo Caballero toma la decisión, que siempre será polémica, de trasladar el oro a Moscú. Y digo que es polémica porque será interminable la discusión sobre si, como defienden quienes apoyaron la medida, Moscú era el único destino posible; o existían otras alternativas. La primera, obviamente, es Suiza. Sin embargo, Suiza presentaba el problema de que el oro debería atravesar físicamente Francia, y Francia había mostrado ya cierta hostilidad hacia el uso exterior de divisas y metales preciosos por parte de la República, así que una incautación siempre era posible; de hecho, el gobierno español tenía de tiempo atrás un oro depositado en Mont de Marsans, también con el objetivo de utilizarlo para defender la peseta, y ahora el gobierno francés se negaba a movilizarlo a petición de sus legítimos dueños (los franceses, siempre tan amigos de decidir por otros). Por su parte, la fría actitud de Reino Unido lo descartaba como objetivo. Moscú presentaba la ventaja de que el viaje era posible, entre Cartagena y Odessa, por un mar relativamente controlado en el que no se produciría la intercepción de mercantes rusos. Algunos críticos con la medida apuntan que se pudo pensar en Nueva York. Ahí queda la duda.
Por cierto, que hubo un voluntario: el gobierno catalán. La Generalidad se ofreció para que Barcelona fuese el destino, entonces seguro, del oro español. Su idea, que yo sepa, no fue nunca considerada ni medio en serio.
Entre julio de 1937 y enero de 1937 comenzó a salir oro de España, aunque no por la vía ni con el destino que se ha hecho famoso. Entre dichas fechas, la República vendió al Banco de Francia (sí, al presunto incautador) 194 toneladas de oro que valdrían, según mis cálculos, unos 1.500 millones de pesetas. Es sólo en una segunda fase que las reservas restantes (sigo con mis cuentas: unos 3.900 millones) fueron trasladadas a Cartagena, donde la mayoría sería embarcada con destino a Rusia. En total, 7.800 cajas por un valor de unos 518 millones de dólares (los mentados 3.900 millones de pesetas).
El traslado a Cartagena fue realizado por carabineros, miembros por lo tanto de un cuerpo de orden público que dependía directamente del propio ministerio de Hacienda. Hay testimonios de que todos eran militantes socialistas. No obstante, algunos puntos del transporte fueron vigilados por una unidad del denominado Quinto Regimiento, al mando de Valentín González, El Campesino, entonces furibundo comunista. Este detalle labró la leyenda de que el traslado del oro fue también controlado por los comunistas, leyenda que parece ser eso mismo más que otra cosa.
El 25 de octubre de 1936, el oro se cargó en cuatro barcos rusos: el Jruso, el Neva, el Kim y el Volgores. En dichos barcos viajaban funcionarios del Banco de España y de la Dirección General del Tesoro, encargados de comprobar el recuento del oro a la llegada a Rusia.
A partir de ahí, todo parece indicar que las cosas dejaron de funcionar.
En primer lugar, el oro fue utilizado, durante toda la guerra, como pago por el material de guerra y auxiliar con que la URSS proveyó a la República. Sin embargo, la calidad de esa ayuda está sometida a duda. En su inicio, los pedidos de armas deberían ser realizados por una institución centralizada, la Comisión de Armamento y Munición, y repartidos en el ejército republicano por una unidad de la misma que se estableció en Albacete, cuyo presidente era Diego Martínez Barrio (presidente de las Cortes, asimismo) y su comisario político el diputado Ángel Pestaña, máximo representante del anarquismo trientista, de carácter más moderado que el de la CNT o la FAI. Esta oficina central de entregas, sin embargo, nunca llegó a funcionar adecuadamente, según testimonio del gobernador civil de Albacete en aquellos tiempos (Justo Martínez Amutio: Chantaje a un pueblo, Madrid, G. del Toro, 1974). Un aspecto todavía no demasiado estudiado es la influencia que tuvo en la eficiencia bélica de la República esta distribución ineficiente de los recursos que llegaban, los cuales, según Amutio, se dedicarían preferentemente a unidades comunistas. El referido memorialista se queja, además, de algo que también refieren otras fuentes, que es la escasa calidad del material vendido por los rusos a alto precio. Incluso, en el colmo de la ineficacia, se queja de entregas de aviones en los que el fuselaje fue desembarcado en Levante y los motores en Bilbao. Gerald Howson, probablemente el estudioso más serio y sólido de la ayuda militar soviética a la República, ha calculado que, sólo mintiendo en el tipo de cambio (usando cambios erróneos peseta-dólar), la URSS le pudo chulear a la República unos 50 millones de dólares. Los rusos, por cierto, exigían el pago previo al envío del material; cosa que no le pasó a Franco, el cual, por ejemplo, en 1944 todavía estaba cerrando pufos con los alemanes. Y eso a pesar de que la garantía del pago (el oro) estaba bajo su custodia.
En paralelo, los funcionarios que hemos dejado en los mercantes camino de Odessa llegaron allí y pronto comprobaron que los rusos eran insultantemente lentos realizando una operación coñazo, pero al fin y al cabo fácil, como es contar 7.800 cajas. A los funcionarios se les había dicho que estarían más o menos un mes fuera de España (habían calculado diez días de curro para el arqueo) y, transcurrido dicho mes, fueron a quejarse al embajador español en Moscú, Marcelino Pascua, pues tenían la sensación de que ni en cuatro meses iban a terminar ( o sea: cuatro meses son como 100 días laborables, que para 7.800 cajas salen a 78 cajas por día; trabajando 10 horas, nos sale que los rusos venían tardando en contar 8 cajas a la hora).
Consecuencia de las protestas: a los dos meses, fueron realojados, cada uno en solitario. Se les colocó un policía de escolta que no les dejaba ni para orinar y se les censuró la correspondencia con sus propios familiares. Algunos de ellos, en realidad, no regresarían a España en toda la guerra.
El 1 de agosto de 1938, según comunicación recibida por Negrín, las reservas de oro estaban ya prácticamente agotadas. Como la República.
El oro de Moscú no fue dilapidado ni tampoco fue, como pretendió la propaganda franquista, utilizado por los republicanos exiliados para vivir como curas en París o en México. Según las cuentas entregadas por Rómulo Negrín y Mariano Ansó, y que han sido estudiadas por el historiador económico Pablo Martín Aceña (El oro de Moscú y el oro de Berlín, Madrid, Taurus), el que fuera presidente del Gobierno republicano durante la guerra se guardó mucho de custodiar los comprobantes que, básicamente, demuestran el uso del oro para la compra de material militar. Que ese material fuese, como dicen testigos como Martínez Amutio, para comprar no el material necesario, sino el que los consejeros soviéticos consideraban necesario; que fuese o no distribuido de una forma equitativa entre las unidades que lo necesitaban; que fuese de buena o mala calidad, ya es otra historia.
No obstante lo dicho, los republicanos en el exilio tienen, a mi entender, un borrón no demasiado aclarado a día de hoy, sobre el cual las cuentas de Negrín, obviamente, no dicen nada. Porque si las operaciones con el oro se hicieron con recibos y libramientos de por medio, las incautaciones no se hicieron así. Durante la guerra ambos bandos procedieron a incautar bienes de sus enemigos, o los que ellos consideraban que lo eran. Franco, por ejemplo, incautó las sedes de los partidos políticos y centrales sindicales. Y la República se hizo con joyas, obras de arte, dinero y otras riquezas cuyo monto no se puede fijar como el del oro de Moscú, porque cuando llegan a tu casa y te quitan un collar de oro a punta de pistola, no sueles pedir recibo. Ni quien te lo quita ofrecértelo.
Este punto de la Historia permanece más bien oscuro. Pero basta por hoy. He redactado esta entrada con un monumental dolor de cabeza, aunque a mí consultar libros me relaja, así pues estos párrafos me han hecho el efecto que a mi mujer le hace la valeriana. Os he utilizado de terapia ;O)
Pero lo de las incautaciones deberá quedar para otro día, otro post.
Los dos hombres son Mariano Ansó, ex ministro de Justicia del presidente Juan Negrín durante la guerra; y Antonio Melchor de las Heras, abogado del Estado y asesor jurídico del ministerio franquista de Asuntos Exteriores. Ansó lleva, más o menos, veinte años sin poder pisar España. Va a Madrid a entregar algo. Un legado.
El viaje es continuación de una gestión realizada el día 18 de diciembre de ese año, unos días antes pues, por Rómulo Negrín, quien comparece ante Enrique Pérez-Hernández y Moreno, cónsul adjunto de España en París, para hacer entrega de todos los documentos que su padre, Juan Negrín, fallecido algunos días antes en París, atesoraba sobre el oro español entregado en depósito en el Comisariado del Pueblo de Hacienda de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas. El viaje a Madrid viene a completar esta gestión.
Antes de ese día, y también después, los mitos y leyendas en torno al llamado oro de Moscú han sido constantes y, de hecho, a pesar del paso del tiempo es un asunto que aún da bastante que hablar.
Hagamos un poco de historia.
Con el estallido de la guerra, una de las cosas que se rompió fue el Banco de España. Y no sólo por la decisión de la Generalidad de Cataluña, que ya hemos visto, de intervenir sus sedes en la región. Además, entre su cúpula hubo deserciones, sobre todo la del subgobernador, Pedro Pan, que se pasó a la zona nacional. Asimismo, uno de los más reputados miembros de su Servicio de Estudios, Fernández Baños, fue trasladado en diciembre de 1936 a Valencia, desde donde gestionó la salida de España de toda su familia y de él mismo, incorporándose también el Banco de España franquista. Con esto la gestión del Banco, en un momento en el que toda gestión pasó a ser política, no se pudo, en modo alguno, independizar del proceso.
Ya el 13 de septiembre de 1936, Manuel Azaña, presidente de la República; y Juan Negrín, ministro de Hacienda, aparecen como firmantes de un decreto semiclandestino (su facsímil puede consultarse en el libro de Ansó, Yo fui ministro de Negrín, Madrid, Espejo de España, 1976) que autoriza al gobierno, ante el hecho palmario de que las tropas nacionales avanzan hacia Madrid, a trasladar el oro existente en el Banco de España a lugar seguro. Antes incluso de esa fecha, el ministro de Hacienda anterior a Negrín, Enrique Ramos, ya había solicitado autorización al gobierno para que el banco vendiese unos 25 millones de pesetas en oro, aunque en este caso se trataba de defender a la peseta en los mercados internacionales.
Los cálculos más afinados consideran que, en el momento de estallar el conflicto, hay en el Banco de España oro por valor de 5.295 millones de pesetas (para que os hagáis una idea, y apoyándonos en datos que ya he escrito en pasados post, eso viene a ser más o menos el gasto de guerra de Cataluña entre 1936 y 1939, multiplicado por cuatro).
El gobierno de Largo Caballero toma la decisión, que siempre será polémica, de trasladar el oro a Moscú. Y digo que es polémica porque será interminable la discusión sobre si, como defienden quienes apoyaron la medida, Moscú era el único destino posible; o existían otras alternativas. La primera, obviamente, es Suiza. Sin embargo, Suiza presentaba el problema de que el oro debería atravesar físicamente Francia, y Francia había mostrado ya cierta hostilidad hacia el uso exterior de divisas y metales preciosos por parte de la República, así que una incautación siempre era posible; de hecho, el gobierno español tenía de tiempo atrás un oro depositado en Mont de Marsans, también con el objetivo de utilizarlo para defender la peseta, y ahora el gobierno francés se negaba a movilizarlo a petición de sus legítimos dueños (los franceses, siempre tan amigos de decidir por otros). Por su parte, la fría actitud de Reino Unido lo descartaba como objetivo. Moscú presentaba la ventaja de que el viaje era posible, entre Cartagena y Odessa, por un mar relativamente controlado en el que no se produciría la intercepción de mercantes rusos. Algunos críticos con la medida apuntan que se pudo pensar en Nueva York. Ahí queda la duda.
Por cierto, que hubo un voluntario: el gobierno catalán. La Generalidad se ofreció para que Barcelona fuese el destino, entonces seguro, del oro español. Su idea, que yo sepa, no fue nunca considerada ni medio en serio.
Entre julio de 1937 y enero de 1937 comenzó a salir oro de España, aunque no por la vía ni con el destino que se ha hecho famoso. Entre dichas fechas, la República vendió al Banco de Francia (sí, al presunto incautador) 194 toneladas de oro que valdrían, según mis cálculos, unos 1.500 millones de pesetas. Es sólo en una segunda fase que las reservas restantes (sigo con mis cuentas: unos 3.900 millones) fueron trasladadas a Cartagena, donde la mayoría sería embarcada con destino a Rusia. En total, 7.800 cajas por un valor de unos 518 millones de dólares (los mentados 3.900 millones de pesetas).
El traslado a Cartagena fue realizado por carabineros, miembros por lo tanto de un cuerpo de orden público que dependía directamente del propio ministerio de Hacienda. Hay testimonios de que todos eran militantes socialistas. No obstante, algunos puntos del transporte fueron vigilados por una unidad del denominado Quinto Regimiento, al mando de Valentín González, El Campesino, entonces furibundo comunista. Este detalle labró la leyenda de que el traslado del oro fue también controlado por los comunistas, leyenda que parece ser eso mismo más que otra cosa.
El 25 de octubre de 1936, el oro se cargó en cuatro barcos rusos: el Jruso, el Neva, el Kim y el Volgores. En dichos barcos viajaban funcionarios del Banco de España y de la Dirección General del Tesoro, encargados de comprobar el recuento del oro a la llegada a Rusia.
A partir de ahí, todo parece indicar que las cosas dejaron de funcionar.
En primer lugar, el oro fue utilizado, durante toda la guerra, como pago por el material de guerra y auxiliar con que la URSS proveyó a la República. Sin embargo, la calidad de esa ayuda está sometida a duda. En su inicio, los pedidos de armas deberían ser realizados por una institución centralizada, la Comisión de Armamento y Munición, y repartidos en el ejército republicano por una unidad de la misma que se estableció en Albacete, cuyo presidente era Diego Martínez Barrio (presidente de las Cortes, asimismo) y su comisario político el diputado Ángel Pestaña, máximo representante del anarquismo trientista, de carácter más moderado que el de la CNT o la FAI. Esta oficina central de entregas, sin embargo, nunca llegó a funcionar adecuadamente, según testimonio del gobernador civil de Albacete en aquellos tiempos (Justo Martínez Amutio: Chantaje a un pueblo, Madrid, G. del Toro, 1974). Un aspecto todavía no demasiado estudiado es la influencia que tuvo en la eficiencia bélica de la República esta distribución ineficiente de los recursos que llegaban, los cuales, según Amutio, se dedicarían preferentemente a unidades comunistas. El referido memorialista se queja, además, de algo que también refieren otras fuentes, que es la escasa calidad del material vendido por los rusos a alto precio. Incluso, en el colmo de la ineficacia, se queja de entregas de aviones en los que el fuselaje fue desembarcado en Levante y los motores en Bilbao. Gerald Howson, probablemente el estudioso más serio y sólido de la ayuda militar soviética a la República, ha calculado que, sólo mintiendo en el tipo de cambio (usando cambios erróneos peseta-dólar), la URSS le pudo chulear a la República unos 50 millones de dólares. Los rusos, por cierto, exigían el pago previo al envío del material; cosa que no le pasó a Franco, el cual, por ejemplo, en 1944 todavía estaba cerrando pufos con los alemanes. Y eso a pesar de que la garantía del pago (el oro) estaba bajo su custodia.
En paralelo, los funcionarios que hemos dejado en los mercantes camino de Odessa llegaron allí y pronto comprobaron que los rusos eran insultantemente lentos realizando una operación coñazo, pero al fin y al cabo fácil, como es contar 7.800 cajas. A los funcionarios se les había dicho que estarían más o menos un mes fuera de España (habían calculado diez días de curro para el arqueo) y, transcurrido dicho mes, fueron a quejarse al embajador español en Moscú, Marcelino Pascua, pues tenían la sensación de que ni en cuatro meses iban a terminar ( o sea: cuatro meses son como 100 días laborables, que para 7.800 cajas salen a 78 cajas por día; trabajando 10 horas, nos sale que los rusos venían tardando en contar 8 cajas a la hora).
Consecuencia de las protestas: a los dos meses, fueron realojados, cada uno en solitario. Se les colocó un policía de escolta que no les dejaba ni para orinar y se les censuró la correspondencia con sus propios familiares. Algunos de ellos, en realidad, no regresarían a España en toda la guerra.
El 1 de agosto de 1938, según comunicación recibida por Negrín, las reservas de oro estaban ya prácticamente agotadas. Como la República.
El oro de Moscú no fue dilapidado ni tampoco fue, como pretendió la propaganda franquista, utilizado por los republicanos exiliados para vivir como curas en París o en México. Según las cuentas entregadas por Rómulo Negrín y Mariano Ansó, y que han sido estudiadas por el historiador económico Pablo Martín Aceña (El oro de Moscú y el oro de Berlín, Madrid, Taurus), el que fuera presidente del Gobierno republicano durante la guerra se guardó mucho de custodiar los comprobantes que, básicamente, demuestran el uso del oro para la compra de material militar. Que ese material fuese, como dicen testigos como Martínez Amutio, para comprar no el material necesario, sino el que los consejeros soviéticos consideraban necesario; que fuese o no distribuido de una forma equitativa entre las unidades que lo necesitaban; que fuese de buena o mala calidad, ya es otra historia.
No obstante lo dicho, los republicanos en el exilio tienen, a mi entender, un borrón no demasiado aclarado a día de hoy, sobre el cual las cuentas de Negrín, obviamente, no dicen nada. Porque si las operaciones con el oro se hicieron con recibos y libramientos de por medio, las incautaciones no se hicieron así. Durante la guerra ambos bandos procedieron a incautar bienes de sus enemigos, o los que ellos consideraban que lo eran. Franco, por ejemplo, incautó las sedes de los partidos políticos y centrales sindicales. Y la República se hizo con joyas, obras de arte, dinero y otras riquezas cuyo monto no se puede fijar como el del oro de Moscú, porque cuando llegan a tu casa y te quitan un collar de oro a punta de pistola, no sueles pedir recibo. Ni quien te lo quita ofrecértelo.
Este punto de la Historia permanece más bien oscuro. Pero basta por hoy. He redactado esta entrada con un monumental dolor de cabeza, aunque a mí consultar libros me relaja, así pues estos párrafos me han hecho el efecto que a mi mujer le hace la valeriana. Os he utilizado de terapia ;O)
Pero lo de las incautaciones deberá quedar para otro día, otro post.
lunes, noviembre 13, 2006
Flabbergasted
Flabbergasted es una de las palabras del inglés que más me gustan. Significa algo así como intensamente sorprendido. Creo que es una especie de onomatopeya moral. Oyes a alguien decir I'm flabbergasted y casi puedes tocar su sorpresa.
Hace una semana, Inasequible me comentó, por correo electrónico, que, a la vista de que no pocos post de este blog registraban comentarios de los lectores, debería colocar un contador de visitas. No le hice mucho caso, aunque algunas horas después me picó la curiosidad y acabé comprobando que colocar un contador es relativamente fácil. Relativamente, porque por el camino no me cargué el blog de puñetero milagro. Debéis comprenderme; yo soy así. Ahora Blogger me informa de que si quiero cambiar a la nueva versión de Blogger y me informa que para ello debo tener una cuenta Google, y a mí todo lo que se me ocurre es preguntar si tener una cuenta Google duele, es hereditario o es compatible con la deglución de grasaspoliinsaturadas.
En fin. Que coloqué el cuentalecturas con bastante escepticismo y ahora, al visitar mis predios interneteros por casualidad, me encuentro con que está a punto de llegar a las 1.000 visitas.
Supongo que tiene truco. O sea, que mi ignorancia tecnológica no me llega como para no saber que en internet hay todo tipo de artrópodos y similares, escarabajos, arañas y demás, que visitan las páginas automáticamente, y supongo que eso pondera en el número de visitas que registra el contador. Pero es que mil visitas en una semana me parece una pasada, aunque sean del tío Google.
Y quería decíroslo, en mi nombre y, estoy seguro, también en el de Ina, mi partner. Estas cosas le impulsan a uno a seguir adelante. Y eso mismo es lo que voy a seguir haciendo.
Nos vemos, pues.
Hace una semana, Inasequible me comentó, por correo electrónico, que, a la vista de que no pocos post de este blog registraban comentarios de los lectores, debería colocar un contador de visitas. No le hice mucho caso, aunque algunas horas después me picó la curiosidad y acabé comprobando que colocar un contador es relativamente fácil. Relativamente, porque por el camino no me cargué el blog de puñetero milagro. Debéis comprenderme; yo soy así. Ahora Blogger me informa de que si quiero cambiar a la nueva versión de Blogger y me informa que para ello debo tener una cuenta Google, y a mí todo lo que se me ocurre es preguntar si tener una cuenta Google duele, es hereditario o es compatible con la deglución de grasaspoliinsaturadas.
En fin. Que coloqué el cuentalecturas con bastante escepticismo y ahora, al visitar mis predios interneteros por casualidad, me encuentro con que está a punto de llegar a las 1.000 visitas.
Supongo que tiene truco. O sea, que mi ignorancia tecnológica no me llega como para no saber que en internet hay todo tipo de artrópodos y similares, escarabajos, arañas y demás, que visitan las páginas automáticamente, y supongo que eso pondera en el número de visitas que registra el contador. Pero es que mil visitas en una semana me parece una pasada, aunque sean del tío Google.
Y quería decíroslo, en mi nombre y, estoy seguro, también en el de Ina, mi partner. Estas cosas le impulsan a uno a seguir adelante. Y eso mismo es lo que voy a seguir haciendo.
Nos vemos, pues.
Un imperio en decadencia
Hoy cambiamos un poco de tercio. Supongo que a los lectores de este blog no se les ha escapado que la marcha que les va a sus autores es la Historia contemporánea de España. Es por esto que damos tanto la brasa con las anécdotas de España en el siglo XX. Bueno, esto es así, tanto en mi caso como el de Inasequible Aldesaliento. Aunque también tiene su lógica, porque obviamente la Historia, cuanto más moderna es, más rebosa de anécdotas. Aunque probablemente fueron muy interesantes, carecemos de anécdotas de los viejos íberos.
Pero ya digo que cambiamos de tercio. Concretamente, al tercio de Flandes, cuando menos en parte. Hoy en día, muchos españoles, cuando queremos referirnos a nuestra intención de comenzar a tener éxitos en un terreno que nos es aún desconocido (por ejemplo, comenzar a exportar mercancías a un determinado mercado) utilizamos para ello la expresión «poner una pica en Flandes». Es dudoso, muy dudoso, que un estadounidense del año 2400 utilice la expresión «izar la bandera en Iraq», a pesar de que tiene el mismo significado. Con esto quiero decir que las guerras de Flandes, y otras tantas cosas que pasaron hace cosa de unos 400 años, fueron de una importancia muy superior a los hechos internacionales que hoy valoramos.
Cada era histórica tiene su gendarme mundial, y hubo un momento en el que dicho gendarme fue España. De los difíciles momentos en que dicho gendarme se quedó sin fuerzas va a este post. Debido a Inasequible con mis apostillas, ya sabéis, en negrita.
Un imperio en bancarrota
By Inasequilble Aldesaliento
Carlo M. Cipolla publicó un volumen titulado La decadencia económica de los imperios (Alianza Universidad, Madrid 1981) en el que defiende que la causa principal de la decadencia de los imperios es la economía. Cipolla afirma que en la vida de los imperios llega un punto de inflexión en el que asumen más compromisos de los que pueden asumir. En lugar de cortar pérdidas y retirarse a posiciones fácilmente defendibles, multiplican los asuntos de “interés vital” y por tanto irrenunciables. Entienden que es una cuestión de vida o muerte, de ser o no ser imperio, el no retroceder. El resultado final es el colapso: no hay recursos para mantener tantos compromisos y al final lo que no se quiso abandonar voluntariamente, se tiene que abandonar por la fuerza.
Los intereses vitales de los imperios son como los tumores malignos: tienden a la metástasis. Por ejemplo, Estados Unidos puede empezar definiendo como intereses vitales e irrenunciables en Oriente Medio, la defensa de Israel y que el petróleo saudí esté en manos amigas. De pronto entiende que la defensa de Israel implica otro interés vital: que no surja una potencia regional en la zona, lo que implica tener estrechamente controlados a los dos países que podrían aspirar a ese papel, Siria e Iraq. Por otra parte, puede entender que no basta con asegurarse los suministros de petróleo saudí, también hay que asegurarse los iraquíes, que son las segundas reservas petrolíferas del planeta. Insensiblemente, donde había dos intereses vitales, han acabado surgiendo cuatro y el escenario está dado para que Estados Unidos entienda como vital, llevar a cabo las siguientes acciones simultáneas: ocupar Iraq, apoyar la invasión israelí del Líbano, limarle las uñas a Siria, mantener estrechamente vigilado al régimen iraní y asegurarse de que el régimen saudí se mantiene y no es reemplazado ni por una democracia popular incontrolable ni por un gobierno islámico. La cuestión clave, que muchos estadistas han descuidado alegremente, es: ¿hay recursos suficientes para tantas tareas?
Esta desproporción entre medios y fines aplicada al Imperio español se ve tristemente en Felipe III y la Pax Hispánica, de Paul C. Allen. El libro relata las vicisitudes de la política exterior de Felipe III, especialmente en lo relativo a los Países Bajos. Felipe III, un hombre que había nacido más para vividor alegre y mundano a lo Jaime de Mora y Aragón que para monarca de un imperio lleno de problemas, heredó de su padre Felipe II más sueños imperiales y cuestiones sin resolver que doblones. Y así nos fue.
De hecho, a pesar de que en los tiempos de Felipe III y de Felipe IV los ancianos nobles del Consejo de Castilla que habían sido funcionarios de Felipe II veían a éste con nostalgia y forjaron de él la imagen del buen gobernante (el Rey Prudente), lo cierto es que fue, en mi opinión, Felipe II y no el III quien labró la bancarrota de España con una política bélica enloquecida. De hecho, Felipe II ya declaró bancarrotas durante su reinado. Lo que es más importante: según algunos historiadores, fue él quien, indirectamente, creó o educó la figura del rentista improductivo (hidalgo) que tanto daño le haría a la capacidad económica de Castilla. La necesidad de financiar sus ejércitos forzó a la monarquía felípica a financiarse, además de con la plata de Indias, mediante la emisión de juros que venían a devenir en rentas seguras para sus tomadores. Por ello, la ocupación del español pudiente dejó de ser crear riqueza para ser vivir de los juros.
Un libro más clásico que el de Allen, pero interesante por abordar el mismo problema ya en los años de Felipe II, es Guerra y decadencia, de I.A.A.A. Thomson.
Si un consejero de Felipe III hubiera tenido que definir cuáles eran los intereses vitales de España en 1600, posiblemente habría enumerado los siguientes: defender el imperio de América; asegurar las rutas marinas entre las Indias y España; derrotar a los rebeldes holandeses y erradicar el protestantismo de esas tierras; contener al Turco en el Mediterráneo; asegurarse de que Francia no levanta cabeza y dar una lección a la protestante Inglaterra. El libro de Allen muestra la discrepancia entre esos objetivos grandiosos y los recursos existentes en el caso de los Países Bajos.
A comienzos del siglo XVII se había llegado a una situación de tablas en los Países Bajos, más por las malas finanzas españolas que por los éxitos militares holandeses. Era un misterio cada año si se podría emprender una campaña militar en la zona. Todo dependía de que llegase a tiempo y bien provista la Flota de Indias y de que, por medio de espías, se supiese si el Turco iba a estar activo o no ese año en el Mediterráneo. Lo ganado en la campaña de un año bueno, podía perderse en el siguiente si la falta de doblones impedía volver a la ofensiva y no había los medios para levantar un nuevo ejército.
Debe entenderse que el ejército de Flandes fue, mayoritariamente, un ejército mercenario. Aunque había muchos españoles en él, también había soldados de otras partes del imperio pero, en cualquier caso, estaba formado por soldados y mandos que peleaban por dinero. A lo largo de la larguísima guerra de Flandes sobran los episodios en los que el ejército sitiador de una ciudad abandona el asedio, por la misma razón por la que en un anuncio actual de la tele le dan a George Clooney con la puerta en las narices: no money, no party.
La impresión es la de un imperio que estaba continuamente viviendo de prestado, desnudando a un santo para vestir a otro, esperando siempre un milagro, sabedor de que el menor contratiempo se podía convertir en catástrofe, porque no había los medios para tapar un nuevo boquete en una nave que se hundía.
El imperio español sobrevivió durante el reinado de Felipe III por una combinación de buenos diplomáticos, que lograron a base de astucia lo que las arcas vacías y los cañones sin pólvora ya no conseguían, una política algo más realista, que tendió más a la paz que a la guerra, y a que el recuerdo de las pasadas glorias españolas aún imponía a sus enemigos. Fue en ese momento cuando España hubiera debido retirarse de algunas de sus posiciones para salvaguardar el resto, pero eso hubiera implicado un grado de sabiduría que muy pocos gobernantes en el mundo han tenido.
Y, muerto Felipe III, llegaría el reinado del cuarto y de su valido, el conde-duque de Olivares. En la monumental biografía que de él ha escrito J. H. Elliot puede seguirse, con meticulosidad, la lenta y definitiva putrefacción de la situación que Ina describe en este post.
Pero ya digo que cambiamos de tercio. Concretamente, al tercio de Flandes, cuando menos en parte. Hoy en día, muchos españoles, cuando queremos referirnos a nuestra intención de comenzar a tener éxitos en un terreno que nos es aún desconocido (por ejemplo, comenzar a exportar mercancías a un determinado mercado) utilizamos para ello la expresión «poner una pica en Flandes». Es dudoso, muy dudoso, que un estadounidense del año 2400 utilice la expresión «izar la bandera en Iraq», a pesar de que tiene el mismo significado. Con esto quiero decir que las guerras de Flandes, y otras tantas cosas que pasaron hace cosa de unos 400 años, fueron de una importancia muy superior a los hechos internacionales que hoy valoramos.
Cada era histórica tiene su gendarme mundial, y hubo un momento en el que dicho gendarme fue España. De los difíciles momentos en que dicho gendarme se quedó sin fuerzas va a este post. Debido a Inasequible con mis apostillas, ya sabéis, en negrita.
Un imperio en bancarrota
By Inasequilble Aldesaliento
Carlo M. Cipolla publicó un volumen titulado La decadencia económica de los imperios (Alianza Universidad, Madrid 1981) en el que defiende que la causa principal de la decadencia de los imperios es la economía. Cipolla afirma que en la vida de los imperios llega un punto de inflexión en el que asumen más compromisos de los que pueden asumir. En lugar de cortar pérdidas y retirarse a posiciones fácilmente defendibles, multiplican los asuntos de “interés vital” y por tanto irrenunciables. Entienden que es una cuestión de vida o muerte, de ser o no ser imperio, el no retroceder. El resultado final es el colapso: no hay recursos para mantener tantos compromisos y al final lo que no se quiso abandonar voluntariamente, se tiene que abandonar por la fuerza.
Los intereses vitales de los imperios son como los tumores malignos: tienden a la metástasis. Por ejemplo, Estados Unidos puede empezar definiendo como intereses vitales e irrenunciables en Oriente Medio, la defensa de Israel y que el petróleo saudí esté en manos amigas. De pronto entiende que la defensa de Israel implica otro interés vital: que no surja una potencia regional en la zona, lo que implica tener estrechamente controlados a los dos países que podrían aspirar a ese papel, Siria e Iraq. Por otra parte, puede entender que no basta con asegurarse los suministros de petróleo saudí, también hay que asegurarse los iraquíes, que son las segundas reservas petrolíferas del planeta. Insensiblemente, donde había dos intereses vitales, han acabado surgiendo cuatro y el escenario está dado para que Estados Unidos entienda como vital, llevar a cabo las siguientes acciones simultáneas: ocupar Iraq, apoyar la invasión israelí del Líbano, limarle las uñas a Siria, mantener estrechamente vigilado al régimen iraní y asegurarse de que el régimen saudí se mantiene y no es reemplazado ni por una democracia popular incontrolable ni por un gobierno islámico. La cuestión clave, que muchos estadistas han descuidado alegremente, es: ¿hay recursos suficientes para tantas tareas?
Esta desproporción entre medios y fines aplicada al Imperio español se ve tristemente en Felipe III y la Pax Hispánica, de Paul C. Allen. El libro relata las vicisitudes de la política exterior de Felipe III, especialmente en lo relativo a los Países Bajos. Felipe III, un hombre que había nacido más para vividor alegre y mundano a lo Jaime de Mora y Aragón que para monarca de un imperio lleno de problemas, heredó de su padre Felipe II más sueños imperiales y cuestiones sin resolver que doblones. Y así nos fue.
De hecho, a pesar de que en los tiempos de Felipe III y de Felipe IV los ancianos nobles del Consejo de Castilla que habían sido funcionarios de Felipe II veían a éste con nostalgia y forjaron de él la imagen del buen gobernante (el Rey Prudente), lo cierto es que fue, en mi opinión, Felipe II y no el III quien labró la bancarrota de España con una política bélica enloquecida. De hecho, Felipe II ya declaró bancarrotas durante su reinado. Lo que es más importante: según algunos historiadores, fue él quien, indirectamente, creó o educó la figura del rentista improductivo (hidalgo) que tanto daño le haría a la capacidad económica de Castilla. La necesidad de financiar sus ejércitos forzó a la monarquía felípica a financiarse, además de con la plata de Indias, mediante la emisión de juros que venían a devenir en rentas seguras para sus tomadores. Por ello, la ocupación del español pudiente dejó de ser crear riqueza para ser vivir de los juros.
Un libro más clásico que el de Allen, pero interesante por abordar el mismo problema ya en los años de Felipe II, es Guerra y decadencia, de I.A.A.A. Thomson.
Si un consejero de Felipe III hubiera tenido que definir cuáles eran los intereses vitales de España en 1600, posiblemente habría enumerado los siguientes: defender el imperio de América; asegurar las rutas marinas entre las Indias y España; derrotar a los rebeldes holandeses y erradicar el protestantismo de esas tierras; contener al Turco en el Mediterráneo; asegurarse de que Francia no levanta cabeza y dar una lección a la protestante Inglaterra. El libro de Allen muestra la discrepancia entre esos objetivos grandiosos y los recursos existentes en el caso de los Países Bajos.
A comienzos del siglo XVII se había llegado a una situación de tablas en los Países Bajos, más por las malas finanzas españolas que por los éxitos militares holandeses. Era un misterio cada año si se podría emprender una campaña militar en la zona. Todo dependía de que llegase a tiempo y bien provista la Flota de Indias y de que, por medio de espías, se supiese si el Turco iba a estar activo o no ese año en el Mediterráneo. Lo ganado en la campaña de un año bueno, podía perderse en el siguiente si la falta de doblones impedía volver a la ofensiva y no había los medios para levantar un nuevo ejército.
Debe entenderse que el ejército de Flandes fue, mayoritariamente, un ejército mercenario. Aunque había muchos españoles en él, también había soldados de otras partes del imperio pero, en cualquier caso, estaba formado por soldados y mandos que peleaban por dinero. A lo largo de la larguísima guerra de Flandes sobran los episodios en los que el ejército sitiador de una ciudad abandona el asedio, por la misma razón por la que en un anuncio actual de la tele le dan a George Clooney con la puerta en las narices: no money, no party.
La impresión es la de un imperio que estaba continuamente viviendo de prestado, desnudando a un santo para vestir a otro, esperando siempre un milagro, sabedor de que el menor contratiempo se podía convertir en catástrofe, porque no había los medios para tapar un nuevo boquete en una nave que se hundía.
El imperio español sobrevivió durante el reinado de Felipe III por una combinación de buenos diplomáticos, que lograron a base de astucia lo que las arcas vacías y los cañones sin pólvora ya no conseguían, una política algo más realista, que tendió más a la paz que a la guerra, y a que el recuerdo de las pasadas glorias españolas aún imponía a sus enemigos. Fue en ese momento cuando España hubiera debido retirarse de algunas de sus posiciones para salvaguardar el resto, pero eso hubiera implicado un grado de sabiduría que muy pocos gobernantes en el mundo han tenido.
Y, muerto Felipe III, llegaría el reinado del cuarto y de su valido, el conde-duque de Olivares. En la monumental biografía que de él ha escrito J. H. Elliot puede seguirse, con meticulosidad, la lenta y definitiva putrefacción de la situación que Ina describe en este post.