Mi amigo Inasequible Aldesaliento, ya lo que dicho otras veces, me supera en muchos conocimientos históricos, motivo por el cual, cuando pensé poner en marcha este blog, le invité a que estuviese presente en él. Tal y como yo pensaba, sus aportaciones se derivan hacia un campo de la Historia en el que es un consumado maestro, como es la Historia militar. Elemento no exento de anécdotas y de historias interesantes, como él mismo demuestra cada vez que pone a bailar los dedos en el teclado.
Hoy quiero deleitaros con una pieza suya de romanos. Como a mí me cuesta callarme, incluso debajo del agua o sumergido en líquidos más densos, tras la pieza de Ina encontraréis mi apostilla, en negrita y cursiva, para que la podáis distinguir bien y así veáis que no son suyas las chorradas.
……………
Estos romanos están locos, solía decir Obélix, y tenía razón. Si los romanos construyeron un Imperio fue porque estaban locos.
En el mundo helenístico lo habitual era que las guerras se decidieran en una o dos grandes batallas. Tras una o dos grandes derrotas, el vencido se convencía de que no tenía nada que hacer contra el victorioso y aceptaba que le tocaba perder alguna provincia. Además de que las derrotas solían tener un efecto devastador sobre los aliados del vencido que de pronto empezaban a mostrar cierta incomodidad en que se les viera en compañía de un derrotado.
Cuando Alejandro Magno atacó al Imperio Persa, primero venció en Gránico, que se puede considerar una victoria menor, ya que en el fondo no había sido más que un triunfo contra unas fuerzas provinciales. Cuando el emperador en persona, Darío III, le hizo frente en Issos y fue derrotado, actuó como cualquier monarca sensato (y en este caso un si es no es cobarde) de aquellos tiempos: aceptó su derrota y le ofreció la mitad de su Imperio. Otro que no hubiera sido Alejandro, seguramente habría aceptado la oferta. Alejandro no era de los que dejasen las cosas a medio hacer. Rechazó la oferta, asedió Tiro, conquistó Egipto sin gran esfuerzo y puso rumbo hacia Mesopotamia. Allí en Gaugamela volvió a derrotar a Darío III. Tras Gaugamela, ya no hubo más combates contra fuerzas imperiales organizadas, sino contra líderes tribales o provinciales que no querían enterarse de que habían cambiado el amo aqueménida por el macedonio. Es decir, Alejandro Magno para conquistar el Imperio Persa sólo necesitó una victoria menor y dos grandes victorias. No está mal para un imperio que se extendía desde el Mar Egeo hasta el río Indo.
En este contexto, no es de extrañar el chasco que se llevó Aníbal cuando invadió Italia. En muy poco tiempo logró tres victorias apabullantes, Trebia, Trasimeno y Cannas. Esta última merece más el nombre de carnicería que de victoria. Fueron tantos los legionarios romanos que cayeron prisioneros, por no hablar de los muertos, que la cotización de los esclavos en el mundo mediterráneo cayó durante una temporada. En buena lógica, tras esas tres derrotas, los romanos habrían debido implorarle la paz a Aníbal, regalarle la mitad de sus posesiones y ponerle piso (o más bien palacio) en el Palatino. Pero no ocurrió nada de eso: los romanos no se rindieron y Aníbal, que carecía de material de asedio y de tropas entrenadas para una tarea tan complicada, pasó los siguientes años en el sur de Italia, preguntándose qué podía haber fallado en sus planes. La leyenda de que Aníbal y sus tropas en Capua cayeron en la molicie es falsa. La realidad es que Aníbal debió de pasar en Capua largas noches en vela, preguntándose cómo los romanos no habían pedido la paz después de Cannas.
La historia de la expansión imperial de Roma está llena de historias semejantes. Tras una derrota inicial, el victorioso enemigo de Roma observa estupefacto que los romanos no sólo no se rinden, sino que vuelven a la carga. Así ocurrió con los númidas de Massinissa y con el reino del Ponto de Mitrídates y con los teutones.
La decadencia de Roma tal vez se inicie en el 53 a.C., cuando el inepto de Crassus fue masacrado en Carrhae por los partos. Por primera vez Roma no recogió el guante y no envió a nuevas legiones para enseñarles una lección a los partos. Roma encajó la derrota y aceptó que su frontera oriental no llegaría al Golfo Pérsico. Luego vendría la catástrofe de Varo en el 7 d.C., tras la cual Roma renunció a conquistar los territorios entre el Rhin y el Elba. Los romanos finalmente habían recuperado la cordura. Y pronto empezarían a perder el Imperio.
A partir de aquí, mis apostillas.
Una razón importante de que las guerras de la Antigüedad tuviesen su vertiente simbólica y, por lo tanto, terminasen antes que las modernas, es la condición de los ejércitos. Aunque nos pueda parecer ahora que los ejércitos siempre han sido iguales, lo cierto es que no es así. En el pasado, para empezar, ser soldado, y no digamos caballero, era un honor que no estaba al alcance de todos; y eso era así porque la guerra era, por encima de todo, un gran negocio (y porque había que tener posibles para pagarse el equipamiento). Se guerreaba por el botín, mucho antes que por la grandeza de una raza o una nación (concepto éste último muy difuso entonces); y la marca más clara de sumisión del vencido era, sin duda, el pago de tributo.
Estos ejércitos, en consecuencia, eran, fundamentalmente, mercenarios. La gente peleaba por las pelas y por el botín (o sea: por más pelas). Y es lógico que en esta situación fuese más jodido ir perdiendo. Uno puede soportar mil y un reveses bélicos cuando tiene detrás a un pueblo al que le puede prometer sangre, sudor y lágrimas y, acto seguido, declarar: we will never surrender. Pero sir Winston Churchill no habría podido dirigir un ejército de aqueménidas: a la segunda derrota, los mercenarios se lo habrían comido por las patas, y luego habrían vuelto a sus casas.
Un ejemplo de la amplia extensión de lo mercenario en los ejércitos antiguos. Steven Pressfeld cuenta, en una de sus novelas ambientadas en la Grecia clásica, concretamente en las guerras de Alcibíades, que los arqueólogos han encontrado por todo el Mediterráneo unos anillos sobre cuya utilidad tuvieron dudas, hasta que descubrieron que eran anillos para el pene. Los utilizaban los mercenarios hebreos, judíos pues, que se enrolaban en las tropas griegas. Esos judíos querían parecer griegos, pero estaban circuncidados. Se colocaban el anillo para crear un pellejo de piel que cubría el glande, dando pues la sensación el soldado de no estar circuncidado. El número de anillos encontrados demuestra que no fueron pocos los judíos que lucharon en las tropas griegas. Y ya podéis imaginaros lo que les importaría, a los del anillo, la preeminencia de Rodas, Atenas, Esparta o Tebas. Como diría Donna Summer, they worked hard for the Money.
Los romanos, poco dados a las disquisiciones filosóficas, tenían una mente práctica. Esto les permitió elevar la técnica militar más allá de los primeros conceptos antiguos y, de esta forma, aprendieron que es difícil vencer; pero también puede llegar a serlo estar vencido. El ejército romano fue un portento de organización y admira ver, en los lugares donde se recrea, la potentísima maquinaria que era, simplemente, un campamento romano. Después de los grandes generales romanos, y yo citaría a dos que eran parientes, o sea Cayo Mario y Julio César, ganar dejó de ser una cuestión de acumular soldados. Roma se enfrentó a reyes como Mitrídates del Ponto, capaces de juntar formidables ejércitos para la época de 100.000 almas, y batirlos. Descubrieron que la disciplina y la veteranía en el oficio son más valiosas que la acumulación de músculo. De hecho, como Julio comprobó no pocas veces, un ejército muy numeroso es en principio poderoso; pero si se bate en retirada, lo que es, es un blanco fácil.
Así pues, como bien dice Ina, el ejército romano, porque era disciplinado y estaba organizado, sabía que un partido no termina hasta que se llega al minuto noventa y pico.
martes, septiembre 19, 2006
domingo, septiembre 17, 2006
Calixtino II: el milagro de los Montes de Oca
Vaya por delante que yo no creo en la metepsicosis, parapsicología y otras pseudociencias llenas de pes, que dan tanto de comer a personas que, tal vez por alguna ley matemática que desconozco, casi siempre se apellidan J(G)iménez. Creo que los fenómenos inexplicados son a veces burdas invenciones y otras, fenómenos cuya fuente aún desconocemos. La parapsicología de los Neardenthal sería, quizás, hacerse empanadas mentales preguntándose por qué determinadas piedras eran capaces de mover otras sin contacto. Y hoy eso se ha reducido al estudio del escasamente sexy magnetismo.
Pero, una vez dicho lo dicho, esta segunda y última entrada sobre el Códice Calixtino la hago para describir un milagro jacobeo que en este libro se relata. Y lo cuento porque, como ahora veremos, más que escrito en un códice medieval, parece sacado de un libro de ciencias ocultas.
Este milagro, que se suele llamar el del adolescente de los Montes de Oca, cuenta la historia de un varón francés virtuoso que, pese a su bondad, no conseguía que su mujer concibiera. Para rogar a Dios por dicha prez peregrinó a Santiago, donde el apóstol le exigió, para darle ese hijo que tanto amaba, tres días de castidad. Regresado a su casa, el varón cumplió con lo prometido (no sin antes encerrarse en su dormitorio y tirar la llave, tales eran los embates de su mujer) y, tras el ayuno, holgó con su mujer y la embarazó. Fue niño y lo llamaron, cómo no, Jacques.
Cuando aquel niño tenía quince años, la familia decidió dar gracias a Santiago de nuevo y peregrinaron todos juntos a Compostela por el camino francés. Sin embargo, en los Montes de Oca, el muchacho murió repentinamente, sumiendo a padre y madre en tierno desconsuelo. No obstante, cuando iba a ser enterrado, el muchacho abrió los ojos, y se levantó. Santiago Apóstol había hecho el milagro de devolverle el hijo a esos padres que tanto lo amaban.
Lo que suena moderno es el relato del chico, tal y como lo recoge el Códice. Dijo estar muerto y tras morir despertar a un mundo de armonía. Él se veía muerto en brazos de sus padres pero no escuchaba sus lamentos, porque se sentía transportado hacia lo alto. Quería volar hacia el cielo, pero el ser, aún, carne se lo impedía. Entonces apareció Santiago, vestido, ojo, con una túnica de inconmensurable blancura, le ayudó a levantarse, y juntos emprendieron el camino hacia la Gloria. Hacia la Luz. A medio camino, fue el Apóstol quien se conmovió de los llantos de los padres; el muchacho confiesa en el Códice que, pese a que consiguió volverse y verlos sufrir, no fue capaz de sentir dicho dolor, pues estaba lleno del Amor hacia el que iba. De una forma más o menos elegante, el relato del milagro nos cuenta cómo el santo tuvo que convencer al chico muerto para que regresara con sus padres, tal era el deseo de él de avanzar hacia lo alto.
Tan ferviente fue el deseo de morir referido por el muchacho que, al escucharlo, su madre no pudo por menos que reprochárselo. Aunque no le sirvió de nada: llegados a Compostela, el muchacho se metió monje, con lo que su madre, en lugar de perder un hijo muerto, lo perdió vivo.
¿A que suena? La Luz, el deseo intenso de ir hacia ella; la presencia de un ser bondadoso que nos llama. Las escasas ganas de vivir, en el sentido de dejar de proseguir con la muerte. Son palabras escritas hace mil años; pero son prácticamente las mismas que se han escrito, en las últimas décadas, en tantos y tantos libros dedicados a eso de la vida después de la muerte.
Ya lo he dicho: yo no creo en estas cosas. He leído por ahí que se han investigado ciertas reacciones cerebrales en momentos de máxima tensión, segregación de compuestos químicos que provocan un estado de gran placer; es una defensa contra el dolor y la angustia. Pero lo que sí me dice este relato es que, aunque otros milagros relatados en tantos libros medievales y renacentistas son probablemente inventados, éste tiene todos los mimbres de ser absolutamente real.
Da que pensar que existió el niño de los Montes de Oca, existió su muerte, y existió su inesperada resurrección. Existió su relato y también la rabia de su madre al saberse despechada por su propio hijo.
Lástima no ser Eric Von Daniken. Si llego a serlo, me forro con este post.
Pero, una vez dicho lo dicho, esta segunda y última entrada sobre el Códice Calixtino la hago para describir un milagro jacobeo que en este libro se relata. Y lo cuento porque, como ahora veremos, más que escrito en un códice medieval, parece sacado de un libro de ciencias ocultas.
Este milagro, que se suele llamar el del adolescente de los Montes de Oca, cuenta la historia de un varón francés virtuoso que, pese a su bondad, no conseguía que su mujer concibiera. Para rogar a Dios por dicha prez peregrinó a Santiago, donde el apóstol le exigió, para darle ese hijo que tanto amaba, tres días de castidad. Regresado a su casa, el varón cumplió con lo prometido (no sin antes encerrarse en su dormitorio y tirar la llave, tales eran los embates de su mujer) y, tras el ayuno, holgó con su mujer y la embarazó. Fue niño y lo llamaron, cómo no, Jacques.
Cuando aquel niño tenía quince años, la familia decidió dar gracias a Santiago de nuevo y peregrinaron todos juntos a Compostela por el camino francés. Sin embargo, en los Montes de Oca, el muchacho murió repentinamente, sumiendo a padre y madre en tierno desconsuelo. No obstante, cuando iba a ser enterrado, el muchacho abrió los ojos, y se levantó. Santiago Apóstol había hecho el milagro de devolverle el hijo a esos padres que tanto lo amaban.
Lo que suena moderno es el relato del chico, tal y como lo recoge el Códice. Dijo estar muerto y tras morir despertar a un mundo de armonía. Él se veía muerto en brazos de sus padres pero no escuchaba sus lamentos, porque se sentía transportado hacia lo alto. Quería volar hacia el cielo, pero el ser, aún, carne se lo impedía. Entonces apareció Santiago, vestido, ojo, con una túnica de inconmensurable blancura, le ayudó a levantarse, y juntos emprendieron el camino hacia la Gloria. Hacia la Luz. A medio camino, fue el Apóstol quien se conmovió de los llantos de los padres; el muchacho confiesa en el Códice que, pese a que consiguió volverse y verlos sufrir, no fue capaz de sentir dicho dolor, pues estaba lleno del Amor hacia el que iba. De una forma más o menos elegante, el relato del milagro nos cuenta cómo el santo tuvo que convencer al chico muerto para que regresara con sus padres, tal era el deseo de él de avanzar hacia lo alto.
Tan ferviente fue el deseo de morir referido por el muchacho que, al escucharlo, su madre no pudo por menos que reprochárselo. Aunque no le sirvió de nada: llegados a Compostela, el muchacho se metió monje, con lo que su madre, en lugar de perder un hijo muerto, lo perdió vivo.
¿A que suena? La Luz, el deseo intenso de ir hacia ella; la presencia de un ser bondadoso que nos llama. Las escasas ganas de vivir, en el sentido de dejar de proseguir con la muerte. Son palabras escritas hace mil años; pero son prácticamente las mismas que se han escrito, en las últimas décadas, en tantos y tantos libros dedicados a eso de la vida después de la muerte.
Ya lo he dicho: yo no creo en estas cosas. He leído por ahí que se han investigado ciertas reacciones cerebrales en momentos de máxima tensión, segregación de compuestos químicos que provocan un estado de gran placer; es una defensa contra el dolor y la angustia. Pero lo que sí me dice este relato es que, aunque otros milagros relatados en tantos libros medievales y renacentistas son probablemente inventados, éste tiene todos los mimbres de ser absolutamente real.
Da que pensar que existió el niño de los Montes de Oca, existió su muerte, y existió su inesperada resurrección. Existió su relato y también la rabia de su madre al saberse despechada por su propio hijo.
Lástima no ser Eric Von Daniken. Si llego a serlo, me forro con este post.