viernes, junio 02, 2023

El otro Napoleón (38: Macroneando)

Introducción/1848
Elecciones
Trump no fue el primero
Qué cosa más jodida es el Ejército
Necesitamos un presidente
Un presidente solo
La cuestión romana
El Parlamento, mi peor enemigo
Camino del 2 de diciembre
La promesa incumplida
Consulado 2.0
Emperador, como mi tito
Todo por una entrepierna
Los Santos Lugares
La precipitación
Empantanados en Sebastopol
La insoportable levedad austríaca
¡Chúpate esa, Congreso de Viena!
Haussmann, el orgulloso lacayo
La ruptura del eje franco-inglés
Italia
La entrevista de Plombières
Pidiendo pista
Primero la paz, luego la guerra
Magenta y Solferino
Vuelta a casa
Quién puede fiarse de un francés
De chinos, y de libaneses
Fate, ma fate presto
La cuestión romana (again)
La última oportunidad de no ser marxista
La oposición creciente
El largo camino a San Luis de Potosí
Argelia
Las cuestiones polaca y de los duques
Los otros roces franco-germanos
Sadowa
Macroneando
La filtración
El destino de Maximiliano
El emperador liberal y bocachancla
La Expo
Totus tuus
La reforma-no-reforma
Acorralado
Liberal a duras penas
La muerte de Víctor Noir
El problemilla de Leopold Stephan Karl Anton Gustav Eduardo Tassilo Fürst von Hohenzollern.Sigmarinen
La guerra, la paz; la paz, la guerra
El poder de la Prensa, siempre manipulada
En guerra
La cumbre de la desorganización francesa
Horas tristes
El emperador ya no manda
Oportunidades perdidas
Medidas desesperadas
El fin
El final de un apellido histórico
Todo terminó en Sudáfrica


 

Hacerle justicia a los hechos es decir que el resto de Europa recibió la noticia de Sadowa con estupor. La imagen que entonces tenía el viejo Imperio Sacro Romano Germánico era el de una nación fuerte, disciplinada y capaz. La verdadera árbitra de Europa. La noticia de que había sido derrotada sin paliativos sorprendió a todos y galvanizó a algunos. En Francia, la izquierda política se declaró encantada con la noticia, saludando la victoria de la Alemania “protestante, nacionalista y progresista” sobre la “vieja cabeza católica de Alemania”. En Francia, por supuesto, la derrota de Austria tenía el valor añadido de comportar la entrega de Venecia a los italianos.

Desde el 4 de julio, de hecho, Metternich estaba solicitando la mediación del Imperio francés en el conflicto, ofreciendo el Véneto como moneda de cambio. Luis Napoleón, viendo su objetivo cumplido, se dirigió al káiser Guillermo y al chulo italiano para que alcanzasen un armisticio. El 5 de julio, horas después de la oferta austríaca, reunió en Saint-Cloud a su gobierno para decidir la actitud francesa. A pesar de encontrarse físicamente muy jodido (desde julio de 1865, los doctores le habían localizado una piedra en la vesícula), el emperador se encontraba exultante por considerar que Sadowa no era sino la consecuencia de su política exterior.

En aquel consejo de ministros, sin embargo, no todo eran buenas palabras. Drouyn de Lhuys se presentó muy preocupado por el hecho de que, ahora, la balanza estuviese cargando demasiado del otro lado; y consideraba que era absolutamente necesario enviarle una señal a Bismarck en el sentido de que, aun teniendo franco el camino hacia Viena, no se le ocurriese pasarse ni un pelo. El ministro quería apiñar tropas francesas en Alsacia, solicitar nueva financiación militar a las cámaras parlamentarias; quería, en suma, dejarle claro a Berlín que no habría ningún cambio en el status quo de los territorios germanos sin la autorización de Francia. Obviamente, el ministro de Exteriores encontró una dedicada partidaria de sus ideas en la emperatriz que, como buena católica y como decidida proaustríaca, estaba de los nervios. La Euge le demandó al conde de Randon, ya mariscal, datos sobre la capacidad de movilización francesa. Randon contestó que unos 80.000 hombres podían ser concentrados en Estrasburgo, y que en los veinte días siguientes les podían seguir 250.000 más. Drouyn fue de la opinión de que, con movilizar 40.000 hacia Alsacia, bastaría; claramente, tampoco quería hacerse un Víctor Manuel y hacerse el chulo ante una nación que empezaba a dar bastante miedito.

En opinión del ministro, no se trataba tanto de multiplicar los efectivos como de mostrar una voluntad. Creía que con eso bastaría. Prusia, argumentó, tenía todas sus tropas en Bohemia. Carecía de soldados en Renania. La Alemania del sur, que como hemos dicho no la había acompañado en su aventura contra Austria, recelaba más que nadie del poder prusiano y, por lo tanto, podía incluso rebelarse contra el poder de Berlín. La idea, pues, era que, en el momento en que Francia mostrase maneras, Bismarck se avendría a negociar. Y Francia podía aspirar a recuperar sus fronteras de 1814.

Enfrente de Drouyn estaba Rouher. El cada vez más influyente ministro se agarraba a la realidad para defender la idea de que no había que movilizar ni un solo soldado. La aventura mexicana se había llevado las mejores tropas francesas, argumentó; los armeros estaban vacíos. Francia no podía jugarse ese farol, porque como se lo quisieran, siquiera parcialmente, se arriesgaba a la vergüenza. Sin embargo, la gran partidaria de la intervención, que era la emperatriz, no se arredró. Argumentó con pasión: “Es el futuro de Francia lo que está en juego. Hay que actuar cuanto antes. Cuando los ejércitos de Prusia no se encuentren encadenados, como están ahora, al teatro bohemio y, consecuentemente, se puedan volver contra nosotros, el canciller Bismarck se va a reír de nuestras reivindicaciones”.

Era bastante más lista de lo que creen los que quieren ver en ella una damita católica, todo el día en misa y hablando de miriñaques y gilipolleces.

Eugenia de Montijo se limitó, en realidad, a defender una sola idea. Una idea que, en realidad, era una pregunta: ¿podía alguien decirle qué obstáculos o incentivos tenía Prusia para detenerse en Sadowa?

Por muy convincentes (y, la verdad, confirmados por los hechos) que fuesen los argumentos de su mujer, la verdad es que Luis Napoleón no estaba en disposición de creerlos y mucho menos seguirlos. El emperador consideraba que tanto su churri como su ministro de Exteriores eran demasiado proaustríacos y, en consecuencia, todo lo que estaban haciendo era trabajar a favor de la Corte de los Habsburgo, tradicional enemiga de Francia. Por lo demás, Napoleón, pie forzado de toda su gestión, no estaba dispuesto a abandonar la suerte de los pueblos europeos necesitados de soberanía y autogobierno.

Se decidió, finalmente, acopiar sólo 50.000 hombres en las riberas del Rhin y enviar a Berlín una nota conminatoria.

También se quedó en que el 6 de julio, el Moniteur convocaría a los cuerpos legislativos; pero, sin embargo, en dicho día el periódico oficial no publicó ni media letra. Esa noche, el emperador recibió la visita del príncipe quien, claramente, lo acojonó. Le vino a decir que si el fracaso mexicano no había sido suficiente; que si seguía, aunque fuese un poco, haciendo caso de los planteamientos de la emperatriz, la iba a acabar cagando, pero bien. Básicamente, lo que consiguió el príncipe fue que el emperador fuese un auténtico Bonaparte y, en consecuencia, hiciese más o menos lo mismo que había hecho el fundador de la dinastía, el Napo: entregar los hechos al fatalismo de que lo que tenga que ser, será. En un giro dramático de los acontecimientos acojonante, el hombre que llevaba años forzando el brazo de Europa para que evolucionase en la dirección que él quería, de repente, decidió que no se puede luchar contra la dinámica de los hechos, y decidió que esperaría, y vería. Y ambas veces, por lo visto, hizo lo correcto; porque la personas como Luis Napoleón, es decir los políticos modernos, siempre tienen la razón, incluso cuando se equivocan.

La Euge intentó volver a subir a su marido a la burra de la que se había bajado. Pero su churri no la hizo ni puto caso. Francia le comunicó oficialmente a Metternich el rechazo de las Tullerías a su petición de que Francia enviase tropas al Véneto, y se limitó a aconsejarle que Viena llegase a un acuerdo con Berlín lo antes posible. Rusia propuso que las potencias neutrales llegasen a algún tipo de acuerdo que le impidiese a Prusia regular la situación de los territorios alemanes en solitario, pero no parece que tuviese mucho éxito.

El káiser Guillermo y Bismarck recibieron la nota conminatoria de París con preocupación. En realidad, aquello era lo único que podía interponerse entre ellos y sus planes unificadores, que eran claros. Decidieron mostrarse formalmente partidarios de aceptar esas condiciones, aunque echaron mano de diversos subterfugios para ganar tiempo. En lo que se refiere a Víctor Manuel, la idea de recibir Venecia, no de las manos de sus dominadores hasta entonces sino de un intermediario como Francia, hería en lo más profundo sus sentimientos de chulo gilipollas; pero se los tuvo que tragar, pues no dejaba de ser el pringao al que los austríacos habían encendido el pelo. De hecho Bettino Ricasoli, el primer ministro del gobierno italiano, se desplegó con el embajador francés en Florencia, Paul de Malaret, con un desprecio y una chulería más dignos de la barra de un bar que de una conversación diplomática. Por lo demás, la opinión pública italiana, convenientemente atizada por su gobierno, pues ya se sabe que los italianos son unos maestros del arte de hacer en las derrotas como si hubieran ganado por goleada, ahora ya no se contentaba con el Véneto; también quería el Trentino, Istria, Trieste y hasta la Dalmacia. Víctor Manuel, le ordenó campanudamente a su general Enrico Cialdini que acopiase sus tropas y las lanzase contra el Véneto, ahora que en Venecia no quedaba ya ni un soldado austríaco. Esto sí que se les ha dado siempre muy bien a los italianos: invadir territorios donde no hay nadie que les pueda contrarrestar. Porque, en cuanto haya 40.000 griegos mal armados y sin formación militar, ya se tienen que volver por donde han venido.

Así las cosas, Luis Napoleón le ordenó a su embajador en Berlín, el conde de Benedetti, que se largase a toda hostia a Zwittau, donde estaba Bismarck, para hablar con él tout de suite. Las instrucciones eran arrancarle un armisticio a Bismarck como fuese. Bismarck dejó escrito que esperó la entrada de Benedetti en su despacho aguantando la respiración pues, la verdad, esperaba que el embajador francés fuese portador del mensaje de que Francia movilizaba sus tropas para debilitar la posición de Rusia. Cuando escuchó a su interlocutor empezar a hablar de esto y de lo otro, de que si la sostenibilidad, la resiliencia y el empoderamiento y esas mierdas, se dio cuenta de que Francia no iba a dar el paso, suspiró y se relajó. Con esa inteligencia que le caracterizaba, le vino a decir el canciller prusiano a su embajador francés que él quería firmar el armisticio, pero que dependía de la actitud de sus aliados italianos; Bismarck sabía bien que Víctor Manuel estaba en fase chuloputas modo experto, y que esa celada suponía un aplazamiento de la paz sí o sí. Demandó, además, que Francia aceptase la anexión prusiana de Sajonia, Hesse y Hannover, y que apoyase la creación de una Confederación de la Alemania del Norte, presidida por Prusia. Eso sí, prometió compensaciones; así, sin más datos.

Esta reacción de Bismarck colocaba a Luis Napoleón en una situación desabrida. En 1864, el ejército francés estaba en una situación muy comprometida, y no, o no sólo, por el tema mexicano. En realidad, en la aventura mexicana no hubo en ningún momento más de 38.000 efectivos franceses en el teatro de la guerra. Por lo tanto, es un tanto inexacto decir que México había sangrado el ejército francés, aunque es cierto que, en una parte no desdeñable, lo había hecho en el armamento. El problema fundamental había sido que, por temor a la opinión pública, el Ministerio de la Guerra había sido muy conservador a la hora de hacer votar los créditos presupuestarios para sostener el ejército; y era esa pobreza de dinero la que se comunicaba a la pobreza de medios.

El conde Friedich Ferdinand von Beust, contrario a la política y los métodos de Bismarck, era otro partidario de la idea de que Francia debía hacer algo que dejase claras sus intenciones; aunque fuese un gesto más estético que otra cosa. Beust le dijo al emperador que tenía unos 100.000 hombres en la reserva actualmente, y que lo que tenía que hacer era movilizarlos hacia el este. De forma muy profética, Beust, que como alemán conocía muy bien el terreno del que hablaba, le dijo al emperador: “la línea operativa de las fuerzas prusianas está ahora tan extendida que no van a poder impedir pararla. En Viena, en Munich, en Stuttgart, pueden aceptaros como mediador. Si no hacéis algo en ese sentido, acabaréis yendo usted mismo a la guerra contra Prusia y, si es así, os prometo que toda Alemania marchará contra vosotros”.

El emperador, sin embargo, creyó que era demasiado tarde para un gesto así. O sea, obsérvese: semanas antes no había querido tener ese gesto porque lo consideraba muy precipitado, y ahora lo consideraba añejo y pasado. Y ambas veces decía tener la razón. ¿Es o no es la forma de actuación del político moderno?

Como directa consecuencia a su decisión de no hacer nada, el emperador de Francia, que se creía el árbitro de Europa, no ofreció ni la más mínima resistencia a las exigencias de Prusia. De todos los pequeños estados norteños alemanes que Prusia pretendía comerse sin sal, sólo puso algún pie en pared con el tema de Sajonia. Sacrificó sin un ay Hannover, Hesse, el ducado de Nassau y la ciudad libre de Francoforte del Meno. Incluso le dijo a los prusianos que si decidían anexionarse una parte de Hesse-Darmstadt a costa del poder del gran duque señor de las tierras, que él tampoco se opondría. Evidentemente, el embajador prusiano en París le envió cartas a su jefe informándole de que Francia no movería una ceja ante nada que se les ocurriese.

Lo curioso del caso es que aquello fue oro molido para Bismarck, que no se encontraba precisamente en una situación ideal. Tenía noticias, ciertas, de que el ejército austríaco se estaba reconstruyendo, algo lógico teniendo en cuenta el amplísimo territorio que tenía para hacer levas. El ejército prusiano, mientras tanto, estaba amenazado por el cólera. Así pues, en el momento en que Francia podía haberlo presionado, no lo hizo. Nunca sabremos a ciencia cierta qué sabía y qué no sabía el emperador de las dificultades prusianas; pero es obvio que no podía estar en la inopia.

Si se hizo un Macron, es porque quería hacerse un Macron. Y así le fue.

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