lunes, mayo 22, 2023

El otro Napoleón (33: El largo camino a San Luis de Potosí)

Introducción/1848
Elecciones
Trump no fue el primero
Qué cosa más jodida es el Ejército
Necesitamos un presidente
Un presidente solo
La cuestión romana
El Parlamento, mi peor enemigo
Camino del 2 de diciembre
La promesa incumplida
Consulado 2.0
Emperador, como mi tito
Todo por una entrepierna
Los Santos Lugares
La precipitación
Empantanados en Sebastopol
La insoportable levedad austríaca
¡Chúpate esa, Congreso de Viena!
Haussmann, el orgulloso lacayo
La ruptura del eje franco-inglés
Italia
La entrevista de Plombières
Pidiendo pista
Primero la paz, luego la guerra
Magenta y Solferino
Vuelta a casa
Quién puede fiarse de un francés
De chinos, y de libaneses
Fate, ma fate presto
La cuestión romana (again)
La última oportunidad de no ser marxista
La oposición creciente
El largo camino a San Luis de Potosí
Argelia
Las cuestiones polaca y de los duques
Los otros roces franco-germanos
Sadowa
Macroneando
La filtración
El destino de Maximiliano
El emperador liberal y bocachancla
La Expo
Totus tuus
La reforma-no-reforma
Acorralado
Liberal a duras penas
La muerte de Víctor Noir
El problemilla de Leopold Stephan Karl Anton Gustav Eduardo Tassilo Fürst von Hohenzollern.Sigmarinen
La guerra, la paz; la paz, la guerra
El poder de la Prensa, siempre manipulada
En guerra
La cumbre de la desorganización francesa
Horas tristes
El emperador ya no manda
Oportunidades perdidas
Medidas desesperadas
El fin
El final de un apellido histórico
Todo terminó en Sudáfrica 


Una vez más y, la verdad, ya no sé cuántas van desde que llegó a ser emperador, Luis Napoleón firmó una cosa, pero buscaba otra. Sus intenciones en México eran muy distintas de las que le había dicho a los ingleses (y había firmado) que eran. Desde los lejanos tiempos de la prisión de Ham, donde las toneladas de tiempo libre que disfrutó le dieron para pensar en muchos temas, el emperador estaba convencido de que Francia tenía mucho que ganar si aprovechaba los problemas internos mexicanos para establecer en Centroamérica una monarquía católica y latina, que se opusiera como poder a los Estados Unidos protestantes y anglosajones. Enseguida pensó en que el soberano de esa monarquía podría ser Maximiliano, el hermano del emperador Francisco José de Austria.

Con esa jugada, además, Luis Napoleón esperaba reconciliarse con el Imperio austríaco, con el que las cosas no iban bien desde lo de Italia, lógicamente. Es más: en realidad, su aspiración era que los Habsburgo, habiendo obtenido una monarquía más en el tiempo de descuento del absolutismo, podrían estar tan agradecidos como para atender la petición francesa de cederle el Véneto a París; el emperador, entonces, cedería graciosamente la región al Estado italiano, recuperando con ello la vitola que siempre había querido de árbitro europeo friendly.

Por lo demás, en la expedición mexicana había otros intereses más suntuarios; más franceses, por así decirlo. Un banquero suizo llamado Jecker le había prestado una fuerte suma a Miramón que éste nunca le devolvió, y pretendía que Juárez honrase el compromiso. El ministro Morny había tenido contactos con él y tenía medio atado un acuerdo por el cual, si los franceses intervenían en el área y, entre otras cosas, forzaban el reembolso del préstamo, se llevarían un tercio de la suma. Hay que añadir, además, que el emperador ya tenía en la cabeza la idea del gran negocio que sería la construcción de un canal interoceánico, y pensaba que podría emplazarse en México.

Por supuesto, una fuerza intervencionista clara que influyó sobre el emperador fue su mujer. La Euge, al fin y al cabo una mujer española de otro tiempo, tenía la idea de la reconquista del perdido imperio americano español, del cual México era una de las principales perlas. Con este deseo, la emperatriz tuvo en París una minicorte de generales mexicanos, como el enviado de Miramón, Juan Nepomuceno Almonte Rodríguez, o el monárquico José Manuel Hidalgo y Esnaurrízar. Además, también compartía sus sueños con Metternich, el embajador austriaco en París. No confundir con su padre, claro. Éste era Richard Klemens Joseph Lothar Hermann Metternich, segundo príncipe de Metternich-Winneburg zu Beilstein. El embajador y, sobre todo, su señora esposa, Pauline Clémentine Marie Walburga von Metternich, nacida condesa Pauline Sándor de Szlavnicza, se hicieron grandes amigos de la emperatriz, con la que compartían conciliábulos mil. Con todo, el gran impulsor del proyecto imperialista era el embajador francés Jean Pierre Isidore Alphonse Dubois de Saligny, él mismo un fuerte tenedor de los bonos de Jecker y, por lo tanto, personalmente interesado en la intervención francesa en la zona.

Todas estas personas que he citado, incluso algunas de ellas siendo mexicanas de origen, estaban convencidas de que el proyecto de instaurar una monarquía en México se podía conseguir sin disparar una bala. Estaban convencidos de que las tropas europeas de Maximiliamo no tenían sino que poner el pie en la costa mexicana para que una abrumadora mayoría del pueblo local se alzase en su defensa.

Hay que decir que, ante la Historia, ni el emperador ni su churri pueden argumentar eso de “no se podía saber”. Ciertamente, Rouher se presentó ante el Cuerpo Legislativo asegurando que la intervención mexicana tenía la gran ventaja de que se hacía en favor de un partido ideológico que era abiertamente mayoritario en el país; pero fueron muchos lo que, sobre todo en las Tullerías, advirtieron por activa y por pasiva de que eso no era verdad. Al final, sin embargo, cuando Inglaterra y España enviaron sendas escuadras a las cercanías de Veracruz, los franceses hicieron lo propio. El almirante Jean Pierre Edmond Jurien de la Gravière estuvo al frente de esa tropa francesa, aunque apenas tenía 2.500 hombres.

Con esa tropa más bien limitada se tomó el control de Veracruz, desde donde se le lanzó un ultimátum a Juárez. Era comandante de la expedición el catalán Juan Prim, de quien siempre se diría que ese mando tuvo algo que ver en su asesinato. Prim, que estaba allí con intereses, tanto nacionales como personales, muy distintos de los que tenían los franceses decidió firmar la que se conoce como convención de La Soledad, con fecha 19 de febrero de 1862. Merced a este acuerdo, los soldados europeos recibirían la autorización de abandonar la costa, arrasada de disentería y otras enfermedades, para poder acampar en la meseta del interior, mientras que en Orizaba se abrirían unas negociaciones para acordar el tratamiento de la deuda mexicana. El acuerdo estaba bien y era muy realista; pero tenía el problema de reconocer explícitamente a la república mexicana, cosa que gustó poco en Londres y nada en París.

La respuesta de Napoleón fue meter más presión a la caldera. Así pues, envió al general Charles Ferdinand Latrille, conde de Lorencez, con 4.500 hombres más. Asimismo, envió a Almonte de vuelta a México, esperando, o más bien sabiendo, que pasaría lo que pasó: se enfrentó a Prim casi desde el primer minuto.

Los españoles y los ingleses, sin embargo, se coscaron muy pronto de las intenciones descaradas de los franceses en el sentido de hacerse con el control de la expedición mexicana. Prim le envió una carta al emperador en la que, demostrando que tenía bastante cogida la medida al problema mexicano, le vaticinaba que no tendría demasiados problemas para llevar a Maximiliano a la capital y coronarlo; pero que, una vez perdido el apoyo de las tropas francesas, esa monarquía colapsaría rápidamente. Aun así, los franceses decidieron seguir macroneando. Dubois de Saligny se negó a ratificar el acuerdo de La Soledad, y eso fue el rompimiento. Ingleses y españoles repatriaron a sus fuerzas, dejando a los franceses solos.

Lorencez condujo a sus tropas hacia Orizaba. Marchando lentamente por senderos montañosos y hostigados por los locales, acabó llegando al cerro de Guadalupe, que domina Puebla. El general francés ordenó atacar la posición. Esto fue el 5 de mayo. Los franceses, como de costumbre, estaban convencidos de una superioridad sobre la que no tenían ningún dato objetivo; así pues, su subjetividad se dio de bruces con la objetividad de que les dieron hasta en el yeyuno y tuvieron que volver grupas.

El resultado de la batalla de Puebla, que en realidad no fue una batalla tan importante, tuvo enormes consecuencias reputacionales, diríamos ahora. En una Francia acostumbrada a las victorias cayó como un jarro de agua fría, y la opinión pública comenzó a hacerse preguntas que, extrañamente, no se había hecho hasta aquel momento (a lo mejor pensaban que las tropas francesas habían sido embarcadas para enseñarles a los mexicanos a hacer puzzles de los Pitufos). En el Cuerpo Legislativo, la oposición pareció despertar y Jules Favre subió a la tribuna para criticar al gobierno. Sin embargo, lejos de cuestionar la misión militar, se votaron nuevos créditos para que el emperador pudiese disponer de su justa revancha. Lorencez, mientras tanto, constantemente hostigado por las guerrillas juaristas, había tenido que regresar desde Puebla a Orizaba, y allí se había quedado con el culo contra la tapia. Comenzó el general a escribir cartas a París en las que, negro sobre blanco, venía a decir que las oportunidades de la expedición mexicana se las había inventado Saligny. El partido moderado, le contó al emperador, casi no existe; el partido conservador es una ultraminoría odiada por todos. En México, le vino a decir, no encontraremos ni un solo monárquico.

La respuesta del emperador fue la de todo político napoleónico-sanchista: cesar al general. Lo sustituyó por Élie Fréderic Forey, uno de esos generales duros a los que la tropa odia sin ambages, pero de cuya fidelidad Napoleón III no dudaba. Entre julio y septiembre de 1862, 23.000 hombres más fueron embarcados hacia Veracruz. Muchos de ellos, pronto, tendrían paludismo o fiebre amarilla.

Forey, por otra parte, llegó a México tan presionado por la idea de que no podía cometer los mismos errores que su antecesor, que vivía totalmente obsesionado con la idea de no sufrir la menor derrota. Eso significa, básicamente, lentitud. Organizó muy despacio dos divisiones, cuyo mando otorgó a François Aquille Bazaine y a Charles Abel Douay. Por mucho que lo presionaban desde París, decidió pasar el invierno en Orizaba. Sólo a principios de marzo de 1863 reemprendió el camino de Puebla. Comandaba la defensa de Puebla el general mexicano Jesús González Ortega. Minó las calles y organizó trincheras de resistencia casi en cada casa, lo que ha hecho escribir a muchos historiadores franceses que Puebla “fue otra Zaragoza”.

Forey sometió a la ciudad a un ataque de dos meses. Mientras lo hacía, Saligny le presionaba para que pasase de esta acción y moviese el ejército hacia Ciudad de México; el general, buen conocedor del arte militar, no le hizo ni caso, consciente de que eso sería dejar a los franceses entre dos fuegos y sin capacidad de avituallarse.

La situación no era fácil porque estaba pronta a llegar a Puebla una unidad de refresco, al mando del general Jose Ignacio Gregorio Comonfort de los Ríos. Bazaine propuso atacar a esta tropa que llegaba para, después, tratar de tomar el fuerte de Totimehuacan, que dominaba la ciudad del Puebla. Forey aprobó la operación. El 8 de mayo de 1863, Bazaine atacó al ejército de Comonfort en San Lorenzo y consiguió dispersarlo. Desde ese momento, los franceses consiguieron la ventaja de que los asediados en Puebla comenzaron a sufrir escasez de todo. El 16 de mayo, los mexicanos no pudieron evitar la destrucción de los fuertes del Carmen y de Totimehuacan; al día siguiente, Ortega, juzgando inútil la lucha, rindió la plaza.

La toma de Puebla fue la toma definitiva de temperatura de los franceses en México. Por increíble que parezca, hasta ese momento los gabachos habían creído que México era un país formado por una población ultrarreligiosa y muy conservadora que se consideraba injustamente dominada por Juárez. La consistencia con esta visión les llevaba a considerar que entrarían en Puebla en loor de multitud. En puridad, lo mismo pensaron de España cuando Napoleón la fue pisando; y se llevaron el mismo tipo de sorpresa, lo cual es la demostración de una gran verdad histórica: los franceses nunca, y nunca es nunca, aprenden de los mensajes que les lanza la realidad.

Las tropas penetraron en una ciudad fría en la que nadie levantó una mano para saludarlos, y mucho menos puso su aparato fonador en juego para jalearlos. Pero, bueno, militarmente tenían abierta la ruta hacia Ciudad de México. La marcha hacia Puebla y su toma, sin embargo, les había dejado en una situación muy limitada en materia de hombres y material. Por otra parte, cuando volvieron su rostro hacia el supuesto partido conservador mexicano, hubieron de comprobar los franceses que, en realidad, eran Manolo y el de la guitarra. Como consecuencia, la victoria de Puebla había sido una victoria pírrica; tanto, que el 31 de mayo estaban iniciando los franceses la retirada hacia San Luis de Potosí. Bazaine tomó la villa el 7 de junio y el 10 entró en ella Forey. Esta vez sí que fueron jaleados en las calles por los mexicanos, que habían sido, en las horas anteriores, trabajados por sus párrocos.

Visto que aquí no les tiraban mierda a la cara, los franceses se aplicaron a crear un gobierno. Forey y Saligny seleccionaron personalmente una junta de notables que eligió una Regencia provisional, en la que entraron el general Almonte, el arzobispo de México y el general José Mariano Salas; el grupo que sería conocido como de Los Tres Caciques. La junta, por otra parte, fue investida del carácter de constituyente, y en tales funciones declaró el restablecimiento del imperio, con la intención de darle la corona a Maximiliano.

En París, sin embargo, las presiones eran muchas a favor de disolver la responsabilidad francesa en aquel proyecto. El emperador, muy tarde, decidió cesar a Saligny, de cuyas actuaciones poco claras llevaba bien informado bastante tiempo. Forey fue nombrado mariscal y llamado a Francia. Bazaine, para gran felicidad de los soldados, fue designado comandante en jefe.

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