viernes, marzo 10, 2023

El otro Napoleón (6): Un presidente solo

Introducción/1848
Elecciones
Trump no fue el primero
Qué cosa más jodida es el Ejército
Necesitamos un presidente
Un presidente solo
La cuestión romana
El Parlamento, mi peor enemigo
Camino del 2 de diciembre
La promesa incumplida
Consulado 2.0
Emperador, como mi tito
Todo por una entrepierna
Los Santos Lugares
La precipitación
Empantanados en Sebastopol
La insoportable levedad austríaca
¡Chúpate esa, Congreso de Viena!
Haussmann, el orgulloso lacayo
La ruptura del eje franco-inglés
Italia
La entrevista de Plombières
Pidiendo pista
Primero la paz, luego la guerra
Magenta y Solferino
Vuelta a casa
Quién puede fiarse de un francés
De chinos, y de libaneses
Fate, ma fate presto
La cuestión romana (again)
La última oportunidad de no ser marxista
La oposición creciente
El largo camino a San Luis de Potosí
Argelia
Las cuestiones polaca y de los duques
Los otros roces franco-germanos
Sadowa
Macroneando
La filtración
El destino de Maximiliano
El emperador liberal y bocachancla
La Expo
Totus tuus
La reforma-no-reforma
Acorralado
Liberal a duras penas
La muerte de Víctor Noir
El problemilla de Leopold Stephan Karl Anton Gustav Eduardo Tassilo Fürst von Hohenzollern.Sigmarinen
La guerra, la paz; la paz, la guerra
El poder de la Prensa, siempre manipulada
En guerra
La cumbre de la desorganización francesa
Horas tristes
El emperador ya no manda
Oportunidades perdidas
Medidas desesperadas
El fin
El final de un apellido histórico
Todo terminó en Sudáfrica 



A las intenciones de Lamartine en el sentido de convencer a la Asamblea de que no había problema en tener un presidente votado por sufragio universal ayudó mucho el propio Luis Napoleón. El sobrino del emperador se había ido a Londres a vivir, pero ya había vuelto e intervino en sesiones de la Asamblea; intervenciones durante las cuales, creo que sinceramente, apareció como un tipo muy torpe. Quiero decir: no creo que Napoleón se vistiese de cordero estúpido para engañar a los franceses. Probablemente, era tan torpe verdaderamente como pareció.

El principal problema de Luis Napoleón, que era un problemón en sus tiempos, en mucha mayor medida que ahora, es que era un orador horrible. Era peor orador que Adriana Lastra con tres polvorones en la boca. En la circunstancia de su maiden speech, como los sajones le llaman a la primera vez que un conscripto habla ante la Asamblea, no pudo decir nada y, a la segunda tentativa, se supo por qué: era extremadamente tímido y, demás, se sentía muy condicionado por su fuerte acento extranjero. Hoy en día, que en el parlamentarismo español es perfectamente esperable que una persona con suave acento porteño pueda triunfar como oradora, tal vez pueda parecer extraño. Pero lo cierto es que los franceses son franceses y que, además, hace casi doscientos años, hablar con acento extranjero era algo mucho más exótico que ahora; y lo exótico provoca desconfianza.

Los arquitectos de las elecciones presidenciales de la República, por lo tanto, las convocaron convencidos de que Luis Napoleón, o bien sería listo y no se presentaría, o bien sería tonto y, entonces, se comería una hostia del cuarenta y dos. Sin embargo, conforme la fecha de la elección se acercaba, el tema dejó de estar así de claro. A las elecciones se presentó Cavaignac, por supuesto. Y también Ledru-Rollin, al frente de un grupo autodenominado demócrata social, aunque la mayoría de los historiadores lo suelen segmentar con un término muy posterior: radical-socialista, esto es, republicano burgués avanzado, por así decirlo. El tercer candidato era Raspail, por los rojos, montagnards, socialistas o como queráis llamarlos.

Y, el cuarto, Luis Napoleón.

Napoleón no tenía partido. Como os he dicho, toda la experiencia que podía exhibir eran dos charlotadas: la de Boulogne y la de Estrasburgo, a cuál más imbécil. Pero era un Napoleón y, como iban a descubrir pronto los republicanos del 48, eso, en un país que acababa de sufrir una experiencia traumática, una guerra civil en pequeñito, tenía mucho más valor de lo esperado.

A Luis Napoleón, para empezar, le favoreció enormemente el hecho de que todo el mundo lo atacase. Para los más conservadores era un jacobino, habiendo escrito las cosas que había escrito. Para los más socialistas era un reaccionario, viniendo de donde venía. Esto le permitió al candidato, quien personalmente era un hombre, en ese momento de su vida, fuertemente endeudado, vivir políticamente sin tener partido ni ideología que lo apoyase. Su ideología era, por así decirlo, que los demás lo odiaban. Y, poco a poco, consigue usar la vitola de su apellido para arrastrar a los franceses de orden. Para Luis Napoleón, probablemente, fue todo un punto ganarse la amistad política de Girardin, el periodista.

Aconsejado, tal vez, por este Miguel Ángel Rodríguez, o por otros, el Príncipe, como se le conoce, juega sus cartas. Sabe perfectamente en qué urnas está su victoria, y por eso declara a los cuatro vientos que él ni será socialista, ni será imperialista. Que busca la paz, el orden, y un régimen liberal donde la gente pueda hacer.

El 10 de diciembre, escrutinio de votos. De siete millones de votantes, cinco millones y medio de franceses votan el regreso del sueño napoleónico. El 20 de diciembre, jura fidelidad a la República democrática y, en su juramento, en un gesto muy poco usual que refleja su consciencia de estar en una hora histórica, añade una morcilla de su cosecha: je verrais des ennemis de la patrie das tous ceux que tenteraient de changer par des voies illégales ce que la France a établi. Para mí, serán enemigos de la Patria todos que intenten cambiar ilegalmente lo que Francia ha decidido. Una frase muy medida que dice dos cosas: a las izquierdas, que él no ha llegado para seguir el camino de su tío hacia la dictadura personal; a las derechas, que a los que pretenden legislar desde la barricada no les va permitir ni media.

La llegada de Luis Napoleón a la presidencia, sin embargo, no estuvo exenta de desconfianza. El ambiente en su toma de posesión estuvo tan cargado que, de hecho, Hernri Georges Boulay de la Meurthe, segundo conde de Boulay de la Meurthe y, por cierto, el único hombre en Francia que puede decir que ha sido vicepresidente de la nación, tuvo que gritar C'est un honnête homme, il tiendra son serment! Esto es, que el nuevo presidente era un hombre honrado que cumpliría lo prometido.

El acto presidido por Armand Marrast, presidente de la Asamblea, tuvo, sin embargo, innegables resabios napoleónicos. Aunque sólo sea por el ex rey Jerónimo Napoleón y su hija Matilda, la princesa Demidov, allí presentes.

Lo primero que hizo Napoleón tras jurar, en un gesto lógicamente estudiado, fue dirigirse hacia la bancada republicana, colocarse enfrente del que había sido su contendiente electoral: el general Cavaignac, y tenderle la mano. El general, ostentosamente, volvió el rostro hacia Marie, su compañero de escaño, y se puso a hablar con él. Esa misma tarde, Napoleón hizo ofrecer al general el gran cordón de la Legión de Honor, que el general rehusó.

Luis Napoleón llegó al Elíseo con dos grandes objetivos: el interior de devolverle al país el orden y la prosperidad; el exterior de conseguir para Francia el peso internacional que había perdido treinta años antes, en 1815. Para eso, él lo sabía, tenía que ser muy cuidadoso en la selección de su gobierno, y no fallar. Una novedad fácilmente esperable, pero de la que siempre Napoleón se mostraría especial y justamente cabreado, fue que los republicanos que habían estado detrás de Cavaignac, desde el principio, se extrañaron del proyecto, dejándolo a él solo. De hecho, años después el presidente confesará que fue esa negativa cerrada (el famoso “no es no” al que siempre son tan propensos los políticos con aspiraciones a regresar o a llegar) la que “me arrojó a los brazos de la rue de Poitiers”, en referencia a las fuerzas más conservadoras. El presidente le ofreció el poder a Thiers, quien fue lo suficientemente inteligente como para rechazarlo, aunque le recomendó a un diputado muy cercano a él, Camille Hyacinthe Odilon Barrot. Odilon Barrot, efectivamente, formó el primer gobierno de Napoleón y lo hizo, obviamente, tirando de lo que él conocía y aquello en lo que confiaba: el ala más liberal del orleanismo. Así fue como se vieron ministros republicanos personas como Édouard Drouyn de Lhuys (Asuntos Exteriores), François Jean Leon de Malleville (Interior), Hippolyte Passy (Finanzas), o Léonard Joseph, más conocido como León, Faucher, en Trabajos Públicos. Como nombramiento importante, para Instrucción Pública y Culto se nombró a Frédérik Alfred Pierre de Falloux, vizconde de Falloux du Coudray, hombre que, pese a haber apoyado la revolución de 1848, tenía importantes bases legitimistas.

Nombrar este gobierno fue el primer problema para Luis Napoleón. Sus miembros, Odilon Barrot el primero, lo veían como un político sin experiencia, como un parvenu y, por lo tanto, aspiraban, en realidad, a gobernar sin él. En los consejos de ministros, por lo tanto, apenas se trataban los asuntos con profundidad en su presencia; el presidente solía decir en esos momentos: “mi gobierno pretende convertirme en el príncipe Alberto de Francia”, en alusión al consorte de la reina Victoria.

En esas circunstancias, el momio no podía durar mucho y, la verdad, no duró. Un día que Malleville estuvo especialmente rácano con el presidente y se olvidó de mandarle prácticamente toda la información sobre novedades diplomáticas y, sobre todo, en materia de policía y orden público, el presidente reaccionó enviándole una carta en términos muy duros que provocó la dimisión del gobierno en pleno.

Aquella dimisión dejó a Napoleón en una situación muy delicada. No podía fiarse en el ejército, pues estaba a las órdenes de personas que no podía considerar totalmente fieles: el de provincias, en Lyon a las órdenes del mariscal Thomas Robert Bugeaud de la Piconnerie; el de París, a las del general Changarnier. Políticamente, los republicanos estaban contra él. Así pues, al presidente no le quedó otra que disculparse ante su gobierno.

Esto, sin embargo, no podía volver a pasar, y el presidente lo sabía. Ante él, se le presentaban tres alternativas: o ganarse a su gobierno, o ganarse a los republicanos, o ganarse al Ejército. Siendo un Napoleón, aparece como casi lógico que eligiese lo tercero. Así que Luis comenzó a visitar las escuelas militares. Se colocaba en terrenos donde los civiles no podían seguirle, todo eso de, en el mismo día, aparecer ricamente enjaezado en su caballo, vestido de general, y luego compartir el rancho de campaña en medio del campo con un grupo de soldados. El Napoleón de siempre: un papel en el que nadie podía sustituirle y nadie, tampoco, podía competir con él. Que había acertado se vio enseguida en lo mucho que le criticaron el gesto los políticos de la Asamblea, sobre todo Thiers, quien había dado un paso atrás en la primera magistratura del país esperando que su promotor fracasase para, después, llegar él en loor de salvador.

Francia, muy pronto, tendría, sin embargo, que comenzar a fijarse de nuevo en el exterior, convirtiendo el objetivo de la recuperación de su prestigio en un objetivo urgente. Hablamos del nacimiento de la cuestión romana.

Como ya hemos visto, los vientos de la revolución del 48 habían viajado hacia el sur, contaminando a una península italiana muchos de cuyos ciudadanos ambicionaban, o bien su independización respecto del Imperio Austro-Húngaro, bien su desvinculación respecto del PasPas.

El dato fundamental fue que la revolución se reprodujese en el mismo centro del orden geopolítico legitimista europeo, esto es el Imperio. Metternich acabó por perder su poder. El emperador Fernando abdicó en favor de su sobrino Francisco José. En la futura Alemania, también abdica el rey de Baviera, Luis I, desacreditado por sus devaneos con la bailarina Lola Montes. Las barricadas berlinesas acaban obligando al rey de Prusia a enviar representantes a la Asamblea Germánica que, tras ser elegida por sufragio universal, se reúne en Francfurt el 18 de mayo.

Austria, clave de bóveda de la Santa Alianza, domina el Lombardo-Véneto desde 1815 y, de esta manera, ejerce un poder claro sobre toda la península italiana. El movimiento independentista ha sido desde entonces un movimiento fundamentalmente liberal, ampliamente derrotado en 1830; pero que no por ello deja de considerar que su oportunidad ha llegado. En Roma ha llegado a la cumbre de la teocracia católica un Papa, Pío IX, de quien Metternich tenía muy mala opinión pero que, en realidad, es un hombre bastante asertivo; un tipo que hubiera querido hacer carrera militar, pero que no había podido seguir ese camino por culpa de su epilepsia. Arzobispo con 39 años, es elegido Francisquito cuando apenas tiene 54.

Pío IX quiere, de verdad, reformar aquella cueva de rancios cuyo gobierno le ha sido otorgado por la Paloma Muda. Y también tiene una ambición política: la unión de Italia, pero no como la conocemos y como muchos, más o menos, la conciben; sino bajo su mando. Pío, pues, lejos de soñar con disolver los Estados Pontificios, lo que quiere es engrandecerlos. Para conseguir algo parecido a eso, sin embargo, necesita que la orquesta católica toque más o menos las mismas melodías que está tocando el siglo; pero eso es algo que no va a pasar, porque la resistencia de los radicales conservadores es demasiado para él. Y dado que en el Vaticano se las gastan como se las gastan (no sería el primer Papa muerto en extrañas circunstancias ni, desde luego, el último), Pío va experimentando, poco a poco, una mutación. El antiguo joven padre de la Iglesia de corte más o menos liberal, que quiere cambiar las cosas, cada vez se agarra más al dogma, a la visión ultraconservadora de las cosas, al rechazo del progreso, tanto de las ideas como de las cosas. Sus primeras promesas de reforma, que levantaron grandes esperanzas en Italia, se vieron rápidamente desmentidas desde el momento en que cayó Luis Felipe en Francia. Y, aprendiendo que el PasPas no va a ayudar a las reformas, las sociedades italianas se rebelan, una tras otra, como una fila de fichas de dominó: Milán, Brescia, Parma, Módena, Venecia. Las gentes envalentonadas ponen en huida al famoso mariscal Radetzki.

El rey piamontés, Carlos Alberto, ve llegado el momento de imponerse él como rey de Italia entera. El 29 de marzo, pasa el Tessin y toma Peschiera. Milán primero, otros ducados después, incluso Sicilia, se le ofrecen.

Las cosas, sin embargo, no van a ser tan fáciles. Nunca lo son.

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