lunes, marzo 06, 2023

El otro Napoléon (4): Qué cosa más jodida es el Ejército

Introducción/1848
Elecciones
Trump no fue el primero
Qué cosa más jodida es el Ejército
Necesitamos un presidente
Un presidente solo
La cuestión romana
El Parlamento, mi peor enemigo
Camino del 2 de diciembre
La promesa incumplida
Consulado 2.0
Emperador, como mi tito
Todo por una entrepierna
Los Santos Lugares
La precipitación
Empantanados en Sebastopol
La insoportable levedad austríaca
¡Chúpate esa, Congreso de Viena!
Haussmann, el orgulloso lacayo
La ruptura del eje franco-inglés
Italia
La entrevista de Plombières
Pidiendo pista
Primero la paz, luego la guerra
Magenta y Solferino
Vuelta a casa
Quién puede fiarse de un francés
De chinos, y de libaneses
Fate, ma fate presto
La cuestión romana (again)
La última oportunidad de no ser marxista
La oposición creciente
El largo camino a San Luis de Potosí
Argelia
Las cuestiones polaca y de los duques
Los otros roces franco-germanos
Sadowa
Macroneando
La filtración
El destino de Maximiliano
El emperador liberal y bocachancla
La Expo
Totus tuus
La reforma-no-reforma
Acorralado
Liberal a duras penas
La muerte de Víctor Noir
El problemilla de Leopold Stephan Karl Anton Gustav Eduardo Tassilo Fürst von Hohenzollern.Sigmarinen
La guerra, la paz; la paz, la guerra
El poder de la Prensa, siempre manipulada
En guerra
La cumbre de la desorganización francesa
Horas tristes
El emperador ya no manda
Oportunidades perdidas
Medidas desesperadas
El fin
El final de un apellido histórico
Todo terminó en Sudáfrica


Mientras el protagonista de esta serie regresaba a Londres, eso sí, muy lejos de tener el rabo entre las piernas, en Francia las cosas cogían momento entre moderados y radicales. El tema del día: los talleres nacionales.

Como ya os he contado, desde el 25 de febrero, cuando se produjo la revolución, los intentos habían comenzado para aliviar la angustiosa situación de desempleo en que estaba el país. Para ello se declaró el derecho constitucional al trabajo y se crearon los talleres nacionales. Louis Blanc y los socialistas querían convertir estos talleres en cooperativas de productores; eran una oportunidad de oro para demostrar que las ideas socialistas funcionaban. El ministro de trabajos públicos, Marie, sin embargo, tenía otra idea. Para él, los talleres nacionales que se habían aprobado con la revolución no dejaban de ser los mismos ateliers de charité que habían funcionado durante el reinado de Luis Felipe para los tiempos de paro intenso. Algo así, por lo tanto, como pagarle un pequeño salario al obrero parado por hacer pequeñas obras públicas (básicamente, cavar zanjas).

La verdad es que Marie tenía gran parte de razón, cuando menos en mi opinión. Como muy acertadamente señaló Margaret Thatcher, el problema de los socialistas siempre se presenta cuando se acaba el dinero de los demás. El sueño de una red de talleres públicos cooperativos capaces de absorber el enorme paro estructural de la economía francesa venía a significar un esfuerzo de orden financiero y presupuestario que, si es hoy en día imposible de plantear, imagínese hace casi dos siglos. Francia, literalmente, no tenía dinero para llevar a cabo el proyecto de Blanc. Pero eso a Blanc le importaba un mico, porque a las gentes como él todo lo que les ha importado siempre ha sido abrir el informativo de La Sexta del momento, aunque sea con una noticia que luego no se va a poder hacer realidad.

El ministro Marie colocó el proyecto de los talleres nacionales en manos de un ingeniero, Émile Thomas. Thomas inventó la Organización Todt y el New Deal un siglo antes, y creó un auténtico ejército de peones camineros, a los que pagaba un salario de 2 francos diarios de servicio. El número de peones pronto creció exponencialmente: primero, porque hubo efecto llamada geográfico, pues muchísimos parados de provincias se allegaron a la Isla de Francia para reclamar su trozo del pastel; como hubo efecto llamada funcional, puesto que también hubo muchos artesanos de ganancias modestas que decidieron que les resultaba más cómodo tirar de pico y pala a cuenta del Estado.

En mayo, el ejército de parados a sueldo del Estado alcanzaba las 100.000 personas, y la Administración ya no tenía, literalmente, nada que encargarles. Aquellos hombres fueron los que labraron buena parte de la actual belleza de París, puesto que en los primeros meses de 1848 fueron empleados, básicamente, en replantar todos los bulevares parisinos y en ampliar la que entonces se llamaba Estación del Oeste, actualmente conocida como de Montparnasse, además de aplanar el Campo de Marte.

Aquél fue un caso más de los muchos que se pueden recordar en la Historia contemporánea, y desde luego en el momento presente, de política fracasada de un gobierno más o menos de coalición sobre cuyo fracaso dicho gobierno está básicamente encantado. A los republicanos burgueses, que los talleres nacionales fracasasen era una gran noticia, pues no suponía otra cosa que un desmentido claro y diáfano de las teorías socialistas. Su proyecto, en realidad, era convertir a toda aquella masa de obreros subvencionados en obreros “blancos”, en oposición a los “rojos”, que de esta manera les votarían y les apoyarían. Pero, claro, eso no fue lo que pasó. Si en algo es especialista un socialista, sólo superado en esto por un nacionalista, es a la hora de convencerte de que de todo lo malo que te pasa hay mil responsables, pero ninguno es él. En realidad, el fracaso del sistema de talleres nacionales no hizo otra cosa que alimentar entre los obreros la sensación de que dicho fracaso se había producido porque “no se había ido lo suficientemente adelante” con el proyecto. El socialismo, muy lentamente, se convertía en comunismo.

Los obreros subvencionados de los talleres nacionales estuvieron en primera línea de la manifa monstruo que tomó el Palais Bourbon y, después, el Hotel de Ville, el 15 de mayo, y que ya hemos contado.

La reacción no se hizo esperar. El 23 de mayo, la Comisión Ejecutiva, acojonada con lo que había visto una semana antes, decidió cerrar el proyecto de los talleres nacionales. La decisión fue protestada por Émile Thomas, quien todavía le veía potencialidades a la idea. Frédéric Alfred Pierre, vizconde de Falloux du Coudray, importante diputado de aquella Asamblea a quien normalmente conocemos como Falloux, hizo un vibrante discurso en el que animó a los diputados a cerrar aquel sistema “de huelga permanente y organizada a 470.000 francos diarios” (a éste le hablan de los ERTE y le da un patatús...) Sin embargo, temeroso de la reacción de las masas, el propio Falloux propone medidas menos traumáticas que el simple y puro cierre. Los Cinco todavía dudaban, y siguieron haciéndolo hasta el 21 de junio. Ese día el gobierno francés, fuertemente presionado a su derecha, le dice a los 110.000 miembros del sistema que tienen que elegir: o alistarse en el ejército, o irse a provincias a realizar labores, fundamentalmente, de limpieza de vías; es decir, como solían resumir los carbonarios: les daban a elegir entre las balas de los argelinos o los mosquitos de los pantanos de Sologne.

En las últimas horas de aquel día 21 de junio, se comenzaron a formar en París grupos, grupúsculos y grupettos varios, todos de gente cabreada. Muy cabreada. Los dirige un tal Louis Pujol (literal) quien, al parecer, había sido seminarista pero, con los años, había decidido repartir otro tipo de hostias. Se trata, según las noticias disponibles, de un veterano de las guerras de África, muy fanático. Fue autor de un libro, La prophétie des jours sanglants, cuyo título deja poco lugar a la interpretación. Marie recibe a una delegación de los manifestantes; pero lo hace, básicamente, para amenazarles. En la plaza Saint-Sulpice, Pujol grita: ¡Du pain ou du plomb! ¡Du plomb ou du travail!

Cae la noche. Hay otras concentraciones, en la Bastilla, en el Panteón. A la luz de las antorchas, la gente canta La Marsellesa y da vivas a la república social. Las tropas se colocan cerca. Pero Los Cinco, para entonces, como os he dicho rápida y profundamente erosionados por la oposición que sufren a ambos lados de su posición política, carecen de la capacidad real de ordenar una represión que, temen, podría llevar a Francia a la guerra civil. Esta vez, sin embargo, como otras muchas, no sé si el remedio será peor que la enfermedad; pero, desde luego, será igual. En 24 horas, en las primeras horas del 23, la temida guerra civil es un hecho.

Esa mañana, Louis Pujol acumula a sus partidarios en el Panteón. Desde allí, comienzan una marcha hacia la Bastilla. Se canta el Ça ira, una tonada emblemática sans-coulotte de la revolución francesa, y se grita que Lamartine va a ser ahorcado. Por supuesto Pujol, en su arenga, recuerda a los héroes del 89, los héroes de la Bastilla. Los manifestantes gritan ¡La liberté ou la mort! Desde la Bastilla ganan los bulevares y en la puerta de San Denis tumban un carro-tranvía y construyen con él la primera barricada. Más rápidamente de lo que cualquiera hubiera podido imaginar, medio París está lleno de barricadas, en las que se agita la bandera roja y también la tricolor.

En ese momento, el gobierno francés se dará cuenta de ese efecto que, no me canso de repetiros, forma parte de las cosas que el político no es capaz de ver hasta que se le presentan delante: el principio axiomático de que todo acto tiene sus consecuencias. En febrero de aquel año, con el fervor revolucionario bien calentito, fervor que, no os olvidéis, era un fervor buenista, adanista, propio de los políticos que creen en Bambi, en el que nada iba a salir mal y los enfrentamientos eran cosa ajena; en ese ambiente, os digo, todos los ciudadanos fueron declarados miembros de la Guardia Nacional, aunque obviamente sólo unos cuantos de ellos estaban propiamente movilizados. Pero esta decisión supuso que, legalmente, cualquier ciudadano pudiera, en realidad debía, tener un fusil en su casa. Y ahora que el pueblo se volvió contra el gobierno, los miembros de éste último habrían de darse cuenta del problemilla que les provocaba que todo dios estuviese armado.

La rebelión de junio, cierto es, carecía de líderes, de no ser este Louis Pujol que sabía soltar arengas, pero no era un estratega. Sin embargo, aquella rebelión se coordinó con notabilísima eficacia y orden, y esto hay que apuntarlo en el haber de innominados miembros de los clubs revolucionarios, que se pusieron al frente de las barricadas, una a una; pero que estaban notablemente coordinados entre ellos por muchas tardes de tertulias hablando, más o menos, de aquellas horas.

El gobierno, por su parte, es presa de esa mala conciencia proveniente del hecho de que ellos también son hijos de la revolución, y se sienten incapaces de agredir a sus hermanos. Arago, ante la noticia de que la Guardia Nacional se dirige al Palais Bourbon, grita que ni de coña, que los paren (o sea, el famoso "todas las iglesias de España no valen lo que la vida de un republicano" de Tito Azaña). En esa situación, la propia masa sociopolítica del gobierno, que no olvidemos semanas antes se ha demostrado como ampliamente mayoritaria entre el cuerpo electoral, comienza a recelar de la capacidad de los ministros de gestionar aquello. Se habla, pues, de Cavaignac. El general, aunque no tiene poderes sobre la policía, dispone de 30.000 efectivos propios, más 12.000 de la guardia móvil, más el control más o menos garantizado de las compañías de la Guardia Nacional formadas en los vecindarios burgueses.

El viernes por la mañana, esta tropa carga contra la barricada de Saint-Denis, donde sus disparos acabarán con la vida de dos mujeres que estaban en ellas agitando banderas. En el Panteón, Arago, quien claramente ha decidido para entonces jugar la baza de “yo soy uno de vosotros”, le suelta una arenga a los manifestantes, y éstos le recuerdan, entre gritos, que él no sabe nada ni del hambre ni de la miseria, porque nunca las ha tenido ni medio cerca. Momento muy triste para la vida de este republicano que, meses antes, había marchado contra la monarquía de Luis Felipe en compañía de algunos de los tipos que ahora, desde la primera fila de la audiencia, le están llamando de todo. Superado por la situación, Arago tiene que aceptar la llamada a la Guardia Nacional para que saque el cuchillo de capar pero, con lágrimas en los ojos, todavía les pide que disparen a la base de las barricadas.

A lo largo de ese día, en todo caso, la Guardia Nacional acaba por desplegarse y comenzar la batalla propiamente dicha. Louis Jouchaut de Lamoricière, Marie Alphonse Bedeau y Édouard Adolphe Déodat Marie Damesme son los entorchados del día, en diferentes zonas de París. Hay algunas negociaciones, que no llegan a nada. Bedeau ataca las barricadas del Petit Pont y del Pont Saint-Michel, necesitado de despejarlas para poder pasar a la rivera izquierda, donde Damesme las está pasando putas. Sin embargo, los rebeldes le paran en la rue Saint-Jaques, y será necesario cañonear esas barricadas desde el Hôtel-Dieu. Este día termina con Bedeau herido y Damesme estancado en los alrededores del Panteón.

La Asamblea está reunida en sesión permanente. Se discute la nacionalización de los ferrocarriles que, de todas maneras, estaban al borde de la quiebra. Y, sobre todo, se habla de la situación. Hay opiniones para todo. Hay diputados que quieren ir a las barricadas, otros que defienden una gran declaración nacional. Pero no se hace nada. Al mismo tiempo, en la Comisión Ejecutiva, se produce una escena muy dura. Cavaignac, con una mezcla de la seguridad que le da su posición y de cabreo por las ineficacias de Los Cinco, se presenta ante los hombres que gobierna Francia y les viene a decir, seco y frío, que dejen de hacer el pollas. Que si quieren soluciones, él puede intentar solucionar la situación; pero que necesita que ellos dejen de dar por culo. A Ledru-Rollin, por ejemplo, lo conmina, simplemente, a que deje de dar órdenes por su cuenta. Les viene a decir, empedrado de medallas, dejad esto a los mayores, que vosotros lo mismo os podéis hacer daño. En realidad, lo que pasa es que el general se ha dado cuenta de que esos tipos no van a hacer nada. Conoce perfectamente los comunicados de Bedeau, de Damesme, de Lamocicière, rogando unos refuerzos que nadie les aporta. Ledru, de hecho, se niega delante de Cavaignac a reforzar los efectivos militares. Ambos, general y ministro, acaban por tener una discusión violenta. Desde ese momento, el ejército ya no será republicano.

Al día siguiente, la Asamblea decreta el estado de sitio y otorga poderes extraordinarios a Cavaignac.

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