miércoles, enero 25, 2023

Anarcos (10): 8 de diciembre, 1933

 La primera CNT
Las primeras disensiones
Triunfo popular, triunfo político
La República como problema
La división de 1931
¿Necesitamos más jerarquía?
El trentismo
El Alto Llobregat
Barcelona, 8 de enero de 1933
8 de diciembre, 1933
La alianza obrera asturiana
La polémica de las alianzas obreras
El golpe de Estado del PSOE y la Esquerra
Trauma y (posible) reconciliación
Tú me debes tu victoria
Hacia la Guerra Civil
¡Viva la revolución, carajo!
Las colectivizaciones
Donde dije digo...
En el gobierno
El cerco se estrecha
El caos de mayo 

La estrategia de la CNT y la situación socioeconómica de España provocaban más huelgas, que provocaban más detenciones que, asimismo, provocaban más huelgas. La CNT llegó a acumular, aquel año de 1933, casi 10.000 presos. En esas circunstancias, la reivindicación ya no era la liberación de presos, sino una amnistía en toda regla. Ésta fue la palabra que concentró las movilizaciones veraniegas del anarcosindicalismo. Se convocó una semana de movilizaciones, y julio y agosto transcurrieron, en toda España, en medio de un rosario de mitines y protestas. Sin embargo, la reacción gubernamental, crecientemente preocupada por el golpismo que efectivamente enseñó los dientes ese año, fue incrementar la represión. Pero la CNT también exhibía músculo, y reunió a 60.000 miembros en un mitin monstruo celebrado en la Monumental de Barcelona.

1933, por otra parte, fue, como bien sabemos, el año en que la República viró hacia la derecha. Las municipales de abril no le salieron a los republicanos de izquierda como habían leído en su catón; y las elecciones al Tribunal de Garantías, en septiembre, les dieron una señal todavía más clara. Por lo demás, el PSOE y la UGT estaban cada vez más preocupados por la seria competencia a su izquierda de los anarquistas, que amenazaban con quedarse con el monopolio de la ideología revolucionaria en España, con alguna pequeña migaja para los comunistas. La consecuencia de este sentimiento fue la ruptura de la coalición de gobierno y la consecuente convocatoria de elecciones.

A finales de octubre, el pleno de regionales de la CNT subrayó con claridad su posicionamiento apolítico al recomendar a sus militantes, y al proletariado en general, que se abstuviese en las elecciones. Durruti, que había salido ya de la cárcel tras algunos meses, iba a los mitines a recordarle a quien le escucharen que, si habían votado en las elecciones constituyentes, ya podían ver cuál era el resultado que habían conseguido. En buena parte, tenía razón: nunca me cansaré de escribir que la Ley de Defensa de la República, ese borrón fascista, siempre hubo de llevarlo la República como un baldón. La sensación que tenían muchos españoles de clase ínfima de haber apoyado en el 31 a unos políticos que habían aprovechado ese aval para luego escribir en el BOE que se arrogaban el derecho excesivo a cerrar periódicos, a meter gente en la cárcel, a reprimir en una palabra, sin el concurso de los mínimos equilibrios de poder de un régimen constitucional y democrático; la sensación que tenían, digo, era más de asco y de decepción que otra cosa.

En el mitin monstruo de Barcelona, después de Durruti habló otro joven líder anarquista, Valeriano Orobón Fernández. Orobón era entonces secretario de la Organización Internacional del Trabajo, y era uno de los pocos cupuleros de la CNT que no pertenecía a la FAI. Era un militante que no creía en el trentismo pero que, al tiempo, desconfiaba de la FAI pues la FAI, obviamente tratando de arrimar el ascua a su sardina, pretendía trasladar toda la capacidad logística y movilizadora de la Confederación a sus comités de afinidad. Orobón hizo aquella tarde un discurso en pura esencia anarquista, arreando estopa a los políticos de todo color; porque el problema para un anarquista de verdad no es que seas de izquierda o derecha, sino que seas político. En su visión, bastante preclara, la revolución republicana había fracasado ya y, por eso, se vería seguida de una revolución fascista. Además, habló contra el voto como herramienta democrática usando la comparación más al uso entonces, y desde entonces, para demostrarlo: Alemania. Todo el mundo en el anarcosindicalismo español e internacional era bien consciente, en ese momento, de que 13 millones de votos tradicionalmente vertidos hacia los partidos obreristas o de izquierdas germanos se había volatilizado, o directamente dirigido hacia el nazismo, en apenas un suspiro.

En consecuencia, la CNT se negaba a cualquier componenda con los socialistas y, cosa relativamente extraña, incluso con sus amiguitos de la Esquerra. Esto, la verdad, tenía su razón de ser. La Esquerra siempre ha sido una formación política con un solo objetivo, que es Cataluña; lo demás, la verdad, le importa una higa. Esquerristas y cenetistas habían construido algo muy parecido a una sólida alianza estratégica durante los años duros de la dictadura y la primera República; pero después de ocurrido todo eso, cuando se comenzó a negociar un posible Estatuto para Cataluña, la formación mayoritaria en la región comenzó a acopiar votos a favor y, cuando se encontró con el escepticismo socialista, comenzó a cortejar al PSOE. En ese cortejo, según diversos indicios, llegó a ofrecerle entregarle a la UGT uno de los principales strongholds anarquistas: el puerto de Barcelona.

La FAI, aunque por supuesto que también expresaba las mismas ideas abstencionistas, quería ir más allá: estaba preparando una nueva revolución, que vendría a ser la tercera después del Alto Llobregat y el 8 de enero del 33. Esta vez, además, consideraban que el motivo para el movimiento se lo iban a servir en bandeja: estaban convencidos, y no se equivocaban, de que las elecciones las iba a ganar la reacción. De hecho, eran perfectamente conscientes de que uno de los factores que más podía ayudar a la victoria de las derechas era su propio abstencionismo electoral; pero no hay muchos indicios de que captasen la perversa circularidad del razonamiento, pues la situación, entonces, no la provocaban las derechas, sino ellos mismos. El pleno de regionales de finales de octubre aprobó una resolución en el mismo sentido, sacralizando el concepto, que ya conocemos, de que si una sola regional la montaba, la montarían todas.

En España, además, como bien sabemos, revolucionariamente hablando se juntaba el hambre con las ganas de comer. Largo Maniobrero, el líder de los socialistas, había sostenido mientras formaba parte del gobierno que era un revolucionario desde la legalidad; que, por lo tanto, su arma para cambiar las cosas era el BOE. Pero, claro, cuando el BOE le fue arrebatado, cosa que no ocurrió en las elecciones sino antes, con la ruptura de la coalición de gobierno, entonces, eternamente preocupado por ser rebasado a su izquierda, se convirtió en el Lenin español. En las semanas anteriores a las elecciones, antes incluso de los resultados, el PSOE ya dejó claro que, si ganaban las derechas, la revolución social tendría prelación sobre la legalidad republicana. En otras palabras: la República era buena mientras fuera suya. Como ya he contado otras veces, el gran punto de apoyo de todas estas teorías era el ejemplo austríaco que, a los ojos de las izquierdas, justificaba la sospecha de que las derechas, una vez en el gobierno, darían una especie de golpe de Estado desde arriba para acabar con la democracia. Pocas semanas después de estas declaraciones del PSOE, se producirían las reuniones del Comité Nacional de UGT en las que Julián Besteiro fue descabalgado de la dirección del sindicato, en beneficio de Largo Caballero. En las actas de esas reuniones queda muy claro cómo los dirigentes ugetistas, en ese momento, estaban literalmente acojonados con la creciente estrategia de la CNT, que les comía el terreno fábrica a fábrica, sector a sector, ciudad a ciudad.

Era todo un tsunami de retórica revolucionaria del que no se pudo abstraer nadie en la izquierda. El trentismo también hizo llamadas a salir a la calle si ganaban las derechas. Sin embargo, los sedicentes sindicalistas revolucionarios consideraban que el abstencionismo no tenía sentido, no porque hubiesen dejado de ser apolíticos, sino porque, claramente, favorecía a las derechas. Por ello, el trentismo propugnaba la Alianza Obrera, y decía: “que se quite la CNT de la cabeza la idea de hacer la revolución no contando con los socialistas, los comunistas y con nosotros, y que haga lo propio la UGT y el PSOE”. Ángel Pestaña, por su parte, hacía lo que ya muchos políticos y sindicalistas criados a los pechos de la ultraizquierda han hecho y seguirán haciendo en la Historia de España: acercarse al PSOE. Días antes de las elecciones, hizo unas declaraciones en las que expresó su deseo personal de que la candidatura del PSOE ganase en Madrid.

En medio de toda esta retórica que, como sabe todo licenciado en Historia, es de una normalidad absoluta y no tiene nada que ver con el giro que lentamente fue dando la sociedad española y que acabó, en amplias zonas del país, en la comprensión, cuando no el apoyo decidido de todos o casi todos al golpe de Estado del 18 de julio; en medio de este ambiente, digo, tan respetuoso con los equilibrios y las formas constitucionales y el imperio de la ley que preside toda democracia, se celebraron, como bien sabemos, las elecciones del 33; elecciones que ganó, en realidad, quien las tenía que ganar. La ley electoral republicana, cuidadosamente diseñada para construir una mayoría de izquierdas inexpugnable por la vía de conceder unas primas exageradas a los ganadores, siguió funcionando exactamente igual cuando el que ganó fue El Otro y, consiguientemente, las derechas, pese a que en las urnas habían ganado por un cortacabeza, coparon hasta las mesas y asientos de la cafetería del Congreso.

La cosa, al principio, no fue tan mala. Comenzó por gobernar Alejandro Lerroux con un gobierno radical monocolor. Lerroux, que al fin y al cabo tenía un cierto pasado de radical no precisamente de derechas, tenía una vitola diferente de las otras derechas que también habían ganado. Pero sólo tenía 100 diputados propios, así pues, en la práctica, antes de tomar cualquier decisión importante, tenía que tirar de móvil y llamar a Gil Robles.

El gobierno de las derechas había llegado prometiendo que la seguridad pública sería su principal prioridad. Le había prometido tranquilidad a los españoles, y eso es lo que se aplicó a conseguir. El 3 de diciembre, tirando de la Ley de Orden Público, especie de hija homeopática de la Ley de Defensa de la República, declaró el estado de emergencia. Lo hizo porque esperaba la revolución obrera.

Como recordaréis, la CNT había acordado que una sola chispa provocaría todo el incendio. Esa chispa, todo el mundo lo esperaba dentro del movimiento anarcosindicalista, era la CNT aragonesa. Los anarcosindicalistas consideraban que si había una abstención del 50% o superior, que fue lo que ocurrió, entonces el voto estaría claro. Con el mismo desparpajo que los políticos actuales, la CNT se abrogó la totalidad de aquella abstención, que ciertamente era muy suya pero no podía saber en qué proporción, para concluir que la gente había “votado” en favor de la revolución. La regional aragonesa era, como digo, la que se consideraba más madura para lanzar el movimiento.

Como se ve, la CNT se conformaba como una organización ultraofensiva que, en consecuencia, le otorgaba enormes derechos a quien quería ir “hacia delante”: quien quería lanzar una revolución no sólo tenía derecho a hacerlo, sino que tenía derecho a ser auxiliada por otras regionales, cualquiera que fuese la sensación de éstas sobre la oportunidad o posibilidades del movimiento. El anarcosindicalismo, ciertamente, nunca resolvió, y yo creo que sigue sin resolver, el problema de los derechos de aquellas organizaciones que en su seno decidan ser ultradefensivas. ¿Dónde están los derechos de aquél que no quiere o, más precisamente, sabe que no puede secundar una revolución?

El Comité Nacional Revolucionario, en todo caso, lanzó un largo manifiesto llamando al movimiento revolucionario. Manifiesto que no sé si hoy se citará en tu literalidad, puesto que frases como la llamada a sumarse al movimiento “Las mujeres en su casa. El trabajador, en su trabajo”, no suenan, la verdad, muy empoderadas. Consecuentemente, la insurrección estalló el 8 de diciembre, que era la fecha de la apertura de las Cortes. La verdad, exactamente igual que el siguiente movimiento revolucionario, diseñado para toda España, se convirtió en un asunto asturiano, la revolución de diciembre del 33 fue algo casi exclusivamente aragonés y riojano. En Barcelona había una huelga de transportes desde hacía tres semanas y allí el gobierno, amparado por el estado de emergencia, practicó muchas detenciones y clausuras de sindicatos. Sin embargo, el azucarillo se deshizo solo. Las grandes organizaciones anarquistas no aragonesas habían terminado absolutamente agotadas en la revolución de enero y, por lo tanto, no hicieron gran cosa.

Como se ve, el problema de la CNT durante la República, problema que se extiende a otras organizaciones de la izquierda no anarquistas, fue siempre la desorganización. La CNT era una organización construida para poder doblarse pero no romperse en tiempos duros como la dictadura de Primo de Rivera o, antes, los tiempos del pistolerismo; esto era plenamente coherente con su ADN asambleario y basado en el consenso para todo y, al mismo tiempo, la acción directa en la que todos avanzaban en la misma dirección. Hace muchos años, un viejo anarquista me decía: “En la República éramos capaces de parar toda la construcción de Madrid por un solo despedido”. Eso era, efectivamente, el anarcosindicalismo. Pero eso, también, venía a significar que, cada vez que uno, uno solo de los presentes en la sala de baile, tuviese ganas de marcarse un tango, todos los presentes deberían saltar a la pista, independientemente de lo cansados que estuvieran. Esta técnica, en la práctica, te obliga a estar bailando el tango toda la puta noche, sin paradas ni descansos. Y, claro, llega un momento en que bailas como el culo.

Una estrategia de este tipo dejaba el movimiento sindical anarquista, en la práctica, en manos del más impaciente del grupo. Como digo, esto no sólo le pasó a los anarquistas: como ya he tenido ocasión de explicar, la impaciencia de la UGT del agro español la llevó a convocar huelgas y manifestaciones en el campo español con demasiada premura lo que, al fin y a la postre, le jugaría a la contra al proyecto revolucionario global.

Zaragoza, el epicentro de la revolución, contó con la participación de Durruti, que se desplazó allí para ayudar, y de Cipriano Mera. En la tarde del día 8 hubo una serie de explosiones en toda la ciudad, y por la noche la policía hizo tantas detenciones que ya tuvo que esposar a los detenidos con hilos de pan de molde del Lidl. Durante esas horas, y al clarear el día, hubo enfrentamientos violentos en diversos puntos de la ciudad maña. Se levantaron barricadas, ardió un convento (¿qué sería de una hamburguesa sin el ketchup?) y el tren rápido de Barcelona entró ardiendo en la estación. En la provincia de Huesca se proclamó el comunismo libertario, con mayor o menor entusiasmo de sus vecinos (en ocasiones, hay que decirlo, los anarquistas no les preguntaban su opinión), en Alcalá de Gurrea, Alcampel, Albalate del Cinca, Villanueva de Sigena y Barbastro. En la Rioja, obreros y Guardia Civil intercambiaron balas.

Al final, pues, miles de detenidos, y la revolución anarcosindicalista que quedaba, una vez más, pendiente.

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